Cuando se le despejó la vista estaba en un carruaje. Tenía las manos y los pies atados, y las cortinillas estaban echadas. Le dolía la cabeza y tenía sed. Considerando que pronto seguramente estaría muerto no debería importarle, pero ansiaba desesperadamente algo que beber. El bamboleo del carruaje sobre el empedrado era intolerable. Empedrado… eso significaba que estaban en algún lugar de la calle Hertimer, subiendo hacia la Colina.
—¡Hey! —gritó. Las reverberaciones en su cráneo hicieron que se arrepintiera; pero al menos podría causarle problemas a alguien. Algo terrible acababa de ocurrir, lo cual en cierto modo era culpa suya, y gritar quizá lo aplacara—. ¡Hey, parad esto enseguida!
La única respuesta que obtuvo —o era de esperar que obtuviera— fue un feroz aporreo en el techo del carruaje. Se sentía como un guisante adornado con nudos rodando en el centro de un tambor. Había pensado cenar algo cuando volviera del taller de Applethorpe…
Algo en su cerebro intentó impedir que sus pensamientos tomaran ese rumbo, pero resultaba imposible detener el torrente que se desató. La imagen le golpeó primero en el estómago, hasta tal punto que pensó que iba a vomitar; pero luego el dolor subió y le arrebató la respiración, anudándole los músculos de la garganta y la cara… No se presentaría llorando ante Horn. Al menos eso podía impedirlo. Sus captores le habían desarmado; pero había otras formas de matar a un hombre. Había peleado, y aprendido algunas de ellas. Daba igual lo que dijera De Vier; De Vier no sabía lo pronto que tendría que enfrentarse a su enemigo. ¿O sí? La desfachatez de Horn asombraba a Michael: seguramente el carruaje había aguardado como medida de emergencia en caso de que fracasara De Vier. Quizá Horn pretendía acostarse con él antes de tenderle la trampa de otro desafío… Visiones violentas y eróticas corrieron por el laberinto de dolor y todas las emociones que nunca antes había tenido que sentir, con el dolor, el pesar y la furia enroscándose en un trance conciliador y curiosamente seductor. Absorto en él, sólo notó que el carruaje se había detenido cuando oyó el chirrido de la verja al abrirse.
Cuando entró traqueteando en el patio se puso completamente alerta. Tenía la respiración acelerada, la consciencia de su cuerpo parecía sobrenaturalmente aumentada. El dolor estaba ahí, pero también la fuerza y la coordinación. Cuando abrieran la puerta estaría preparado para ellos.
Pero no abrieron la puerta. El carruaje se detuvo frente a lo que supuso que sería la entrada principal de la casa. Pudo oír cómo se apeaban sus captores, los gruñidos apagados de voces impartiendo órdenes. Luego se produjo el silencio. No pensarían dejarlo allí toda la noche, ¿verdad?
Cuando se abrió la puerta del carruaje dejó paso a una luz tan cegadora que sus ojos pestañearon y lagrimearon.
—Cielos —dijo una voz femenina salida del deslumbrante nimbo—. ¿Hacía falta ser tan concienzudos?
—Bueno, su señoría, intentó matarme.
—Aun así… Desátale los pies, por favor, Grayson.
No siquiera miró al hombre que se arrodilló sobre sus tobillos. La duquesa de Tremontaine estaba enmarcada por el pequeño portal, con un vestido de gala completo, sosteniendo una elegante lámpara de hierro.
Al final, estaba demasiado magullado como para que le importara lo que ella pensara de él y su sentido de la etiqueta.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó con voz ronca.
La duquesa sonrió, su voz como largas y frías pendientes de nieve.
—Ésta es mi casa. Te ha traído mi gente. ¿Crees que podrás levantarte?
Se incorporó y volvió a sentarse enseguida.
—Bueno, no soy ninguna enfermera —dijo ella con la misma dulzura glacial—. Grayson, ¿te ocuparás de que lord Michael se sienta cómodo dentro? Milord, os atenderé cuando hayáis descansado.
Luego el color, la dulzura y el perfume desaparecieron, y se quedó con la desagradable tarea de imponer su voluntad a su propia e ingobernable persona.
***
Varias eras parecieron transcurrir mientras lord Michael ascendía penosamente a través de estratos de suciedad, fatiga, hambre y sed. Los criados de Diane lo habían dejado en un cuarto agradable con una bañera caliente y la mesa dispuesta. La habitación estaba iluminada por el fuego y la luz de las velas. Las cortinas de pesado terciopelo rojo estaban corridas, de modo que no podía ver hacia dónde estaba orientado el cuarto. Las colgaduras rojas, la tenue iluminación, la sensación de confinamiento, todo ello le hacía sentir irracionalmente a salvo y protegido, como un niño envuelto en una manta en brazos de alguien.
El tremendo dolor de lo ocurrido yacía duro y brillante en el centro de satisfacción física. El recuerdo iba y venía, como el fluir de las mareas, pero sin pautas predecibles. Cuando Michael era pequeño, había un cuadro en la pared de su hogar que lo aterrorizaba: mostraba el espíritu de una mujer muerta elevándose de su tumba, con su bebé entre los brazos. Le daba miedo pasar incluso por delante de la habitación donde estaba. Tanto si quería como si no, pensaba en él en los peores momentos: en la oscuridad, subiendo las escaleras; así que empezó a obligarse a pensar en él a todas horas, hasta que se convirtió en algo tan familiar que podía contemplarlo sin un solo escalofrío. Todavía no estaba listo para eso, no mientras siguieran envolviéndolo la confusión y la extrañeza. Antes de ir a bañarse en los sucesos que rodeaban la muerte de Applethorpe tenía que averiguar dónde quedaba la tierra firme.
Estaba hundido en una silla sencilla ante el fuego; pero al oír el chasquido de la manilla de la puerta saltó como un gato. No era la puerta por la que él había entrado. Ésta era más pequeña y estaba cortada en la pared roja.
—Por favor, siéntate —dijo Diane—. ¿Te importa si te acompaño?
Sin decir nada, le indicó una silla. La duquesa se sirvió un cordial de cerezas de la colección de licoreras, y se sentó frente a él. Se había cambiado de ropa: como si quisiera demostrar que, en efecto, ésa era su casa, lucía un vaporoso vestido sencillo de suave seda azul. Sus rizos sueltos se derramaban sobre sus hombros como las crestas de las olas.
—Por favor, no te enfades mucho con Asper —dijo—. Lo irritaste enormemente la noche de mi pequeña fiesta. Es un hombre vanidoso, y orgulloso, y lascivo… No debería costarte mucho entenderlo.
Por un momento consiguió que la duquesa temiera por sus pertenencias personales. Pero sus dedos tan sólo dejaron una muesca en el jarro de peltre a su lado. Ella continuó:
—Deberías haber acudido a mí nada más sospechar que tramaba algo. —A Michael todavía le importaba lo suficiente su estima como para no querer confesar que no había sospechado nada. La duquesa exhaló un suspiro—. ¡Pobre Asper! No es demasiado sutil, ni demasiado listo. Andaba acosando a cierta jovencita de Tony… Por cierto, lord Michael, ¿mataste a De Vier?
—No. Él mató a mi maestro de esgrima.
—Entiendo.
—No soy el espadachín que pensáis, madame.
La duquesa esbozó una cautivadora sonrisa de complicidad.
—Vamos, ¿por qué dices eso?
—Jamás tendré ninguna oportunidad contra él —dijo amargamente Michael, mirando no a la bella mujer, sino a los restos del fuego—. Todo el mundo lo sabía. Applethorpe tan sólo me seguía la corriente. —Otro dolor, una astillita afilada que tenía clavada desde el desafío y que casi había olvidado con la carga del otro—. Sabía que yo jamás podría ser un espadachín.
—Una vez por generación surge un espadachín como De Vier. Tu maestro nunca te dijo que fueras tú. —Sumido en sus pensamientos, Michael no respondió. Pero la voz de la duquesa había perdido su ligereza—. Pero, para De Vier, no hay nada más. Es todo cuanto le pide a la vida, y seguramente todo cuanto recibirá de ella. No es eso lo que tú quieres; en absoluto. Es tan sólo que se aproxima más que la mayoría de las cosas.
Michael la miró, sin verla realmente. Se sentía como si le hubieran retirado la piel con un escalpelo.
—Lo que quiero…
—… yo puedo proporcionártelo —dijo Diane con voz queda.
—¡Perfecto… si he de ser Horn!
Oyó el estridente tañido del metal y comprendió que se había puesto de pie, y que había lanzado la jarra al otro lado del cuarto. La duquesa ni siquiera había pestañeado.
—Madame —dijo envaradamente—. Elegís inmiscuiros en mis asuntos. Espero que os haya resultado placentero. Creo que todos mis deseos dejaron de ser tema de conversación entre nosotros hace tiempo.
Diane se rio profundamente por lo bajo. Michael se sorprendió pensando en fresas con nata.
—Ahí lo tienes. Me pregunto si los hombres tenéis la menor idea de lo insultante que es para las mujeres cuando suponéis que lo único que podemos ofreceros es nuestro cuerpo.
—Lo siento. —Michael levantó la cabeza y la miró a los ojos—. Es tan insultante como pensar que eso es lo único que queremos.
—No te disculpes. Yo te hice pensarlo.
—Me hicisteis pensar muchas cosas este invierno.
—Sí —dijo la duquesa—. ¿Debo disculparme?
—No.
—Bien —dijo ella—. En tal caso seguiré haciéndote pensar. Sé lo que quieres. Quieres ser un hombre poderoso. Te concederé tu deseo.
El rostro de Michael se descongeló; consiguió esbozar su encantadora sonrisa.
—¿Tardaréis mucho?
—Sí. Pero no parecerá tanto.
—Quiero ser vuestro amante —dijo Michael.
—Sí —dijo la duquesa, y abrió la puerta de seda roja que daba a su cámara.
En el interior, Michael se detuvo.
—Lord Ferris —dijo.
—Ah, Ferris. —La voz de la duquesa era baja; su sonido le hizo estremecer—. En fin; Ferris debería haberme dicho que sabía que lord Horn planeaba asesinarte.
***
Se sentía flotar… como si en ningún momento tocara su cuerpo, sino que estuviera suspendido en algún espacio sin dirección cuyos mapas sólo ella poseía. Todo el orgullo, todo el temor lo habían abandonado. Aun el deseo de que no terminara jamás era devorado por el abrumador presente. Su cacareada sofisticación dio paso a algo distinto; y en ese espacio infinito se alzó y cayó al mismo tiempo en un fin del mundo de fuegos artificiales reflejados en un río insondable.
—Michael.
La yema de su dedo le tocó la oreja, pero lo único que hizo fue suspirar.
—Michael, ahora tendrás que abandonar la ciudad. Estarás fuera dos semanas, quizá tres. —Michael se giró y la besó en la boca, y sintió un rugido en sus oídos. Pero los labios de ella, si bien seguían siendo suaves, habían perdido su docilidad, y se apartó para dejar que hablara—. Me gustaría enviarte fuera del país. Hay algunas cosas que me gustaría que vieras. La gente de Chartil respeta a los hombres que saben manejar la espada, sobre todo a los nobles. ¿Irás?
Sus manos se resistían a abandonar su carne, pero respondió por encima de ellas:
—Iré.
—Tiene que ser ahora —dijo ella—. El barco zarpará dentro de tres horas con la marea del amanecer.
Eso supuso una conmoción para él, pero se dominó, acariciándole la piel por su exquisitez, por el recuerdo, sin acicatear el edulcorado anhelo que le impediría marcharse.
Sus ropas estaban preparadas en la habitación roja. Ella lo siguió hasta allí, dejando a su paso una estela de seda e instrucciones. Michael debería estar cansado, pero su cuerpo cosquilleaba. Era la misma sensación que tenía tras las lecciones… Como un mazazo, el recuerdo lo golpeó con fuerza. Agachado, sujetando la espada inservible, no dijo nada.
La duquesa estaba sentada, sonriendo, balanceando un pie níveo, viendo cómo se cubría las clavículas.
—Tengo una cosa para ti —dijo. Michael pensó en rosas, guantes y pañuelos—. Lo guardarás para mí, y nadie podrá quitártelo a menos que se lo ofrezcas. Tengo el convencimiento de que no se lo ofrecerás a nadie. Es un secreto. Mi secreto.
Completamente vestido, le besó formalmente la mano, como había hecho aquella primera tarde en casa de lady Halliday.
—Ah —dijo la duquesa—; así que tenía razón sobre ti; y tú tenías razón sobre mí. Verás, es cierto, Michael. Esos hombres que murieron, Lynch y De Maris, no estaban al servicio del duque de Karleigh. Yo contraté a Lynch… y De Maris se metió en medio. Tenía que darle una lección a Karleigh, decirle que hablaba en serio cuando él pensaba que bromeaba. Nunca me tomaba lo bastante en serio. Karleigh contrató a De Vier. Su hombre venció… pero Karleigh… Karleigh sabe que va a perder en este asunto, porque yo soy su rival. Si el duque es sabio, se quedará en el campo esta primavera.
Eso era todo cuanto pensaba decirle, dejando que dilucidara el resto por sí solo. No se sentía astuto ni triunfal, al fin y al cabo. Excitado, tal vez, y un poco asustado.
La duquesa alargó un brazo y le tocó la áspera mejilla.
—Adiós, Michael —dijo—. Si todo sale bien, regresarás pronto.
Había una puerta de servicio privada, esta vez, por la que abandonó la casa de Tremontaine; un frío paseo antes del alba, a casa para dar instrucciones y partir. Su espada volvía a colgar a su costado, una carga pesada, pero buena protección en la oscuridad.