Capítulo 12

La respuesta de De Vier, cuando la recibió lord Horn, pronto quedó reducida a un legajo arrugado en el suelo. Con caligrafía excéntrica, distinguida por unos fuertes trazos verticales, decía:

Gracias por vuestro amable ofrecimiento. Hemos disfrutado con su lectura más de lo que os proponíais. Lamentablemente, el encargo en cuestión no se adecua a nuestras actuales necesidades. Os deseamos suerte en otra parte. (Vuestras próximas cartas os serán devueltas sin abrir).

Firmaba «La Corporación Duelista De Vier, al servicio de la Ribera y la Aristocracia de Distinción».

Bastó para conseguir que dejara de pensar en Michael Godwin por un momento. Envuelto en muda furia, lord Horn partió al rescate de su orgullo con la prestigiosa compañía de los lores Halliday, Montague y otros caballeros de alcurnia en una cena que celebraba el Canciller del Dragón.

***

Al día siguiente por la noche, Ferris tendría su respuesta. Había dado tiempo suficiente a De Vier para que sopesara el trabajo; tiempo suficiente para acicatear su interés. Una vez el espadachín aceptara el pago por adelantado, estaría entregado a la empresa y aguardaría hasta que se le ordenara golpear. Una vez De Vier estuviera comprometido, Ferris pensaba hacerle esperar, todo lo cerca que pudiera de la elección del Consejo. Así Ferris tendría tiempo de avivar la disputa entre Karleigh y Halliday. Así De Vier tendría tiempo de estudiar las rutinas de Halliday. No debía haber ningún obstáculo para que el desafío formal fuera aceptado y Halliday resultara heroicamente eliminado: Ferris planeaba heredar la corona de un mártir. Para entonces quizá algunos de los partidarios de Halliday supieran que éste favorecía a Ferris, de modo que éste podría ocupar la Creciente antes de que recayera sospecha alguna sobre él. Una vez en su poder, las sospechas recaerían sobre quien él quisiera.

La anticipación aumentaba los sentidos de Ferris, aguzando su apetito por todas las actividades igual que resultaban inexplicablemente emocionantes cuando era pequeño hasta los hechos más mundanos días antes de Año Nuevo y sus regalos: el hielo que se rompía en la superficie del lavamanos era como la promesa de una revelación; el desabrocharse una camisa era como desembalar los paquetes; y el soplar la vela cada noche significaba que faltaba una llama menos para el día señalado. Lord Ferris encontraba un regusto parecido en ostentar la Cancillería del Dragón: siempre había algo a punto de ocurrir, y cualquier acción estaba investida de significado. Al sentarse ahora a la cabeza de la mesa, rodeado de hombres poderosos y acaudalados y los restos de la cena que habían compartido, partió una nuez entre sus fuertes dedos blancos y sonrió al sentir la agitación que innegablemente le producía.

Uno a uno se fueron a la cama, al encuentro de otras citas, hasta quedar tan sólo los lores Halliday y Horn. Ferris sabía que Halliday esperaba hablar con él cuando se hubieran marchado todos sus invitados; lo que quería Horn sólo él lo sabía. Quizá no tuviera adonde ir, simplemente, y no quisiera regresar a su casa vacía.

El engalanado comedor parecía engullir a los tres hombres; ni siquiera el rango era rival para la arquitectura. Lord Ferris sugirió que se trasladaran a una sala de estar adyacente para beber ponche caliente. Ferris era soltero, considerado a sus treinta y dos años una de las presas más preciadas de la ciudad. El salón de su residencia permanecía tal y como lo había decorado su madre cuando llegó a la ciudad en calidad de novia, con los voluminosos y cómodos muebles y los colores oscuros de la generación anterior. Aunque él mismo lo prefería, lord Horn había desterrado lo mejor de sus antiguas piezas a su casa de campo, donde el estilo importaba menos.

Entró una muchacha para ocuparse del fuego. Ferris sonrió al verla, inclinando la cabeza para poder abarcar todos sus movimientos con su único ojo. Tenía las caderas anchas, los senos grandes, y manejaba con destreza las herramientas de hierro; pero había algo en ella que indicaba malnutrición… quizá fuera simplemente su corta talla, o la fuerza con que se pegaba las faldas al cuerpo para apartarlas del fuego. Cuando hizo una reverencia a su señor desde la puerta, Ferris dijo, con la encantadora voz de orador que encandilaba al Consejo de los Lores:

—Katherine, quédate. Estamos todos un poco borrachos; nos hace falta alguien sobrio que cuide del fuego.

Los ojos de la mujer saltaron nerviosamente a los otros dos lores y de nuevo a él.

—Iré a buscar mi labor —dijo al cabo.

Pero lord Ferris levantó una mano elegante.

—Nada de eso —dijo con afabilidad, arrastrando las palabras—. Siéntate ahí… ahí, debajo del espejo, donde la luz se refleje en tu pelo, y le encargaré a John que te traiga un vaso de jerez. A menos que prefieras otra cosa.

—El jerez está bien —dijo ella, acomodándose en la silla indicada, frente a los caballeros al otro lado de la sala—; gracias.

Su voz era monótona, las vocales entrecortadas y bruscas. De la parte baja de la ciudad. Pero se movía con seguridad, con cierta elegancia en la muñeca y la postura de la cabeza. A ninguno de los visitantes se le ocurrió identificar la altanería de la Ribera; aunque, claro está, ninguno de ellos había estado allí. Les sorprendía ver a Ferris comportándose así… Debía de estar más borracho de lo que aparentaba. Traer una amante a una reunión de solteros no era algo inusitado; pero no era propio de Ferris y sí impropio de la compañía. Si sólo era una criada, resultaba cruel imponerle su sociedad.

Ferris sonrió candorosamente a sus invitados, invitándolos a disculpar su capricho.

—Un toque de belleza femenina —explicó— es esencial para la sobremesa.

—Ya que hablamos de belleza femenina —acotó expertamente lord Horn—, es una lástima que lady Halliday no esté con nosotros.

Pero lord Halliday se resistió a enfrascarse en esa conversación. Había recibido preocupantes informes de los tejedores de Helmsleigh; nada que no pudiera esperar hasta el día siguiente, pero dormiría más tranquilo sabiendo que también Ferris se preocupaba. De modo que guardó silencio, con la esperanza de que Horn se conformara con el escenario principal el tiempo necesario para quedarse sin tema de conversación y marcharse. La mujer de la silla ya había quedado ignorada: un antojo momentáneo de Ferris del que éste parecía haberse olvidado.

Ferris disfrutaba enormemente. Ahora todos los ocupantes de la estancia estaban desconcertados salvo él. Siempre disfrutaba de la compañía de Horn, por lo que sabía que eran motivos innobles: la torpeza de Horn, sus infatigables indirectas de segunda, reforzaban la estima de Ferris de su propia astucia social y su sutileza política. Podía correr en círculos dialécticos alrededor de Horn, hacerle pasar por el aro, que se revolcara por el suelo como un gato con su comida. Era un placer privado: el truco estaba en no dejar que Horn se diera cuenta de lo que hacía.

Katherine recogió las manos sobre el regazo. Sabía que Ferris no estaba tan borracho como pretendía. Era agradable estar sentada y descansar, pero se sentía aburrida por dentro, viendo cómo se pavoneaban los nobles entre sí. Lord Horn y su señor discutían ávidamente sobre espadachines, aunque no parecían saber gran cosa al respecto.

—Bah —estaba diciendo Horn—. No tienen poder. Hacen lo que les pagas por hacer, y eso es todo.

—Pero —dijo el más joven de los dos—, ¿si decidieran rechazar tu encargo…?

—¿Mi encargo? —repuso bruscamente Horn; pero el semblante tuerto de Ferris era más benigno que nunca. Estaba mirando a la joven, sonriendo.

—O el de cualquiera —respondió Ferris—. Es una forma de hablar.

—Que se mueran de hambre —dijo Horn—. Si alguno no quiere el dinero, ya habrá otro que sí.

—¿No crees que es peligroso, entonces, que haya alguien al corriente de tus planes pero no a tu servicio?

—¿Peligroso? —repitió Horn, ruborizándose ante la idea—. No, a menos que vaya con el chisme al otro bando. Lo que no es probable, sabiendo cómo trabajan. Si te traiciona, jamás volverá a conseguir trabajo.

Ferris retorció un anillo de oro en su mano.

—Sin duda, eso es verdad.

—No es tanto peligroso… —Horn se dejó seducir por el tema, convencido ahora de que Ferris no sabía nada de su reciente decepción con De Vier, y satisfecho de poder quejarse al respecto aunque fuera a nivel teórico—… no es tanto peligroso como bochornoso. A fin de cuentas, nadie les pide que piensen. Ellos no tienen que gobernar la ciudad, no tienen de cuidar de las tierras que tienen entre manos. No necesitan preocuparse por la opinión de sus superiores. Se limitan a coger el dinero y hacer el trabajo. Verás… Mi sastre no se negará a hacerme una chaqueta de montar porque no le gusten los caballos. Es lo mismo. Si dejas que empiecen a pensar que tienen derecho a negarse…

—Pero es que tienen derecho. —Basil Halliday se revolvió en su blando asiento, incapaz de seguir inmóvil—. Por lo menos eso tienes que concedérselo, Asper. Arriesgan la vida por nosotros, los pobres idiotas; de nosotros depende que valga la pena, para que no rechacen el encargo.

Ferris miró comprensivamente a lord Horn.

—Sí, pero el rechazo nunca es agradable —dijo en voz baja—. Da igual de dónde provenga. Asper tiene razón, la verdad: todo se reduce a una cuestión de poder. ¿Mandamos nosotros, o ellos?

—Ellos tienen las espadas. —Lord Halliday sonrió mirándose las manos—. Nosotros tenemos todo lo demás. Las cosas se igualan, no obstante, con una punta de acero en la garganta.

—Todo el mundo vive a punta de espada —entonó Ferris.

Horn se rio por reflejo, presintiendo un epigrama.

—Me refiero —abundó lord Ferris— a las cosas que les importan. Tenlas en tu poder y tendrás al hombre… o a la mujer… en tu mano. Amenaza lo que les sea querido y estarán completamente a tu merced: les pondrás una hoja muy afilada en el cuello.

—Y así —tomó el testigo lord Halliday— es como se desarma a alguien con las manos vacías. Fijémonos en el honor, por ejemplo: si el mío estuviera en tu poder, tendría que pensármelo dos veces antes de negarte nada.

—Pero el honor —acotó Horn— es potestad de los nobles, no de unos espadachines cualesquiera… al menos, tal y como lo entendemos nosotros. Para ellos es una mercancía que ponen a la venta junto con sus espadas, y que cuelgan en la chimenea con ellas cuando vuelven a casa con sus rameras, su bebida y sus rencillas de tres al cuarto. Viven como perros en la Ribera, sin que les importe nada: cambian de mujer como nosotros de abrigo, y malgastan nuestro dinero en cuanto se lo damos.

—Pero te equivocas —dijo suavemente Ferris—. No hay hombre vivo al que no le importe algo. —Tenía el rostro vuelto hacia Horn, pero su ojo bueno estaba posado en la chica—. Lo único que hay que hacer es encontrarlo.

Katherine apuró su jerez de un rápido trago.

—Quizá no quiera admitirlo… ¿y quién sí? Pero aun en la Ribera los vicios humanos delatan pasiones humanas.

—Eso no lo niega nadie. —Basil Halliday habló con voz serena. A juzgar por la tensión de la muchacha en la otra punta de la sala, veía que el ejercicio de filosofía había dejado de ser un juego… y puede que no lo hubiera sido nunca. Reconoció en Ferris el impulso de jugar con el poder que le habían dado; era algo por lo que pasaba uno antes o después. El fin de Ferris parecía ser doméstico. No le correspondía a Halliday juzgar las relaciones personales de otro: en la ciudad todo el mundo era un desconocido, si se fijaba uno atentamente. Pero no veía la necesidad de ser un accesorio mudo.

De modo que Halliday continuó:

—Pero Horn tiene razón. Nuestra clase de honor es diferente, porque ostentamos un poder diferente. Ningún señor actúa como un simple hombre: lo respalda del poder del estado, el poder de su raigambre y su riqueza. Yo diría que está por debajo de nuestro honor utilizarlos en una disputa personal.

Ferris giró la cabeza para mirarlo.

—Por eso son tan útiles los espadachines, milord: representan intereses particulares. En verdad, como decía antes Horn, el honor de un espadachín se extiende sólo hasta donde se puede confiar en él.

—¿Y no más allá? —preguntó Halliday—. ¿Qué hay de lo que signifique para el hombre en concreto?

Ferris esbozó su sonrisa de labios apretados.

—Hay opiniones encontradas a ese respecto. Pero ¿por qué no se lo preguntamos a Katherine? Ella es nuestra experta local en honor de espadachines.

La menuda mujer se levantó, dirigiéndose a la chimenea. Pero Ferris la detuvo.

—Siéntate, Katherine. El fuego sabrá cuidarse solo. Háblanos de la vida doméstica de los espadachines.

La muchacha se sentó envarada, con los dedos extendidos apretados contra las rodillas. Con la mirada fija en el suelo, dijo:

—Es tal y como ha dicho el otro caballero. Alcohol, dados y peleas.

Ferris se repantigó, deleitándose.

—Tengo entendido que nos hacen un servicio, acabando con los indeseables de la Ribera.

—Se producen muchos asesinatos —dijo ella—. Por eso no debéis ir allí.

—Pero sus mujeres estarán a salvo, ¿no? Debe de haber algo que atesoren.

Una sonrisa torva se propagó por el rostro de Katherine, como si acabara de coger el chiste.

—Una vez conocí a un hombre que mató a su… amante.

—¿Por celos?

—No, en una pelea.

—Un espadachín con carácter.

—El de ella era peor, mucho peor. Nadie le echó la culpa, la verdad; o si lo hicieron, no había mucho que pudieran hacer al respecto. Todos la conocíamos.

Hasta Halliday se había quedado paralizado en su asiento. Rara vez se encontraban ribereños entre la servidumbre; bajo la humildad de Katherine ardía algo salvaje, el miedo de un animal acorralado.

—¿Qué hay del hombre? —preguntó Ferris—. ¿También está muerto?

—Es poco probable. El mes pasado mató a dos espadachines en un jardín.

Horn se quedó sin respiración.

—¡Despreciable! —musitó—. Primero mata a mi espadachín y ahora asesina a mujeres indefensas.

—No es el tipo de persona —dijo Ferris— al que parezca importarle nada. Seguramente hace bien, teniendo en cuenta la posición en que estaría de lo contrario.

—Hace unos años estaba bien atendido, antes de empezar a ponerse quisquilloso con las comisiones —dijo Horn con inesperado rencor—. Naturalmente, no sabría decir si cobraba por ello… Ya sabéis cómo son cuando están recién salidos del campo: jóvenes y fácilmente impresionables.

—Asper —dijo Basil Halliday en voz baja—. Esa mujer es amiga suya.

Pero Katherine estaba sonriendo a lord Horn.

—Sí —dijo—, aquéllos fueron buenos tiempos. Solía volver de la Colina con flores. Lástima que terminara mezclándose con… esa mujer como lo hizo. Pero ahora le ha dado la espalda a la Ribera y a la Colina: se ha procurado un estudiante sin dinero y mata gratis para él.

También Ferris se giró para sonreír a Hom.

—Supongo que los vicios que se aprenden de joven no lo abandonan a uno. No estaría en tu grupo, espero.

Horn se permitió fruncir ligeramente el labio.

—Nunca he sido partidario de perseguir espadachines. No hay… dignidad en ello.

—Tienes razón —dijo Ferris.

Katherine se levantó apresuradamente, apelotonándose las faldas en los puños, e hizo una reverencia ante lord Ferris.

—¿Eso es todo, señor?

—Sí, gracias. —Ferris ensayó la melancólica sonrisa que tan bien se adecuaba a su rostro enjuto—. Pareces cansada. Perdona que te haya entretenido. Sí, eso es todo. Buenas noches.

Lord Halliday parecía extrañamente cansado a su vez. La velada no había sido agradable: Ferris y Horn se traían algo entre manos, algo mezquino relacionado con los espadachines… y con el sexo, seguramente, conociéndolas inclinaciones de Horn. No le apetecía quedarse en compañía de los otros dos hombres. Admitiendo para sí que Horn había resistido más que él, se levantó para marcharse. Horn, desde luego, lo siguió. Mientras esperaban sus abrigos, oyeron una conmoción en la puerta. El mensajero lo buscaba a él, a lord Halliday, ya había estado en su casa y no podía demorarse…

A Halliday se le encogieron las entrañas al pensar que podía haber peligro en su casa; fue casi con alivio que vio el sello estatal sobre el papel, y supo que lo que fuera que había pasado no le había pasado a su familia.

Miró la carta por encima y se fijó en los rostros expectantes.

—Son los tejedores de Helmsleigh, me temo. Han llevado sus protestas al sur hasta Ferlie y ha amasado una multitud considerable. Están celebrando allí su consejo, Tony, justo al lado de tus tierras. Y están incendiando telares y casas.

—Bueno —dijo Ferris, con expresión severa—. Así que todas esas negociaciones al final fueron en vano. Iré enseguida. Dadme un cordón de la Guardia de la Ciudad y podré reunir a mis propios hombres camino de Ferlie. Dadme tan sólo una hora para ordenar mis asuntos…

—No puedes viajar esta noche. Los alguaciles locales ya han solicitado ayuda. Si duermes y partes por la mañana llegarás allí más seguro, y mucho más descansado.

Hubo más estrépito en el patio: la llegada de un testigo ocular, uno de los propios hombres de Ferris en Ferlie. Había venido con una escolta. Los hombres debían descansar esa noche; los tejedores sabían que se había avisado al lord Canciller y estaban más tranquilos por ahora.

Los invitados de lord Ferris se fueron sin más ceremonia. Tras ocuparse del alojamiento de sus mensajeros, lo primero que hizo Ferris fue redactar una nota para De Vier. El asunto no podía seguir adelante sin su estrecha supervisión; no quería movimiento alguno mientras estuviese fuera de la ciudad. Por el momento, Halliday estaba a salvo.

Era tarde cuando mandó llamar finalmente a Katherine. Vestido sólo con una camisa y una bata, estaba tendido encima de la cama, sin arropar, con la intención de descansar unas horas antes de que amaneciera. Le alargó la nota sellada:

—Quiero que te encargues de que tu amigo reciba esto antes de mañana por la noche.

Cuando la mujer abrió los ojos en ademán de protesta, añadió:

—No hace falta que vayas a la Ribera en persona, desde luego. Ya te he dicho que no quiero que vuelvas allí. Tienes contactos. Úsalos. No puedo enviar a uno de mis empleados, alguien podría reconocerlo. —Katherine cogió la carta sin dejar de mirarlo fijamente—. Kathy, pareces asustada. —La atrajo a la cama y echó una colcha por encima de los dos, desabrochándole la ropa mientras seguía hablando—: Te prometo que esto acabará pronto. Lo verás una vez más, a mi regreso, y eso será todo. —Ella le agarró los hombros, obligándolo a abrazarla—. No permitiré que te haga daño, como hizo con tu amiga.

—No es eso —dijo Katherine—; nunca has pensado que se tratara de eso.

—En fin, perdona si te he avergonzado en público. Tenía que dejar algo claro.

—Bueno, lo has conseguido. Pero a él le dará igual lo que hagas conmigo.

—Ah —sonrió él como si estuviera soñando—, no creerás eso. Aunque lo creas, no le servirá de nada. Verás, es un arma de doble filo. Puedo decirte cómo te sentirías si a De Vier le ocurriera alguna desgracia. —Acalló sus protestas con sus labios delgados—. No te preocupes ahora. No va a rechazarme, y yo no voy a hacerle daño. Pero es agradable saber que puedo confiar en vosotros dos.

Aplastada ahora bajo su peso, empezó a besarle el torso, el cuello, el mentón, como si su nerviosismo pudiera confundirse por pasión y silenciar su torrente de palabras.

Ferris, respirando con fuerza encima de ella pero negándose a dejarse arrebatar, continuó:

—¿Has visto a su amante erudito, por cierto?

—No.

—Yo sí; aunque nunca lo hubiera adivinado. Lo oí todo sobre él en ese sitio de la Ribera al que me enviaste. Y luego casi me derriba al cruzar la puerta.

Katherine se quedó quieta y tuvo que empezar de nuevo.

—¿Oh? ¿Cómo es?

Pero él tenía ya las manos en sus hombros, daba igual lo que hiciera.

—Flaco. Andrajoso. Es muy alto.

Apoyó todo su peso sobre ella.

Durmió un rato; cuando despertó ella seguía allí, fláccidamente ovillada alrededor de una almohada. Le dijo:

—A propósito —interrumpiendo sus sueños—, a propósito: Asper… es decir, lord Horn… seguramente venga por aquí para sonsacarte más información acerca de De Vier y su amigo. Dile todo lo que puedas y recuerda sus palabras para repetírmelas más tarde. Será divertido escuchar lo que piensa.

Katherine no dijo nada.

—Horn es un imbécil —dijo Ferris—; tú misma lo has visto. No te preocupes tanto. Quiero que hagas esto por mí.

—Sí, mi señor —dijo ella.

Por la mañana, lord Horn encontró la nota de De Vier guardada al fondo de un cajón. La desarrugó y contempló la caligrafía imperiosa, intentando ahorrarse la visión de su insultante mensaje. ¿Qué había dicho Ferris? Todo el mundo vive a punta de espada. Había sido un epigrama, a fin de cuentas… y no poco acertado.