Capítulo 15

Durante el largo viaje en carroza lord Horn pudo permitirse el lujo de analizar minuciosamente sus sentimientos. Eran, en general, sentimientos agradables. Mientras duró la obra apenas sí había prestado atención al escenario, tan complacido estaba con los acontecimientos que se desarrollaban desde su galería privada. Se sentía como un dramaturgo, sólo que no había tenido que tomarse la molestia de inventar sus personajes: lord Michael Godwin, dichosamente joven y arrogante, tanto más adorable por cuanto sus días bajo el sol ya estaban contados… Horn había pensado en enviarle una nota mordaz; pero un distinguido silencio había parecido lo más digno… El espadachín De Vier, ese dechado de moda… al aire libre, en el gran espacio público, también él parecía joven, su indiferencia una mera defensa. Horn había disfrutado observando a la peligrosa figura y pensando lo impotente que estaba a punto de sentirse.

El carruaje se detuvo al fin ante la puerta de la deshabitada cabaña de caza. Todavía quedaban algunas personas que le debían favores. El jovencito de De Vier debía haber llegado allí hacía más de una hora. Horn se había quedado hasta el final de la representación. Debía encontrar al muchacho encadenado en la despensa vacía. La mujer de Ferris había dicho que no sabía pelear, pero estos ribereños conocían todo tipo de artimañas y, ¿cómo podía uno estar seguro de que De Vier no le hubiera enseñado unas cuantas?

Allí arriba en las montañas, la primavera era fría aún. Horn se dejó la capa puesta y fue directamente a la despensa. Se había dejado abierto un pequeño panel de corredera en la puerta, una conveniencia de vigilante. Podía mirar directamente a través de él sin ser visto, y eso hizo.

El joven estaba tranquilamente de pie con sus cadenas, consiguiendo que parecieran ligeramente ridículas al estar apoyado en la pared. Sus manos eran laxas, largas y de aspecto inútil. Estaban cubiertas de anillos, y lucía oro en la garganta. Su atuendo desentonaba extrañamente: las joyas, buenas botas y camisa, bajo una chaqueta de hombros estrechos y mangas demasiado cortas cuyo corte tenía al menos cinco temporadas de antigüedad. De sus pantalones, que ya no casaban con su chaqueta, colgaba un galón. Y luego estaba su cascada de pelo. A la luz de las velas con las que lo habían dejado, brillaba castaño y cibelino, pesado y espeso como crema derramada.

Había un paño negro doblado detrás de la cabeza para que ésta no tocara la pared. Estaba observando abstraídamente la vela al otro lado del cuarto, con la cabeza ligeramente ladeada, cubiertos los ojos.

Lord Horn examinó el rostro del amante de De Vier. Tenía la nariz larga, de planos lisos como una pintura ritual. Pómulos altos, separados de modo que los ojos sobre ellos parecían almendrados desde este ángulo. El cabello apartado de su alta frente hacía que su rostro pareciera aún más alargado. Los ojos de Horn se posaron en la boca, casi demasiado ancha para la cara enjuta. Aun en reposo, los labios llanos parecían burlones y sensuales.

Abrió la puerta y entró. El sonido hizo que el joven levantara la cabeza como un ciervo que olfatea el viento. Sus ojos eran de un verde vivido y estaban sobrenaturalmente abiertos; contemplaron a lord Horn con congelada fascinación, de modo que sus primeras palabras no fueron en absoluto las que había planeado.

—¿Quién eres?

—Tu prisionero, me han dicho. —La amplia mirada no vaciló, pero Horn vio que la piel alrededor de los ojos estaba tirante a causa de la tensión—. ¿Vas a matarme?

Horn hizo caso omiso de la pregunta y vio cómo palidecía aún más el semblante.

—¿Tu nombre? —inquirió.

—Alec. —El muchacho se humedeció los labios—. ¿Puedo beber un poco de agua?

—Luego. ¿Y tu apellido?

Meneó la cabeza.

—No tengo.

—El nombre de tu padre, entonces.

—Nadie me quiere… —Los labios móviles se volvieron hacia abajo apesadumbradamente, mientras sobre ellos rutilaban los ojos salvajes—. ¿Y quién eres tú?

—Soy lord Horn. —Le perdonó la impertinencia porque le había dado de nuevo pie para su apertura planeada.

—Oh —dijo su prisionero—. Así que eres Horn, ¿verdad?

—Sí —dijo Horn—. Sí que lo soy. Mis… amigos me han dicho que eres un erudito. ¿Es eso cierto?

—¡No! —La sílaba explotó con inesperada vehemencia.

—¿Pero sabes escribir?

—Claro que sé escribir.

—Bien. Fuera tengo papel y pluma. Vas a escribir una carta para De Vier diciéndole que estás en mi poder, y que cuando haya terminado el trabajo que le he encargado, volverás con él. Ileso.

Cualquiera esperaría que el muchacho se relajara. Si antes pensaba que lo había secuestrado un simple matón, ahora sabía la verdad. Pero su voz sonaba aún débil, atiplada y jadeante de miedo.

—Por supuesto. Qué plan más ingenioso. ¿Y quién se la va a leer?

—Puede leerla él mismo —espetó Horn. Encontraba enervantes las respuestas de su rehén; caminaban sobre el filo que separa la frivolidad del terror.

—No sabe leer. Se las leo yo.

Lord Horn se mordió el carrillo para no soltar una maldición. La situación parecía eludirlo. Apeló a su justa autoridad.

—Escríbela de todas formas.

—Pero no te das cuenta —se impacientó el joven—. ¡No puedo!

—¿Estás enfermo? ¿Has perdido la vista o el uso de las manos? ¿O es tan sólo que eres demasiado estúpido para comprender el aprieto en que estás metido?

El muchacho palideció todavía más.

—¿Qué vas a hacer conmigo?

—¡Nada —estalló Horn—, si dejas de discutir y haces lo que te digo!

El amante de De Vier se humedeció los labios.

—No quiero sufrir ningún daño —dijo con suave desesperación—. Pero tienes que darte cuenta de lo estúpido que es escribirle una carta.

Horn retrocedió un paso, como si la insolencia de su prisionero fuera un fuego insoportablemente abrasador.

—¿Sabes acaso lo que dices? —inquirió—. ¿Me vas a poner condiciones a mí?

—No… no… —dijo desesperadamente el muchacho—. Sólo intento explicarme. ¿No entiendes nada de lo que te digo? Richard de Vier —se apresuró a continuar, antes de que Horn pudiera objetar nada— no va a dejar que nadie más vea una carta con… una carta como ésa. No le gusta que la gente sepa de sus asuntos. Cualquiera que la lea sabrá cuáles son tus demandas, y si las satisface, sabrán que claudicó ante ti. No puede consentirlo. Es… es su honor. Así que aunque escriba tu estúpida carta, no servirá de nada. Tendrías —aquí los labios pálidos se alisaron con el espectro de una sonrisa— que quedarte conmigo.

—Oh, lo dudo —respondió el noble, sonriendo cremosamente. El muchacho debía de estar faroleando, ganando tiempo. Quizá esperaba que De Vier llegara cabalgando a la cabeza de una banda de forajidos, asaltara la casa, lo aupara a su silla y se perdiera en la noche—. Por lo visto te tiene mucho aprecio. Seguro que está ansioso por recuperarte.

Los ojos verdes lo miraban francamente, a su pierna. Antes de poder contenerse, Horn bajó la mirada. Sus dedos se abrían y cerraban contra la tela.

—Hay que darse prisa —dijo, convirtiendo la mano en un puño al costado, y pegando casi su rostro al del prisionero—. No puedo desperdiciar el tiempo mientras te busca. Quiero que haga el trabajo. Luego podrá recuperarte, para lo que sea que te quiera.

—¿Para qué crees tú que me quiere? —La fina voz estaba tensa de desesperación—. Puede conseguir otros para eso… a quien quiera. Te has confundido.

—No me confundo —dijo Horn, seguro al fin.

—¿Quieres dinero? —dijo sin aliento el muchacho—. Puedo conseguir algo, si eso es lo que quieres.

Lord Horn retrocedió, embebido en los vapores del poder, penetrantes como el placer. Obtendría lo que quería del espadachín, y el amante de éste le proporcionaría otro festín completamente distinto. Su miedo era vino fuerte, bálsamo para el orgullo de Horn.

—Dinero no —gruñó Horn—. Tendré lo que tiene De Vier.

El joven dio un respingo, con la mano alzada en un gesto defensivo curiosamente virginal. Horn enseñó los dientes en respuesta. Conocía ese juego de sus días de niño guapo, la tentación y el temor combinados…

Por un momento, un efecto óptico, vio los rasgos de lord Michael en la cara del joven. No se atrevería a cargar de cadenas al hijo de Godwin de Amberleigh… ¡pero si pudiera! Michael Godwin no tendría ocasión de volver a rechazar a lord Horn. ¡Godwin y De Vier, con sus alegres desplantes! Él, él en persona, Lindley, lord Horn, tenía dinero; tenía posición; sabía lo que era tener la ciudad a sus pies, hombres y mujeres rogándole una carta, una cinta, el roce de su boca…

Se le ocurrió que si De Vier no le hubiera escrito esa carta, esa breve nota insultante de rechazo, debía de haberlo hecho otra persona. Esa misteriosa y excéntrica mano podría pertenecer al hombre que tenía delante. Enseguida lo averiguaría.

—¿Por qué no iba a querer lo que quiere De Vier? —continuó—. Él no acepta dinero cuando va en contra de sus deseos. Ése es su honor —dijo secamente Horn—. ¿Por qué deberías esperar menos de mí?

—No puedo evitarlo —dijo apáticamente Alec.

—Escribe esa carta —espetó Horn.

—No servirá de nada —respondió Alec. Tenía los ojos muy abiertos, como si pudieran hablar por él. Sus manos se rebelaron contra sus ataduras.

Horn las vio, como también vio algo más.

—Ese anillo. —Era un rubí, tremendamente largo y delgado, cortado en cuadrado, engastado en oro blanco, flanqueado en la banda con pequeños diamantes. Montaba la mano como una familiar bestia ígnea, grande, fría y viva—. Dámelo.

Alec cerró el puño, impotente y obstinado.

—No.

Horn levantó su mano descolorida y cuidada, y la descargó con fuerza sobre el rostro del hombre maniatado.

Alec gritó. Los ecos estridentes resonaron en la sala de piedra, hiriendo los oídos de Horn. Bajó las manos y retrocedió de un salto.

Las marcas rojas de la mano de Horn, toscas como el calco de un niño, emergían a la superficie de la piel del cautivo. Éste miró fijamente a Horn con ojos desorbitados, sin pestañear para enjugarse las lágrimas.

—Soy un cobarde —dijo Alec. Horn volvió a levantar la mano, para ver encogerse al muchacho—. Me asusta que me hagan daño, te lo he dicho. Si me pegas, volveré a gritar.

—Dame el anillo.

—Eres un ladrón —dijo Alec con altanería, empujado a la furia por su temor—, además de una puta. ¿Para qué lo quieres?

Horn consiguió refrenarse para no deformar a golpes esa boca móvil y lisa.

—Harás lo que te ordene, o tu Richard y tú lo lamentaréis.

Ante el nombre del espadachín, el extraño joven se envaró.

—Si me lastimáis, señor —dijo—, seréis vos el que lo lamente. —Tenía la barbilla levantada, velados los ojos alargados, y su voz rezumaba alcurnia y desprecio.

—Jojó —dijo Horn—. Conque intentando ese truco, ¿eh? ¿Y de quién se supone que sois el pequeño bastardo… milord?

El muchacho volvió a dar un respingo, aunque Horn no había levantado ni un dedo.

—De nadie —musitó, agachando la cabeza—. No soy nadie, no soy absolutamente nada. Y me alegro de ello. —Pareció de repente que quisiera escupir—. Me alegro mucho, muchísimo de ello, si tú eres el ejemplo que supuestamente debería seguir.

—¡Qué insolencia! —siseó Horn. Apretando el puño a su espalda, dijo—: Y te sugiero que aprendas a controlarla, mi joven nadie. O te haré mucho, pero que mucho daño, y nadie oirá tus gritos.

—Tú sí —dijo Alec, de nuevo incapaz de contenerse.

—Te llenaré la boca de seda —respondió tersamente Horn—. Tengo entendido que es muy eficaz.

—¿Puedo beber algo primero? —preguntó Alec con la debida humildad.

—Desde luego que sí —dijo Horn—. No soy ningún monstruo. Compórtate, haz lo que te diga, y procuraremos que te sientas más cómodo.

Horn sacó el anillo del dedo él mismo, puesto que las cadenas no permitían que el muchacho juntara las manos. Horn no era estúpido. El joven no había querido entregarlo: el rubí debía de significar algo para De Vier.

—Redactaré la nota yo mismo —dijo—, y se la enviaré con el anillo a De Vier a la taberna de siempre. En cuanto esté hecho el trabajo, daremos el asunto por zanjado.

—¿No preferirías —inquirió Alec— enviar uno de tus anillos como gesto de formalidad?

Horn contempló con lástima el cuerpo desmañado.

—Soy un caballero —explicó—. Sabe que puede fiarse de mi palabra.

***

Dejaron partir al mensajero, y De Vier se puso furioso.

Rosalie comprendió que, pese a todas las disputas zanjadas bajo su techo, era la primera vez que lo veía enfadado. No levantó la voz, ni tampoco sus gestos parecían inusitadamente bruscos. Quienes no lo conocieran bien podrían pasar por alto incluso la palidez de su rostro, o el silencio que flotaba a su alrededor como las pausas entre truenos. Pero el agradable timbre de su voz había desaparecido; su discurso era monótono, carente de inflexiones:

—Dije cualquiera. Cualquiera que viniese preguntando por mí.

—Sólo era un mensajero —repitió Sam Bonner, con su voz más dulce. Sonaba más conciliador a cada repetición; pero era el único de los presentes con las agallas empapadas de vino necesarias para abrir la boca. Con alguien como De Vier no había forma de saber cuándo decidiría poner fin a todas las explicaciones. No obstante, el espadachín permanecía callado y tranquilo… para quien le gustara ese tipo de tranquilidad. Rodge y Willie Dedosligeros se miraron. El pequeño ladrón dio un paso adelante. Levantó la cara hacia De Vier con una seria gravedad cubriéndole los rasgos infantiles, y lo intentó de nuevo.

—Lo detuvimos, verás. Estaba intentando dejar el paquete encima de la mesa y salir corriendo, pero aquí Rodge lo detuvo. Pero no sabía nada, ves, nada de nada… Estaba asustado como un conejo, y jugueteaba con su acero; así que le quitamos la bolsa y dejamos que se fuera. Dentro no había gran cosa.

—Puedes apostar a que preguntamos primero —aseveró Sam—; ya sabes que lo haríamos.

—Sam… —advirtió Rodge.

—Pero no sabía nada. Recibió ese paquete de tercera mano; tercera mano, y no sabía nada.

Observaron ansiosamente cómo rompía De Vier el sello de cera. Tiró el papel al suelo. En su mano había un anillo de rubí. Se lo quedó mirando, y también ellos. Valía una fortuna. Pero eso no pareció levantarle el ánimo. Alguien le colocó una jarra de cerveza en la mano libre; la cogió pero no le prestó más atención.

—Hay algo escrito en ese papel.

Era Ginnie Vandall, que había salido a buscarlo en otra dirección.

—Sé leer —dijo ella con voz ronca.

Richard agarró el papel, la cogió del codo y la sacó al patio vacío.

Ginnie escudriñó la nota a la luz de la mañana. Por suerte estaba llena de palabras cortas. Leyó, despacio y con atención:

Hazme el Trabajo enseguida y volverá

contigo de inmediato sano y salvo.

No estaba firmada.

El sello del exterior había estado en blanco; dentro, bellamente estampado en cera escarlata, estaba el escudo que Richard había visto en las otras notas, las que habían hecho reír a Alec.

—Ah —dijo Ginnie—. Eso no está tan bien. —Tendría que negarse. Ella lo sabía. Ningún espadachín podía permitirse el lujo de dejar que lo chantajearan. Había perdido a su Alec… tampoco es que no fuera a irle mejor a la larga sin el desagradable erudito. Él mismo se daría cuenta dentro de unos días, cuando las aguas volvieran a su cauce. No preguntó a quién pertenecía el escudo. Alguien poderoso, que quería al mejor espadachín de la ciudad a cualquier precio—. Lo mejor será que dejes correr un par de días sin hacer nada. Le diré a Willie que deje en casa de Marie cualquier noticia para ti. Si tienes alguna cita Hugo puede…

Richard la miró como si ella no estuviera allí.

—¿De qué estás hablando? —Sus ojos tenían el color apagado de jacintos ahogados.

—A su señoría no le gustará —explicó Ginnie—. No te conviene quedarte en la ciudad.

—¿Por qué no? Voy a aceptar el encargo.

Le pasó la jarra llena y se alejó. Se volvió en el umbral, acordándose de decir:

—Gracias, Ginnie —antes de marcharse.

Por un momento ella se quedó mirando en su dirección; después giró sobre los talones y regresó lentamente a la taberna.

***

Era cierto; no podía permitirse el lujo de que lo chantajearan. Pero tampoco podía permitir que le arrebataran a alguien que estaba bajo su protección. Y ése era el problema más inmediato, sobre el que se volcó Richard de Vier.

No tenía nada en contra de lord Michael Godwin, y lo que sabía de lord Horn no le gustaba: el hombre era estúpido, carente de gracia e impaciente. Lo que significaba que había pocas posibilidades de que Richard encontrara a Alec antes de que Horn decidiese que no iba a cumplir.

Lamentablemente, no podía contar con que Horn fuera tan estúpido como para tener a Alec en su casa de la ciudad. Lástima: a Richard se le daba bien colarse en las casas. Se desenrolló ante él un conjunto de planes como mapas cristalinos; pero todos requerían tiempo, y en la nota decía «enseguida». En la Colina no había nadie que le debiera favores: Richard se cuidaba de estar libre de deudas en ambos sentidos. Había gente allí arriba que le ayudaría, si se lo pedía, por ser quien era; pero bastaba con que casi toda la Ribera supiera ya de la desaparición de Alec… no quería que la ciudad entera hablara de ello.

Arrugó la nota en su puño. Tenía que acordarse de quemarla. Esa noche retaría a Godwin, se ocuparía de él y esperaría que la duquesa o alguien quisieran a De Vier lo suficiente para protegerlo de los abogados de la familia Godwin, si hiciera falta. No tenía fe en la protección de Horn. Ocurriera lo que ocurriese después de aquello, De Vier tendría que apañárselas solo.