Había empezado a nevar otra vez cuando llegaron al local de Rosalie. Se formaban blandos copos en la oscuridad ante sus ojos, para caer como estrellas. Alec siguió a Richard escalera abajo y al interior de la taberna, agachándose al pasar bajo el dintel. Rosalie tenía su establecimiento en el sótano de una vieja casa adosada. Podía confiarse en que fuera fresco en verano y cálido en invierno, siempre oscuro y con olor a tierra.
La luz de las antorchas de la taberna los deslumbró. Sus ropas humearon con el calor, su olfato recibió el asalto de los olores de la cerveza, la comida y los cuerpos, sus oídos el de los gritos de jugadores y anecdotistas.
En cuanto vieron a Richard alguien gritó:
—¡Ahí está, fijaos todos! ¡Se acabó la bebida gratis!
—Oooh —se lamentaron a coro. Los jugadores de dados profesionales reanudaron sus partidas, los bebedores profesionales se recordaron que la vida era así. Algunas de la Hermandad salieron al encuentro de Alec, que les partiría la cabeza antes de consentir que le sacaran los colores.
—¿Quién os ha avisado esta vez, maese De Vier? —preguntó Rodge Medio Amartillado—. He apostado por Willie.
Su socia, Lucie, inclinó el cuerpo por encima de la mesa.
—¡En fin, lo que está claro es que no fue Ginnie Vandall!
Las risas que suscitó esto significaban algo. Richard esperó pacientemente a averiguar el qué. Tenía alguna idea.
Rodge le hizo sitio en su mesa.
—Es Hugo, tesoro —explicó Lucie—. El bonito Hugo de Ginnie va detrás de tu trabajo. Debe de haber oído hablar de la plata y habrá pensado en el oro. Así que Hugo va y se presenta aquí anoche, con todo el descaro del inundo, la primera vez que pone el pie aquí en meses, sabiendo de sobra que aquí es donde vienes tú a por trabajo. Y va derechito a este noble. ¡Dienta camelárselo, pero el tipo no es tonto, no cuela.
—Me gustaría conocer a este Hugo —dijo prudentemente Alec detrás de Richard, apoyado en un poste.
Rosalie en persona le trajo la cerveza a Richard.
—Yo invito, cariño —le dijo—. ¡No te creerías la de negocio que me has conseguido las dos últimas noches con no pasarte por aquí!
—¿Para mí no hay? —inquirió Alec.
Rosalie lo miró de arriba a abajo. La dueña de la taberna era conservadora: para ella él seguía siendo un recién llegado. Pero Richard estaba cerca de él últimamente, y ya había visto algunas peleas libradas en su defensa; así que encargó otra jarra para él. Luego se sentó para discutir con Lucie.
—No es ningún noble —dijo Rosalie—. Conozco a los nobles. Ésos no vienen aquí, envían a alguien para que les arregle sus asuntos.
—Sí que lo es —insistió Lucie—. Habla como si lo fuera. ¿Te crees que yo no conozco a los nobles? Me he hecho a una docena; te suben a la Colina en sus carruajes, te tumban en camas con sábanas de terciopelo y te dan de desayunar caliente antes de que te vayas.
Richard, que sí que se había hecho a algunos nobles, sonrió; Alec se rio entre dientes.
—Pues claro que es un noble. —Mallie Blackwell se había unido a la refriega, apoyando las dos manos encima de la mesa para que sus encantos colgaran delante de sus caras—. Va disfrazado. Así se los distingue. Cuando bajan al Perro Pardo para apostar, los nobles siempre se ponen sus máscaras. Hacedme caso, he tenido unos cuantos.
—No es una máscara —dijo Rosalie—. Es un parche en el ojo.
—Para el caso.
—Oh, ¿en serio? —preguntó Alec con estudiada indiferencia—. ¿En qué ojo? ¿Cambia de una noche a otra?
—Es el izquierdo —atestiguó Rosalie.
—Oh —dijo suavemente Alec—. ¿Y no será un caballero de pelo negro con…?
—¡Hugo! —Un rugido jovial recibió al recién llegado en beneficio de todos—. ¡Cuánto tiempo sin verte!
Hugo Seville presentaba una planta impresionante en la puerta y él lo sabía. Cabello brillante como el oro recién acuñado y rizado sobre su frente varonil. Tenía la barbilla cuadrada, los dientes blancos e iguales, revelados en una sonrisa de fuerza y confianza. Cuando vio con quién estaba sentado Rodge, su sonrisa se tambaleó.
—Hola, Hugo —llamó Richard, cortándole la retirada—. Ven y únete a nosotros.
Dicho sea en su honor, Hugo se acercó a ellos. Richard leyó la cautela en su cuerpo y le satisfizo el que no quisiera armar más escándalo. La sonrisa de Hugo había vuelto a su sitio.
—¡Richard! Ya veo que te han encontrado. ¿O no lo sabes todavía?
—Oh, ya estoy al corriente de toda la historia. Parece que tiene posibilidades. No he vuelto a tener un combate realmente complicado desde lo de Lynch del mes pasado.
—¿Oh? ¿Qué hay de De Maris?
Richard se encogió de hombros.
—De Maris era un chiste. La vida en la Colina lo había ablandado. —Hugo asintió solemnemente, reservándose su opinión. De Maris lo había derrotado una vez—. Oh, Hugo —dijo De Vier—, no conocerás n Alec.
Hugo miró por encima y ligeramente desde abajo al hombre alto que respaldaba a De Vier. Observaba a Hugo como si éste fuera un extraño insecto que hubiera aterrizado en su sopa.
—Algo he oído —dijo Hugo—. Ginnie me contó que hubo una pelea en el Mercado Viejo.
—¡Oh, ese Hugo! —exclamó Alec, con el rostro animado por una inocente curiosidad—. ¡El que chulea a Ginnie Vandall!
La mano de Hugo voló hacia su espada. Rodge soltó una risita, y Lucie un jadeo. El murmullo de conversación en las mesas cercanas se apagó gradualmente al tiempo que todas las miradas convergían en ellos.
—Hugo es un espadachín —le dijo Richard a Alec, sin alterarse—. Ginnie dirige su negocio. Siéntate, Hugo, y tómate algo.
Alec miró a Richard desde arriba y se sentó con toda tranquilidad, con una mano sobre su jarra. Entreabrió los labios para decir algo; al final se limitó a humedecérselos y bebió un trago, con los ojos clavados en Hugo por encima del borde del recipiente.
Eran verdes esos ojos, radiantes en su cara angulosa, como los de un gato. A Hugo no le gustaban los gatos. Nunca le habían gustado.
—Te ruego que me perdones —dijo el joven, con la elegancia de un noble—. Debía de estar pensando en otra persona.
—No puedo quedarme —dijo Hugo, sentándose incómodamente—. Dentro de poco tengo una cita con alguien.
—Bien, eso está bien —dijo Richard—. Háblame de este hombre. ¿Qué impresión te dio cuando lo conociste?
Hugo podía pagar con información por su metedura de pata. No era propio de él intentar robarle el trabajo a Richard. Éste intuía que no había conseguido resistirse al olor del dinero.
Hugo ganaba mucho más que Richard. Estaba muy solicitado en la Colina para batirse en duelos de amantes, y como guardia en las bodas. Era gallardo y apuesto, bien vestido, gracioso y razonablemente bien educado. Hacia años que no aceptaba un duelo a muerte. Hugo era un cobarde. Richard lo sabía, y unos pocos más lo sospechaban, pero mantenían la boca cerrada por Ginnie y por el dinero que él ganaba. Hugo había perdido el temple hacía años, cuando todavía libraba peleas arriesgadas. Podría haber recurrido al alcohol para superar unos cuantos duelos más antes de venirse abajo; pero Ginnie Vandall había sabido ver el potencial que había en Hugo y lo había apartado de ese camino para mostrarle otro más lucrativo.
Richard apreciaba a Hugo. Ahora que la reputación de De Vier estaba en alza, los nobles no dejaban de buscarlo para ofrecerle encargos aburridos que sólo ponían a prueba su paciencia. Richard los delegaba en Hugo, y éste se lo agradecía. Los ingresos de Hugo eran constantes; pero cuando se necesitaba a alguien para una muerte, o para reparar alguna afrenta con sangre, todos querían a De Vier y le pagaban lo que pedía.
—Todos los presentes —apuntó Richard— parecen pensar que se trata de un lord. Salvo el ama Rosalie. ¿Tú qué dices?
El rubor de Hugo se discernía apenas a la tenue luz.
—No sabría decirte. Modales tenía. Aunque podría estar aparentando. —Miró furibundo en dirección a Alec—. Algunos lo hacen, ya sabes.
—Afrontémoslo —dijo Rodge—; no lo reconoceríamos aunque fuera el mismísimo Halliday en persona. ¿Quién ha visto alguna vez a uno de cerca?
—Yo —dijo fríamente Alec. Richard contuvo el aliento, preguntándose si iría a delatarse su orgulloso compañero.
—¡Qué suerte! ¿Dónde? ¿Era guapo?
—En la Universidad —dijo Alec—. Vino a hablar después de que se produjeran algunos disturbios por el desalojo de algunas viviendas de estudiantes por parte de la ciudad. Prometió financiar una beca y algunos prostíbulos nuevos. Fue muy bien recibido: lo paseamos en hombros, y me pegó una patada en la oreja. —Eso les hizo reír elogiosamente, pero Alec no parecía afectado por su recién adquirida popularidad. Dijo con amargura—: Naturalmente, jamás veréis a Halliday por aquí. Ya hay demasiadas personas importantes que quieren matarlo; ¿por qué tendría que bajar aquí y dejar que lo hiciera cualquiera gratis? —Se echó la capa sobre los hombros—. Richard, voy a salir. Avísame si el parche cambia de ojo.
—¿No quieres quedarte y verlo por ti mismo?
—No. No quiero.
Alec cruzó la taberna con su apostura habitual: la cabeza echada hacia delante, los hombros caídos, como si esperar a tener que huir de algo. Richard lo vio partir con curiosidad. Después de la pelea en el Mercado Viejo, lo más probable era que Alec estuviera seguro en las calles, pero parecía estar de un humor extraño y se preguntó qué era lo que lo impulsaba a marcharse tan de repente. Pensó en seguirlo, tan sólo para preguntárselo; tan sólo para ver qué decía y escuchar esa voz cremosa… El mensajero tuerto volvería al día siguiente por la noche si de verdad quería encontrarlo. Richard se disculpó y corrió tras los pasos de Alec, que se había detenido delante de la puerta al abrirse ésta hacia dentro. Entró una figura alta con un sombrero negro de fieltro. Alec lo miró penetrantemente antes de pasar junto a él, apartándolo casi con el codo en su prisa por subir las escaleras. Richard se disponía a seguirlo cuando el hombre se quitó el sombrero, sacudiendo la nieve de la copa. Un parche negro le cubría el ojo izquierdo. Había torcido completamente el cuello para mirar a Alec por encima del hombro. A continuación cerró la puerta de golpe a su espalda, se giró y vio a Richard.
—Cielos —dijo con voz cansada—, espero que no seáis otro espadachín sin empleo.
—Bueno, lo cierto es que sí —dijo Richard.
—Me temo que mis requisitos son sumamente específicos.
—Sí, lo sé —respondió—. Buscáis a De Vier.
—Correcto.
Richard indicó una mesa vacía.
—¿Os gustaría sentaros junto al fuego?
La boca del hombre se quedó paralizada mientras la abría; luego se ensanchó en una sonrisa, una sonrisa cargada de significado que indicaba entendimiento.
—No —dijo cortésmente—, gracias. Si no os importa el frío, preferiría un rincón donde no nos molesten.
Encontraron uno, entre un travesaño y la pared. Richard se acomodó pulcramente en su silla y el desconocido hizo lo propio, cuidándose de colocar bien su ropa y el extremo de su espada. Era ésta una espada pasada de moda y pesada, con una elaborada empuñadura de arriaz cóncavo. Portarla lo exponía al riesgo de que lo desafiaran, pero el no llevarla encima le daría un aspecto más indefenso de lo deseable.
El hombre tenía el rostro alargado y enjuto, con un mentón atezado y bien perfilado, de sombras profusas. Lo cubría una tez pálida, aun para estar en invierno. El cordón de su parche se perdía en un cabello tan oscuro como el plumaje de un cuervo.
Rosalie dejó espontáneamente dos jarras encima de la mesa. El caballero tuerto las rechazó con un ademán.
—Tomaremos vino. ¿No tienes malvasía? ¿Canario?
El ama de la taberna asintió sin decir palabra y retiró las jarras de cerveza. Richard hubiera podido decirle que el vino de Rosalie era agrio, que su jerez estaba aguado; pero nadie le había preguntado.
—Así que vos sois De Vier —dijo el hombre.
—Sí. —La expresión del desconocido se tornó opaca mientras escudriñaba al espadachín. Ninguno de ellos resistía nunca la tentación. Richard aguardó educadamente mientras el hombre tomaba nota de su juventud, su desigual atractivo, la calma de sus manos sobre la mesa ante él. Empezaba a pensar que éste iba a ser uno de los que decía: «No sois como os imaginaba», para luego intentar hacerle alguna proposición deshonesta. Pero el anónimo se limitó a asentir sucintamente. Se miró las manos enguantadas y volvió a fijarse en Richard.
—Os puedo ofrecer sesenta —dijo en voz baja.
Era una suma considerable. Richard se encogió de hombros.
—Antes tendría que saber algo más.
—Un duelo… a muerte. Aquí en la ciudad. No creo que vayáis a ponerle reparos a eso.
—Mi comisión es lo único a lo que pongo reparos —dijo displicentemente Richard.
Una sonrisa afinó los labios del hombre.
—Sois un hombre sensato. Y eficiente. Vi cómo os enfrentabais a dos hombres en la fiesta de lord Horn.
—¿Estabais allí? —Richard esperaba que eso precediera a la revelación de su identidad; pero el hombre se limitó a responder:
—Tuve la suerte de presenciar el combate. Sigue siendo un misterio para todos el motivo de la disputa. Se reflejó un destello en su único ojo; Richard capto la insinuación y se la devolvió:
—Me temo que eso no puedo decíroslo. Parte de mi trabajo consiste en guardar los secretos de quienes emplean mis servicios.
—Y vos permitís que empleen vuestros servicios sin contrato de por medio.
Richard se retrepó en la silla, completamente en su elemento. Ahora intuía adonde iría a parar el asunto.
—Oh, sí, insisto en ello. No me gusta que mis asuntos estén guardados por escrito en el cajón de cualquiera.
—Pero de ese modo os exponéis a grandes peligros. De llegar a investigarse cualquiera de vuestros duelos, no habría pruebas escritas que demostraran que sois algo más que un asesino fortuito.
De Vier sonrió y se encogió de hombros.
—Por eso elijo cuidadosamente para quién trabajo. Doy a mis patrones mi palabra de hacer el trabajo y mantener la boca cerrada al respecto; he de confiar en que sepan lo que se hacen y me respalden llegado el caso. A la larga, la mayoría de la gente descubre que lo prefiere de esa manera.
Rosalie volvió con dos polvorientas copas de peltre y un jarro de vino ácido. El hombre esperó a que se marchara antes de decir:
—Me alegra oíros hablar así. Tengo entendido que vuestra palabra es de fiar. Es un acuerdo apropiado.
Cuando se quitó uno de los guantes emanó una suntuosa vaharada de ámbar gris. Tenía la amplia mano tan cremosa y bien cuidada como una mujer. Y cuando levantó el jarro para servir el vino, Richard vio marcas de anillos pálidas aún en sus dedos desnudos.
—Estoy dispuesto a pagaros treinta por adelantado.
Richard enarcó las cejas. No tenía sentido fingir que la mitad por adelantado no fuera un gesto inusitadamente generoso.
—Sois muy amable —dijo.
—¿Así que aceptáis?
—No sin algo más de información.
—Ah. —El hombre se reclinó y apuró la mitad de su copa. Richard admiró el autocontrol que le permitió apartársela de los labios sin expresión de repugnancia alguna—. Decidme, ¿quién era ese hombre alto con el que me crucé al entrar?
—No tengo ni idea —mintió Richard.
—¿Por qué rehusáis mi oferta?
—No sé quién sois —dijo Richard en el tono de camaradería que tanto había desconcertado a lord Montague cuando hablaban de la boda de su hija—, y no sé quién es el objetivo. Podéis ofrecerme los sesenta por adelantado, que seguiré sin comprometer mi palabra.
El ojo del caballero lo fulminó con la intensidad de dos. Pero el resto de su cara permaneció sosamente civilizada, procurando incluso aparentar cierto hastío.
—Comprendo vuestra necesidad de cautela —dijo—. Creo que puedo disipar algunos de vuestros temores. —Despacio, provocativamente casi, se quitó el otro guante.
De nuevo asaltó el aire la fragancia de ámbar gris, delicada y sensual. A Richard le recordó el pelo de Alec. El hombre levantó la mano. Colgaba de ella una larga cadena de oro, con un medallón octogonal girando al final de ella de modo que Richard no alcanzaba a distinguir su diseño. La vela que había entre ambos le lanzó un destello dorado a los ojos. El hombre interrumpió el molinete con un dedo, y Richard pudo echar un vistazo al emblema inscrito en el medallón antes de que éste volviera a desaparecer dentro del guante.
—Sesenta reales —dijo el hombre—, la mitad por adelantado.
Richard se tomó su tiempo mientras se llevaba la copa a los labios, probaba un sorbo del vino moteado de polvo, soltaba el recipiente encima de la mesa y se limpiaba la boca.
—No aceptaré dinero de un hombre anónimo… ¿Se trata de un hombre? —añadió de improviso, estropeando parcialmente el efecto, pero queriendo dejar las cosas claras—. No trabajo con mujeres.
Los labios del hombre temblaron; había oído la historia de Montague.
—Oh, sí, se trata de un hombre. Un hombre importante, y no pienso deciros nada más sin antes recibir más muestras de interés por vuestra parte. ¿Estáis libre mañana por la noche?
—Podría estarlo.
—Sería conveniente. ¿Conocéis las Tres Llaves, en el Bajo Henley? —Conocía el sitio—. Estad allí a las ocho. Coged una mesa cerca de la puerta y esperad. —El caballero metió una mano en su abrigo y sacó una bolsita de seda que tintineó cuando la dejó encima de la mesa—. Esto debería cubrir los gastos. —Richard no la recogió. Sonaba a plata.
El noble se levantó, derramando una pequeña ducha de cobre sobre la mesa para la cuenta, y se puso su guante perfumado.
—He tardado mucho en dar con vos —dijo—. ¿Sois siempre tan difícil de localizar?
—Siempre podéis dejarme un mensaje aquí. Procurad tan sólo que a nadie le compense tardar en comunicármelo.
—Ya veo. —El hombre sonrió con ironía—. ¿Son inmunes al soborno vuestros amigos?
A De Vier le hizo gracia la idea.
—Todo el mundo es sobornable —dijo—. Sólo hay que conocer su precio. Y recordad que todos temen el acero.
—Lo recordaré. —El hombre ensayó la más sutil de las reverencias—. Buenas noches.
***
Richard no se molestó en terminar el vino. Pensó en llevárselo a casa para Alec, pero era lo bastante malo como para dejarlo. Rosalie tenía una reserva de caldos decentes, de hecho, pero había que saber cómo pedírselos. Haciendo caso omiso de las miradas de curiosidad de sus amigos, salió de la taberna y se fue a casa.
Los aleros del edificio estaban erizados de témpanos. Los aposentos de Marie estaban en calma; debía de haber salido. Levantó la mirada hacia sucuatro. Los postigos estaban abiertos, las ventanas oscuras. Entró por las escaleras del patio, pisando con sigilo para no molestar a Alec.
A pesar de sus precauciones, las tablas del suelo crujían. Era una casa vieja, hecha de materiales pesados con la vista puesta en la solidez. De noche se oía cómo se asentaba sobre sus cimientos, como una anciana en la puerta de su casa que cambiara cómodamente de postura tomando el sol.
Alec llamó desde el otro cuarto con voz cansada:
—¿Richard? —La puerta del dormitorio estaba abierta; Alec acostumbraba a dejarla así cuando se iba a dormir solo. Richard pudo verlo en la oscuridad, una figura blanca apoyada en el cabecero de la cama, profusamente labrado—. ¿Vas a salir otra vez?
—No. —Richard se desvistió silenciosamente a oscuras, dejando las prendas encima del arcón para que se airearan. Alec apartó la colcha para él.
—Date prisa, hace frío. —La tibieza de Alec se había propagado entre las sábanas de lino; Richard se sumergió en ellas como en una bañera de agua caliente.
Alec estaba tendido de espaldas, con las manos recatadamente enlazadas detrás de la cabeza.
—Bueno —dijo—, no has tardado mucho. No me digas que era otra boda.
—No, no lo es. Es un trabajo de verdad, parece interesante. Mueve el codo, tienes las dos almohadas.
—Lo sé. —Richard pudo percibir la sonrisa de satisfacción en la oscuridad—. No te duermas. Cuéntame más.
—No hay mucho que contar. —Renunciando a la almohada, apoyó la cabeza en el doblez del brazo de Alec—. Se están haciendo los misteriosos. Tengo que mostrar más interés.
—¿Quiénes se están haciendo los misteriosos?
—Te vas a reír.
—Pues claro. Como siempre. —Era la voz, delicada, arrogante y tensa de raigambre que siempre lo desarmaba en la oscuridad. Tanteó en busca de los labios de Alec y se los rozó suavemente.
—Tiene gracia. Creo que se trata de un lord, sin duda, pero por lo visto trabaja para otra casa.
—Trabajará con ellos, lo más probable. —Los labios de Alec se movieron contra sus dedos, tocándolos con la punta de la lengua mientras hablaba—. Seguro que tienes razón, debe de ser algo gordo. Tienes el destino del estado en tus manos… —Alec cogió los dedos que lo tocaban y también la otra mano de Richard, apartándolas de lo que estaban haciendo con una presa convulsa, tanteando en busca de la vieja cicatriz irregular que tenía Richard en la muñeca. Richard le guio la boca hasta ella—. ¿Cómo sabes entonces —murmuró Alec contra su piel— que se trata de dos casas?
Richard se soltó una mano con delicadeza y empezó a acariciar la espalda de Alec a lo largo. Le agradaba sentir cómo se relajaba el cuerpo en tensión con su contacto, pugnando lánguidamente por arrimarse más al suyo.
—Me enseñó un medallón con un emblema —dijo.
—Que tú no reconociste pero te dio vergüenza preguntar… Ah, eso está bien.
—A decir verdad, sí que lo reconocí. Era el cisne de esa mujer, la duquesa.
Pese a todos los trucos que podía hacer Alec con su voz, nunca se había dado cuenta de la facilidad con que el espadachín podía leer su cuerpo. Se envaró de repente, si bien su voz continuó divagando:
—Qué delicia. Es agradable saber, Richard, que uno no es el único en haber sucumbido al encanto de la barca del cisne.
—Yo no he sucumbido —dijo cómodamente Richard. Alec debía de haber reconocido al noble—. Aunque no me importaría dar un paseo en ese bote. Pero antes tienen que decirme el nombre del objetivo. Si el trabajo es bueno, me rendiré al dinero.
—¿Tú crees?
—Creo que sí.
Alec exhaló un suspiro evanescente mientras Richard perseguía su placer, con cuidado siempre de no sobresaltarlo con nada brusco ni inesperado. Encontrarlo era a veces como perseguir una presa, o atraer una criatura salvaje hasta su mano. Alec dejó de hablar, dejó que sus párpados cayeran sutiles sobre sus ojos brillantes, y Richard sintió el fluir de su cuerpo como el agua, como si contuviera el poder de un río en sus brazos.
Cuando se besaron, los brazos de Alec se tensaron alrededor de sus hombros; después empezaron a recorrer el cuerpo de Richard de arriba a abajo como si buscaran algo, intentando sacar algo de los músculos tirantes de su espalda y sus muslos.
—¡Ah! —dijo Alec, con una mezcla de satisfacción y sorpresa—. ¡Qué hermoso eres!
Richard respondió acariciándolo; lo sintió estremecerse, sintió cómo se hundían los dedos afilados en sus músculos. Richard coqueteó consigo mismo, arrastrando a Alec consigo más allá del punto de no retorno con la suavidad de la piel contra la piel, la dureza del aliento y el hueso. Alec estaba hablando ahora, con voz rápida y llena de aire… Palabras sin verdadero sentido, sílabas jadeadas que le alborotaban el pelo, labios que jugueteaban con el lóbulo de su oreja, separándose ocasionalmente para clavarle los dientes afilados…
—No hay nadie como tú, nunca me dijeron que pudiera haber alguien como tú, no tenía ni idea, me asombra, Richard… Richard… si lo hubiera sabido… si…
Las manos de Alec le golpearon la garganta, y por un momento Richard no comprendió que el dolor era dolor. Luego se apartó, asiendo las frágiles muñecas antes de que pudieran volver a intentar cualquier idea disparatada que tuviera Alec de agredirlo.
—¿Qué diablos piensas que estás haciendo? —preguntó, más bruscamente de lo que pretendía porque aún no tenía su aliento bajo control.
El cuerpo de Alec estaba rígido y sus ojos desorbitados, resplandecientes con su propia luz antinatural. Richard le pasó una mano por la cara para apaciguar su terror; pero Alec apartó la cabeza de golpe, jadeando:
—¡No, no lo hagas!
—Alec, ¿te hago daño? ¿Ha pasado algo? ¿Qué es?
—No lo hagas, Richard. —El largo cuerpo temblaba de tensión y deseo—. No me preguntes nada. Ahora sería sencillo, ¿verdad? Podrías preguntarme lo que quisieras. Y yo te lo diría sin más, te lo diría… ahora que me tienes así te lo diría todo… todo…
—No —dijo Richard, acogiéndolo tiernamente en sus brazos—. No, no lo harás. No me vas a decir nada. Porque no te voy a preguntar nada. —Alec se estremeció; mechones de cabello le cubrieron el rostro—. No hay nada que quiera saber, Alec, no voy a preguntarte nada… —Empezó a apartarle el pelo, suave y castaño como un viejo riachuelo del bosque; luego cambió el gesto y se lo llevó a los labios—. No pasa nada, Alec… adorable Alec…
—Pero a mí sí me pasa algo —dijo Alec contra su hombro.
—Ojalá no discutieras todo el rato. —Los dedos de Richard se recrearon en aquellos huesos de alta cuna—. Eres tan adorable.
—Y tú eres tan… tonto. Aunque Ferris también.
—¿Quién es Ferris?
—Tu amigo de la taberna. El misterioso don Tuerto. Además del mismo Canciller del Dragón del Consejo de los Lores que viste y calza. —Alec le lamió delicadamente las pestañas, primero una y luego la otra—. Debe de estar loco para bajar aquí. O desesperado.
—A lo mejor sólo busca algo de diversión.
—A lo mejor. —El largo cuerpo de Alec se enroscó a su alrededor, añadiendo peso a sus palabras—. Alguien tiene que hacerlo.
—¿Tú no?
—¿Diversión? ¿Ésa es la idea? Pensaba que estábamos proporcionando material para los poetas y los chismosos.
—Los he echado a patadas.
—Los has ensartado.
—Los he ensartado. Poeta asado al espetón.
—Chismoso flambeado… Richard… Me parece que ya sé lo que entiendes por diversión.
Richard interceptó la mano que se disponía a hacerle cosquillas y convirtió el gesto en otro completamente distinto.
—Me alegro. Eres adorable.