Pasaron otras dos semanas en la Ribera sin recibir noticias del tuerto. Richard y Alec se entretuvieron gastando lo último que les quedaba del dinero del jardín de invierno. Los espadachines de segunda cuya reputación necesitaba un empujoncito descubrieron que De Vier volvía a estar dispuesto a batirse con ellos, si antes ofendían a su amigo. Hasta la fecha nadie lo había hecho y vivía para contarlo; se convirtió en la suerte de deporte salvaje que impone la moda sobre la inquietud de finales de invierno. Alec parecía presentirlos, antes incluso de que abrieran la boca; era tan a menudo él como ellos quien encabezaba el ataque. Decía que le divertía dar algo que hacer a Richard. Pero los provocaba hasta cuando Richard no estaba allí, oliendo a los bravucones, a quienes llevaban la violencia en la sangre, elevando su reflujo de inquina igual que eleva la luna las mareas. A veces era tan sólo la reputación que le había fabricado Richard lo que le salvaba la vida. Siempre lo volvía salvaje.
Aparte de la autodestrucción, su nueva obsesión era el teatro. Siempre le había encantado; por una vez tenía el dinero, y alguien controvertido con quien dejarse ver. Richard había asistido al teatro unas pocas veces cuando llegó a la ciudad, pero le costaba entender su encanto: las obras se le antojaban artificiales, y el espectáculo poco convincente. Al final, sin embargo, para acallar a Alec —y para quitarse a Horn y Tremontaine de la cabeza— accedió a ir cuando abriera el teatro.
—Y tengo la obra perfecta —dijo entusiasmado Alec—. Se titula La tragedia del espadachín. Te encantará. Va de gente que se mata todo el rato.
—¿Hay peleas con espadas?
—Son actores.
—No serán muy buenas.
—Ésa no es la cuestión —le informó Alec—. Los actores son excelentes. La comparsa de Blackwell, que representó Su otro traje hace tres años. Se les da mejor la tragedia, no obstante. ¡Oh, te va a encantar! Dará mucho que hablar.
—¿Por qué? —preguntó, y Alec sonrió misteriosamente:
—Pregúntale a Hugo.
Esa tarde arrinconó a Hugo Seville y Ginnie Vandall en el mercado.
—Hugo —dijo—, ¿qué sabes de La tragedia del espadachín?
Veloz como el rayo, Hugo desenfundó su espada. Richard tuvo tiempo de admirar la malicia de Alec y buscar su arma, antes de percatarse de que Hugo sólo había desenvainado la espada para escupir en ella y estaba esparciendo meticulosamente la saliva por la hoja con el pulgar. Con un suspiró volvió a enfundarla, sin darse cuenta de lo que había estado a punto de hacer De Vier.
—No juegues con la Tragedia —dijo Hugo.
—¿Por qué no?
Ginnie lo miró atentamente.
—Llevas aquí cuánto… ¿seis años, siete? ¿Y nadie te ha hablado de la Tragedia?
—No presto mucha atención al teatro. Pero ahora van a representarla al otro lado del río. Alec quiere ir.
Ginnie entornó los ojos.
—Deja que vaya sin ti.
—No creo que quiera. ¿Puedes hablarme de ella?
Ginnie enarcó las cejas con un expresivo suspiro. Apoyó la cabeza en el hombro de su amante y murmuró:
—Ve a dar un paseo, Hugo. A ver si Edith tiene algunos anillos nuevos.
—Perdona —dijo Richard—. No pretendía incomodarte.
—No te preocupes. —Ginnie se envolvió con más fuerza en su capa de terciopelo y se acercó a De Vier. Se había perfumado con almizcle, como una gran dama. Habló con voz queda, como si estuviera entregándole algún objeto robado—. Está bien, te lo diré. La Tragedia se representó por primera vez hará unos veinticinco años. El actor que encarnaba el… ya sabes, el papel principal, murió en un extraño accidente fuera del escenario. Siguieron representándola, sin embargo, debido a su popularidad. Y todo parecía ir bien. Hasta que la gente empezó a darse cuenta… Todos los espadachines que han ido a verla han perdido su siguiente combate —siseó; luego se encogió de hombros, intentando restarle importancia—: Algunos fatalmente, otros no. No vamos a verla, eso es todo. Me alegro de habértelo dicho. Si la gente te ve allí, pensarán que estás gafado. Y no digas el nombre.
Alec tenía razón: eso hacía que la perspectiva de ir a ver la obra resultara más atractiva.
Alec recibió con entusiasmo la decisión de Richard.
—Nos sentaremos en la galería, donde podremos verlo todo —anunció—, y compraremos una bolsa de pasas y almendras para tirárselas a los actores.
—¿Podrá vernos la gente a nosotros? —Le costaba imaginarse que no fuera ése el motivo para asistir.
—Supongo… —dijo evasivamente Alec. De repente se volvió hacia Richard con un brillo peligroso en la mirada—. Ropa —declaró—. Tienes que ponerte algo… espléndido.
—No tengo nada espléndido. No como lo que tú estás pensando, al menos.
—Entonces deberás comprarte algo.
No le gustó el sastre de moda. Le ponía nervioso quedarse quieto mientras el hombre lo atacaba armado con tiza y cintas y alfileres para tomarle las medidas, musitando fórmulas extrañas entre dientes. Alec estaba perfectamente tranquilo; aunque, claro está, Alec no tenía otra cosa que hacer salvo acariciar los rollos de tela que le presentaban los serviciales empleados.
—Ahí —indicó Richard con lo único que tenía libre, la barbilla—, ésa está bien.
—Es marrón —dijo ácidamente Alec—, como todo lo que tienes.
—Me gusta el marrón. ¿De qué está hecha?
—Terciopelo de seda —dijo Alec con satisfacción—, eso que dijiste que no te pondrías.
—Bueno, no me sirve de nada —razonó—. ¿Dónde iba a llevar terciopelo?
—En los mismos sitios donde llevas lana marrón.
—Está bien —renunció al color—. ¿Y negro?
—Negro —dijo Alec en tono de profunda repugnancia—. El negro es para las abuelas. El negro es para los villanos de opereta.
—Oh, haz lo que quieras. —La paciencia de Richard estaba siendo considerablemente puesta a prueba por la cinta y las manos intrusas—. Mientras no sea nada chillón.
—¿El burdeos es chillón? —preguntó Alec con agresiva dulzura—. ¿O el azul, tal vez?
—Lo que sea menos ese color de pavo real que decías que te gustaba.
—Eso era índigo —observó el sastre—. Muy delicado. Lord Ferris encargó un abrigo de ese paño al inicio de la temporada, señor.
Alec sonrió con picardía.
—En tal caso, Richard, tú también debes tener uno cueste lo que cueste. Casa con tus ojos.
Los dedos de De Vier tamborilearon sobre su muslo. Señaló un rollo doblado encima de una silla.
—¿Eso?
—Una lana excelente, señor, no nos queda mucha este año. Es bermejo, conocido esta temporada como Manzanas de Delectación, o Gloria Otoñal.
—Me da igual cómo se llame —dijo Richard por encima del resoplido de Alec—. Me la quedo.
—Es marrón —dijo Alec—. «Manzanas de Delectación» —continuó burlándose cuando salieron del establecimiento—. Melocotones de Desolación: otro marrón, como la fruta pocha. Peras de Pomposidad. Nueces Nocivas. Rosa Vómito de Gato.
Richard le tocó el brazo.
—Espera. No te hemos tomado las medidas para nada. ¿No querías ese azul?
Alec siguió caminando. La afluencia de compradores se apartaba de la alta figura desgarbada. Le dijo a Richard, sin bajar la voz:
—Seguramente esta temporada se llama Venas de Hipocondríaco. Lady Disentería encargó un abrigo de ese paño para su perro.
—¿No quieres nada nuevo para la primavera? Todavía tengo dinero.
—No tiene sentido —dijo— intentar mejorar lo inmejorable. Las prendas bonitas tan sólo resaltan mis defectos. Y ando encorvado: echo los hombros hacia fuera.
—Verde —insistió Richard, que no tenía nada en contra de los colores vivos siempre y cuando no tuviera que ponérselos él—, para tus ojos. Y encaje de oro. Con el cuello alto, y fruncidos. Estarás muy elegante, Alec.
—Parecería un poste pintado en una feria —dijo Alec, dando un tirón a su túnica—. Una Gloria Otoñal es más que suficiente.
Pero el día de la representación, Richard tenía sus dudas. Su nuevo atuendo era mucho más cómodo de lo esperado: la lana de vivos colores era suave y acompañaba sus movimientos como si hiciera años que la llevaba. La túnica de erudito de Alec parecía aún más raída en comparación y le cubría casi por entero la camisa y las botas nuevas. Ni siquiera había utilizado el broche de esmalte para el pelo; lo llevaba recogido atrás con una cinta vieja.
Richard no se molestó en discutir.
—Siéntate —le ordenó—. Y quédate ahí. —Dicho lo cual, desapareció en el dormitorio.
Desde la habitación principal pudo oír que Alec decía:
—¿Qué haces, intentar cambiarte los calcetines? Están perfectamente limpios y, además, nadie puede verlos…
Reapareció con una sencilla caja de madera, como las que se usaban para guardar cartas o recibos. La abrió para que Alec pudiera ver su interior y sacó el primer tesoro.
—Dios —dijo Alec, y fue lo único que pudo articular.
Richard puso el anillo en el dedo de Alec. Era una gigantesca perla negra, incrustada con profusas espirales de plata.
Alec se quedó mirándose fijamente la mano.
—Es precioso —exhaló—. No sabía que tuvieras tan buen gusto.
—Me lo dieron. Hace mucho.
A continuación sacó el prendedor y lo depositó en la palma de Alec: un dragón de oro aferrado a un zafiro. Alec cerró la mano a su alrededor, con la fuerza necesaria para sentir los bordes; luego se cerró con él el cuello de la camisa.
—Eso es muy, pero que muy antiguo —dijo al cabo.
—Era de mi madre. Se lo robó a su familia.
—¿Los De Vier banqueros?
—Exacto. No le caían demasiado bien.
Encontró un pequeño anillo de diamante que encajaba en el meñique de Alec, y una banda de oro labrada con una rosa roja y dorada.
—Clientes —dijo, sonriendo a la rosa— a los que les gusta mi trabajo. El diamante pertenecía a una mujer, la esposa de un noble que me lo dio en secreto porque decía que había salvado su reputación. Siempre me ha gustado, es tan delicado. —Metió de nuevo la mano en la caja—. Esto lo conseguí muy al principio, a modo de pago fraccionado de parte de un hombre con más joyas que dinero. Nunca he sabido qué hacer con él; debería haber sabido que era para ti. —Sacó una esmeralda cuadrada tan grande como la uña de su pulgar, flanqueada por citrino con engastes de oro.
Alec hizo un ruidito extraño con la garganta.
—¿Sabes lo que vale eso?
—Medio encargo.
—Llévalo tú. Además, ¿por qué me das todo esto?
—Me gusta cómo los luces. A mí no me quedan bien, ni me siento bien llevándolos.
Embelesado a su pesar, Alec levantó las manos, ahora cargadas de oro, plata y piedras preciosas.
—Ésa —dijo Richard— es manera de vestirte.
—Te has saltado un dedo —dijo Alec, a lo que Richard respondió:
—Así es. —Y sacó su última adquisición, todavía en su bolsa—. Ten —dijo—, ábrela tú.
Aun a la tenue luz de la habitación el rubí refulgía con un color líquido. Era una barra roja alargada que abarcaba dos nudillos, flanqueada por diamantes engarzados en oro blanco.
—¿Dónde has conseguido algo así? —preguntó Alec, su voz peligrosamente entrecortada.
—Otro noble. Es mi último soborno.
—Creo que mientes —dijo con tirantez Alec—. Creo que te lo ha dado algún ladrón.
—De verdad que no —dijo pacientemente Richard—. Es de lord Ferris. Quería que me lo pusiera para nuestra próxima cita.
—¡Bueno, pues póntelo! —gritó Alec, arrojándole el anillo.
—No me siento cómodo con anillos —dijo suavemente Richard, sin recogerlo.
—Éste en particular —gruñó Alec—. No tenía derecho a dártelo.
—Ningún problema —dijo Richard, intentando aligerar de nuevo las cosas—. Yo os lo doy a vos, milord.
El rostro de Alec se tornó aún más pálido y rígido si cabe, abrió más los ojos. Pese al peligro, Richard levantó una mano enjoyada y la besó.
—Alec —dijo contra los dedos fríos y pesados—, son para ti. Haz lo que quieras con ellos.
Los dedos de Alec se tensaron despacio sobre los suyos. Cuando levantó la mirada, Alec estaba sonriendo, sus ojos duros y verdes con malsano placer.
—Está bien —dijo Alec, arrastrando las palabras—, lo haré. —Y se puso el rubí en el dedo índice. Allí destelló como algo vivo, un icono para la mano que lo portaba.
Eran las manos de un noble, ahora, las manos de un príncipe, opulentas y extrañas. Contra la piel transparente, los huesos de alta cuna, el basto atuendo de Alec y sus botas con rozaduras quedaban eclipsados.
—Eso está bien —dijo Richard, complacido con el efecto—. Es una lástima que estén todos guardados en una caja. No me los pongo nunca; de este modo podré contemplarlos.
—Les gusta que los contemplen —dijo Alec—. Puedo sentir cómo ronronean de placer, bastardos presuntuosos.
—Bueno, saquémoslos de paseo… Como si alguien fuera a fijarse en ellos, al lado de mi ropa nueva.
***
Los dos llamaron la atención por toda la Ribera. El atardecer relucía dorado desde el suelo; desaparecida la nieve, su camino estaba cubierto de barro y depósitos del invierno. Se había extendido el rumor de lo que pensaban hacer; la gente se alineaba para verlos pasar como si fuera un desfile. Richard se sentía como un héroe enviado al frente.
Vio a Ginnie cuando cruzaban el Puente. La llamó antes de que Alec pudiera decir alguna grosería:
—¡Eh, Ginnie! ¿Qué te parece?
Ella lo miró de arriba a abajo y asintió con la cabeza.
—Tienes buen aspecto. Los impresionarás. —La mano de Alec centelló al sol; Ginnie vio las joyas y su rostro se petrificó. Sin decir palabra, les dio la espalda y los dejó atrás.
—No lo aprueba —dijo alegremente Alec.
—Hugo no quiere ir a ver la obra.
—Me figuro que a Hugo sólo le gustan las comedias.
Hasta en la ciudad se fijaba en ellos la gente a su paso. Richard sentía unos deseos incontenibles de reírse por lo bajo: tanto alboroto por dos personas que iban a ver una obra que seguramente ni siquiera estaría bien.
—Deberíamos haber alquilado unas monturas —dijo—, como los lores del Consejo, para que la gente pudiera vernos pasar a caballo. Ya tengo las botas llenas de barro.
—¡Mira! —exclamó Alec—. ¡Los estandartes! Casi hemos llegado.
—¿Estandartes? —Pero allí estaban, como en los castillos de los cuentos: hechos de telas brillantes, pintados con emblemas que aparecían y se desvanecían con el restallar del viento: un caballo alado, rosas, dragones, una corona…
Frente al teatro era como una feria. Los mozos de cuadra estaban retirando los caballos y despejando el camino para los carruajes con muchachas paseándose entre ellos, vendiendo ramos de flores y hierbas, copas de vino y cucuruchos de frutas y nueces. Había copias impresas de la obra, y bufandas, y cintas de los mismos colores que los estandartes. Alec buscó a Willie Dedosligeros entre la multitud pero no pudo encontrarlo, aunque le sonaban una o dos de las otras caras que se confundían con el gentío. Dos espadachines desconocidos representaban una discusión y luego un duelo con espadas una y otra vez en distintos rincones del patio. Contra el muro alguien declamaba un discurso de otra tragedia, ahogado por un flautista ciego con un perro danzante, al que algunos jóvenes nobles distraían lanzándole nueces para que fuera a buscarlas. El atuendo de los nobles conseguía que el de Richard pareciera sombrío. Aun la ciudadanía media, tenderos y artesanos, se había vestido de forma extravagante, emperifollada de encajes y cintas. Llegaban pronto, para asegurarse buenas localidades.
—Vamos —dijo Alec, abriéndose paso a codazos a través de la multitud—, o nos encontraremos sentados en el regazo de alguna noble viuda.
Los nobles dejaron de tirar nueces para fijarse en ellos. Se escuchó un retazo de su conversación: «… de todos modos no puedo costeármelo…». Un par de criadas, cogidas del brazo, sonrieron con afectación y se dieron la vuelta.
Richard empezaba a arrepentirse de haber venido. Los asistentes se apelotonaban aún más al llegar a la entrada. Los pies, los codos y aun el aliento de los demás lo invadían. No apartaba la mano de la empuñadura de su espada.
Ésta fascinó a un grupo de pequeños, uno de los cuales al final reunió el valor necesario para abordarlo.
—¡Eh, espadachín! —gritó con voz ronca—. ¿Podrías matar a mi hermano?
Richard no respondió; siempre le preguntaban lo mismo.
—Cierra el pico, Harry —dijo otro—. ¿No ves que es De Vier?
—Eh, ¿tú eres De Vier? Eh, De Vier, ¿puedo ver tu espada?
—Puedes verla clavada en tu trasero —dijo Alec, acertando a uno de ellos a bocajarro con una almendra. Satisfecho con su puntería, abrió el camino y dio propina a un mozo para que les encontrara dos asientos.
Les dieron un palco privado en la galería superior, justo enfrente del escenario. Alec estaba extasiado.
—Siempre he querido uno de éstos. Es un puro infierno en los bancos, con cualquier idiota intentando sentársete encima con su mujer. —Richard hizo una mueca al imaginárselo. Aquí estaban por encima de todo, con una buena vista de las tablas bañadas por la luz del sol. La gente estiraba el cuello para observarlos desde todos los rincones de la sala.
Alec puso los pies encima de la barrera y se comió un puñado de pasas. Se escuchó una fanfarria de trompetas en lo alto.
—Verás cómo se llenan ahora los palcos de los nobles —dijo Alec—. Siempre entran ahora.
Levantados cerca del escenario, los palcos de los nobles, engalanados con los escudos de armas de sus ocupantes, resultaban visibles desde casi cualquier otro punto del auditorio.
Era la primera vez en muchos años que Richard podía observarlos a todos a placer. Reconoció a más de los que esperaba: hombres apuestos que lo habían acosado en las fiestas a las que solía asistir; distinguidos nobles de ambos sexos cuyo dinero y patronazgo había rechazado, y otros que tenían motivos para estarle agradecidos.
Vio a lord Bertram Rossillion con una morena preciosa colgada de su brazo, recordó haberle oído quejarse de las presiones para que contrajera matrimonio… pobre señora. Allí estaba Alintyre, ahora lord Hemmyng. Se preguntó si Hemmyng reconocería la esmeralda que lucía Alec en su mano y sonrió, acordándose de aquella loca galopada por las montañas con la carroza delante de ellos, yendo a reunirse la amada de Alintyre con su tía; y sus grititos de risa al regresar con ella a caballo por el camino que habían venido. Se fijó más en la majestuosa dama que sonreía a Hemmyng y reconoció sobresaltado el perfil de la nariz…
El hombre al que debía Alec su anillo de oro rosado también estaba allí, más joven y sereno que nunca. Claro que no habían pasado tantos años. Estaba conversando con un elegante pelirrojo.
—Godwin —dijo Alec—. Uno de esos deliciosos confites a los que no les quitas la vista de encima es un tal Godwin de Amberleigh, ése es su emblema.
—El pelirrojo —dijo Richard—. Lo he visto antes en alguna parte, no sé dónde…
—¿Cómo sabes que no es el otro?
Richard sonrió.
—A ése también lo he visto antes; pero recuerdo dónde.
***
Lord Thomas Berowne se giró hacia su acompañante.
—Y ahí lo tienes —dijo—; al final ha venido.
—¿Por qué no iba a hacerlo? —respondió lord Michael—. No es ningún cobarde.
—No, pero tampoco gusta de hacer ostentaciones. Esto es una ostentación.
—Para un espadachín. ¿Es supersticioso?
—No importa. Alban estaba convencido de que no se presentaría; ahora le debe veinte reales a Lucius.
—Se lo puede permitir —dijo distraídamente Michael. No estaba pensando en De Vier: se preguntaba qué diría Vincent Applethorpe si supiera que Michael estaba asistiendo a La tragedia del espadachín—. Sólo es un cuento de hadas —dijo en voz alta—. Nadie lo cree realmente.
—Puede que no —dijo Tom—; pero espera a ver las apuestas la próxima vez que pelee De Vier.
—Le ha robado la atención a Halliday, en cualquier caso —cambió Michael de tema—. Decían que Creciente planeaba cancelar la actuación, cerrar el teatro.
—¿En qué mundo vives, Michael? —preguntó Berowne con fingida sorpresa—. Se referían a El fin del rey, una bazofia que sólo se salva por la presencia de la señorita Viola Festín en el papel de paje real. Ya la he visto dos veces, y te garantizo que lord Halliday estuvo presente en el último pase. Hasta el final. Yo llegué cuando ya había empezando, en el momento que el gentil paje…
—Oh, no —dijo Michael—. Es Horn. En el palco que tenemos delante.
—Seguramente haya apostado por De Vier. ¿Qué ocurre? Dime si me está mirando.
—No. Pobrecito, ¿te ha estado molestando con sus atenciones? ¿O es que le debes dinero?
—Me pone la piel de gallina —explicó Michael.
—Oh, sí —dijo Berowne—; algo de eso he oído.
—Todos apuestan por ti —dijo alegremente Alec, pasándole las uvas—. Ojalá pudiéramos llevarnos un porcentaje.
—Se notará en mis honorarios —respondió Richard—. ¿Cuándo empieza la obra?
—Enseguida, enseguida; cuando pare la música.
—¿Qué música?
—Ahí… en el escenario. No se oye porque todos están hablando.
—Y mirándonos —dijo Richard. Volvía a tener la impresión de que había sido una mala idea.
—Están protegiendo sus inversiones —dijo tan campante Alec—. Me pregunto si te enviarán flores.
Richard soltó un gemido.
—Flores. ¿Está Ferris aquí? ¿Cómo es su escudo de armas?
—No está. Lord Horn sí. Halliday no. Tremontaine no. Nadie serio ha venido a vernos.
—Vuelve la cabeza —dijo lord Thomas—, te está mirando.
—¿Horn?
—No, De Vier.
—Seguramente estará mirándote a ti —dijo Michael.
—No puede ser, yo no me he ruborizado. —Berowne apartó la mirada intencionadamente—. Ahora está mirando Horn… a ti no, a él.
—¿Quién lo acompaña?
—¿A Horn?
—A De Vier. Thomas, date la vuelta y echa un vistazo.
—No puedo. Me he puesto rojo. Es la maldición de mi tez.
—Por lo menos a ti no te salen pecas. Mándale una nota… al espadachín, me refiero. Pídele que se reúna con nosotros.
—Michael. —Lord Thomas miró a su amigo—. Ofendes mi orgullo. Todo el mundo se muere por invitarlo a reunirse con ellos. Me niego a formar parte de la turba. Me niego a ser el primero en capitular. ¿Y si dijera que no?
***
—Me parece —dijo malhumoradamente Richard— que no me va a gustar la obra. Creo que va a ser una tontería. Deberíamos arruinar todas las apuestas marchándonos ahora.
—Podríamos hacer eso —dijo Alec—. Pero esas personas que han empezado a pasearse alrededor del escenario son los actores, de hecho. Pronto empezarán a hablar. Si te vas ahora te pasearás en mitad de la primera escena, y todo el mundo te mirará todavía más. Siéntate, Richard. Aquí llega el duque.
El duque cruzó el escenario con gran ampulosidad, dejando atrás a algunos cortesanos que querían hablar sobre él. Sonaba muy parecido a una auténtica conversación salvo por el hecho de que todas las palabras estaban ordenadas para encajar en una cadencia oral. Los fragmentos se pasaban como música de un orador a otro, mientras que el ritmo seguía siendo el mismo. A veces uno perdía la sensación del ritmo, pero entonces lo restauraba un extraño requiebro de palabras. A los cortesanos les caía bien el duque. Era un hombre sabio.
…más apto para representar el papel de gracia,
que aparentar el digno menosprecio de un príncipe.
Su hijo y heredero, en cambio, nunca había dado muestras de gracia alguna. A nadie le caía demasiado bien; celebraba fiestas sombrías y vestía de luto por su madre, que había muestro al dar a luz a su única hermana, Gratiana.
Los cortesanos abandonaron las tablas. Se abrieron unos telones al fondo y apareció una muchacha de largos cabellos dorados hablando con un loro encerrado en su jaula. Se refirió a sí misma como
… desdichada Gratiana; y aun así la más dichosa,
por tener lo que, privadas de ello, muchas doncellas,
deben yacer atormentadas en sus catres angostos,
o aventurar ritos bajo cielos colmados de luna llena.
Richard pensó que el loro debía de ser de verdad. Ella le dijo:
Tú y yo, brillantes cautivos los dos,
de lugares y personas, de las circunstancias y la cuna,
hemos de compartir nuestra carga, tú con tu paciente oído,
y yo con mi lengua para desgranar motivos de lágrimas!
Pero antes de que pudiera explicarse entró en escena su hermano Filio, que hizo algunos comentarios sobre su virtuosa doncellez y el loro, y se encaró con el público para señalar:
Pues nadie osa compartir conmigo mis pesares y gozos,
cuando ni siquiera yo sé demostrar los unos o los otros.
Richard esperaba ver al anciano y virtuoso duque; al ser la persona de la que todos hablaban al principio, había pensado que la obra giraría en torno a él. En vez de eso falleció de repente, fuera del escenario, y Filio fue nombrado duque. Vino un majestuoso ministro de larga barba blanca para informar a Gratiana. Se llamaba Yadso y sospechaba que alguien lo había eliminado. Más adelante recibió el aviso de su barbero, que también afeitaba a un amigo íntimo de Filio, de que corría el riesgo de que lo retaran a muerte si no huía del país de inmediato. Yadso se despidió de la joven:
No todo lo que es, es lo que parece. Con nudos,
amarra la verdad el silencio; nos desatan las palabras.
El juego está en marcha:
¡marchémonos nosotros mientras podamos!
A lo que lloró Gratiana:
Huid! ¡Huid! Vos, justo y leal.
¡Y recibid en pago el amor de Gratiana!
Luego, a solas, lamentó haber traicionado a toda la humanidad. ¿Sería ella la villana, quizá? Pero no; resultó que se refería a haberse enamorado de un hombre indigno. El loro decidió de improviso hacerse eco de sus palabras: «¡Amor!», graznó. «¡Huid, amor!». Todo el mundo siguió su consejo, por lo que debía de formar parte de la obra. A lo mejor no era un loro de verdad, a fin de cuentas; o puede que sí, pero alguien le ponía voz entre bastidores.
El nuevo duque no dejaba de hostigar a su hermana. Al final le arrancó la confesión de estar enamorada de un espadachín. Volvió a encararse con el público y dio rienda suelta a su rabia en términos poco halagadores para la profesión. Richard pilló a Alec mirándolo de reojo y sonrió. Pero con su hermana, Filio era todo edulcorada comprensión. La virtud, dijo, como el vino, no se rebajaba por verterse en recipientes insólitos; con la misma facilidad se podía beber vino de una calavera que de una copa de oro.
—Ay, madre —musitó Richard. Lo veía venir. Alec le indicó que se callara. Pero Gratiana se sintió consolada y prometió enviar a su amante al encuentro de su hermano. En cuanto se fue, Filio pisoteó el suelo, gritó y estrujó el cuello del loro. Así que estaba bien adiestrado, o era de mentira al fin y al cabo. El duque abandonó el escenario para intentar encontrar un gato sobre el que descargar las culpas.
Richard ni siquiera se molestó en criticar al espadachín. Quizá, cuando se escribió la obra, los espadachines fueran así. Aunque, en un mundo donde todos hablaban con lo que Alec llamaba poesía, ¿por qué debería esperar que un espadachín fuera distinto? El duque Filio dispensó una calurosa acogida a su futurible cuñado. Bebieron vino en calaveras gemelas. El espadachín hizo una broma insulsa al respecto y brindó por la caída de todos los enemigos de la casa del duque. Resultó que Filio tenía un encargo para él: un enemigo había mancillado el honor de su casa, y sólo la sangre podría reparar la afrenta. Evidentemente halagado por las atenciones del duque, el espadachín aceptó.
Siguió a esto una escena sacada de un manicomio, con abundantes cantos y bailes. Qué pintaba ahí era algo que Richard no averiguó nunca; pero cuando acabó se apartó el telón interior parar revelar una escalera enorme que hendía el centro del escenario de arriba a abajo. El espadachín apareció al pie, anunció a todo el mundo que era medianoche y que, tras ocuparse del pequeño encargo del duque, confiaba en yacer en los brazos de su amada tal y como se le había prometido. A Richard le gustó su descripción del amor; era la parte más exacta de la obra hasta el momento, con sus imágenes de frío y calor, de placer y dolor. Pero al mismo tiempo, lo incomodaba oír a alguien hablando de ello delante de una multitud de desconocidos… aunque sólo fuera una obra de teatro.
En lo alto de la escalera apareció una figura envuelta en una capa. Cuando las campanas empezaron a dar las doce la figura comenzó a bajar las escaleras con un generoso vuelo de metros de capa. El espadachín desenvainó su espada y traspasó a su víctima, exclamando:
—¡Así perecen todos los enemigos de Filio!
—¡Qué vergüenza —dijo Gratiana, desplomándose en sus brazos—; querer a mi hermano más que a mí!
Tardó mucho en morir, mientras cada uno de los amantes le explicaba al otro el engaño del duque y prometía fidelidad eterna. Richard lo soportó con paciencia. Al final, el espadachín se llevó a su amada muerta fuera del escenario, con la larga capa arrastrándose tras ellos.
El escenario se quedó vacío. La gente empezó a aplaudir. Alec seguía mirando fijamente las tablas desnudas. Sus ojos brillaban con el mismo júbilo que habían mostrado la noche de los fuegos artificiales.
—¡Ha sido excelente! —dijo—. Ha sido perfecto.
Richard decidió no discutir; pero Alec interpretó correctamente su expresión y torció el gesto a su vez.
—Déjame adivinar. La técnica era mala. Tú la habrías matado de modo que no hubiera tenido tiempo de soltar ese discurso al final.
Richard sonrió con el ceño fruncido.
—No es realista —dijo al cabo—. No, no el discurso, la forma en que ocurrió. Para empezar, fue un idiota al aceptar un encargo sobre un objetivo desconocido, sobre todo de ese hermano, en el que no confiaba desde el primer momento.
—¡Pero necesitaba el apoyo del duque, ésa es la cuestión!
—Sí, pero recuerda cuando Filio dice… —Para sorpresa de Alec, su iletrado amigo le recitó el pasaje palabra por palabra—. Entonces es cuando debería haberse dado cuenta de que no tenía intención de dejar que se salieran con la suya.
—Bueno… —dijo Alec, desconcertado—. Bueno, nosotros lo sabemos, pero se supone que él no.
—Entonces se supone que es un estúpido, y no entiendo por qué debería importarnos lo que le ocurra. El más inteligente es el hermano, la verdad.
—Pues alégrate por él —dijo con amargura Alec—. Pero te lo advierto, al final muere. Todo el mundo muere, de hecho.
Richard observó al público, que deambulaba comprando comida o bebidas e intentando asomarse a su palco.
—Si quieren ver gente que muere, ¿por qué no van a las peleas de espadas?
—Porque vuestros discursos son demasiado cortos —espetó Alec—. Además —reflexionó con más indulgencia—, siempre lo hacéis por dinero. En la obra es por amor, o por traición. Lo hace más interesante.
—Nunca debería haber pactado con el hermano. Perdió en cuanto le dejó ver su punto débil.
—Y todos podríamos irnos antes a casa.
Se escuchó un arañazo en la puerta de su palco. Richard giró en redondo, con la mano en su empuñadura. Alec abrió la puerta y aceptó la ofrenda del primer mensajero.
—Sólo es una rosa. Ninguna nota.
Richard miró al otro lado del teatro al noble entusiasta de las rosas; pero estaba enfrascado en una conversación y no levantó la cabeza.
Había tiempo de sobra entre actos para que los nobles se relacionaran en sus palcos. Michael renunció a los placeres de su amigo por una conversación que Bertram Rossillion parecía empeñado en tener.
—Tu amigo —dijo Bertram—, Berowne…
—Es un pariente —respondió Michael a la pregunta—. Por matrimonio. Con la rama de mi madre. Nos conocemos de toda la vida.
La mirada castaña y llena de sentimiento de Bertram se derramó sobre toda su cara, con especial énfasis en los ojos. Michael dio un paso atrás, pero Bertram siguió avanzando.
—Esta noche me viene mal, querido —dijo Michael en voz baja—. Estaré fuera hasta tarde, y demasiado cansado cuando regrese. —Iba a la casa de Applethorpe. Unos pliegues diminutos aparecieron alrededor de los ojos de Bertram, y su boca se frunció en las comisuras—. Te he echado tanto de menos —dijo Michael, mirando atrás discretamente—. No sabes cuánto…
—¡Mira! —dijo Bertram—. La duquesa.
Estaba entrando en uno de los palcos al otro lado de la sala. Sus lacayos desenrollaban ya el estandarte de Tremontaine. Sus faldas oscuras ondeaban a su alrededor, y bajo un sombrero diminuto coronado con plumas de avestruz se descolgaban sus rizos claros, cada uno de ellos cuidadosamente desordenado.
—Llega tarde si quiere ver la obra —observó Richard. Todas las miradas se habían apartado de ellos por el momento.
—No es eso —refunfuñó Alec—. Ha venido a causar problemas. —Estaba de pie al fondo del palco, encajonado en la esquina junto a la puerta. Tenía las manos guardadas en las mangas, lo que hacía que pareciera más que nunca un pajarraco negro enfurruñado.
Richard observó a la mujer, diminuta y elegante, rodeada por su bien construido edificio de ropas y modales.
—Me pregunto —dijo— si debería ir a verla.
—Puedes verla perfectamente desde aquí, ya se ha encargado ella de eso.
—Me refiero a hablar con ella. Ferris se ha ido, no hace falta que sepa que lo he hecho. Tienes razón, sabes; debería averiguar qué piensa ella.
Esperaba que Alec estuviera complacido; al fin y al cabo, eran sus recelos los que intentaba aquietar Richard. Pero la alta figura se limitó a encogerse de hombros.
—No te ha invitado, Richard. Y no va a admitir nada.
—¿Si lo convirtiera en una condición del trabajo…?
—Oh, por supuesto —se burló enfadada la voz ligera—. Si pusieras condiciones… ¿Por qué no le pides que te haga la colada, además? Te lo estoy diciendo, mantente apartado…
Lo interrumpió una llamada a la puerta. La abrió de golpe, de suerte que chocó con la pared. Un lacayo con la librea del cisne de Tremontaine ocupaba el umbral. Alec soltó la manilla de la puerta como si le quemara.
—Saludos de parte de la duquesa —dijo el sirviente a De Vier—, que os invita a tomar chocolate.
Alec gimió. Richard tuvo que morderse el labio para no reírse. Miró a Alec de soslayo, pero el erudito volvía a intentar encogerse hasta la nulidad.
—Será un placer. —Miró a su alrededor, a la acumulación de plantas—. ¿Debería llevarle flores?
—Es un insulto —dijo con voz falsa Alec— para los que te las han mandado. Guárdalas para tirárselas a los actores.
—Está bien. ¿Vienes?
—No. Quédate allí para el último acto, si te deja; estarás lo bastante cerca para ver si Jasperino lleva peluca de verdad.
Richard empezó a seguir al lacayo.
—Espera —dijo Alec. Estaba retorciendo el anillo en su índice.
—¿Debería llevar el rubí? —preguntó De Vier.
—No. —Alec meneó ferozmente la cabeza.
Richard se apartó por un momento de la presencia del lacayo.
—¿Qué ocurre? —El nerviosismo de Alec le resultaba físicamente palpable. Algo había socavado la arrogancia de Alec; ni siquiera negó la acusación. Retenía únicamente la cantidad suficiente de su acostumbrada petulancia para llevarse los dedos a la frente burlándose de la farsa.
—Me duele la cabeza. Me voy a casa.
—Te acompaño.
—¿Y dejar a la duquesa esperando? Seguramente quiere preguntarte quién es tu sastre. Date prisa o te perderás el chocolate. Oh, y si hay pastelitos glaseados, guárdame uno. Di que es para tu periquito o algo. Me encantan los pastelitos glaseados.
***
No mucho después de salir del teatro Alec se dio cuenta de que probablemente estaban siguiéndolo. Al menos, los mismos dos hombres parecían llevar ya varias esquinas detrás de él. Eran los espadachines de exhibición del exterior del teatro. No eran ribereños, no podían seguir este camino para ir al Puente. Su corazón repiqueteaba como el yunque de un herrero, pero Alec se negó a alterar el paso. Si querían los anillos, supuso que podían quedárselos. Richard o sus amigos probablemente los recuperarían.
Todavía estaba a tiempo de regresar al teatro; conducirlos hasta allí siguiendo otra ruta y buscar a Richard. Descartó la idea en cuanto se le ocurrió. No iba a volver. Las tiendas y las casas desfilaban como imágenes de otra vida. Dejaba atrás posadas y tabernas mientras se le secaba inexorablemente la boca. Era parecido a los efectos del zumo de amapola.
Si conseguía llegar hasta el Puente, quizá viera a otros ribereños que podrían ayudarlo, o contarle al menos a Richard lo que le había pasado. ¿Qué iba a pasarle? Estaban permitiendo que se alejara del centro de la ciudad, que se adentrara en la zona despoblada que había que cruzar antes de llegar al Puente. Sería algo violento, y sumamente doloroso; todo lo que se hubiera podido imaginar, y probablemente algo que se le hubiera podido pasar por alto. Llevaba mucho tiempo esperándolo y ahora por fin iba a ocurrir.
Ahora, decía el suelo, cada vez que lo golpeaba la suela de su bota. Ahora. Intentó variar el ritmo de sus pasos para acallarlo. Consiguió reducir la voz a un susurro, y a la sombra de un zaguán lo atraparon.
Le dio tiempo a decir:
—Sabéis, hasta un gato se reiría de vuestro talento con la espada —y luego descubrió que era imposible no debatirse.
—Todos están celosos —dijo la duquesa, indicando graciosamente con la cabeza a sus pares al otro lado del teatro—, porque son todos unos cobardes.
Richard de Vier y la duquesa estaban solos en el palco, con unos quinientos espectadores haciéndoles de carabinas. Eso no le molestaba; estaba intrigado con el juego de chocolate portátil de plata de la duquesa. Una llama azul calentaba el agua bajo una tetera con fondo de acero que colgaba de una cadena. Había un batidor de plata, y tazas de porcelana con su escudo de armas.
—Ellos no están tan bien equipados —respondió él.
—Podrían haberlo estado. Además de cobardes, estúpidos. —Todo esto dicho de forma íntima y agradable que limaba las asperezas de sus palabras, como si no estuvieran destinadas tanto a denigrar a los demás como a establecer los límites de un círculo encantado que sólo los incluía a la duquesa y a él. Alec hacía lo mismo; con mucha más acritud, desde luego, y más sinceridad; pero la sensación que le daba a Richard de pertenecer a una élite era la misma.
—Podrías haber traído a tu criado, habría sido bienvenido. A lo mejor no supe hacérselo entender a Grayson.
Richard sonrió, comprendiendo que se refería a Alec.
—No es mi criado —dijo—. No tengo ninguno.
—¿No? —La duquesa frunció el ceño delicadamente. Con sus posturas y sus calculadas expresiones, era como una serie de figuritas de porcelana expuestas en un estante cronológico—. ¿Cómo os las apañáis entonces en esas casas tan grandes de la ciudad?
Quizá estuviera provocándolo; pero Richard le habló de todos modos de las mansiones que se habían convertido en pensiones, o burdeles, o tabernas, o esas madrigueras para familias numerosas cuyas generaciones bajaban lentamente los pisos, con los más jóvenes siempre en lo alto.
A la duquesa le entusiasmó la idea.
—Eso te sitúa dónde, ahora… —observándolo con ojo crítico—… en la sala de baile de arriba, quizá, con sitio para ensayar… ¿o la habrán convertido en una guardería?
Richard sonrió.
—No tengo familia. Sólo habitaciones: un viejo dormitorio y creo que una sala de música, encima de una… lavandera.
—Debe de estar muy contenta por tener semejante inquilino. Llevo algún tiempo queriendo decirte cómo admiré tu pelea con Lynch… y el pobre De Maris, naturalmente. Aunque supongo que se llevó su merecido, por saltar a desafiarte cuando el combate ya era de Lynch. Me imagino que maese De Maris se había cansado de servir a lord Horn y quería una oportunidad para demostrar su disponibilidad a los invitados a la fiesta.
Richard consideró a la bella dama con renovado respeto. Ésta era exactamente su estimación del peculiar comportamiento de De Maris en el jardín de invierno. El espadachín de la casa de Horn seguramente pensaba que su señor no le daba suficientes oportunidades de lucirse, y sus servicios como guardia no eran realmente necesarios; ¿quién querría asesinar a Horn? Al matar a De Vier se habría ganado inmediatamente un lugar entre los primeros puestos del listado de espadachines. Nunca debería haberlo intentado.
—Milord Karleigh estará fuera de circulación una temporada, me parece.
En la superficie, era una continuación de su cumplido, asumiendo que Karleigh había huido porque De Vier había matado a su campeón. Era lo que pensaba todo el mundo. Pero ella parecía estar esperando una respuesta… algo en la colocación de sus manos, la taza sostenida sin llegar a tocar el platillo… como si supiera que él podía contarle algo más sobre el duque. Lo cierto era que no: había cobrado su paga y ése había sido el fin de la historia para él; pero eso implicaba que la duquesa sabía quién lo había contratado.
—Nunca he preguntado —dijo evasivamente— porqué insistieron el duque y su oponente en tanto secretismo para luego decidir que el combate se celebrara en público. Por supuesto, he atendido los deseos de mi patrono.
—Era una pelea importante, de las que conviene que tengan muchos testigos. Y el duque es un hombre vanidoso, además de pendenciero. ¿Así que no te dijo nunca a qué se debía el duelo?
Le dejaba poco espacio para respuestas ambiguas.
—Nunca me dijo nada —contestó, fiel a la verdad.
—Pero quizá ahora esté más claro. Un asunto político, digno de la vida de dos espadachines pero no de la de sus patronos. Infundió una generosa cantidad de miedo en Karleigh, pero se podría estar disipando. Lord Ferris sabrá a su regreso de su viaje al sur si el duque necesita otra dosis soberana.
¿Querría ver muerto a Halliday y a Karleigh fuera de circulación? Eso implicaba la destrucción de dos rivales y dejaba el terreno despejado para un tercer hombre… ¿Ferris? La duquesa no había mentado a Halliday; si acaso, parecía estar defendiéndolo. Richard se dio por vencido: no sabía lo suficiente sobre los nobles y sus planes este año para resolver el problema. Pero todavía lo preocupaba una cosa.
Miró directamente a la duquesa.
—Ya estoy a vuestro servicio.
—Qué galante —se rio ella por lo bajo—. ¿De veras lo estás, ahora?
Le hacía sentir joven… joven, pero seguro en las manos de alguien que sabía lo que quería. Dijo ampulosamente, para cerciorarse:
—Ya sabéis cómo encontrarme.
—¿Sí? —dijo ella, con la misma gracia.
—Bueno, vuestros amigos lo saben —se corrigió Richard.
—Ah. —Parecía satisfecha; y él también, por ahora. Esperaba que Alec también lo estuviera. Las trompetas indicaron la reanudación de la obra—. Quédate —dijo la duquesa—; desde aquí se aprecian perfectamente los trajes. Algunas de las pelucas son increíbles.
***
El espadachín cuya tragedia daba título a la obra duró hasta el final. Su venganza contra el malvado duque consistió en una serie de cartas de amor de una dama desconocida con las mismas iniciales de la madre de Filio, de la que el duque se enamoró. Las cartas exigían que el duque acometiera empresas cada vez más odiosas para demostrar su devoción. Tras una colorida serie de violaciones, decapitaciones, y un descuartizamiento, hasta el más leal de los cortesanos del duque Filio había acumulado varias razones para matarlo. La única persona agradable que quedaba sobre el escenario, un médico del manicomio cantarín, expuso la opinión de que el pronóstico de la salud mental del duque no era bueno.
En el último acto, la escalera gigante volvió a adueñarse del escenario. El duque, porfiando con la promesa de que la dama de sus desvelos se mostraría por fin ante él a medianoche, llegó al pie de los escalones. Cuando la campana volvió a dar la hora, la figura de su hermana, embozada en su capa ensangrentada, apareció sobre él. Demasiado desconcertado para estar adecuadamente asustado, el duque balbució:
No, no escaparé, sino que ascenderé la torre del ríelo,
¡y de tus labios castos, dulcemente sonrientes,
extraeré el secreto de la vida eterna!
El duque corrió escaleras arriba, pero de repente la figura se apartó la capucha. Sin que nadie salvo el duque se sorprendiera, era el espadachín:
No la vida, sino los fríos secretos de la muerte besarás…
Complace ahora a tu amante, permite que te dé
su placer. Ven, ven, y despídete de todos
los placeres de la tierra con un último aullido extasiado.
Su resplandeciente espada cayó desde lo alto sobre el corazón de Filio (dejando su torso completamente desprotegido, pero exhibiendo generosamente su cruento atuendo), y el duque exclamó: «¡Por fin! ¡El fin!».
No era el fin, evidentemente. El duque no tenía discurso final, pero acudió a la carrera una hueste de cortesanos. Al encontrar al duque en los brazos de la figura encapotada, presumiblemente su misteriosa amante, gritaron: «¡Venganza! ¡Venganza!» y se cernieron sobre la pareja, cortando en pedazos al ya difunto duque, e infligiendo al espadachín su herida mortal. Le quedaron fuerzas para una última declamación:
Está ahora atrapado el trampero, y en mi sangre
choca el acero contra el acero, avivando una gran llama.
Ardo, rabio, y en breve daré la bienvenida a la muerte
que desde hace tiempo es mi prometida, ya mi esposa.
¿No hay lágrimas con las que sofocar este fuego?
Sólo las mías, que no habré de derramar
mientras él siga observándome con sus orbes enrojecidos.
También nosotros seremos pronto dos calaveras, y también sonrientes,
mas ni con todas nuestras muecas arrancaremos la risa
de unos pulmones que no han de volver a llenarse con suspiros.
No había planeado esto… pero tampoco había planeado
más allá de esto. Las cosas están innegablemente claras:
amaba a tu hermana, y a ti te odiaba,
a ambos os perseguí y a ti te he matado. Todo es uno ahora.
Escribid Nada en mi tumba, eso es todo… lo que he hecho.
El espadachín estaba a esas alturas en mitad de la escalera, donde murió. Mientras todo el mundo reaccionaba ante esto, entró un noble a la carrera para anunciar que un deshollinador había descubierto el diario secreto del duque, en el que refería prolijamente la totalidad de sus espantosos crímenes, empezando con el tratamiento de su hermana. La gente convino que el espadachín era, de hecho, un héroe, y el funeral de un héroe recibiría, enterrado junto a Gratiana, mientras que el duque sería arrojado a un foso sin fondo. El virtuoso y amigable anciano consejero, Yadso, sería recuperado del exilio para convertirse en el próximo duque de dondequiera que fuese. Y ése era el final.
El aplauso del público parecía dirigido tanto a la feliz resolución como a los actores. Mientras saludaban, la duquesa le comentó a De Vier:
—Al final, ya lo ves, todo se reduce una cuestión de buen gobierno. No puede haber un entierro digno de un hacendado para el héroe sin hacienda; y los verdaderos amantes no se pueden citar en una escalera que no esté bien cuidada. Estoy segura de que Yadso será un duque excelente.
Richard disfrutó de la vía libre que les consiguió el lacayo de la duquesa fuera del teatro. Sería agradable vivir en un mundo sin agolpamientos. Ante la puerta de su carruaje la duquesa se detuvo y tomó una cesta de manos de su doncella, rebuscó en ella y entregó a Richard un paquete envuelto en una servilleta de lino. El espadachín hizo una reverencia y oyó el frufrú de sus faldas cuando la ayudaron a subir a la carroza. Luego se alejó deprisa, antes de que cualquier otro de los nobles que se marchaban reclamara su compañía. Se percató de que el carruaje de Halliday, con su escudo del fénix, tenía una puerta que se cerraba desde dentro.
***
El paquete contenía los pastelitos glaseados que se le había olvidado pedir. Se preguntó si significarían algo; pero decidió conservarlos intactos para Alec.
Nada indicaba que su amigo hubiera ido a casa y a sus habitaciones. Seguramente estaría fuera, perdiendo sus últimas virutas de bronce en el local de Rosalie. Richard esperaba que no estuviera apostando sus anillos. Decidió bajar allí y cenar algo.
El fuego de los fogones estaba alto; en la pequeña taberna hacía más calor que en el infierno, aunque menos sequedad, por suerte. Rosalie quería saberlo todo sobre la obra; y como era una vieja amiga, él se lo contó. Lucie quería saber qué vestido llevaba la heroína; pero él no tenía memoria para la ropa. La noticia de su visita a la duquesa no parecía haberse filtrado todavía.
Entraron unos hombres y le dirigieron miradas de curiosidad, como si temieran que su mala suerte estuviera lo bastante fresca como para pegárseles. Se sentaron en una esquina a comer y jugar a las cartas. Al cabo se les unió otro hombre, cargado con un pañuelo lleno de objetos robados que intentaba vender cuanto antes.
—Ven —lo llamó Rosalie—, déjame ver esas cosas.
Estaba admirando un peine de esmalte, dejando que Lucie le rastrillara el pelo, cuando Richard vio el anillo de oro entre el amasijo de cadenas y baratijas. Amarillo dorado, con una rosa roja.
—¿De dónde has sacado esto? —preguntó calmadamente al hombre.
—Secreto profesional. —El hombre se palpó un lado de la nariz con un dedo—. ¿Lo quieres?
—Es mío.
—Ya no, muchacho.
—Dime de dónde lo has sacado —dijo De Vier, con un dejo de hastío en su voz—. No vale la pena pelear por él.
El hombre soltó una maldición.
—Espadachines. —Pero claudicó—. Me lo pasó un tipo abajo, en los muelles. Otro espadachín, aunque no de la Ribera. Con todo, más civilizado que tú, encanto. Sólo quería dinero por él; no hice preguntas. ¿Qué pasa, te robaron cuando saliste a pasear sin tu espada?
—A mí no me roba nadie.
Dando un precavido paso hacia atrás, el hombre se burló:
—Estás muy seguro de ti mismo. Apuesto a que eres De Vier o algo, ¿verdad?
—Soy De Vier —dijo en voz baja Richard. Junto a él, Rosalie asintió con la cabeza—. ¿Cuándo conseguiste el anillo?
—No hace mucho… eh, mira, lo siento. No pretendía…
—Tan sólo dime cuándo te lo dieron.
—No hace mucho. Vine directamente aquí. Aunque no lo encontrarás nunca, ya no.
—Lo encontraré —dijo Richard.