Richard de Vier, el espadachín, se despertó después ese mismo día, en plena tarde. La casa estaba en silencio y hacía frío en la habitación. Se levantó y se vistió enseguida, sin molestarse en encender la chimenea del dormitorio.
Entró sin hacer ruido en el otro cuarto, sabedor de qué tablas eran propensas a crujir. Vio la coronilla de Alec, acurrucado en una silla diván cubierta de arpillera que era de su agrado porque tenía cabezas de grifos talladas en los apoyabrazos. Alec había encendido el fuego y acercado a él la silla. Richard pensó que estaría dormido; pero entonces vio cómo se movía el hombro de Alec y oyó el susurro del papel cuando pasó las páginas de un libro.
Se quedó apoyado en la pared un momento, antes de coger una espada de entrenamiento con la punta roma y empezar a atacar con ella la descascarillada pared de escayola, trazando arriba y abajo una línea imaginaria con precisión rítmica y constante. Se produjo un contraataque desde el otro lado del tabique: tres golpes de un puño pesado provocaron que se estremecieran los restantes desconchones de pintura.
—¿Queréis dejar de armar escándalo? —exigió una voz a través de la pared.
Richard bajó su espada con fastidio.
—Cuernos —dijo—, están en casa.
—¿Por qué no los matas? —preguntó lánguidamente el hombre de la silla.
—¿Para qué? Marie los reemplazaría por otros iguales. Necesita el dinero del alquiler. Por lo menos éstos no tienen críos.
—Cierto. —Primero una larga pierna y luego otra se descolgaron de la silla para plantarse en el suelo—. Es media tarde. Ha dejado de nevar. Salgamos.
Richard lo miró.
—¿A algún sitio en particular?
—El Mercado Viejo —dijo Alec— podría ser divertido. Si todavía estás de humor, después de lo de esos dos.
Richard cogió una espada más pesada y se colocó el cinto. La idea que tenía Alec de la «diversión» era bastante violenta. Empezó a acelerársele el pulso, no de forma desagradable. La gente había aprendido a no meterse con él; ahora deberían aprender a no meterse con Alec. Lo siguió al aire de invierno, que era frío y cortante como una mañana de caza.
Las calles de la Ribera estaban casi desiertas a esa hora del día, y un espeso manto de nieve amortiguaba los sonidos. Las casas más antiguas se habían construido tan cerca unas de otras que sus aleros casi se tocaban por encima de la calle, aleros elaboradamente tallados que proyectaban sombras sobre los últimos desconchones de los escudos de armas pintados en las paredes debajo de ellos. Ninguna carroza moderna podría transitar entre las casas de la Ribera; sus gentes caminaban y se ocultaban en las sinuosas callejuelas, y la Guardia nunca las seguía hasta allí. Los nobles conducían sus espaciosos carruajes por las amplias avenidas iluminadas por el sol de la parte alta de la ciudad, dejando los hogares de sus antepasados para quien decidiera ocuparlos. Muchos se sorprenderían si supieran cuántos de ellos seguían poseyendo derechos sobre las casas de la Ribera; y muy pocos estarían dispuestos a cobrar el alquiler.
Alec olfateó el aire.
—Pan. Alguien está haciendo pan.
—¿Tienes hambre?
—Yo siempre tengo hambre. —El joven se arrebujó en su túnica de erudito. Alec era alto y quizá demasiado delgado, sin la robusta gracia del espadachín. Con las capas de ropa que había apilado bajo la túnica, parecía un paquete mal envuelto—. Hambre y frío. Por eso vine a la Ribera. Me harté del suntuoso esplendor de la vida universitaria. Las copiosas comidas, las rugientes chimeneas de las cómodas aulas… —Una ráfaga de viento barrió la nieve en polvo de un tejado y se la tiró a la cara. Alec maldijo con la elaborada fluidez de un estudiante—. ¡Qué lugar más estúpido para vivir! No me extraña que todo el que tenía dos dedos de frente se marchara de aquí hace tiempo. Las calles son un perfecto cañón de viento entre los dos ríos. Es como pedir que te congelen… Espero que te paguen pronto por ese ridículo duelo, porque casi se nos ha acabado la leña y se me están poniendo los dedos azules.
—Me pagarán —respondió confiadamente Richard—. Mañana recogeré el dinero y compraré leña camino de casa. —Alec llevaba quejándose del frío desde que cayó la primera helada. Mantenía sus aposentos más caldeados de lo que los había tenido jamás Richard y aun así tiritaba y se pasaba el día entero envuelto en mantas. Cualquiera que fuese la parte del país de la que procedía, seguramente no serían las montañas del norte, ni la casa de un hombre pobre. Hasta el momento todas las pruebas del pasado de Alec eran circunstanciales: cosas como el fuego, y el acento, y su incapacidad para luchar, denotaban nobleza. Pero al mismo tiempo tampoco tenía dinero, ni título ni conocidos, y el atuendo de la Universidad colgaba de sus hombros caídos como si ése fuera su sitio. La Universidad era para los eruditos sin dinero, o para las personas inteligentes que aspiraban a superarse y conseguir algún puesto como secretario o tutor de la nobleza.
—De todos modos —dijo Richard—, pensaba que la otra noche le habías sacado un montón de dinero a Rodge jugando a los dados.
—En efecto. —Alec aflojó un borde de su capa para hacer como si barriera con la mano derecha—. Lo recuperó a la noche siguiente. De hecho, le debo dinero; por eso no vamos al local de Rosalie.
—No pasa nada; sabe que yo respondo por ello.
—Hace trampas —dijo Alec—. Todos las hacen. No sé cómo pueden hacerse trampas sin cargar los dados, pero en cuanto lo averigüe pienso desplumar a Rodge y sus apestosos amigos.
—No lo hagas —dijo Richard—. Eso es para gente de su calaña, no para (i. No hace falta que hagas trampas, eres un caballero.
Nada más pronunciar esas palabras supo que no debería haber dicho nada. Sintió la tensión de Alec, paladeó casi la frialdad azul del aire entre ellos. Pero Alec se limitó a decir:
—¿Un caballero, Richard? Qué bobada. Sólo soy un pobre estudiante que fue lo bastante estúpido como para pasar el tiempo entre sus libros en vez de dedicarlo a beber y aprender a trucar los dados.
—Bueno —dijo con ecuanimidad De Vier—, está claro que estás recuperando el tiempo perdido.
—Ni que lo digas. —Alec sonrió con sombría satisfacción.
El Mercado Viejo no era viejo, como tampoco era un mercado propiamente dicho. Se había vaciado un cuadrado de casas otrora elegantes a nivel del suelo, de modo que cada edificio estaba abierto en su fachada. Producía el efecto de una serie de pequeños escenarios contenidos en una caja, donde cada uno de ellos albergaba una chimenea y un grupo de ribereños reunidos alrededor, con las manos bajo las axilas o tendidas al fuego, enfrascados en lo que sólo sin ser estrictos se podría calificar de mercadeo: partidas de dados por aquí, coqueteos por allá, bebida e intentos por venderse mutuamente objetos robados, mientras el frío les hacía cambiar el peso del cuerpo de un pie a otro.
Alec se detuvo de repente delante de uno de ellos.
—Aquí —dijo—. Entremos aquí.
No había nada que lo distinguiera de los demás. Richard lo siguió hasta la chimenea. Los movimientos de Alec eran lánguidos, con una gracia estudiada que el ojo del espadachín reconocía como la carga de una tensión febril contenida. Otras personas la percibían también, aunque lo que opinaban de ello era difícil de decir. La Ribera estaba acostumbrada a la gente de aspecto extraño y genio más extraño todavía. La mujer que estaba más cerca de Alec se apartó nerviosa, renunciando a su puesto junto al fuego. Al otro lado de éste, un hombre bajo con un trapo enrollado alrededor de su cabello rubio dejó de tirar los dados y levantó la cabeza.
—Vaya, mirad quién ha venido —dijo con un suave gañido—. Maese Erudito. —Un largo destello de metal fluyó desde su costado hasta su mano—. Pensaba que te había dicho anoche que no quería volver a ver tu cara.
—Estúpida cara —lo corrigió Alec con altanera condescendencia—. Dijiste que no querías volver a ver mi estúpida cara por aquí. —Alguien soltó una risita nerviosa. La gente se había apartado del jugador con la espada desenvainada. Sin volver la cabeza, el hombre tendió la mano a su espalda y asió la muñeca de una mujer pequeña y bonita. La arrastró hasta su costado como si fuera un pez enganchado en el anzuelo y la retuvo allí, acariciándole un seno. Sus ojos, por encima de la cabeza de la mujer, retaban a reaccionar a cualquiera—. Qué bien —dijo Alec, sarcástico—. Conocí una vez a un hombre que podía adivinar qué carta habías sacado del mazo sin mirar.
—Qué bien. —El hombre imitó su acento—. ¿Eso es lo que os enseñan en la Universidad, erudito, trucos de cartas?
Los músculos se tensaron en torno a la boca de Alec.
—En la Universidad no le enseñan nada a nadie. Tuve que aprender por mi cuenta a reconocer a las personas que tienen estiércol en vez de cerebro. Pero creo que se me da muy bien, ¿no?
La muchacha chilló cuando el brazo de su captor le aplastó el busto.
—Te vas a ir —gruñó el hombre a Alec— antes de que cuente hasta tres. —Tenía flecos de saliva en la comisura de los labios.
A su espalda, las voces murmuraban:
—Seis a que se larga a la de dos…
—… a la de tres…
—Seis a que se queda…
Alec no se movió del sitio, con la cabeza echada hacia atrás, observando al otro por encima de su nariz.
—Uno —contó el hombre—. Dos.
—¡Muévete, payaso! —gritó alguien—. ¡Brent te matará!
—Pero si tengo que quedarme para echarle una mano —dijo Alec con educada sorpresa—. Ya veis que se le ha atragantado el siguiente. Es «tres» —informó amablemente—. El que va después de «dos».
Brent tiró a la joven a un lado.
—Desenvaina —gruñó—, si tienes espada.
El hombre flaco vestido con la túnica de erudito enarcó las cejas.
—¿Y si no la tengo?
—Bueno. —Brent rodeó lentamente la chimenea con el paso seguro de un espadachín—. Sería una lástima.
Había recorrido la mitad de la distancia que lo separaba del erudito cuando habló uno de los espectadores.
—Es mi pelea —dijo con voz clara, de forma que todos lo oyeran.
Brent le echó un vistazo. Otro espadachín. Más difícil de matar, pero mejor para su reputación.
—Vale —ronroneó en su insinuante gañido—. Me ocuparé de ti primero y luego acabaré con don Erudito.
Richard se echó la capa alrededor de un brazo. Una mujer que estaba cerca de él lo miró a la cara y se quedó sin aliento.
—¡De Vier! —Ya se había corrido la voz; la gente se apelotonaba para ver; se cruzaban apuestas. Al mismo tiempo que retrocedían hacia las paredes para dejar sitio a los combatientes, los espectadores no cesaban de agitarse; unos cuantos se escabulleron para decir a sus amigos que vinieran a presenciar el duelo. Los recién llegados se agolpaban frente a la fachada abierta del edificio.
Richard no les prestó atención. Era consciente de Alec, a salvo en un lateral, con los ojos muy abiertos y brillantes, despreocupada su postura.
—Ahí tienes el tercero del día —dijo Alec, complacido—. Mátalo.
Richard empezó como solía, sometiendo a su adversario a una serie de ataques sencillos, parando el contraataque casi distraídamente. Eso daba al otro la oportunidad de estudiarlo a su vez, pero por lo general sólo servía para ponerlos nerviosos. Brent era rápido, con el sexto sentido de los buenos espadachines para intuir lo que se avecinaba; pero su defensa flaqueaba seriamente a la izquierda, pobre desgraciado. Practicando algunos ejercicios adecuados podría haberlo solucionado. Richard fingió no haberse percatado y lo acosó por la derecha. Consciente de que estaba siendo sometido a prueba, Brent intentó volver las tornas del combate para tomar la ofensiva. Richard no se lo consintió. Eso ofuscó a Brent; esforzándose por conseguir el control, empezó a precipitarse en sus estocadas, como si por medio de la velocidad pudiera sorprender a De Vier y forzarlo a defender.
Ahora las espadas chocaban cada vez más deprisa. Era el tipo de duelo que más agradaba a los espectadores: rápidas sucesiones de golpes, sin mucha deliberación antes de la siguiente serie de movimientos. La mujer que había retenido Brent observaba, maldiciendo lenta y metódicamente entre dientes, con los dedos enlazados. Otros eran más estruendosos, profiriendo voces de aliento, apuestas y comentarios de experto, con sus explicaciones sirviendo de telón de fondo al combate.
A través de su escudo de concentración Richard oía las voces, aunque no las palabras que pronunciaban. Conforme se prolongaba la pelea y absorbía las manías de Brent, empezó a ver no una personalidad sino un conjunto de obstáculos a eliminar. Sus acciones se volvieron menos ociosas, más comprometidas. Era lo único que le echaban en cara los espectadores expertos: una vez conocía a un hombre, rara vez se divertía con él en un alarde de técnica, sino que prefería rematarlo cuanto antes.
En dos ocasiones dejó escapar Richard la oportunidad de tocar el brazo izquierdo de Brent. Ya no estaba interesado en las heridas. Otros espadachines habrían practicado el corte para beneficiarse de cualquier ventana que les pudiera reportar; pero la marca de la casa que daba reputación a De Vier era su habilidad para matar con una sola herida limpia. Brent sabía que estaba luchando por su vida. Aun los espectadores guardaban silencio ahora, escuchando los jadeos de los dos hombres, el raspar de sus bolas y el repicar de sus espadas. Por encima del pesado silencio, la voz de Alec se arrastró de forma audible:
—No has tardado nada en asustarlo, ¿eh? Ya te dije que sabía reconocerlos.
Brent se quedó helado. Richard aporreó su hoja, para recordarle dónde estaba. La parada de Brent fue feroz; a punto estuvo de tocar el muslo de De Vier con su contraataque, y Richard tuvo que retroceder. Golpeó la roca con su talón. Descubrió que tenía a su espalda una de las piedras que rodeaban el fuego. No era su intención ceder tanto terreno; Alec lo había distraído también a él. Ya estaba tan acalorado que no sentía las llamas; pero estaba decidido a conservar sus botas. Clavó el talón e intercambió una serie de estocadas con Brent valiéndose únicamente de su brazo. Aplicó la fuerza y a punto estuvo de liberar la espada del otro de su presa. Brent hizo una pausa, preparando otro ataque, vigilando el suyo con atención. Richard se agachó abiertamente hacia la izquierda, y cuando Brent acometió la defensa De Vier subió siguiendo su brazo y le atravesó la garganta.
Se produjo un destello azul cuando la espada salió de la herida. Brent se había quedado con el cuerpo crispado; se inclinó ahora hacia delante, con la tráquea hendida silbando a causa del torrente de sangre y aire. Alec tenía la cara pálida, sin expresión. Se quedó mirando fijamente al hombre moribundo, largo rato, como si quisiera imprimir la escena en sus ojos.
En medio de la algarabía de la consumación del combate, Richard se hizo a un lado para limpiar su espada, haciéndola girar rápidamente en el aire para que la sangre saliera despedida de su superficie y aterrizara en la nieve.
Un hombre se acercó a Alec.
—Menuda pelea —dijo en tono amigable—. ¿La causaste tú?
—Sí.
El hombre señaló al espadachín que estaba en la calle.
—¿Me vas a decir que ese joven de ahí es realmente De Vier?
—Sí.
Alec parecía atontado por el combate, aplacada la fiebre que lo había impulsado por la muerte de su oponente, embotado ahora en una lánguida paz. Pero cuando regresó De Vier habló en su acostumbrado tono irónico.
—Enhorabuena. Te pagaré cuando sea rico.
Todavía faltaba una cosa por hacer, y Richard la hizo.
—Olvídalo —dijo en voz alta, para que lo oyeran quienes estaban más cerca—. Que aprendan a dejarte tranquilo.
Cruzó en dirección a Alec junto a la chimenea, pero una mujer diminuta, la que había retenido Brent, se plantó delante de él. Tenía los ojos enrojecidos, el semblante pálido y lleno de manchas. Miró fijamente al espadachín y empezó a tartamudear furiosamente.
—¿Qué sucede? —preguntó él.
—¡Me debes una! —explotó la mujer al fin—. Eee-ese hombre está mmm-muerto, ¿y dónde voy a encontrar a otro?
—En el mismo sitio donde lo encontraste a él, supongo.
—¿Cómo voy a conseguir el ddd-dinero?
Richard la miró de arriba a abajo, de sus ojos pintados a sus medias chabacanas, y se encogió de hombros. La mujer giró el hombro en dirección a su pecho y le guiñó el ojo.
—Soy buena —grajeó—. Podría trabajar para ti.
Alec dedicó una sonrisa burlona a la joven.
—Tropezaría contigo. Me pasaría todo el rato pisándote sin querer en la oscuridad.
—Lárgate —dijo Richard—. No soy ningún chulo.
La mujer pisoteó el suelo.
—¡Bastardo! ¡Aunque estemos en la Ribera, te echaré encima a la Guardia!
—Ni loca te acercarías a la Guardia —dijo Richard, aburrido—. Te llevarían al Tajo antes de que pudieras abrir la boca. —Se volvió hacia su amigo—. Dios, qué sed tengo. Vamos.
Esta vez llegaron hasta el umbral antes de que otra mujer parara a Richard. Era una brillante pelirroja de alarmante belleza, con el maquillaje expertamente aplicado. Su capa era de terciopelo burdeos, envuelta con gracia para disimular el punto donde estaba raída. Apoyó las yemas de los dedos en el brazo de Richard, acercándose a él más de lo que éste solía permitir.
—Ha sido prodigioso —dijo con gutural confianza—. Cuánto me alegro de haber visto el final.
—Gracias —respondió él cortésmente—. Te lo agradezco.
—Me parece muy bien —dijo ella—. Le diste una buena oportunidad, no jugaste con él mucho tiempo.
—He aprendido varios trucos dejando que primero me enseñen lo que saben.
La mujer le dedicó una cálida sonrisa.
—No eres tonto. Mejoras cada año. Nadie puede impedir que consigas lo que quieres. Yo podría…
—Perdón —interrumpió Alec desde las profundidades de un tedio insondable—, pero ¿ésta quién es?
La mujer se giró y le dirigió una mirada rodeada de largas pestañas.
—Me llamo Ginnie Vandall —dijo con brusquedad—. ¿Y tú?
—Mi nombre es Alec. —Se fijó en las borlas de su dobladillo—. ¿Quién es tu chulo?
Los labios formaron una delgada línea de carmín, y el momento de las respuestas mordaces vino y se fue. Sabedora de que había pasado, volvió a dirigirse a Richard y dijo solícita:
—Cielo, debes de estar muerto de hambre.
De Vier se encogió de hombros educadamente.
—Ginnie —preguntó—, ¿está trabajando Hugo?
Ella hizo un mohín ensayado y lo miró a los ojos.
—Hugo siempre está trabajando. Pasa tanto tiempo fuera que me pregunto por qué sigo con él. En la Colina lo adoran… a veces pienso que demasiado.
—A Richard nadie lo adora —dijo Alec con voz cansina—. Siempre están intentando matarlo.
—Hugo es espadachín —le dijo Richard—. Muy bueno. Ginnie, cuando lo veas dile que tenía toda la razón acerca del tajo derecho de Lynch. Anoche me fue sumamente útil.
—Ojalá pudiera haberlo visto.
—Sí, lástima. La mayoría no supo qué ocurría hasta que acabó todo. Alec, ¿no quieres comer algo? En marcha. —Con paso firme volvió a la calle, en medio de la nieve salpicada de sangre. Sam Bonner se cruzó con ellos, completamente ebrio, y se olvidó de su objetivo a la vista de la mujer vestida de terciopelo que se había quedado abandonada en el portal.
—¡Ginnie, moza! ¿Cómo está el culo más bonito de toda la Ribera?
—Aterido —repuso Ginnie Vandall—, borrachín estúpido.