Capítulo 7

La barcaza de Tremontaine se balanceó cuando lord Michael apoyó un pie en su costado; pero llevaba subiendo y bajando de las embarcaciones de los nobles desde que llegó a la ciudad y se había vuelto un experto en no caerse. Un antorchero lo condujo al pabellón del centro de la embarcación de fondo plano. Las colgaduras eran verdes y doradas, los colores de la duquesa. Todos los laterales estaban bajados mientras la barcaza aguardaba en el muelle; oyó risas a través del encaje, y el tintineo del metal. Era una de las barcazas más bonitas que hubiera botado ningún noble. Siempre había querido montar en ella. Pero ahora que tenía ocasión su mente apenas sí reparaba en ella.

Una de las esquinas de encaje se hizo a un lado para permitirle la entrada al pabellón; las personas que estaban sentadas a la mesa jadearon y se estremecieron con la ráfaga de aire frío que lo acompañó adentro. Los invitados de Diane estaban cenando ya rodajas de ganso ahumado, regadas con un fuerte vino tinto que mitigaba el frío de la noche y el río. Michael ocupó la única silla vacía; se había entretenido demasiado eligiendo chaqueta y pagaba el precio siendo el último en llegar. Y eso que su atuendo ni siquiera tendría importancia, como comprendía ahora: ninguno de los comensales iba a renunciar a sus capas de pieles, pese al brasero que les calentaba los pies debajo de la mesa. Parecían una partida de caza campestre, envueltos en pesados grises, pardos y negros que refulgían y ondulaban como pelajes vivos a la luz de las velas.

La duquesa levantó una copa en su dirección. La curva de su muñeca era dolorosamente blanca incluso recortada contra el pelaje blanco de su puño. La copa de Michael estaba llena de un vino del color de los rubíes. La bebida, aunque estaba fría, seguía siendo más cálida que el aire de la calle; le pareció que la sentía fluir directamente por sus venas.

Allí estaban todos: el joven Chris Nevilleson y su hermana, lady Helena, cuyos rizos Michael recordaba haber tironeado en las fiestas de su niñez; Mary, lady Halliday, sin su señor, el Canciller de la Creciente, al que reclamaba algún asunto en la ciudad; Anthony Deverin, lord Ferris, la brillante y joven esperanza del Consejo de los Lores, Canciller del Dragón ya a los treinta y dos años; y lord Horn. El calor sonrojaba la tez pálida de Horn. Se vestía con una espléndida piel de zorro gris de pelo largo. La luz atenuada lo favorecía y le prestaba una elegancia enjuta y exagerada. Lucía anillos de plata, lo que atraía la atención hacia sus esbeltas manos cuando buscaba algo en la mesa.

Miró a Michael con fría deliberación. Era una mirada que implicaba una intimidad añadida e hizo que a Michael se le pusiera la piel de gallina. La sonrisa que se insinuaba en las comisuras de sus labios hacía que Michael sintiera deseos de agredirlo.

Se llevaron el ganso y el vino tinto y se sirvieron pequeños cuencos de sopa de almendras caliente cuyo contenido se mecía suavemente con la corriente.

—Oh, cielos —dijo la duquesa—. Me lo temía. Estamos a punto de zozobrar. Espero que el río no esté agitado.

—No lo está —dijo Michael—. El cielo está despejado, hace un tiempo excelente para los fuegos artificiales.

—Si exceptuamos el frío. —Helena Nevilleson tiritó de manera teatral.

—Bah —dijo su hermano—, de pequeña te escapabas por la ventana en invierno para ir a ver a tu pony. —Lady Helena le pegó con su pompón perfumado.

—Milord —advirtió la duquesa—, a ninguna mujer le gusta que le recuerden su pasado. Empero, no todas están tan bien armadas como lady Helena.

—Si intenta demostrar lo señorita que es ahora —dijo remilgadamente Horn—, haría mejor en guardar eso.

—¿Quién me protegerá en ese caso? —preguntó Helena. Los ojos de la joven chispeaban con la alegría de ser el centro de atención.

—¿De qué? —preguntó inocentemente su hermano.

—Cómo, de los insultos, evidentemente —la defendió la duquesa.

—Con el debido respeto, señora duquesa —respondió lord Christopher—, la verdad no se puede considerar un insulto.

—Idealismo —murmuró lord Ferris, mientras Diane contestaba:

—¿No se puede? Eso depende del momento, milord.

—Una vez tuve un pony —acotó en voz baja lady Halliday—. Me mordió.

—Tiene gracia —dijo Christopher Nevilleson—; el de Helena siempre tuvo miedo de que ella le pegara un bocado a él.

—¿Del momento? —preguntó Michael, emergiendo de un trago helado de glacial vino blanco. Poco le importaban los ponis y los pompones perfumados. Diane casi no se había fijado en él tras su saludo inicial. Empezaba a esforzarse por distinguir los crípticos mensajes que le había enviado el otro día. La fiesta parecía tan normal que le hacía sentir incómodo. Para encontrarla de nuevo tenía la impresión de que debería cruzar un laberinto de significados ocultos.

Ahora, por fin, sus ojos grises se clavaron en él.

—¿Es el vino de vuestro agrado? —preguntó la duquesa.

—El momento de la verdad —dijo lord Horn con exagerada presuntuosidad—. Eso queda para los políticos como Ferris, y no para los meros adornos como tú y yo.

Los mensajes, que Dios se apiadara de él, provenían de Horn. Michael rechinó los dientes frente a los aires de superioridad de aquel hombre.

—El vino para el pescado —continuó la duquesa con implacable e impersonal cortesía— creo que es aún mejor.

—¿Pescado? —exclamó lady Halliday—. Querida, pensaba que habías dicho que sólo sería un picnic.

La duquesa hizo un mohín.

—Iba a serlo. Pero mi cocinera se dejó entusiasmar por la idea de lo que podría hacer falta para alimentar a siete personas en el río en pleno invierno. Ni siquiera me atrevo a discutir con ella, por miedo a pasarme una semana entera a base de pollo con nata.

—Pobre Diane —dijo lord Ferris con una sonrisa—. Dejas que todo el mundo te intimide.

***

Sobre el río parecía que el cielo estuviera en llamas.

—¡Date prisa! —dijo Alec. Pero al doblar la esquina con Waterbourne vieron que la luz procedía de las antorchas colocadas en las barcazas de los nobles que ocupaban el centro del río. Unas diez o quince de ellas se arracimaban en medio de las oscuras aguas. Parecían elaborados broches prendidos de una seda negra veteada con ondulaciones de oro.

Alec soltó un suave silbido entre los labios agrietados.

—Los ricos —dijo— parecen especialmente ricos esta noche.

—Es impresionante —dijo Richard.

—Espero que no se estén muriendo de frío —dijo Alec, queriendo decir todo lo contrario.

Richard no respondió. Estaba absorto en el espectáculo de una nueva barcaza que remontaba el río para unirse a las demás. Una estela de llamas y humo negro surgía de las antorchas colocadas en su proa, rodeándola de gloria y peligro. El pabellón verde y dorado todavía estaba cerrado. Aunque era la barcaza en sí lo que lo intrigaba. Debía de haber hecho algún ruido; Alec giró sobre sus talones para ver qué estaba mirando.

—Por supuesto —dijo Alec con una sonrisa sarcástica—; qué fiesta estaría completa sin una.

La proa de la barcaza se elevaba en la grácil curva de un cuello de cisne. Una diadema ducal coronaba su cabeza. En perfecta proporción estaban hechas las alas, que se desplegaban hacia atrás para proteger los flancos del bote. Pese a las colgaduras, pese al fondo plano y la popa exagerada, la barcaza conseguía dar la impresión de ser un cisne gigante que nadara en el río. Sus remos se hundían y levantaban, goteando joyas a cada palada, tan suavemente que la embarcación parecía deslizarse sobre la superficie del agua.

—¿Quién es? —quiso saber De Vier.

—Tremontaine, claro —respondió bruscamente Alec—. Mira esa corona ducal que lo cubre todo. Pensaba que hasta tú reconocerías esas galas.

Richard las había tomado por adornos.

—No conozco a Tremontaine —dijo—; nunca he trabajado para él.

—Ella —dijo con acritud Alec—. ¿No ves el toque femenino?

Richard se encogió de hombros.

—No puedo tenerlos a todos en mente.

—Me sorprende que no hayas hecho ningún encargo para ella. Diane es una dama enamorada de la moda, y tú eres el favorito de moda…

—¿Diane? —Richard buscó la conexión y dio con ella—. Oh, ésa. Es la que organizó la muerte de su marido. Lo recuerdo. Fue antes de que me pusiera de moda.

—¿La muerte de su marido? —dijo Alec, arrastrando las palabras—. ¿Una dama tan agradable con una barca tan bonita? Qué cosas más terribles dices, Richard.

—Puede que no le gustara.

—Poco importa. De todos modos, estaba loco. Ella fue nombrada duquesa por derecho propio y a él lo encerraron. ¿Para qué matarlo?

—A lo mejor comía demasiado.

—Murió de un ataque.

De Vier sonrió mirando al suelo.

—Y tanto que sí.

Las barcazas se mecían y balanceaban conforme los amigos intentaban acercarse lo suficiente unos a otros para intercambiar cotilleos y piezas de fruta. También había varios conjuntos musicales compitiendo entre sí. Asaltó sus oídos una dramática andanada de viento, incómodamente enredada en los tendones de un arpa y una flauta y los anémicos brazos de un cuarteto de cuerda.

—En fin —dijo Alec mientras contemplaba el caos a sus pies—, al menos podemos estar seguros de que no nos vamos a morir de aburrimiento.

***

En las barcazas que los rodeaban la gente se lanzaba comida y saludos entre vítores imparciales. Recibieron un par de naranjazos, pero en la serena presencia de Diane los invitados a bordo del cisne rehusaron sumarse a la escaramuza, mientras las alas del cisne los protegían de los misiles.

Mary Halliday, que, algo que muy pocos sabían, tenía buen oído para la música, torció el gesto ante la mezcolanza de instrumentos y melodías. Diane, con una sonrisa de comprensión, dijo:

—Me pregunto si podríamos convencerlos para que colaboraran con Nuestra ciudad de luz.

—No si me quieres —dijo Ferris, el Canciller del Dragón—. Sé poco de música, pero tengo claro qué es lo que estoy harto de escuchar. Abre todas las sesiones del consejo.

—Pero —le sonrió la duquesa—, ¿la has escuchado alguna vez en un trío para trompeta, arpa y viola de amor?

—No; y si tengo suerte no la escucharé nunca. Lástima que no trajeras tu órgano portátil para poder enmudecerlos a todos con Dios me ha calentado el corazón.

—Tendríamos que instalar los cañones en la parte de atrás, y la estampa sería poco afortunada. Si tenéis frío, milord, morded un grano de pimienta.

La sospecha comenzaba a anidar en el corazón de Michael. Diane y lord Ferris parecían conocerse tremendamente bien. ¿Podría haber una conexión íntima entre ellos? Michael intentó decirse que no debía ser tan estúpido. Lord Horn estaba aburriéndolos a Helena y él con una complicada historia sobre cierto banquete de gala al que había asistido, para lo que parecía necesario tocar una y otra vez la rodilla de Michael para enfatizar. Si fuera una mujer, reflexionó Michael, Horn jamás osaría tocarle la rodilla. Si era cierto lo de Diane y Ferris, quizá pudiera organizar la muerte de Ferris. O puede que incluso —desde luego, todavía era un principiante, pero Applethorpe parecía opinar que tenía madera de espadachín— retara al canciller él en persona, sin previo aviso para que Ferris no pudiera emplear a otro que se batiera en su lugar. Aunque el que uno librara sus propios duelos era algo inusitado. ¿Le parecería de mal gusto a la duquesa? ¿O sería la clase de temeraria originalidad que esperaba encontrar en él…?

—Con lo que lord Michael estará de acuerdo, no lo dudo —concluyó complacientemente Horn.

Lord Michael levantó la cabeza al oír su nombre.

—¿Qué? —dijo sin ninguna elegancia.

Riéndose, lady Helena le pegó un golpecito en el hombro con su pompón perfumado y la límpida mirada gris de Horn se clavó en él. Michael sintió una repentina repugnancia por la pescadilla hervida que estaba comiendo.

—Helena, ¿no puedes aprender a controlar tu mascota? —preguntó tentativamente Michael a la joven dama del pompón perfumado.

La risa argéntea de la duquesa era toda la recompensa que necesitaba a cambio de lo que consideraba un loable, magnánimo más bien, control de su temperamento.

***

A Alec le irritaba no ser capaz de conseguir que De Vier quisiera apostar a ver qué barcaza sería la primera en volcar. Tenía todas las probabilidades estudiadas, a juzgar por cómo se conducían esas personas.

—Mira —insistió pacientemente, aun a sabiendas de que De Vier jamás apostaba por nada ni nadie—, te lo pondré fácil. Si crees que…

Pero un toque de cornetas, bien coordinado por el encargado de los fuegos artificiales, ahogó las palabras de Alec. Los sirvientes se afanaban entre las barcazas para apagar todas sus antorchas a la vez. Las embarcaciones se mecían violentamente con sus acciones; los músicos, peor educados que sus señores, blasfemaron. El agua rechazada por los botes mecidos chapaleaba contra la orilla. Del agua surgían risas estremecidas. De repente, se hizo el silencio cuando el primero de los cohetes estalló contra el cielo.

Reventó sobre sus cabezas como una estrella azul, llenando el firmamento de pétalos flamígeros por un asombroso momento antes de comenzar su lánguida desintegración en punta tras punta de fuego abrasador. En ambas márgenes del río se produjo un siseo cuando cayeron las chispas a la negrura que las esperaba, dejando un espectral rastro de humo que se disipó ante sus ojos.

En la consiguiente pausa previa a la siguiente ronda, Richard se volvió hacia su amigo. Pero la mirada de Alec no se había apartado del cielo vacío. Su rostro era una máscara de deseo ciego.

Algunos vecinos se habían unido a ellos en el terraplén por encima del río: tenderos, no eruditos. Llegaron en parejas, cortejándose, quizá, apretados los unos a los otros con los brazos alrededor de la cintura. Alec no reparó en ellos. Tenía la cara bañada de verde y oro mientras se descolgaban guirnaldas de fuego del firmamento.

Un pitido estridente hendió el aire; algunas de las personas que tenían detrás dieron un respingo. En la brecha de silencio floreció un nudo de llamas escarlatas. Se abrió despacio, como despacio se disolvió en una hueste de hilachos, una flor como un árbol en flor, con un corazón dorado que emergía, latente, en su centro. Durante largos y lentos segundos el paisaje entero quedó inundado de escarlata. En esos momentos carmesíes Richard oyó que Alec soltaba un apasionado suspiro y le vio levantar las manos para hundirlas en el fulgor.

El estallido y el chasquido de los fuegos artificiales, resonando de una orilla a otra, dificultaban el percatarse de los pasos. Richard no reparó en la presencia del recién llegado hasta sentir la sutil ondulación de tela a su lado. Su mano descendió como una serpiente y atrapó la mano del intruso, en equilibrio donde la mayoría de los caballeros guardaban sus bolsas. Sin mirar abajo ejerció una presión feroz entre los huesos. Luego se giró despacio para descubrir a quién pertenecían los controlados gorgoritos de dolor.

—Oh —dijo Willie Dedosligeros, sonriéndole sin fuerza pero con encanto—. No sabía que eras tú.

Richard le soltó el brazo y lo vio masajearse el nervio. El ladronzuelo era menudo como un niño y su cara, aunque pálida, era todo candor. Su especialidad eran los allanamientos de morada. Richard lamentaba haberle lastimado la mano importante, pero Willie se lo tomó con filosofía.

—Me has engañado, maese De Vier —dijo—, con esos perifollos. Pensé que serías un banquero. Pero da igual; me alegro de haberte encontrado. Tengo noticias que quizá te interesen.

—Está bien —dijo Richard—. Puedes ver los fuegos artificiales, ya que estás aquí.

Willie miró hacia arriba y se encogió de hombros.

—¿Para qué? Sólo son luces de colores.

Richard esperó a que terminara la ronda siguiente antes de contestar:

—Son endiabladamente caros, Willie; para algo deben de servir.

Era una causa perdida. Los fuegos artificiales ya casi debían de estar terminando y Michael vio que a bordo de la barca con forma de cisne no iba a ser nada más que uno más entre tantos amigos. La duquesa no le prodigaba un trato distinto que a los demás; si acaso, se mostraba más alejada del, puesto que era al que menos conocía. Trasegó malhumorado un vaso de burdeos y picoteó su pato. Por lo menos ella no se había burlado de él como el idiota de Horn, que no había parado de hablar de los fuegos artificiales que había presenciado en días mejores. Horn carecía del ingenio necesario para captar los dobles sentidos de la duquesa. Michael sí, aunque no le estaba sirviendo de nada. Se había reído con sus salidas, pero ella había desviado la mirada hacia lord Ferris.

¿Por qué Ferris? ¿Estaría mejor vestido que Michael? Era más poderoso, eso sin duda; pero a la duquesa no le interesaba la política. Su dinero, su ingenio y su belleza eran cuanto poder necesitaba, pensó Michael. Ferris era moreno mientras que él era rubio. Ferris ni siquiera estaba entero. Había perdido un ojo de pequeño, y lo que era por lo demás un rostro atractivo quedaba descompensado por un llamativo parche negro. Una afectación: al menos podría haber encargado varios de ellos para que hicieran juego con su atuendo. En fin, Ferris tampoco era el único con alguna excentricidad interesante. El propio Michael estaba ya lo bastante implicado en las aventuras de la espada como para provocar un pequeño escándalo. Sólo porque lo ocultara bajo una fachada atildada… Debía encontrar la manera de decirle a la duquesa lo que había hecho siguiendo su sugerencia; alguna forma de quedarse a solas con ella, lejos de los demás…

Se produjo un repentino silencio. Los fuegos artificiales parecían haber terminado. Los demás lanzaban exclamaciones de desilusión, mientras los criados se llevaban el quinto plato y volvían a bajar los laterales del pabellón. La duquesa hizo una seña a un lacayo, que asintió y se dirigió a la popa.

—Si a nadie le importa —explicó a sus invitados—, creo que deberíamos zafarnos de este apiñamiento antes de que intenten irse todos los demás. Sé que lord Ferris tiene otro compromiso esta noche, pero los demás quizá queráis entrar en la casa luego para sacudiros el frío de encima.

—¿Oh? —Lord Horn se arrimó al canciller—. ¿No estaréis invitado a la partidita de cartas de lord Ormsley, por casualidad?

—No. —Ferris sonrió—. Negocios, me temo.

La duquesa se levantó, indicando a sus invitados que no la imitaran.

—Por favor, poneos cómodos. Sólo quiero ir adelante para respirar un poco.

Michael sintió un cosquilleo en la piel. Era como si le hubiera leído la mente. Le daría un momento y después iría tras ella.

***

La traca final fue una carrera de luz y sonido. Los colores se sucedían en arcos extáticos, a cada cual más alto y brillante, hasta que el esplendor se volvió casi insoportable.

Un silencio reverencial y expectante sucedió a la caída de las últimas chispas al río. Pero el cielo permaneció vacío, un manto de estrellas pulcramente doblado sobre el lecho de la noche. Los espectadores se estremecieron y se encogieron de hombros.

Alec se giró por fin hacia Richard.

—¿No crees —preguntó con avidez— que la explosión de un cohete te podría matar?

—Podría —respondió Richard—. Aunque tendrías que estar sentado en la punta.

—Sería rápido —dijo Alec—, y espléndido, a su manera. A menos que uno impidiera la explosión. —Willie Dedosligeros cambió el peso del cuerpo de un pie a otro—. Eh. Hola, Willie. ¿Has venido a desplumar…? —Richard meneó la cabeza, indicando a los comerciantes que tenían detrás—. ¿Has venido a ver los fuegos?

Sonaron de nuevo las trompetas, si bien con menos entusiasmo que al principio. El gentío se dispersaba en la orilla de enfrente. Se estaban volviendo a encender las antorchas de las barcazas, y el cuarteto de cuerda había empezado a hacer un chirriante intento de alegrar el ambiente. En la embarcación con forma de cisne apareció una mujer sobre la proa y se quedó de cara al viento que alborotaba su capa de delicada piel blanca.

—Mira —dijo secamente Alec a Richard—. Ya puedes admirar a la dueña de tu barca preferida. Ésa es la duquesa.

—Es preciosa —dijo Richard, sorprendido.

—Cualquiera lo sería —dijo desdeñosamente Alec— a bordo de una gran barca blanca en medio del río. Tendrías que verla de cerca.

Costaba saber qué era lo que quería decir cuando se expresaba de esa forma, como si se estuviera burlando de sí mismo por hablar y de ti por escuchar. Richard había visto usar ese tono a otros nobles, aunque no, por lo general, con él. Willie Dedosligeros, que nunca había disfrutado de la conversación de ningún noble, carraspeó.

—Maese De Vier…

Les hizo señas, como un niño pequeño que quisiera enseñarles un nido de petirrojos. Los dos hombres lo siguieron hasta una esquina de la pared, a resguardo del viento y de casi todas las miradas.

El ladronzuelo se apartó el mechón de pelo que parecía colgarle siempre por encima de la nariz.

—Ah, a ver. Lo que quería decir es que alguien ha estado preguntando por De Vier las dos últimas noches en el local de Rosalie.

—¿Lo ves? —le dijo Alec a Richard—. Sabía que no deberíamos haber ido adonde Martha… —Aunque era él el que se había empeñado.

—Y este hombre —continuó Willie— tiene dinero, dicen.

—¿En la Ribera? —dijo Alec, alargando las palabras—. Debe de estar loco.

—¿Por qué no se me ha informado antes de esto? —dijo De Vier.

—Ah. —Willie asintió sabiamente—. Verás, está pagando. Está soltando un poco de plata para que la noticia llegue a tus oídos. Dos noches de paga, no está mal.

—¿Quieres que nos mantengamos al margen una noche más? —preguntó el espadachín.

—No. He tenido la suerte de encontrarte, pero seguramente a estas alturas ya habrá otros buscándote.

—Está bien. Gracias por las molestias. —Richard dio algunas monedas al bolsista. Willie sonrió, flexionó sus ágiles dedos y se perdió en la oscuridad.

—Cómo te adoran las gentes sencillas —dijo Alec, mirando en la dirección en que se había ido—. ¿Qué pasa cuando no tienes dinero?

—Confían —respondió Richard— en que me acordaré cuando lo tenga.

***

Se hizo el silencio por un momento cuando la duquesa se fue del pabellón. Todos sus invitados eran sociables por naturaleza, pero la marcha de su anfitriona exigía un hiato de reorganización.

Michael, martirizado, escuchó cómo Chris y lady Halliday hablaban de la revuelta de tejedores en Helmsleigh. Cada segundo era vital; pero no debía salir corriendo tras ella. Consideró al fin que había transcurrido el tiempo suficiente. Imposible como era evadirse sin llamar la atención, bostezó extravagantemente y estiró los brazos hasta donde se lo permitía su chaqueta ajustada.

—¿No estaréis cansado ya, querido? —dijo Horn.

—¿Cansado? —Michael esbozó la más dulce de sus sonrisas. Ahora que estaba a punto de conseguir lo que quería, se podía permitir el lujo de ser tolerante—. ¿Cómo podría estar cansado en tan agradable compañía?

—A mí el vino siempre me da sueño —dijo lady Halliday en un sombrío intento de resultar educada. Lady Helena confesó que a ella también, aunque jamás osaría confesarlo con caballeros delante. Satisfecho porque la atención se había desviado de sus movimientos, Michael empezó a levantarse.

Como un yunque de encaje, la mano de lord Horn cayó sobre su hombro.

—¿Sabéis —le confió Horn inclinándose sobre él— que la primera vez que vi a Ormsley apenas sabía distinguir un as de un comodín? Y ahora celebra partidas de naipes exclusivas en esa enorme monstruosidad que le legó su madre.

Michael murmuró comprensivamente, sin aflojar la tensión de sus músculos.

—¿Supongo —dijo Horn— que no estaréis comprometido esta noche?

—Me temo que sí. —Michael intentó sonreír, con un ojo nerviosamente puesto en la salida. Le pareció atisbar el brillo blanco de las pieles de la duquesa en el exterior. Por lo menos Horn había dejado de tocarlo; pero estaba mirando taimadamente a Michael, como si ambos compartieran algún secreto. Transmitía su travieso encanto con una confianza propia de alguien más joven.

—Qué ocupado estás siempre —suspiró Horn, batiendo sugerentemente las pestañas.

—Todo lo ocupado que puedo —dijo Michael, con la arrogante simpleza que es la antítesis de la coquetería. Vio cómo se paralizaba el rostro de Horn y añadió—: Intento conservar la dignidad.

Fue innecesariamente cruel… e hipócrita, viniendo de alguien al que habían descubierto descolgándose por una ventana. Pero Horn debía aprender alguna vez que habían pasado diez años desde sus días de gloria… y además, la duquesa acababa de reaparecer en la entrada, ruborizada y hermosa, como una diosa del rio, coronada de estrellas. Michael sintió cómo se le encogía el corazón en un duro nudo que resbaló hasta el fondo de su estómago.

—Está nevando —dijo la duquesa—. Qué bonito, y qué contrariedad. Por suerte tendremos comida de sobra si nos demora.

Se sentó con un remolino de pieles. Los diamantes de nieve que punteaban su cabello y sus hombros rutilaron por un momento a la luz de las velas antes de desvanecerse con el calor.

—Bueno, estoy segura de que sois todos demasiado educados como para hablar de mí, así que, ¿qué perlas de conversación me he perdido?

Lady Helena intentó igualar su ingenio, pero se quedó en un intento de frágil afectación:

—Únicamente el deleite de escuchar lo heroico que se mostró Christopher en Helmsleigh.

—Ah. —La duquesa miró a lord Christopher con seriedad—. Los tejedores son importantes.

—Para mi sastre, al menos —dijo jovialmente Horn—. La lana local, según él, pronto se volverá inusitadamente cara. Intenta venderme de oferta todos los colores del año pasado.

Al otro lado de la mesa, lord Ferris enarcó la ceja que no le cubría su parche.

—Cuesto trabajo conservar la dignidad vestido con los colores del año pasado.

Michael se mordió el labio. No era su intención que la frase despectiva que había dirigido a Horn se hiciera pública, y menos que los demás se sumaran a la humillación.

Horn inclinó cortésmente la cabeza.

—Creo que mi sastre y yo llegaremos a un acuerdo. Hace años que me conoce y sabe que no es conveniente jugar conmigo.

El nudo que tenía Michael en el estómago dio un vuelco.

Ferris se dirigió a Diane:

—Supongo que habrá que incluir a lord Christopher en el círculo de lord Halliday, si es que puede decirse de tan insigne canciller que posea algo tan pequeño como un círculo. Pero en nombre de mi cargo no puedo por menos de ensalzar su trabajo en Helmsleigh.

—Sois muy amable —murmuró lord Christopher, asumiendo el estoico aspecto de quienes se ven obligados a recibir cumplidos en público.

—En realidad no —le dijo la duquesa—. Milord Ferris es tremendamente ambicioso, y la primera regla de la ambición es no ignorar jamás a quien haya sido de utilidad.

La risotada general que provocó la agudeza de la duquesa alivió la tensión.

Se sacaron cuatro platos más en aproximadamente una hora de lento remar antes de que se volvieran a encontrar en el embarcadero de Tremontaine. Cuando llegaron todos estaban un poco resfriados, un poco achispados y completamente llenos.

Lo único que quería Michael era apearse de la barcaza y alejarse de aquel grupo tan desastroso. Primero la duquesa lo había embaucado y ahora estaba consiguiendo que pareciera un bobo… y, lo que era peor, que se comportara como tal. Pero Ferris no tenía derecho a coger un comentario privado y esgrimirlo contra Horn de un modo destinado a suscitar resentimientos. Ahora Horn estaba enfurruñado como un chiquillo por una nadería. Si el mismo Horn hubiera sido más sutil, Michael no se habría visto obligado a mostrarse tan franco en su rechazo. Horn pasó el resto del viaje dirigiendo su atención a todas partes salvo a Michael. Michael prefería esto a sus flirteos. El hombre se estaba comportando como si jamás le hubieran dado calabazas, situación que Michael consideraba sumamente improbable.

Pese a los compromisos que lo aguardaban, lord Ferris fue invitado a unirse al grupo en el interior de la mansión de la duquesa para beber algo caliente. Y pese a su deseo de marcharse, Michael sentía que iría en contra de su dignidad irse antes que Ferris. Apuró su ponche de un trago y sintió que con el calor se disolvía en parte el nudo que tenía en el estómago. Cuando Ferris pidió su capa, no obstante, Michael hizo lo propio. Diane dijo todas las cosas que tenía que decir sobre cómo debería quedarse, de verdad; pero no había ninguna luz especial en sus ojos y no la creyó. Los acompañó a él y a lord Ferris hasta la puerta, y allí dejó que Michael volviera a besarle la mano. Sería seguramente el ponche lo que le hizo estremecerse cuando la cogió. La miró a la cara y encontró una sonrisa tan dulce clavada en él que parpadeó para despejarse la vista.

—Mi querido joven —dijo ella—, tenéis que venir más veces. —Eso fue todo. Pero él se demoró fuera bajo el pórtico mientras el mozo le sujetaba pacientemente el caballo, queriendo dar media vuelta y preguntarle si lo decía en serio, o pedirle que se lo repitiera. Se le ocurrió que podía haber extraviado un par de guantes y se encaminó hacia la puerta. A través de ella escuchó una voz, dirigida a Ferris:

—Tony, ¿por qué atormentabas al pobre Horn?

Ferris se rio por lo bajo.

—Te diste cuenta, ¿verdad?

Era una voz de extrema intimidad. Michael conocía bien ese tono. La puerta se abrió y él se refugió en las sombras, para ver la muñeca blanca de la duquesa pegada a los labios de Ferris. Luego ella se quitó una cadena que llevaba al cuello y se la pasó por la boca una vez antes de dársela a él.

Antes de que su reacción pudiera delatarlo, Michael salió de la sombra de la casa y montó a lomos de su caballo. Ahora sabía algo sobre la duquesa que nadie más sospechaba siquiera. Y deseó, en general, estar muerto, o soberanamente borracho.

Bertram pudo satisfacerlo en esto último. Pero mientras bregaba mareado en el agradecido abrazo de su amigo, buscando el olvido, Michael pensaba si podría hacerle daño con ese conocimiento… sólo lo necesario para conseguir lo que quería.