Era demasiado pronto, pensaba lord Ferris mientras caminaba por la calle camino de la residencia de los Halliday; demasiado pronto como para que Basil Halliday supiera cuál era el juego.
El encargo de Katherine estaba recién cumplido. Dentro de una semana, si todo iba bien, Ferris tendría la respuesta del espadachín, y se podrían empezar a cumplir los planes para el desafío mortal del Canciller de la Creciente. Aunque Katherine hubiera echado un vistazo al papel cuidadosamente sellado que llevaba encima, Ferris sabía qué pasos había dado el día anterior; y pensaba que no era insincera con él. De Vier tampoco era ningún agente de Halliday; de eso Ferris estaba seguro.
No había forma de saber qué significaba la invitación de lord Halliday a venir y «conversar en privado». Era una nota informal de puño y letra de Halliday; puede que su secretario ni siquiera estuviera enterado de ella. Eso hacía que Ferris recelara, pero el Canciller del Dragón del Consejo Interno no podía hacer oídos sordos a una convocatoria de su Creciente, por misteriosa que fuera… y quizá se tratara tan sólo de algún asunto peliagudo del Consejo que Halliday quería discutir con él antes de que se enterara nadie más. La nota informal podría ser simplemente eso: se había oído protestar a los secretarios de Halliday porque las informalidades de su señor los distraían. Puede que Ferris tuviera que aguardar detrás de quienquiera que tuviese la cita oficial a esa hora.
La residencia de los Halliday se levantaba sola en lo alto de una calle empinada; inconveniente, pero dotada de una vista magnífica. Era una casa sin verja en la entrada: todos sus jardines se encontraban en la parte de atrás, de cara al río. Ferris vio a un par de hombres fornidos que remoloneaban en la linde de la propiedad. No era demasiado pronto, al parecer, para que el Canciller de la Creciente hubiera empezado a preocuparse por el peligro en que lo ponían las elecciones. A partir de ahora iba a estar bien protegido. Eso tranquilizó un poco a Ferris: la defensa era lo suficientemente vaga como para sugerir que Halliday no estaba al corriente de ningún plan en concreto. Estaba bien vigilado. De Vier tendría que ser astuto. Aunque, claro está, la reputación de De Vier decía que lo era. Esperaba que no fuera tan astuto como para rechazar el trabajo.
Quizá, reflexionó Ferris, debería haber programado más ajustadamente sus acciones, haberle dado al espadachín menos tiempo para sopesar la oferta. Pero Ferris se había dejado guiar por la impresión que le causara De Vier en la taberna de la Ribera: el espadachín hacía gala del amor propio de un artista, la vanidad de un amante. Igual que a un amante, había que agasajarlo; igual que a un artista, había que adularlo. Darle tiempo para meditar las cosas era un gesto de confianza y respeto que Ferris esperaba que cerrara el trato. Tampoco le vendría mal a De Vier tomar una decisión tiempo antes de la próxima cita prevista, para que acudiera a ella ansioso, mordiendo el freno.
Ferris encontró a Basil Halliday en su estudio, rodeado de papeles y tazas de chocolate medio vacías. Tenía el pelo alborotado; debía de haber estado pasándose los dedos por él. En su frente había una mancha de tinta que lo corroboraba. La sonrisa con que recibió a Ferris resultaba tanto más encantadora por su preocupación. Ferris se tranquilizó un ápice y empezó a preguntarse de qué tendría que dejarse convencer esta vez.
—¿Qué crees que trama ahora tu amigo Karleigh? —preguntó lord Halliday a Ferris sin más preámbulo.
—¿El duque? —respondió Ferris—. Estará refunfuñando en su hacienda, me imagino. Donde debería estar, después de que hicieras que De Vier batiera a su espadachín en la casa de Horn.
—¿Yo? Yo no lo empleé. Sé lo que andan diciendo, pero ese duelo fue la primera noticia que tuve de desafío alguno.
—Es lo que dice Horn. —Eso respondía a la pregunta. A Ferris no le gustaron las implicaciones. ¿Quién aparte de Halliday tenía el poder necesario para asustar a Karleigh por medio de un duelo puramente formal hasta el punto de expulsarlo al campo en esa época del año? Alguien fuerte y secreto, que no quería impedimentos para la reelección del Canciller de la Creciente… o puede que Halliday fuera capaz de jugar más sucio de lo que pretendía—. Debería aprender a no escuchar las opiniones de Horn.
—Eres joven —dijo jovialmente Halliday—; se te pasará. —Y sería una lástima que no hubiera sido el espadachín de Halliday: a Ferris le gustaba la irónica simetría de la expulsión de Karleigh por parte de Halliday, puesto que resultaría más sencillo fijar las sospechas sobre Karleigh si éste se encontraba fuera de la ciudad.
—Así que Karleigh intenta echarte del asiento in absentia, ¿no? —Ferris se sirvió un poco de chocolate tibio.
—Mi señor duque ha ido y ha puesto el dinero para que el teatro de Blackwell reponga El fin del rey el mes que viene… suponiendo que haya dejado de nevar para entonces.
—Oh, seguro que sí. Pasa siempre. Abrirán justo a tiempo. Sabes, Basil, El fin del rey es una obra verdaderamente espantosa.
—Sí. —Halliday hizo una mueca—. La recuerdo bien. Tiene un montón de discursos agitadores contra la tiranía monárquica: «El gobierno de un solo hombre no es gobierno sino violación», cosas así. Mary y yo tendremos que sentarnos en algún lugar a la vista y aplaudir con ganas.
Ferris acarició el brazo de la silla.
—Podrías cerrarlo, ya sabes. El teatro de Blackwell es una guarida de ladrones y una amenaza para la salud pública.
El mayor de los dos hombres enarcó las cejas.
—Oh, Tony. Y yo que pensaba que te gustaba el teatro. Hablas igual que Karleigh… Ése es precisamente el tipo de gesto tiránico que intenta incitarme a hacer con sus provocaciones. Pero mide el temperamento de los demás según el suyo. No voy a cerrar el teatro… sobre todo porque tengo entendido que van a reponer una de esas viejas tragedias de sangre y venganza que a mí me encantan. Consiguen ser rígidamente morales, sin restregártelo por las narices… no como El fin del rey, que machaca sus argumentos tres veces en el primer discurso. Me pregunto qué actor se parecerá lo bastante a mí como para representar al rey depuesto.
—Ninguno, espero; todos están desnutridos. —Ferris se ajustó el parche del ojo. Debía acordarse de no mostrar tanta sorpresa cuando Halliday demostrara ser capaz de intuir las maquinaciones de los demás. Y debía resistir el impulso de insistir demasiado ahora: si fuera posible destruir al Canciller de la Creciente dándole malos consejos, Ferris se habría propuesto hacerlo mucho antes, y la consiguiente escena con De Vier sería innecesaria—. Debo decir que te lo estás tomando todo con calma. Si la chusma de la ciudad se vuelve contra ti gracias a la agitación de segunda mano de Karleigh, tu reelección en el Consejo no te servirá de nada.
—Oh, Mary se lleva todo el genio —sonrió el marido de la mencionada—; tú te llevas los planes meticulosamente ingeniados.
—Tienes un plan. —Ferris caminó hasta la otra punta de la estancia, dejando que el humorismo enmascarara el alivio que sentía. Lejos de descubrir la conspiración contra él, Halliday estaba a punto de admitirlo más aún en sus confidencias. Bueno, ¿por qué no? Nunca había dado motivos a Creciente para sospechar de él. Sí, disentía con él de vez en cuando en el Consejo, como respetable oponente. Pero sus verdaderas políticas estaban tan alejadas entre sí que ni siquiera tenía sentido intentar reducir a Halliday por medios ortodoxos.
La política de Halliday se sustentaba en una fusión inestable del campo y la ciudad. Parecía creer que los nobles habían dejado de constituir el lazo de unión entre ambos que durante tantos años había supuesto su control sobre las tierras; que conforme la ciudad se tornaba más próspera e independiente de ellos, perderían su influencia y, mientras tanto, perdían además el campo merced a su falta de atención. Debía admitir que los acercamientos del Canciller de la Creciente al Consejo de la Ciudadanía y su popularidad entre el populacho en general servían de algo; pero en opinión de Ferris éste era un plan nebuloso para un futuro aún más incierto. Si Halliday no amara tanto la ciudad, habría vuelto al campo hacía tiempo para hacer ejemplo de sus propios terrenos. No era un administrador ineficiente; y Ferris no podía menos que admirar la manera en que lograba lo que se proponía disimulando sus objetivos con conceptos aceptables para el Consejo; pero saltaba a la vista que era, en última instancia, un soñador… y que tarde o temprano sus estimadas innovaciones le pasarían factura y conseguirían que perdiera el respaldo de la nobleza. El ultraconservador Karleigh se había percatado ya del tono, si bien no del contenido, del programa de Halliday. Creciente estaba sobrepasándose peligrosamente al adelantar las elecciones a esta primavera; aunque lo cierto era que las circunstancias le dejaban pocas opciones. Y si salía vencedor, el apoyo cimentaría su posición, posiblemente de por vida. De perder, sus sucesores podrían armar tal estropicio administrativo que aún podría regresar rodeado de gloria.
En cuanto a su plan… Ferris decidió esperar lo mejor.
—Me honráis con vuestra confianza, milord.
Halliday sonrió.
—Tengo mis motivos. Aunque no te cuentes entre mis partidarios más ruidosos.
—Pero tampoco respaldo a Karleigh. Mis razones para ello son evidentes para cualquiera que tenga ojos en la cara. Milord el duque no es más que un entrometido pomposo con una fe conmovedora en su propia retórica.
—Oh, no —dijo Halliday con serena sorpresa—. Te equivocas. El duque de Karleigh es un héroe, el último hombre de cierta integridad que siente el debido respeto por la ley del Consejo. Mucha gente lo dice, él el primero. Lo que tenemos aquí es un hombre acaudalado, y por consiguiente poderoso, que ahora se propone ejercer ese poder. Celebró algunas cenas extraordinarias antes de considerar preciso trasladarse al campo… He oído que eran extraordinarias, al menos; nunca me invitaron a ellas, aunque a ti quizá sí. La hospitalidad puede empañar la pomposidad. Y su retórica ha dividido ya un Consejo que antes estaba unido. Teníamos un interés, un propósito mutuo que hacía años que no conocíamos. Ahora planea desmantelarlo, para que sus fantasías de los días dorados del gobierno de los lores puedan recibir carta blanca y, a la larga, hacernos saltar a todos por la borda.
—¿No te has parado a considerar —dijo suavemente Ferris— que, técnicamente, tiene razón? La Creciente era un título de cortesía; no se esperaba que acabara siendo lo que has hecho de él.
Halliday le lanzó una mirada lúgubre.
—¿No? Entonces, ¿por qué funcionan mejor las cosas cuando alguien asume la autoridad central, aguantando lo más recio de las quejas mediante elecciones en vez de los caprichos de moda? ¿Cuándo alguien puede representarnos oficialmente ante el Consejo de la Ciudadanía? No tengo más poder que el que me conceden la gente y la necesidad. Ni siquiera Karleigh puede decir que yo haya infringido una sola normativa procesal. Escúchame, Ferris… y luego pon en duda mis motivos. No es una duda que quiera ver enterrada y eliminada. Pero piensa en la visión de Karleigh: ¿dónde está su candidato a reemplazarme? —Halliday posó su taza de chocolate un poco más fuerte de lo previsto—. No tiene ninguno. Le da igual lo que pase con el Consejo una vez me haya destituido.
—Quiere la Creciente para sí, desde luego —dijo Ferris—. Varios de sus antepasados la ostentaron, cuando significaba celebrar fiestas y asegurarse de que nadie hablara a destiempo en las reuniones. Todos los duques están un poco obsesionados con sus derechos hereditarios.
—¡Motivo por el cual, supongo, se esfuerza tanto por negarme mis derechos electivos! Ostentar la Creciente no va a investir de grandeza de repente a ese idiota —dijo con rencor Basil Halliday—. Cualquiera pensaría que hasta él debe de saberlo ya. Sus ideas son populares, pero él no. Se ha peleado con la mitad del Consejo a cuenta de sus tierras, y con la otra mitad a cuenta de sus esposas.
—Pero no conmigo —dijo quedamente Ferris.
—No contigo. Todavía no. —Halliday se retrepó en su silla—. Dime, Tony; ¿qué pasaría si lo organizara para que un títere ostentara la Creciente en mi lugar hasta que pudiera volver a optar al cargo?
—Cualquier cosa. Tu hombre podría encontrarse demasiado impresionado por su poder y negarse a escucharte. Podría intentar hacer caso de tus sugerencias y sencillamente ser demasiado débil para mantener unido el Consejo como haces tú. —Y, estaba pensando Ferris, ante todo tendría que ser un alfeñique para considerar siquiera la posibilidad de ocupar ese puesto.
—Exactamente —dijo Halliday—. Una persona débil no podría hacerlo, y alguien fuerte no querría. —Ferris sonrió débilmente ante la perspicacia de Halliday—. Pero si se niega por votación la medida de prolongar mi mandato —continuó Creciente—, tendré que respaldar a alguien para que me suceda. Lo he pensado mucho. Espero que tú también.
Bajo la límpida mirada de Halliday, Ferris se sentía tremendamente expuesto. Pensó en los guardias del exterior, y en él mismo en la casa de Halliday, solo y vulnerable a un desafío mortal. Pero no era ése el significado del mensaje de Halliday. Al contrario que Ferris y la duquesa de Tremontaine, Basil Halliday no era dado a esconder dobles sentidos tras sus palabras.
—Por esta vez todo estaría en perfecto orden —dijo Ferris—. Pero cuando pueda optar a la reelección, quizá no me encuentres tan fácil de derrotar.
—Pero —sonrió Halliday—, en este caso, mi rechazo por mayoría de votos me situaría en el mismo bando que Karleigh. Eso le sentará fatal.
—¡Menudo motivo!
—En ese caso, ¿estarías dispuesto?
—¿A ostentar la Creciente? Mentiría si dijera que no. Tomar lo que tú has hecho de ella, guiar un Consejo fuerte bajo el manto de tu respaldo… —Dijo a Halliday lo que quería oír. No era difícil. Pero incluso este sorprendente gesto de visionaria generosidad le daba ganas de reír. ¡La mirada de Halliday estaba tan concentrada en el futuro que ni siquiera veía lo que tenía delante!—. Pero ¿cómo va a resolver todo esto tus problemas con Karleigh? ¡Cualquiera diría que querrías concentrarte en ver que no hay necesidad de respaldar mi candidatura!
Basil Halliday se mostró sorprendido.
—Es sencillo. Ve y habla con Karleigh.
Por una vez, Ferris se sintió completamente desorientado.
—Milord —dijo—. Eso sería funesto. Karleigh no sabe mantener la boca cerrada y yo perdería a todos tus partidarios de un plumazo.
Halliday reprimió un gesto de impaciencia.
—Ferris… he observado tus cuidadosas estratagemas por permanecer neutral en el Consejo. Eso irrita a la gente… Vienen a mí quejándose porque no aciertan a adivinar de qué lado estás. ¿Crees que no sé lo difícil que es construir esa base? Quiero aprovecharla, no destruirla. Habla con Karleigh en tu nombre. Di lo que tengas que decir. No eres mi hombre; no puedo enviarte a defender mi causa, y menos ahora que te he ofrecido semejante golosina si pierdo. Simplemente ve y confúndelo un poco… Enturbia la situación… Sé que puedes hacerlo, Tony. —Su expresión, risueña, se endureció—. Pero ten en cuenta una cosa: si me traicionas, lo sabré. Y me ocuparé de que no haya ninguna capa con la que puedas cubrirte.
—No te gustan los duelos, ¿verdad? —dijo Ferris. Halliday meneó la cabeza—. No apruebas el empleo de espadachines en general; quizá porque has tenido que presidir el resultado de demasiados duelos de honor. Eso hastía a cualquiera. Pero hay un duelo entre Karleigh y tú. ¿Crees que el hecho de involucrarme lo convertirá en otra clase de juego?
—Algo así. —El Canciller de la Creciente esbozó una sonrisa renuente—. Karleigh es tan anticuado.
—Y yo soy, en el fondo, un jugador. Aunque precavido. ¿Cuándo querías que viera a Karleigh?
—En cuanto te resulte conveniente realizar el viaje.
—Ah —dijo Ferris—; eso no será posible hasta dentro de otra semana. Tengo que atar algunos cabos sueltos aquí. Pero luego… luego, ya veremos. Puede que entonces me resulte conveniente.