Capítulo 16

Salió de la Ribera mucho antes de que se pusiera el sol, vestido con su cómoda ropa marrón. Sabía que la mayoría de los nobles estaban en casa a esa hora, arreglándose para sus actividades nocturnas.

Había pocos peatones en la Colina; se cruzó tan sólo con algunos criados haciendo recados de última hora. Las carretas de los repartidores de carne y hortalizas se habían marchado con sus últimos remanentes hacía horas, dejando a los cocineros a su suerte; los carruajes de visita se bruñían en los patios. Las verjas y los muros de las haciendas orientadas al río proyectaban largas sombras púrpuras sobre las amplias calles. En las sombras, el frío de la noche ya se había instalado. Agradecía su capa larga, elegida para ocultar la espada que portaba. Debido a la humedad de la primavera, el barro rojizo de la calle todavía no se había convertido en polvo. En los cuadrados de luz entre las casas relucía dorado, esbozado por las sombras en dibujos geométricos, arbitrarios y hermosos.

La casa de los Godwin no era grande, pero estaba apartada de la calle, con una puerta convenientemente comisada. Si el lord salía en su carruaje o a caballo, sin duda pasaría por ella. Richard se apostó en una sombra contra la pared, y esperó.

La espera le dio tiempo, por desgracia, para pensar en Alec y lord Horn. Dudaba que el erudito estuviera mordiéndose la lengua, y esperaba, pese a la vehemencia de la nota, que Alec no estuviera demasiado lastimado. Estos nobles no eran como los ribereños: estaban acostumbrados a actuar a su antojo, no entendían las señales que desaconsejaban cualquier acción por peligrosa, ni atendían al instinto que les decía que lo dejaran correr por ahora. Eso era lo primero que había salvado a Alec cuando llegó solo a la Ribera. La gente había intuido que había algo raro en él y no le había exigido que reparase sus ofensas. Pero lord Horn no pensaría de la misma manera. Y Richard ya sabía lo que pensaba Alec de Horn. El recuerdo le hizo sonreír.

De Vier se encogió de hombros y se estremeció con el frío que se había instalado en los pliegues de su capa. Ahora no podía hacer nada al respecto: tan sólo aguardar y esperar que lord Michael no tuviera demasiadas visitas. Por lo que sabía, no contaba con guardaespaldas personales; si Richard lanzaba el reto formal a lord Michael en la calle, no le quedaría más remedio que enfrentarse a De Vier allí y entonces. Pero estaba tardando mucho en salir. Richard miró al cielo. Le daría de tiempo hasta el ocaso antes de llamar a la puerta reclamando la presencia del noble. Eso era un riesgo, porque Godwin podría tener algún criado dentro que aceptara el desafío por él, que luchara en su nombre, y a lord Michael le daría tiempo de abandonar la ciudad antes de que Horn pudiera encontrar otro retador. Era un absurdo puñado de reglas, pero hacían que la muerte por duelo con un profesional no pareciera tanto un asesinato. Todo era correcto dentro de los límites del desafío formal; pero Richard dudaba de que Horn se sintiera satisfecho, y necesitaba tenerlo contento.

Había retado a otros jóvenes lores en su día, y no le ilusionaba repetir la experiencia. A menudo se preocupaban por pequeñeces como su ropa, quitándose los abrigos y doblándolos como si fueran a volver a ponérselos. Incluso a aquéllos con la suficiente presencia como para asumir una pose adecuada les temblaban las manos al sujetar la espada. El único reto de este tipo con el que había disfrutado había sido uno en el que la dama que lo empleó le pidió que se limitara a marcar a su adversario con una cicatriz característica.

Oyó pasos de improviso y levantó la cabeza. Al otro lado de la puerta se abrió un pequeño postigo, y salió un hombre. Cuando se giró para cerrar la puerta Richard reconoció en él al noble pelirrojo que había corrido tras él aquel día de invierno frente a la librería, el que le había enseñado a Alec en el teatro. Lord Michael portaba una espada. Empezó a caminar por la calle, sin mirar a su espalda, silbando.

Podría alcanzarlo fácilmente. El espacio en la calle era bueno, la luz no flaqueaba todavía. Y, maravilla de maravillas, era una espada excelente por lo que podía ver Richard: no el tipo de juguete que solían pasear los nobles. Se aprestó a moverse, y se detuvo. ¿Qué hacía este noble paseándose por ahí tan tranquilo, a pie y sin criados, con una auténtica espada de duelista encima? Quería averiguarlo; y tampoco le apetecía realmente la idea de destripar a ese hombre delante de todos sus vecinos. Richard decidió que no le haría ningún daño seguir a lord Michael hasta su destino y saciar su curiosidad. Sin precipitarse, se apartó de las sombras y comenzó a bajar la Colina en pos de su guía.

***

—Llegas tarde —observó Vincent Applethorpe, levantando la vista de la espada que estaba bruñendo con una sola mano, con la empuñadura sujeta entre las rodillas.

—Lo siento —jadeó Michael, que había subido corriendo las escaleras. Sabía que estaba siendo acusado, siquiera veladamente; y había aprendido a no intentar defenderse con baladronadas. Se limitó a explicar—: Tenía invitados, y se resistían a marcharse.

Applethorpe sonrió despacio, secretamente, para la hoja pulida.

—Descubrirás que eso pronto dejará de ser un problema. Dentro de un año o así, cuando hayas ganado tu primer duelo. Entonces la gente se volverá ansiosa por captar la más sutil de tus indirectas.

Michael sonrió a su vez, más ampliamente de lo que se proponía, al pensar en lord Bertram y lord Thomas dando un respingo, soltando sus tazas de chocolate y huyendo discretamente al verle bostezar. Le costaba imaginarse matando a alguien de verdad; y si lo hacía algún día sinceramente esperaba que la noticia no llegara a oídos de ninguna de sus amistades.

Michael se quedó sólo con la camisa y empezó a entrar en calor.

—La Tragedia está en la ciudad —comentó el maestro—. ¿Lo sabías?

—Yo… Está en el teatro de Blackwell —respondió Michael, sin comprometerse.

—No es buena idea ir a verla —dijo el maestro, volviendo a dejar la espada en el bastidor. No necesitaba realmente un pulido, pero le gustaba estar en contacto con sus armas, lo mismo que no le gustaba quedarse sentado de brazos cruzados esperando a que llegara Godwin. Ahora podía deambular, observando al joven desde todos los ángulos, atento al menor defecto—. Conviene que evites ese tipo de cosas.

—¿Es cierto lo de la maldición?

—No lo sé. Pero nunca le ha hecho ningún bien a nadie.

Eso le satisfizo: práctico, como todos los consejos de Applethorpe.

—¿Listo?

Michael cogió la espada de entrenamiento que le lanzó el maestro; posiblemente sólo una costumbre teatral de maese Applethorpe, pero también bueno para su ojo. Significaba que el maestro sería quien diera las órdenes, y su alumno debía seguir las rápidas indicaciones con precisión. Esperaba que esa noche Applethorpe volviera a batirse con él. Estaba mejorando, aprendiendo a integrar los movimientos y defensas que le habían enseñado. Era emocionante… pero ya no algo impensable, que escapaba a sus habilidades. Estaba aprendiendo a pensar y actuar al mismo tiempo.

—¡En guardia! —espetó el maestro, y lord Michael se aprestó a asumir la primera postura defensiva, tenso ya a la espera de la rápida orden siguiente. Aguardó un latido, dos, pero no escuchó nada.

—Qué extraño —dijo el maestro—; alguien está subiendo las escaleras.

***

Richard no lograba imaginar qué había traído al noble a un establo de alquiler corriente, cuando tenía todos los caballos que quisiera en casa. Lo vio entrar por una puerta lateral y oyó los rápidos pasos sobre escalones de madera. Tras unos minutos prudenciales, lo siguió.

Lo asimiló todo de un solo vistazo: el espacio despejado, las dianas, y los dos hombres, uno sin un brazo, el otro aún en guardia, ambos mirándolo fijamente, sorprendidos.

—Perdonad la interrupción —dijo—. Me llamo Richard de Vier. Traigo un desafio para lord Michael Godwin, duelo más allá de la primera sangre, hasta que se produzca un desenlace.

—Michael —dijo tranquilamente Vincent Applethorpe—, enciende las velas; pronto dejará de haber claridad suficiente.

Michael devolvió su espada al bastidor con cuidado. Podía escuchar el sonido de su respiración en los oídos, pero intentó que sonara como la voz de Applethorpe, firme y serena. Le sorprendió lo bien que podía controlar sus músculos, pese al torrente de su sangre: la yesca prendió al primer intento. Recorrió la sala, encendiendo las gruesas velas goteantes, sus llamas pálidas e indefinidas a la luz crepuscular, casi transparentes. Éste era De Vier, el desconocido que había comprado el libro de filosofía en la tienda de Felman aquel día de invierno. Recordaba que le había gustado mucho; y su amigo Thomas, en el teatro, había delatado un interés definido. Te está mirando… ¡Dios, pensó Michael, claro que estaba mirándolo! Deseó haber tenido la oportunidad de ver pelear a De Vier, tan sólo una vez. A veces se producían accidentes, y golpes de suerte.

Mientras Michael hacía su ronda, Applethorpe se adelantó para saludar al espadachín.

—He oído hablar de ti —dijo—, por supuesto. Encantado de conocerte. —No se dieron la mano. De Vier tenía las suyas bajo la capa, una apoyada en la empuñadura de su espada. Estaban cara a cara en el estudio en penumbra, dos hombres de peso y constitución casi idénticos, salvo por el brazo de menos del mayor—. Me llamo Vincent Applethorpe —dijo el maestro. La expresión de De Vier dejó claro que nunca había oído su nombre—. Acepto el desafío.

—¡No! —dijo Michael sin proponérselo. Maldijo cuando le cayó cera derretida en la mano.

—Preferiría que no lo hicieras —respondió Richard al maestro—. Eso sólo complicará las cosas.

—Tenía entendido que te gustaban los desafíos —dijo Applethorpe.

Richard apretó los labios en un gesto de ligera irritación.

—Claro que sería un placer. Pero tengo obligaciones…

—Estoy en mi derecho.

La cera estaba enfriándose en la mano de Michael.

—Maestro, por favor… no es vuestra lucha.

—Será muy breve si la haces tuya —le dijo Applethorpe—. No aprenderás nada. Por supuesto que es mi lucha.

—Estás en tu derecho —admitió De Vier—. Empecemos.

—Gracias. Michael, coge tu espada. Ahora besa la hoja y promete no interferir.

—Prometo no interferir. —El acero estaba muy frío contra los labios de Michael. En este ángulo la hoja parecía pesada; era como si tirara de su mano hacia abajo. Hizo que la muñeca sostuviera el peso un momento más y luego saludó a su maestro con ella.

—Tu palabra es de fiar —estaba diciendo el maestro a De Vier.

—Lo que no resulta muy conveniente —suspiró Richard—. No le pondré la mano encima si pierdes. Si me derrotas, hazme el favor de llevar la noticia a la Ribera; allí sabrán qué hacer.

—En tal caso, empecemos.

Y los maestros espadachines empezaron. Estaba todo allí, tal y como Michael lo había estudiado. Pero ahora veía la fuerza y la gracia de las demostraciones de Applethorpe comprimidas en el escaso espacio de un tiempo precioso.

Michael pudo permitirse el placentero lujo de observar la subida y bajada de sus brazos, el giro de sus muñecas, ahora que podía seguir lo que ocurría. Maese Applethorpe estaba haciendo una demostración de nuevo, tan elegante y precisa como en las lecciones; pero ahora tenía un espejo delante, los pulidos y concentrados movimientos de De Vier. Michael se olvidó de que había una muerte en juego como, por cierto, parecían haber hecho los dos espadachines, que recorrían el blanco suelo sin prisa, atacando y contraatacando, con el alto techo capturando y devolviendo el repicar de sus aceros.

Conforme el combate ganaba en ferocidad el sonido de su respiración se volvió audible, y las llamas de las velas más próximas se estremecían a su paso. Ahora era casi demasiado rápido para que Michael lo siguiera, con los movimientos respondidos y elaborados antes de que pudiera discernirlos; era como intentar seguir una discusión entre dos eruditos versados en una lengua extranjera, cargada de oscuras referencias textuales.

De Vier, que jamás hablaba cuando peleaba, jadeó:

—Applethorpe… ¿por qué no he oído hablar nunca de ti?

Vincent Applethorpe aprovechó la ocasión para cargar alto con un movimiento en espiral que obligó al otro espadachín a describir un semicírculo para defenderse. De Vier trastabilló de espaldas, pero cambió las tornas agazapándose en una finta lateral que Applethorpe hubo de esquivar hurtando bruscamente el cuerpo.

Sutilmente, algo cambió. Al principio Michael no supo acertar el qué. Ambos hombres mostraban sendas sonrisas lobunas, con los labios separados tanto para aspirar el aire como a causa de su deleite. Sus movimientos eran un poco más lentos, más meditados, pero no la cuidada demostración de antes. No fluían sobre el otro. Había pausas entre cada lluvia de estocadas y respuestas, pausas preñadas de tensión. El aire se espesó entre ellos; parecía obstaculizar sus movimientos. La hora de los sondeos y de los juegos había terminado. Éste era el último duelo de uno de los dos. Ahora estaban peleando por sus vidas… por la vida que emergería de esta elegante batalla. Por un momento Michael se permitió pensar en ello: que ocurriera lo que ocurriese aquí, él saldría indemne. Claro que habría cosas que hacer, personas a las que avisar… Se le cortó la respiración cuando De Vier tuvo que pegar la espalda a la pared, entre dos velas. Pudo ver una sonrisa demencial en su rostro cuando repelió a Applethorpe con un elaborado juego de muñeca. Por el momento los dos estaban igualados, brazo contra brazo. Michael rezó para que no cesara nunca, para que se perpetuara este momento de suprema maestría, tan raro y hermoso, sin que se alcanzara jamás conclusión alguna. De Vier derribó una vela; salió rodando por el suelo. Apartó de una patada la mesa que la había sostenido, zafándose de la esquina, y se reanudó la acción.

***

Richard sabía que estaba luchando por su vida y se sentía tremendamente feliz. En la mayoría de sus combates, aun en los buenos, él tomaba todas las decisiones: cuándo ponerse serios, cuándo pelear alto o bajo… pero Applethorpe ya le había arrebatado ese privilegio. No estaba asustado, pero sentía el borde del reto afilado bajo él, irrevocable su caída. El mundo se había reducido a la fuerza de su cuerpo, la entrenada agilidad de su mente en respuesta al rival. El universo empezaba y acababa donde llegaban sus sentidos, el límite de sus cuatro extremidades y el refulgente acero. Era demasiado bueno para perder ahora, el punto brillante se cernía sobre él siempre desde un ángulo distinto, la claridad de su mente lo anticipaba y devolvía, creando nuevas pautas con las que jugar…

Vio la abertura y fue a por ella, pero Applethorpe contrarrestó en el último instante, pivotando torpemente de suerte que lo que habría sido una limpia estocada mortal se quedó en un trazo irregular sobre su pecho.

El maestro se irguió, aferrando su estoque con demasiada fuerza, con la vista clavada al frente.

—Michael —dijo—, ese brazo es para el equilibrio.

La sangre le empapaba la camisa a través del sudor, su olor era como el hierro oxidado superpuesto al tufo del esfuerzo que flotaba pesadamente en el aire. Richard se apresuró a cogerlo y lo bajó al suelo, apoyándolo sobre su propio torso jadeante. El aliento de Applethorpe hizo un sonido líquido, desgarrador. Michael encontró su capa y la extendió sobre las piernas de su maestro.

—Atrás —le ordenó De Vier. Agachó la cabeza junto a la de Applethorpe y murmuró—: ¿Quieres que termine?

—No —jadeó Applethorpe con dificultad—. Todavía no. Godwin…

—No hables —dijo Michael.

—Déjale —dijo Richard.

El maestro tenía los dientes apretados, pero intentó destorcer los labios para sonreír.

—Cuando se es lo bastante bueno, éste es el final.

—¿Me estás pidiendo que desista? —preguntó Michael.

—No —respondió De Vier por encima del siseante aliento de Vincent Applethorpe—. Te está hablando del desafío. Lo siento… Es algo que se sabe o no se sabe.

—¿Voy a buscar un cirujano? —preguntó Michael, aferrándose al mundo sobre el que tenía algún control.

—No necesita ninguno —dijo De Vier. De nuevo agachó su atezada cabeza—. Maestro… gracias. Es cierto que me gustan los desafíos.

Vincent Applethorpe soltó una risotada triunfal, y la sangre lo salpicó todo. Las marcas de sus dedos se veían aún blancas sobre las muñecas de De Vier cuando éste dejó el cadáver en el suelo.

Richard se limpió las manos en la capa del joven noble y cubrió con ella al difunto. Sin terminar de entender cómo habían llegado hasta allí, Michael se descubrió de pie al otro lado de la estancia, enfrentado a la imponente presencia del espadachín.

—Tienes derecho a saberlo —dijo Richard—: Es lord Horn quien me envía. No se alegrará de saber que sigues con vida, pero me he enfrentado a tu campeón y considero cumplidas mis obligaciones. Quizá lo intente con otro; te sugiero que te alejes de la ciudad una temporada. —Reparó en el inevitable apretar los puños de Michael—. No intentes matar a Horn —dijo—. Estoy seguro de que eres lo bastante bueno para eso, pero su vida está a punto de volverse complicada; lo mejor será que te vayas. —El joven se limitó a mirarlo fijamente, ojos verdes azulados abrasadores y brillantes en su pálido semblante—. Tampoco intentes matarme a mí; seguro que no eres lo bastante bueno para eso.

—No pensaba hacerlo —dijo Michael.

Con calma, De Vier estaba recogiendo sus pertenencias.

—Informaré de la muerte —dijo—, y enviaré a alguien para que se haga cargo. ¿Estaba casado?

—Yo… no lo sé.

—Vete. —El espadachín puso la espada y la chaqueta de Michael en sus manos—. No deberías quedarte.

La puerta se cerró tras él, y no hubo más sitio adonde ir que abajo por las escaleras oscuras.

En el exterior aún era pronto, una cálida noche de primavera. El cielo era de ese turquesa perfecto que provocan las primeras estrellas dispersas. Michael se estremeció. Se había dejado la capa arriba, pasaría frío sin ella… pero ya no le serviría de nada, ¿verdad? Se pasó una mano por la cara en un intento por aclarar las ideas y sintió una mano que se cerraba alrededor de su muñeca.

Toda la violencia de la hora pasada explotó en su cuerpo como fuegos artificiales. No pudo ver lo que estaba haciendo a través del fulgor rojo y dorado, pero sintió que su puño golpeaba carne, su cuerpo se retorcía como un remolino, oyó un largo aullido desgarrador como el centro de una tormenta… y después un violento golpazo que presagiaba el más glorioso espectáculo de fuegos de artificio, antes de que la noche cayera sin estrellas.