—Tengo entendido —dijo Alec— que has estado ejecutando unos cuantos asesinatos.
Habían pasado dos días de su encuentro con el Deleite. Ni Richard ni él lo habían mencionado desde entonces. Hoy hacía una tarde de primavera inusitadamente cálida. En la Colina, la duquesa de Tremontaine celebraba una fiesta en su jardín.
—Unos cuantos —dijo Richard.
—Esos dos eran unos luchadores pésimos, hasta yo me di cuenta. Está en boca de todos.
—Debería estarlo.
—Eres un héroe. Los niños te pondrán ramos de flores en las manos a tu paso. Las ancianas se arrojarán llorando en tus brazos. No te quedes quieto; las palomas pensarán que eres una estatua conmemorativa y te cagarán encima.
—Ginnie cree que me estoy buscando problemas.
Alec se encogió de hombros.
—Es sólo que no quiere que te diviertas. No entiende el espíritu del combate. Cuando no quede nadie por matar en la Ribera, tendrás que expandirte.
Richard quería acariciarle los duros bordes de sus labios. Pero fuera de la cama no hacían eso. El espadachín dijo:
—Siempre habrá alguien a quien matar en la Ribera. A propósito: esta noche salgo, en cuanto oscurezca.
—¿Otra vez? ¿Vas a matar a alguien?
—Voy a la ciudad.
—No será a ver a Ferris… —inquirió Alec.
—No; todavía no he tenido noticias suyas. No te preocupes por eso. Ya me leerás la carta cuando llegue.
—¿Quién te leyó la última, la de nuestro amigo?
—Ginnie.
Alec siseó.
—Ahora podrás ir adonde quieras —dijo Richard—, nadie va a causarte problemas. ¿Dónde te encontraré esta noche?
—Eso depende del tiempo que estés fuera. En casa; donde Rosalie; quizá donde Martha si hay alguna partida…
—Probaré en casa primero. No me esperes en vela; te despertaré cuando llegue.
La mujer se retorció en la presa del noble, obligándolo a hacerle daño al negarse éste a soltarle los brazos. Le había metido el pelo en la boca, y en los ojos; pero había una finalidad en sus contorsiones, como descubrió el hombre cuando el talón de ella le golpeó en el doblez de la rodilla y le hizo tropezar con la cama.
—¡Pequeña marrullera! —gruñó lord Ferris, levantándola a medias por los cabellos—. ¡No tienes nada que temer allá abajo!
—¡Me lo prometiste! —chilló ella, un aullido derrotado pese a la ferocidad de sus denuedos—. ¡Me dijiste que no tendría que volver a bajar allí!
Ferris le dio la vuelta, de suerte que sus senos desnudos quedaron aplastados contra la garganta de él.
—No seas tonta, Katherine. ¿Qué tiene de malo? Te compraré un vestido bonito, siento lo de éste… —La parte superior de la prenda caía en jirones sobre los muslos de la mujer—. Sólo esta vez…
Katherine estaba llorando.
—¿Por qué no puedes mandarle una nota?
—Ya sabes por qué. Necesito a alguien de confianza, para que lo encuentre hoy. —La aupó en su regazo, acariciándole el cuello con la nariz—. Putita —dijo con afecto—; te voy a mandar de vuelta a las cocinas… Te voy a echar por ladrona…
—Yo nunca…
—¡Shh! —Con suavidad, lord Ferris besó a su amante—. No me vengas ahora con tu mal genio, Kathy. Limítate a hacer lo que te digo…
***
En el rincón más oscuro del local de Rosalie aguardaba, con un chal por encima de la cabeza, y un puñal desnudo ante ella encima de la mesa para desalentar cualquier conversación. Había pasado por donde Marie, pero no había nadie en los aposentos de De Vier. En las escaleras, su corazón había martilleado como un tambor en un espacio demasiado pequeño, en la terrible proximidad de la oscuridad ilimitada. Había escuchado al otro lado de la puerta, intentando silenciar el estruendoso aliento y el pulso del pánico de su cuerpo. La Ribera era ahora un sector de fantasmas para ella; dondequiera que mirase veía el pasado. Si abría su puerta podría ver la luz del alba y el cadáver de una mujer en el suelo, con Richard de Vier mirándola perplejo, diciendo: «Me estaba gritando».
Pero nadie respondió a su llamada. Aliviada, desistió y fue a la taberna, recordando cómo ocultarse en una multitud. No quería llamar la atención preguntando si había estado allí Richard. Había personas que la reconocerían si hablaba, o si se descubría el cabello. El local de Rosalie tenía el mismo olor a humedad de siempre; era uno de sus primeros recuerdos, su madre trayéndola aquí abajo, dándosela para que la sujetara a una anciana que le daba pastel si se portaba bien y a veces le trenzaba el pelo para que luciera bonito, mientras su madre hablaba con sus amigas y discutía con los tratantes.
Allí había conocido a Richard, cuando él no era más que un muchachito recién llegado del campo que había buscado la Ribera porque había oído que los alquileres estaban baratos. Le había gustado por su forma de reír, suave e íntima, ya por aquel entonces. Le vio librar sus primeros duelos, convertirse en una moda en la Colina, y por fin empezar a salir con Jessamyn, una mujer que siempre le había dado un poco de miedo. Pero los tres se habían sentado a una de estas mesas, riendo juntos una noche hasta que se les saltaron las lágrimas; ahora ni siquiera conseguía recordar por qué motivo.
Oyó unas carcajadas resonantes al otro lado de la taberna y levantó la cabeza. El concurrido foco de interés parecía casi una pelea, pero sólo un hombre se veía enfadado; todos los demás se reían. Un hombre alto vestido de negro le impedía la vista. Un par de mujeres estaban galanteando con el hombre alto, flirteando, coqueteando; y el hombre enfadado estaba apartándose del grupo con cara de asco, intentando desoír sus burlas. Katherine cayó en la cuenta de quién debía de ser el alto.
—Alec —dijo cuando estuvo lo bastante cerca de él como para que pudiera oírla. Él giró bruscamente sobre los talones; Katherine dedujo que la gente no solía llamarlo por su nombre—. Te invito a un trago.
—¿Juegas? —preguntó él—. Max me ha dejado por imposible… Soy más rápido pensando que él haciendo trampas.
Katherine inspiró suavemente. Conocía esa voz. No acertaba a ubicarla, pero la había oído antes alguna vez en la Colina. No lograba imaginárselo bien vestido, empero, con el pelo arreglado y los fruncidos planchados. Y con su altura recordaría haberse encontrado con él. A pesar de todo, conocía el tipo, de algún modo: perezoso, altanero y seguro de sí mismo. Richard dijo que había intentado suicidarse. Debía de estar loco. No podía ser estúpido: eso no le gustaría a Richard.
—A los dados —respondió—, si quieres.
Tuvieron que esperar a que dejaran libre una mesa.
—¿Quién te envía? —preguntó Alec.
—¿Qué quieres decir con quién me envía?
—Oh —dijo él tras un momento—. Buscas a Richard. ¿Traes un soborno?
—No me hace falta. Ya ha hecho negocios con nosotros.
—Oh. —La miró de arriba a abajo—. Espero que tengas un arma. Este barrio es peligroso.
—Lo sé.
Iba más allá de la aristocracia, su arrogancia. Ya no estaba segura de haberlo oído antes. No recordaba a nadie que hablara sin preocuparse del efecto, sin cortesía ni ironía, como si sus palabras cayeran en la oscuridad y no importara quién las escuchara. No era de extrañar que Richard lo quisiera. No daba ninguna seguridad.
Encontraron un asiento contra la pared.
—¿Eres tú la que le dio el rubí? —preguntó Alec.
—Sí, el anillo.
Alec puso la mano abierta encima de la mesa. El regalo rutilaba allí, en su dedo.
—¿Aceptas cosas de él —preguntó con voz seca Katherine—, o es que le gusta decorarte?
—Muy bueno —dijo Alec con lánguido humorismo—. Le gusta decorarme. ¿Quién eres tú, de todos modos?
—Me llamo Katherine Blount. Trabajo en la Colina.
—¿Para lord Ferris?
Nerviosa, Katherine miró en rededor por si había alguien escuchando, antes de pasar por alto la pregunta.
—¿Dónde la llevas, cosida a las enaguas? —inquirió educadamente Alec—. Sería interesante ver cómo la sacas.
Pese a su enfado, Katherine se rio.
—Dime dónde puedo encontrarlo y te dejaré mirar.
Una expresión de disgusto le cruzó el semblante. No era de extrañar que a las prostitutas les gustara provocarlo. Era un rostro asombroso, demasiado anguloso para considerarse apuesto, pero bello a su manera, afilado y delicado como las cañas de una pluma.
Alec rebuscó en su bolsa y sacó unas pocas monedas de plata que se pasó de una mano a otra.
—¿Conoces a Tremontaine?
Quería sobornarla para sonsacarle información. Se mantuvo impasible. No iba a rechazar su dinero; no enseguida, al menos.
—¿Te refieres a la duquesa?
—Tremontaine.
—Es una dama.
—¡Dios, no puedes ser tan estúpida! —exclamó irritadamente Alec.
Él tenía el dinero; ella contuvo su mal genio. No era culpa suya si no sabía de lo que hablaba. Se imaginó que a Richard le gustaba así.
—¿Qué quieres saber?
—¿Qué tiene que ver Tremontaine con todo esto?
Katherine se encogió de hombros.
—No sabría decirte.
—¿No te dio ella el anillo?
—No, señor.
Alec ni siquiera reparó en el repentino servilismo.
—Entonces, ¿quién?
—Mi amo, señor.
Alec dejó caer una moneda en la mesa.
—¿De dónde diablos lo sacó él?
—No se lo pregunté —respondió bruscamente Katherine, prescindiendo de su recato—. Si es de ella, ella se lo daría.
Cayó otra moneda.
—¿Es eso probable?
—Muy probable.
Alec desperdigó el resto de las monedas frente a ella y apretó un puño en su palma; pero no antes de que Katherine viera cómo le temblaban las manos. Su voz, sin embargo, se mantenía indiferente:
—Ahora dame una oportunidad de recuperar el dinero.
—¿A menos que sea más rápida haciendo trampas que tú pensando? No sabes hacer trampas, ¿verdad, Alec?
—No me hace falta.
—¿Dónde puedo encontrar a Richard?
—En ninguna parte. No puedes. No quiere el trabajo.
—¿Por qué no quieres que lo acepte?
Él la miró desde arriba.
—¿Qué te hace pensar que tengo algo en contra?
Ahí estaba de nuevo, la evasiva envuelta en rudeza. Katherine apoyó la barbilla en las manos y lo miró a la cara, altanera y obstinada.
—Sabes, me ha hablado de ti —dijo, imprimiendo a su voz cuanto sabía de ambos—. No va a matarte, no cifres en eso tus esperanzas. Ya lo probó una vez y no le gustó.
—Qué raro —musitó él—; a mí no me ha hablado de ti. Debió de pensar que no me interesaría.
Katherine se levantó.
—Dile que he estado aquí —espetó, con la rápida labia de la Ribera de nuevo en su voz—. Dile que necesito verlo.
—¿Oh? ¿Se trata de un asunto personal, entonces? ¿O es que si no te pegará tu amo?
Sería capaz de decir cualquier cosa con tal de obtener una reacción, se dijo Katherine; a pesar de todo se inclinó sobre él, para decirle a la cara:
—Éste no es tu sitio. Richard lo sabe. No puedes fingir eternamente.
—Éste es tu sitio —respondió él fríamente, con verdadero placer en su voz porque por fin había conseguido herirla—. Quédate con nosotros. No vuelvas a la Colina. Allí no dejan que te diviertas.
Katherine lo miró y vio en el rostro desdeñoso cuan desesperadamente quería que lo agredieran. Y se enderezó, cogió su capa.
—Estaré en la Campana Vieja mañana por la noche con el adelanto. Díselo.
Alec se quedó sentado donde estaba, viéndola partir. Luego, puesto que le había dado todo el dinero que le quedaba, se fue a casa.
***
Katherine pensó en echar un vistazo en otro par de refugios. Las calles estaban tremendamente oscuras fuera del círculo de luz de la antorcha que señalaba la puerta de la taberna. Se había desacostumbrado a no poder ver de noche, a no saber con qué tropezaría su mano a continuación, qué sonidos saldrían dando tumbos del silencio hueco. Su propio temor la asustaba. La gente podía darse cuenta de lo bien que lo dominabas por tu forma de caminar. Aquí nadie intentaba iluminar los zaguanes de las casas, no había Guardia que se paseara por el fango y los adoquines en su ruta habitual. Se quedó fuera del local de Rosalie en el círculo de luz. Richard podría estar en cualquier parte. No iba a rastrear toda la Ribera en su búsqueda, había hecho cuanto podía. Que ella supiera, podría estar incluso en la Colina. Había entregado el mensaje en su lugar de costumbre, y eso era todo.
Un niño pasó junto a ella, portando un manojo de antorchas. Aquí sólo los niños y los tullidos ejercían de antorcheros; ningún hombre fuerte quería ganarse la vida velando por quienes no sabían cuidar de sí mismos.
—¿La alumbro, señora?
—Sí. Hasta el Puente.
—Eso es más caro, por cruzarlo.
—Lo sé. Deprisa —dijo Katherine, y se envolvió en su capa como si fuera una manta.