Tanto Michael Godwin como lord Horn recordarían la fiesta en la barcaza de la duquesa, aunque por distintos motivos. Michael había olvidado ya el incidente con Horn como otra desavenencia en una velada llena de ellas. Para ser perfectamente correcto, debería haber enviado una disculpa formal a Horn; pero era joven, y arrogante, y estaba concentrado en expulsar a Diane de sus pensamientos. Eso requirió de él, en los días siguientes, que se sumergiera en una ronda febril de actividades supuestamente agradables: carreras a pie y a caballo, intercambiando grandes sumas de dinero según sus resultados; acudir a fiestas con personas sobre las que la madre de uno no querría saber nada, y encargar trajes a medida que vestir en ellas. Estaba claro que la duquesa no lo quería. Era simplemente una coqueta consumada. Si seguía adelante con Ferris, era asunto suyo; en retrospectiva, Michael comprendió que poner la reputación de la duquesa públicamente en entredicho no haría sino dañar la suya. Había bellezas distinguidas de sobra que conquistar con muchos menos problemas. Siguió viendo a Bertram Rossillion, y empezó a galantear con Helena Nevilleson hasta que su hermano le pidió que parara. Había iniciado el coqueteo para irritar a la traicionera Olivia, la esposa de Bertram; para cuando Chris adivinó sus intenciones ya había surtido su efecto: lady Olivia se mostraba tan formal y distante como si nunca se hubiera tropezado contra el abrigo de Michael para susurrarle a qué hora debía presentarse en su alcoba. A Michael le alegraba su distanciamiento; cuando recordaba en qué circunstancias se había encontrado por primera vez con lord Horn, también de eso la culpaba a ella.
Era asombroso, con todas sus otras actividades, que Michael encontrara tiempo para seguir con sus clases de esgrima. Pero lo cierto era que encontraba que sólo en el estudio de Applethorpe estaba completamente libre de la imagen de Diane. Estaba listo para caer el día que lo empujara el maestro.
De pie frente a un grupo de hombres sudorosos, todos emparejados e intercambiándose miradas furibundas tras un ejercicio de ataque y contraataque, Applethorpe había dicho suavemente:
—Todos queréis ser los mejores. Olvidaos de eso. Los mejores ya existen, y vosotros jamás los tocaréis. Contentaos con ser lo bastante buenos para hacer lo que tengáis que hacer.
Los jóvenes habían sacudido los músculos y se habían reído, algunos ante la tendencia a los sermones del maestro, otros en avergonzado reconocimiento de su ambición. Lord Michael se lo quedó mirando fijamente, jadeando aún a causa del ejercicio. Sentía el martilleo de la sangre en la cabeza. Pues claro que era lo bastante bueno para hacer lo que tenía que hacer. Siempre lo había sido. Por vez primera comprendió que quizá no todo el mundo lo fuera; que algunos nunca lo serían.
Terminada la lección, con la boca seca, se acercó al maestro y preguntó:
—¿Qué queríais decir con eso de «los mejores»?
Applethorpe extendió el brazo y uno de sus ayudantes le quitó el guante.
—Los verdaderos espadachines, naturalmente —dijo, dirigiéndose a Michael—. Hombres que deben ganarse la vida peleando a muerte… y que deben ganar todas las veces. No hay muchos de ellos, desde luego; la mayoría dura solamente una temporada o dos antes de sucumbir, o se retira a un cómodo puesto de guardia en la Colina, o acepta los encargos más sencillos.
—¿De dónde vienen?
El maestro se encogió de hombros.
—¿Dónde estudiaron, quieres decir? ¿Quién sabe? Yo tuve un maestro; un viejo loco, borracho la mitad del tiempo, brillante cuando veía claro. Si uno necesita aprender, aprende. —Agitó la mano como si estuviera espantando mosquitos—. No es el tipo de cosas que vienen a hacerse aquí. Hacen falta más de dos horas a la semana. —Había dado en el clavo.
Las amistades de Michael pronto empezaron a inventarse historias para justificar sus desapariciones: tenía una amante de baja estofa al otro lado de la ciudad; había descubierto un sastre magistral que vivía en algún desván… Alguien que lo vio cerca de los establos dijo que estaba entrenando un caballo para las carreras de primavera. Pero no se podía demostrar nada. Michael tenía cuidado. Iba al taller de Applethorpe todos los días para practicar y recibía una clase privada a la semana.
***
La reacción de lord Horn ante lo ocurrido la noche de los fuegos artificiales consistió en enviar una carta a Richard de Vier, en la Ribera. Alec la trajo a casa del local de Rosalie el día después de que Richard se hubiera reunido con Katherine en las Tres Llaves. Richard acababa de levantarse. No le dolía la cabeza y no se sentía mareado, pero se conducía con cuidado por si acaso empezaba algo. Tenía una sed espantosa y estaba bebiendo agua del pozo.
Alec agitó un pergamino de gran tamaño en su dirección.
—Carta. Para ti. La tenía Rosalie desde ayer. Recibes más cartas que una doncella recién presentada en sociedad.
—¡Déjame verla! —Richard examinó el enorme blasón que sellaba el papel—. ¡Oh, no! —Se rio al reconocerlo de las puertas del baile de invierno—. Es de lord Horn.
—Ya lo sé —dijo recatadamente Alec. Cuando Richard sacudió el papel éste se abrió, y vio que Alec ya había separado limpiamente el lacre de la hoja de una sola pieza.
—No está mal —aprobó—; pero ¿no te enseñaron a volver a sellarlo?
—Por lo general no me molesto —respondió despreocupadamente Alec.
—Bueno, ¿qué pone? —preguntó Richard—. ¿Intenta emplearme, o quiere llevarme a juicio por haberle estropeado los arbustos?
—No la he leído todavía. Sólo quería saber de quién era. La caligrafía es horrible… Seguro que la ha redactado él en persona. Ningún secretario escribe así.
—Qué listo es Horn —comentó sarcásticamente Richard—. No quiere que su secretario sepa que intenta emplearme, pero deja que toda la Ribera vea su sello. ¿Qué pone? —repitió; pero Alec estaba riéndose con demasiadas ganas como para responder—. Toma aire —le aconsejó Richard—. No entiendo una palabra de lo que dices.
—¡Es la ortografía! —se rio Alec sin poderlo evitar—. ¡Idiota pomposo! Cree que… quiere…
—Te voy a meter nieve por la espalda —dijo Richard—. Es un remedio seguro contra la histeria.
Alec leyó en voz alta:
—«Como sin duda sabréis ya, mi siervo maese De Maris encontró un serio percance en su profesión el mes pasado…». Se refiere a que lo mataste. Serio percance… Me pregunto si Horn entiende de juegos de palabras.
—¿Qué quiere, una disculpa? Si busca un espadachín nuevo para su casa, dile que mis honorarios son veinte… no, que sean treinta al día. A la hora.
—No, espera, no es eso. Afortunadamente, esto podría redundar en vuestro beneficio, pues estoy dispuesto a ofreceros el tipo de empleo que creo soléis aceptar, y que sin duda encontraréis aceptable.
—Sin duda. —Richard lanzó un cuchillo al techo—. Tienes razón. Es idiota. Dile que no.
—Oh, venga ya, Richard —dijo jovialmente Alec—. El hecho de que sea un idiota no significa que su dinero no valga.
—Te sorprenderías —dijo De Vier, recuperando el cuchillo de un salto—. No me gusta trabajar para estúpidos. No son de fiar. Y no debe de saber mucho, si no nunca habría contratado a De Maris.
—Les da igual a quién contraten. Sólo es una moda.
—Lo sé —respondió Richard, imperturbable—. ¿A quién quiere que mate?
—Que desafíes. Por favor. Aquí somos todos caballeros, hasta los que no saben deletrear. O leer. —Alec sostuvo la hoja a un brazo de distancia, entornando los ojos ante la caligrafía—. «Hay un asunto de honor que me ha tocado el honor…». No, eso está tachado… «que me ha tocado el alma, hiriéndola con un profundo tajo que sólo podrá…». Seriedad, Alec.
—«¡… que sólo podrá subsanarse con la espada! No es preciso que os preocupéis por la naturaleza de la herida. Estoy dispuesto a pagaros hasta cuarenta reales en calidad de alquiler de vuestros servicios. A cambio de dicha suma representaréis mi nombre por medios legítimos y honorables en el reto a muerte de lord Michael Godwin de Amberleigh».
—¿Quién es ése?
—¿Qué más da? Puedes acabar con él y volver a casa a tiempo para cenar con cuarenta legítimos y honorables reales bajo el cinto.
—¿Sabe luchar?
—«Lo único que saben hacer con sus espadas es azuzar perritos falderos». Creo que cito fielmente tus palabras. No creo que este tal Godwin destaque por encima de otros azuzadores de chuchos.
—Que lo mate Hugo, entonces.
—Ah. —Alec se dio unos golpecitos en la palma con la carta—. ¿Le digo eso a lord Horn?
—A lord Horn no le digas nada —dijo bruscamente Richard. Cogió una pesa de hierro y flexionó la muñeca contra ella—. No hago negocios por carta. Si tuviera algo de cerebro se habría molestado en averiguar eso primero.
—Richard… —Alec estaba balanceando el talón sobre el brazo del diván con aire irresponsable—. ¿Cuánto crees que estaría dispuesto a pagar lord Michael por descubrir que Horn intenta matarlo?
Richard intentó verle la cara, pero estaba oculta en las sombras.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Has vuelto a perder a los dados?
—No.
El espadachín se quedó plantado sobre los talones, con la pesa en equilibrio entre las dos manos.
—Comprenderás —dijo cuidadosamente— que mi reputación depende de que la gente sepa que puedo guardar sus secretos.
—Oh, claro que lo comprendo —dijo despreocupadamente Alec—. Pero ha sido una estupidez por parte de Horn ponerlo por escrito, ¿no?
—Una gran estupidez. Por eso me interesa más trabajar con Ferris y su duquesa —lanzó la pesa al aire— que con Horn. Quema ahora mismo esa carta, ¿quieres?
***
Cuando Michael no soñaba con los ojos glaciales de la duquesa, pensaba en la manera de desarmar a un hombre que lo agrediera en perfecta forma. Ya lo conocían en la escuela. Dos de los alumnos más serios, criados aspirantes a guardias, querían que fuera a beber con ellos después de clase y se le estaban acabando las excusas. No es que despreciara su compañía; de hecho, le gustaban por tomarse en serio lo mismo que él; pero aunque estaba seguro de poder pasar por plebeyo en medio del rigor de las lecciones, no sabía si podría mantener su fachada en sociedad. Estaba aprendiendo a hablar más deprisa en su compañía… y había, de hecho, alarmado recientemente a su sirviente al espetar la orden de que le limpiara las botas «rapidito». Michael se entretenía recorriendo la ciudad y seleccionando tiendas en las que podría fingir que trabajaba; manipulando piedras preciosas e imaginándose que se pasaba el día seleccionándolas para los clientes y no para él… pero nunca conseguía que le pareciera real.
Michael no se sorprendió demasiado cuando el maestro lo llevó aparte después de la clase para hablar con él. Había solicitado una lección más a la semana, pero hasta ahora Applethorpe se había limitado a asentir distraídamente y decir que ya vería. Ahora Michael le ofreció salir e invitarlo a cenar para poder discutirlo cómodamente.
—No —dijo el maestro, asomado a una ventana alta al final del estudio—. Creo que podemos hablar aquí.
Lo condujo hasta un pequeño cuarto diseñado originalmente para los arreos del antiguo establo. Ahora estaba atestado de guantes, cuchillos arrojadizos, piezas de lona y otros detritos de la academia. Se sentaron encima de un par de dianas cuyo relleno se salía ligeramente.
Applethorpe se frotó la barbilla con el puño. Luego miró a Michael.
—Quieres ser espadachín —dijo.
—Umm —dijo Michael, una costumbre que debería haber abandonado a temprana edad. No cabía duda sobre lo que estaba hablando el maestro: hombres que se ganaban la vida peleando a muerte… y que debían ganar todas las veces.
—Podrías conseguirlo —dijo Vincent Applethorpe.
Una serie de respuestas inadecuadas centelló en la cabeza de Michael: Oh, ¿de veras? … ¿Qué le hace decir eso? … ¿Puedo preguntarle si habla en serio? Comprendió que estaba parpadeando como un pez.
—Oh —dijo—. ¿Usted cree?
No se esperaba de los espadachines que dominaran las artes de la elocuencia. Applethorpe respondió como si se hubiera explicado perfectamente.
—Creo que tienes talento. Y sé que estás interesado. Deberías empezar de inmediato.
—Debería… —repitió tontamente Michael.
El maestro empezó a hablar con la tensa emoción que empleaba en medio de una buena lección:
—Naturalmente, es un poco tarde para ti… ¿Cuántos años tienes? ¿Diecinueve? ¿Veinte? —Tenía más, pero la vida fácil de un noble de la ciudad había sido clemente con su juventud—. Tienes la intuición, sin embargo, el movimiento, eso es lo que importa ahora —prosiguió Applethorpe sin esperar a que contestara—. Si estás dispuesto a trabajar, tendrás además las aptitudes necesarias, y entonces serás rival para cualquiera de ellos.
Michael logró, al fin, formular una frase completa.
—¿Es así como funciona? Pensaba que hacían falta años.
—Así es, claro. Pero tú ya tienes parte de lo que necesitas. Tenías la postura en tu primera lección, a muchos les hacen falta meses para conseguirla. Aun así, tendrás que trabajar todos los días durante horas si quieres enfrentarte a los otros y tener alguna posibilidad de sobrevivir. Pero si te lo tomas en serio, si permites que te enseñe, eso te lo podré proporcionar.
Michael se lo quedó mirando. La única mano del maestro estaba apretada sobre su rodilla. Michael se sintió arrobado por la visión del cuerpo del espadachín, perfectamente apostado, tenso a la espera de una respuesta. Pensó con tristeza: Ahora tendré que decírselo. He llegado al final de este juego; tengo que decirle quién soy. Es imposible que me convierta en espadachín.
Applethorpe le estudiaba la cara. La tensión abandonó al maestro, su entusiasmo se apagó como una vela.
—Claro que quizá esto no sea importante para ti.
Se le ocurrió entonces a Michael que era un estúpido por pensar que Applethorpe no había sabido quién era desde el primer momento.
—Maese Applethorpe —dijo—, me siento honrado. Aturdido, pero honrado.
—Bien —dijo con su acostumbrada tibieza el maestro—. En ese caso, empecemos.