Cuando se abrió la puerta Richard se quedó donde estaba, sentado en la silla de cara a la entrada. El gato había tolerado sus firmes caricias durante casi una hora; pero cuando se tensó su regazo bajó de un salto y corrió al encuentro del recién llegado.
—Hola, Richard —dijo Alec—. Menuda sorpresa: estás despierto, y ni siquiera es mediodía aún.
Tenía un aspecto horrible: la ropa arrugada, el rostro sin afeitar; los ojos inscritos en unos círculos oscuros de un tono verde particularmente malsano. Se quedó plantado en el centro de la habitación, rehusando sentarse, esforzándose por no tambalearse. La puerta se cerró a su espalda.
Richard dijo:
—Bueno, me acosté pronto. —Si Alec no quería que lo tocara, no iba a obligarlo. Le bastaba ver que Alec estaba en pie, y de una pieza. La cara de Alec estaba intacta, y su tono era tan ligero como siempre, aunque tenía la voz pastosa a causa del sueño.
—He oído que la pifiaste con el encargo de Horn.
—¿Dónde has oído eso?
—Me lo ha contado el pajarito en cuestión… Godwin no está muerto.
—Soy un espadachín, no un asesino. No me dijo que matara a Godwin, me dijo que lo desafiara. Eso hice. Otra persona aceptó el reto; la maté.
—Naturalmente.
—No entiendo a qué viene este escándalo; Horn debió de darse por satisfecho, o no te habría… ¡Alec! —Richard lo escudriñó más intensamente, intentando ver lo que ocultaba aquella fachada endeblemente compuesta—. ¿Te has escapado?
Pero Alec se limitó a sonreír con desdén.
—¿Escaparme? ¿Yo? No me podría escapar ni de un montón de heno. Ese tipo de cosas te las dejo a ti. No, me soltó cuando se enteró de que habías librado el duelo. En nombre del honor o algo así. Tú entiendes a estas personas mucho mejor que yo. Me parece —bostezó Alec— que no le caía bien. —Estiró los brazos por encima de la cabeza; en lo alto, las joyas proyectaban un arco iris sobre sus manos.
Richard contuvo el alíenlo con un sonido desgarrador.
—Oh. —Alec volvió a colocarse los puños en su sitio—. Me temo que he perdido uno de tus anillos. La rosa. Sus espadachines, por llamarlos de alguna manera, me lo quitaron. A lo mejor puedes enviarle una factura. ¡Dios, cómo apesta esta ropa! Hace tres días que no me cambio. Voy a hacer una pelota con estas prendas y se la tiraré a Marie por la ventana. Luego me iré a la cama. Intenté dormir en el carruaje, pero no tenía ballestas y cada vez que estaba a punto de quedarme dormido me parecía oler a algalia. Me he pasado casi todo el viaje con la cabeza fuera de la ventanilla. ¡Y luego me hicieron andar desde el puente! El puente más próximo, no el más alejado, por lo menos, pero aun así…
Todo el mundo en la Ribera sabía qué aspecto tenían las marcas de grilletes. Richard lo siguió hasta la cama, y más tarde intentó besárselas. Pero Alec apartó bruscamente las muñecas.
—¿Qué más te hizo? —preguntó broncamente Richard.
—¡Nada! ¿Qué más quieres?
—¿Te…?
—¡No me hizo nada, Richard, déjame en paz!
Pero esa noche, cuando Alec estaba borracho y excitado y más despreocupado, Richard volvió a besar las marcas y pensó en lord Horn.
***
Los asuntos del espadachín lo mantuvieron ocupado hasta tarde al día siguiente. Cuando regresó esperaba encontrar a Alec dormido: Alec había salido de la cama esa mañana al amanecer, pese a su reciente y terrible experiencia. Pero para su sorpresa ardía el fuego en la chimenea, y Alec estaba de rodillas frente a ella. Su pelo suelto, libre de trenzas y broches, le velaba el rostro como un misterio sacramental. Con su túnica negra y sus largos brazos parecía la imagen que podría tener un niño de un brujo, escudriñando los misterios del fuego. Pero estaba afanado con algo: con un sobresalto, Richard comprendió que Alec estaba arrancando las páginas de un libro, arrojándolas a las llamas cuidadosa y metódicamente. No levantó la cabeza cuando De Vier cerró la puerta, ni cuando avanzó unos cuantos pasos hacia el centro del cuarto.
Temiendo sobresaltarlo, Richard dijo:
—Alec. He vuelto.
—¿Sí? —dijo Alec con voz ausente. La página que sostenía estalló en llamas; tenía los ojos clavados en la conflagración. La iluminación le aplanaba el rostro como la máscara de un ídolo, sus ojos eran dos rendijas oscuras—. ¿Has tenido un buen día?
—Ha estado bien. ¿Qué estás quemando?
Alec dio la vuelta al lomo del libro, como si necesitara acordarse del título.
—Sobre las causas de la naturaleza —dijo—. Ya no me hace falta.
Había sido su regalo; pero Richard no hacía regalos para aferrarse a ellos. Se desperezó ante el fuego, contento de estar en casa.
—Pensaba que te llevaría más tiempo memorizar éste. Ni siquiera has desgastado las letras de las tapas todavía.
—Ya no me hace falta —repitió Alec—. Ahora lo sé todo.
Algo en el cuidado con que estaba cogiendo Alec cada una de las páginas debería haberlo alertado ya. De Vier se levantó de su silla de un salto y giró a Alec por el hombro.
—Para —dijo Alec con ligero enfado—. Me haces daño. —No ofreció resistencia a los dedos que le abrían los párpados. Miró tranquilamente a Richard con unos ojos que eran como dos esmeraldas gemelas, con sólo una mota de negro para estropearlas.
—¡Dios! —Richard afianzó su presa—. ¡Estás ebrio de Deleite!
Los labios esculpidos se curvaron.
—Por supuesto. ¿Tengo que sorprenderme? Es excelente, Richard; deberías probarlo.
De Vier retrocedió involuntariamente, aunque mantuvo su presa.
—No, no debería. Detesto lo que hace esa cosa. Te vuelve estúpido, y torpe.
—No seas remilgado. Tengo un poco aquí mismo…
—No. Alec, cómo… ¿Cuándo empezaste a hacer esto?
—En la universidad. —La droga intensificaba la languidez de su acento aristócrata—. Harry y yo, experimentando. Tomando apuntes. Podrías tomar apuntes por mí.
—No puedo —dijo Richard.
—No, es fácil. Tú escribe lo que yo te diga… Vamos a hacer un libro. Influirá en las generaciones venideras.
Richard se agarró con fuerza a su hombro.
—Dime dónde lo has conseguido. ¿Cuánto has tomado?
Alec agitó vagamente las manos.
—¿Por qué, quieres un poco?
—No, no quiero un poco. ¿Con qué frecuencia haces esto? —Había sido una estupidez por su parte no haberlo considerado antes. Pensaba que conocía a Alec, que conocía sus costumbres y sus manías, aunque no estuviera allí…
Alec lo miró complacientemente.
—No muy a menudo. No por mucho tiempo. Estoy ocupado con… otras cosas. Pareces tan preocupado, Richard. Te he guardado un poco.
—Muy amable de tu parte —dijo secamente Richard—. Tendremos que esperar a que pasen los efectos, supongo. Con otras cosas. —Rodeó cuidadosamente el cuello de su amante con el brazo, saboreó la dulzura de la droga sobre su lengua. Con la otra mano deslizó el libro entre los dedos de Alec, depositándolo lejos de la chimenea. Luego lo condujo al dormitorio.
Como conversador no valía gran cosa, pero su cuerpo se mostró dócil y delicado mientras Richard lo desvestía.
—¿Por qué haces esto? —preguntó Alec, más de una vez, conforme Richard le quitaba otro botón, otro lazo.
—Para que no tengas frío —respondió Richard; y luego—: Para poder besarte. Aquí. Así.
Alec soltó una risita, encantado.
—Lo aprecio. Te aprecio.
—Gracias. —Richard le hizo cosquillas con delicadeza—. Yo te aprecio a ti…
Entonces Alec se envaró y se apartó.
—¿Qué es eso? —exclamó.
—Yo, seguramente. Los latidos de mi corazón. No es nada, no te preocupes…
—¡Me están espiando, Richard, me están espiando!
El periodo de serenidad había pasado, y el nerviosismo que Richard había esperado circunvalar se había abatido sobre él.
—Nadie te espía.
Pero Alec extendió los brazos y se estiró ante la ventana, medio desvestido, con la ropa colgando de su cuerpo en cintas y medias mangas. Tenía las palmas pegadas al cristal, intentando cubrirlo con los dedos extendidos, mientras sus ojos se clavaban en el cielo sobre ellos.
—Las estrellas me espían —declaró con una voz tremendamente atormentada—. ¡Haz que paren!
—No te están vigilando. ¿Por qué iban a hacerlo?
—Dios, haz que paren. ¡Me están espiando!
Richard se interpuso entre Alec y la ventana y cerró los postigos.
—Ya está. No pueden verte.
Alec se agarró a él, enterrando el rostro en el hombro de Richard.
—Intenté escapar… Stone y Griffin y yo, estábamos tan seguros… habíamos hecho los cálculos, Richard, eran correctos, sé que lo eran… a mí me daba igual, pero ellos necesitaban ese estúpido diploma… ¿Qué será de la hermana de Harry? —chilló salvajemente.
—Está bien…
—No, tú no lo entiendes… ¡Los rectores lo hicieron añicos! No los creí, no pensé que serían capaces de hacerlo…
—¿Los rectores de la Universidad?
—El doctor Morro de Cerdo.
—¿Y por eso te expulsaron? —Siempre había sospechado algo así.
—No. Yo no. Yo estoy bien. Eres tú el que me preocupa…
—No soy yo, Alec.
—¿… Richard? Tienes que protegerme. Estaba a salvo con la Retórica… ¿sabes lo que es? Con la Historia, la Geometría, pero piensa en la inclinación del sol: las estrellas describen un arco sin tangente… pero me espían, me vigilan todo el tiempo…
Se sobresaltó violentamente cuando se oyó una llamada en el pasillo. Richard lo abrazó con más fuerza. ¿Intentaba destruirse por eso, porque la Universidad había rechazado su trabajo? Debía de haber depositado mucha fe en ese sitio, para empezar. Si ésa había sido su escapatoria de la nobleza, era comprensible. Y si no era noble, la escuela debía de haber sido su última oportunidad…
—Ya estás bien —repitió mecánicamente Richard—. Se acabó. Ahora nadie puede hacerte daño.
—No dejes que me encuentren. No sabes lo que es, saber que no quieren tocarte, sólo tus amigos, y que todo el mundo piense que eres un espía de la nobleza… lo único que quería era…
Los golpes sonaban con fuerza, y era en su puerta. A Richard se le ocurrió una idea y arropó a Alec con las mantas.
—Alec —dijo despacio—, quédate aquí, no te muevas. No pasa nada, sólo es alguien que llama a la puerta. Enseguida vuelvo.
Esperó a haber salido del dormitorio para coger su espada.
Richard abrió la puerta bruscamente, con el filo preparado. Había una mujer en el umbral, con una capa de terciopelo.
—Vaya —dijo Ginnie Vandall, contemplando la espada—, estás un poco susceptible.
—Soy precavido, eso es todo.
—Deberías serlo. ¿Estás solo?
—La verdad es que no. ¿No puede esperar hasta mañana?
Bajó la espada y Ginnie se lo tomó como una invitación para entrar, pasando junto a él hasta el centro del cuarto.
—Eso depende de ti, cariño. Seré breve.
—En ese caso, puede esperar.
—Mira —dijo ella—; no he venido hasta aquí sola a esta hora para que me eches porque no te apetece volver a vestirte.
Richard soltó la espada.
—Está bien. ¿Qué ocurre?
—Ocurre que han encontrado a dos hombres muertos al pie de la Escalera de Ganser no hace ni una hora. Los encontró la Guardia, y los estúpidos bastardos no aciertan a imaginarse por qué fueron expertamente asesinados con una espada. Yo tampoco. Es esa estocada limpia a través del corazón, y tarde o temprano alguien comentará que tú eres el único capaz de hacer eso más de una vez.
—Es de esperar.
Ginnie lo miró con enfado.
—Esos hombres no eran de la Ribera. No eres un noble, no puedes ir por la ciudad cargándote a cualquiera sin contrato y esperar que a nadie le importe. Si vas a cometer tus pequeños asesinatos, procura no dejar los cadáveres demasiado cerca del Puente. No queremos que la Guardia venga aquí buscando problemas.
—No lo hará. Y tenía que cerciorarme de que no me equivocaba. ¿Te estás haciendo la loca, o no sabes quiénes eran esos hombres?
La mirada de Ginnie perdió parte de su dureza.
—Oh, Richard —suspiró—. Esperaba que no fueras a decir eso.
—Está bien. El noble que los mandó detrás de Alec no va a salir al frente y exigir justicia por ellos. No es de ésos. La verdad, no entiendo qué te preocupa tanto. Nadie va a arrasar la Ribera por culpa de un par de matones. Y me he asegurado de que ese tipo de cosas no se repita. Hugo debería alegrarse. —Se dirigió a la puerta y la abrió para ella—. Buenas noches, Ginnie.
—Espera —dijo ella, llevándose la mano a la garganta—. No tiene nada que ver con la Ribera, ni con Hugo ni con ningún otro. Debes tener más cuidado. No pueden consentir que vayas por ahí de ese modo, no fuera de este distrito. —La mano bajó de su garganta, resbaló sobre el terciopelo—. Si se llega a juicio, querido, te ahorcarán, da igual lo que te haya hecho este noble.
—Gracias. Buenas noches.
Ginnie avanzó, no hacia la puerta sino hacia él, mirándolo a la cara. Las sombras resaltaban las líneas cinceladas junto a su boca y las comisuras de sus ojos.
—Sé lo que me hago —dijo, su voz tan dura como su expresión—. Me he ocupado de Hugo, y de Hal Lynch, y de Tom Cook antes que él. Si no quieres morir siendo rico, por mí perfecto. Si quieres codearte con personas que te odian, perfecto también. Pero no hagas oídos sordos a mis palabras.
—Entendido —dijo Richard para librarse de ella. No era una oradora nerviosa; había mantenido la vista sobre él y no había reparado en el libro destrozado del suelo, ni el estropicio de la chimenea.
—Richard —dijo Ginnie—, no lo entiendes.
Levantó los brazos despacio, y él dejó que sus dedos se le enredaran en el pelo, presionándole la nuca hasta que sus labios se inclinaron sobre los de ella.
Richard nunca había besado realmente a Ginnie Vandall. Aun en el fragor del momento, era experta y cuidadosa. La suavidad de sus labios y lo afilado de sus dientes cayeron revoloteando hasta la base de su columna. Se apretó contra ella, percibiendo el calor de su cadera contra su muslo, sus senos aplastados contra su torso. Apretó la palma de la mano contra sus riñones, separando los labios para llegar hasta ella, cuando Ginnie se apartó de golpe.
El retroceso lo lanzó de espaldas. Se la quedó mirando, respirando hondamente todavía. Ginnie se enjugó la boca con el dorso de la mano.
—Deleite del Loco —dijo asqueada—. Eso es nuevo en ti. ¿Es lo que se lleva ahora?
Richard meneó la cabeza.
—Yo no tomo eso.
Ginnie miró de reojo hacia la habitación de atrás, pero no mencionó el nombre de Alec. Apretó la capa a su alrededor y se encogió de hombros.
—Buena suerte.
Richard se quedó un momento escuchando el sonido de sus pasos al bajar las escaleras. Oyó la voz de otra mujer: Marie, que debía de haberle dejado entrar.
Una tabla del suelo crujió cerca de él. Alec había entrado en la habitación, con inusitado sigilo. Su camisa todavía colgaba floja en torno a su cintura.
—Me pareció oír algo —explicó. Parecía haberse olvidado de las estrellas.
—Ha venido alguien a verme —dijo Richard; pero Alec no estaba escuchando. Observaba el libro con tapas de cuero donde estaba tirado, al alcance del fulgor mortecino del fuego, trémulas sus doradas estampaciones con la luz reflejada.
Alec se agachó. Sus ágiles dedos levantaron el libro del suelo, alisando las páginas arrugadas, sacudiendo la suciedad de su cubierta. Se acercó el cuero decorado a la mejilla. El libro descansó contra su cara como un bello adorno, sus ojos grandes y oscuros por encima de él. Sus clavículas y sus hombros desnudos enmarcaban su borde inferior.
—Ya lo ves —dijo—, no debes regalarme nada.
—Déjalo —dijo Richard, asustado y enfadado. El semblante pálido parecía sobrenatural, pero sabía que sólo eran las drogas.
—Richard. —Alec lo miró fijamente, sin parpadear—. No me digas lo que tengo que hacer. Nadie me dice lo que tengo que hacer. —Se volvió hacia el fuego con el libro en su mano izquierda a su espalda como un contrapeso. Alec estiró la mano derecha hacia los rescoldos que refulgían rojos en la chimenea. Era como presenciar un truco de magia que podría salir bien… Antes de que su mano pudiera cerrarse sobre las brasas candentes Richard saltó, apresándolo bruscamente entre sus brazos, derribándolo al suelo—. Ah —suspiró Alec, dejando que sostuviera su peso muerto—. Eres un cobarde.
—No permitiré que te ocurra nada —dijo elusivamente Richard, como si estuviera perdiendo una discusión.
—No vale la pena —dijo distraídamente Alec—; no vas a estar siempre a mi lado. Lo tienen todo planeado, ¿verdad? ¿Qué crees que te pedirán a continuación?
Así que lo había descubierto. Por una vez, a Richard le había costado algo protegerlo. Pero las drogas no solucionarían eso eternamente.
—No te preocupes —dijo Richard—. Voy a ocuparme de eso. No volverá a suceder.
Resultaba difícil no enfadarse por la intromisión de Ginnie. Richard le debía demasiado del pasado como para perder la paciencia con ella porque estuviera equivocada esta vez. Incluso Alec sabía que estaba equivocada. Los hombres que habían hecho el trabajo de lord Horn debían ser hallados muertos a manos de De Vier.