A mediodía, se podía contar con que casi todos los nobles de la Colina estuvieran despiertos. La Colina se erguía señorial sobre el resto de la ciudad, llena de mansiones, céspedes ajardinados, puertas elaboradas y embarcaderos particulares en la parte más limpia del río. Sus calles se habían construido expresamente lo bastante amplias y llanas para acomodar los carruajes de los nobles, poco después de que se inventara el carruaje. Por lo general, las mañanas en la Colina discurrían entre ociosos intercambios de notas redactadas en papeles de colores, perfumados y doblados, leídas y compuestas en diversos estados de desnudez sobre tazas de rico chocolate y crujientes triángulos de tostadas (toda la comida que se podía asimilar tras una noche de juerga); pero la mañana posterior al duelo en el jardín, con los sucesos de la noche listos para ser comentados, nadie tenía la paciencia de esperar una respuesta, por lo que las calles estaban desacostumbradamente atestadas de carruajes y peatones de postín.
El duque de Karleigh se había ido de la ciudad. Según se había podido averiguar, el duque había abandonado la fiesta de lord Horn cuando todavía no hacía ni una hora de la pelea, había ido a su casa, llamado a su carruaje a pesar de la nieve y partido antes del alba en dirección a la hacienda que tenía en el sur sin decir una palabra a nadie. El primer espadachín que se había enfrentado a De Vier, un hombre llamado Lynch, había muerto en torno a las diez de esa mañana, de modo que no se le podía preguntar si lo había contratado Karleigh para el duelo, aunque la repentina partida del duque ante la derrota de Lynch así parecía confirmarlo. De Vier se había esfumado en la Ribera, pero se esperaba que quienquiera que lo hubiera empleado saliera de un momento a otro a la luz para reclamar la distinguida y elegante victoria sobre Karleigh. Hasta el momento, nadie había roto el silencio.
En el ínterin, lord Horn estaba armando un buen escándalo por el uso que se había dado a sus jardines, y no digamos la pérdida del espadachín de su casa, el impetuoso De Maris; pero eso, como hizo ver lady Halliday a la duquesa de Tremontaine, significaba ni más ni menos lo que se suponía que significaba. Sin duda Horn estaba intentando prolongar la notoriedad de que había investido el suceso a su, por lo demás, ordinaria fiesta durante tanto tiempo como le fuera posible. Las dos damas habían estado allí, junto con la mayor parte de los mayores aristócratas de la ciudad, muchos de los cuales se sabía que habían discutido con Karleigh en uno u otro momento.
—Por lo menos —dijo la duquesa, ladeando su elegante cabeza—, parece que nos hemos librado de milord Karleigh para el resto del invierno. No puedo agradecer lo bastante ese servicio a su misterioso oponente. Qué hombre más odioso. ¿Sabes, Mary, cómo me insultó el año pasado? Bueno, mejor que no lo sepas; pero te garantizo que no lo olvidaré nunca.
Mary, lady Halliday, sonrió a su compañera. Las dos mujeres estaban sentadas en la soleada habitación de la mañana de la casa que tenía Halliday en la ciudad, bebiendo diminutas tazas de chocolate amargo. Ambas estaban ataviadas con ondeantes metros de suaves y exquisitos brocados, lo que les confería el aspecto de dos diosas surgidas de la espuma. Sus peinados, el uno castaño y el otro platino, eran impecables, delicadamente depiladas sus cejas. Las yemas de sus dedos, redondas y suaves, asomaban sin cesar entre los encajes como pequeñas conchas rosas.
—De modo —concluyó la duquesa— que no es de extrañar que por fin alguien se sintiera lo bastante afrentado como para echarle encima a De Vier.
—No precisamente encima —la corrigió Mary Halliday—. A fin de cuentas, el duque tuvo tiempo de buscarse otro espadachín que aceptara el desafío.
—Lástima —gruñó la duquesa.
Lady Halliday sirvió más chocolate, musitando:
—Me pregunto a qué se debería todo. De tratarse de algo ingenioso o divertido, la discusión no se habría mantenido tan en secreto… Como el último duelo del pobre Lynch, cuando el primogénito de lord Godwin lo contrató para enfrentarse al campeón de Monteith acerca de cuál de sus amantes era más bella. Eso estuvo bien; aunque claro, no fue a muerte.
—Los duelos sólo son a muerte cuando lo que hay en juego es una de estas dos cosas: poder o dinero.
—¿Qué hay del honor?
—¿Qué se puede comprar con honor? —preguntó cínicamente la duquesa.
Lady Halliday era una joven tímida y callada desprovista del popular talento para las conversaciones ingeniosas de su amiga. Solía mantener la voz baja, suave el discurso; justo lo que todos los hombres afirmaban buscar en una mujer, aunque luego no los atrajera tanto en los salones. Sin embargo, se decía que su boda con el viudo Basil, lord Halliday, célebre aristócrata de la ciudad, había sido un matrimonio por amor, por lo que la sociedad estaba preparada para atribuirle características ocultas. No era, de hecho, estúpida bajo ningún pretexto, y si respondía a la duquesa con cavilosa parsimonia era tan sólo porque estaba, como tenía por costumbre, midiendo sus palabras frente a las ideas que las respaldaban.
—Creo que el honor se emplea para indicar tantas cosas distintas que nadie puede estar seguro de lo que significa realmente. Sin duda el joven Monteith afirmó que daba su honor por restañado cuando Lynch ganó la pelea, mientras que, en privado, Basil me confió que consideraba todo aquel asunto un innecesario ejercicio de escándalo.
—Eso se debe a que el joven Monteith es un idiota, y tu marido un hombre sensato —dijo con firmeza la duquesa—. Supongo que lord Halliday ve con mejores ojos este duelo de Karleigh; al menos se ha conseguido algo práctico.
—Más que eso —dijo lady Halliday. Había bajado la voz y se inclinó un poco sobre las fíbulas de encaje hacia su amiga—. Le complace enormemente que Karleigh haya abandonado la ciudad. Ya sabes que el Consejo de los Lores elige de nuevo a su presidente esta primavera. Basil quiere salir reelegido.
—Y en justicia —dijo rotundamente Diane—. Es el mejor Canciller de la Creciente que ha tenido la ciudad en décadas… El mejor, dicen algunos, desde la caída de la monarquía, lo que es un cumplido por demás generoso. ¿No esperará ninguna complicación en su reelección?
—Eres muy amable. La ciudad lo adora, por supuesto… pero… —Se inclinó todavía más, sosteniendo su taza de porcelana a una distancia segura—. Debo confesarte una cosa. Lo cierto es que abundan las complicaciones. Milord… Basil… ha ostentado la Creciente tres veces consecutivas. Pero al parecer hay una ley que establece que nadie puede ocupar el cargo durante cuatro períodos seguidos.
—¿Sí? —dijo vagamente la duquesa—. Qué contrariedad. En fin, seguro que a nadie le importa.
—Milord espera someterlo a votación en primavera. El Consejo en pleno podría decidir anular la ley en este caso. Pero el duque de Karleigh lleva todo el invierno haciendo contactos subrepticiamente, recordando la ley a todo el mundo, propagando todo tipo de disparates sobre el peligro que entraña demasiado poder en las manos de un solo noble. Como si milord quisiera utilizar ese poder… ¡cómo si pudiera, cuando dedica todas sus fuerzas a mantener unido el estado! —La taza de lady Halliday repicó sobre su platillo; la enderezó y dijo—: Comprenderás por qué complace a milord la marcha de Karleigh, siquiera por un par de meses.
—Sí —dijo en voz baja la duquesa—; supuse que lo complacería.
—Pero, Diane… —Lady Halliday apresó su mano de improviso en un elocuente siseo de encajes—. Tal vez no baste con eso. Estoy tan preocupa da. Debe conservar la Creciente, no ha hecho sino empezar a conseguir lo que se proponía; perderla ahora, siquiera por un mandato, supondría un mazazo tremendo para él y para la ciudad. Posees Tremontaine por derecho propio, podrías votar en el Consejo si quisieras…
—Calma, Mary… —Sonriendo, la duquesa soltó su mano—. Sabes que nunca me meto en política. El difunto duque no lo habría querido.
Cualquier súplica añadida que hubiera podido hacer lady Halliday fue prevenida por el anuncio de otros dos invitados, los Godwin, que fueron presentados con la mayor prontitud.
No era habitual que lady Godwin estuviera en la ciudad en invierno; era una entusiasta de la campiña y, superada ya esa etapa de la vida en que los deberes sociales requerían su presencia en la ciudad, pasaba la mayor parte de su tiempo junto a su marido, supervisando la gran casa y los terrenos que poseían los Godwin en Amberleigh. La responsabilidad de representar los intereses de la familia en la ciudad y en el Consejo de los Lores recaía sobre el heredero de lord Godwin, su único hijo, Michael. El nombre de lord Michael estaba rodeado de la agradable aura de escándalo que le corresponde a un joven noble que no tenía por qué tener demasiado cuidado con lo que decían sobre él. Era un joven excepcionalmente apuesto, y él lo sabía. Sus relaciones eran numerosas, pero siempre dentro del buen gusto; se podía decir que eran sus excesos sociales más distinguidos, pues evitaba los del juego, las peleas y la moda.
Escoltó a su madre al interior de la estancia, hijo solícito y acicalado de los pies a la cabeza. Había asistido a fiestas celebradas por la duquesa y por los Halliday, pero no estaba lo bastante familiarizado con ninguna de las dos damas como para haberlas visitado en privado.
Su madre estaba saludando a sus amigas con besos, con las tres mujeres empleando el nombre de pila de las demás. La siguió con una reverencia adecuada y un beso en la mano, murmurando sus títulos. Diane de Tremontaine dijo por encima de su cabeza inclinada:
—Qué encantador resulta encontrar un joven dispuesto a visitar a unas damas a una hora decente y de forma convencional.
—Apenas decente —la corrigió Mary Halliday— con nosotras vestidas todavía en ropa de mañana.
—Un atuendo tan adorable que no deberíais cambiaros nunca —le estaba diciendo Lydia Godwin; y a Diane—: Por supuesto, ha sido muy bien educado… y la ciudad no ha alterado sus modales, diga lo que diga su padre. Puedo fiarme de ti, ¿verdad, Michael?
—Desde luego, madame —respondió automáticamente ante su tono de voz. No había oído nada desde el comentario de la duquesa, ácido y picante. Le sorprendía que una mujer de su rango estuviera lo bastante al corriente de sus aventuras como para hacer una observación tan aguda, y le impresionaba la audacia que demostraba al hacerla delante de las demás. Las mujeres estaban hablando ahora de la estación y de los cultivos de cereales de su padre, mientras él la recorría con sus ojos de largas pestañas. Era hermosa, delicada y elegante, con la auténtica fragilidad aristócrata que todas las modernas damas de la ciudad se esforzaban por afectar. Sabía que debía de estar más cerca de la edad de su madre que de la de él. Su madre se había permitido sucumbir a la gordura. La hacía parecer cómoda; esta señora parecía cautivadora. De repente Diane cruzó la mirada con él. Se la sostuvo por un momento, imperturbable, antes de volverse hacia su madre y decir:
—¡Y ahora, sin duda, estás disgustada por haberte perdido el baile de invierno de Horn! Yo a punto estuve de padecer una jaqueca en el último minuto, pero ya había encargado el vestido y, ¿dónde si no va a vestir una de blanco en esta época del año? ¡Pobre Horn! ¡He oído que alguien va diciendo por ahí que fue él mismo el que contrató dos espadachines, para entretener a sus invitados!
—No será un «alguien» muy considerado —intervino lord Michael—, si tenemos en cuenta cómo formó equipo el espadachín de su casa con maese Lynch frente a De Vier…
—¡Qué a pesar de todo salió victorioso! —le interrumpió su madre—. Desearía haberlo visto. Tengo entendido que cada vez resulta más complicado emplear a De Vier para que combata por uno. —Suspiró—. Últimamente a los espadachines se les está subiendo el éxito a la cabeza, o eso he oído. La primera vez que vine a la ciudad, lo recuerdo, había un hombre llamado Stirling… uno de los hombres más ricos de la calle Teviot, con una casa enorme y jardines… era espadachín, uno de los mejores, y recibía un pago acorde. Pero nadie tenía que preguntarle si le apetecía luchar un día en concreto; se le enviaba el dinero y él hacía su trabajo.
—Madre —le tomó el pelo Michael—, ¡no sabía que fueras una apasionada de la esgrima! ¿Quieres que busque a De Vier para tu cumpleaños?
—Vamos, ¿con quién iba a combatir en Amberleigh? No seas ridículo, tesoro —dijo ella con afabilidad, dándole una palmadita en la mano.
—Además —dijo lady Halliday—, es más que probable que no acepte cumpleaños. —Sus amigas parecieron sobresaltarse ante este pronunciamiento, viniendo de ella—. Bueno, habréis oído la historia, ¿no es así? ¿Acerca de lord Montague y la boda de su hija? —Para su consternación respondieron que no la habían oído, y se vio obligada a comenzar—: Era su única hija, veréis, así que no le importaba el precio, quería contratar al mejor espadachín para que formara parte de la guardia ante el altar… Pero si fue el verano pasado, seguro que habéis… Oh, está bien. De Vier había combatido antes para Montague, de modo que hizo llamar al hombre a su casa… bueno, a su estudio, supongo… para pedírselo como es debido, sin que nadie pensara que había algo turbio detrás… no hace falta que os diga lo nerviosa que se pone la gente con las espadas antes de una boda… así que Montague le ofreció el trabajo, pura formalidad, ni siquiera tendría que hacer nada. Y De Vier lo miró, con toda cortesía, por lo que nos dijo Montague, y respondió: «Gracias, pero ya no acepto bodas».
Lady Godwin meneó la cabeza.
—Lo que os decía. Stirling sí que hacía bodas; estuvo en la de Julia Hetley, me acuerdo. Quise que estuviera en la mía, pero para entonces ya huiría muerto. Ahora no sé a quién contratamos.
—Milady —dijo Michael, con esa sonrisa maliciosa que ella siempre había encontrado irresistible—, ¿debería empuñar la espada para complaceros? Podría contribuir a aumentar la fortuna de la familia.
—Como si necesitara contribución alguna —dijo secamente la duquesa—. Supongo que así te ahorrarías los gastos de contratar un espadachín para que librara tus inevitables disputas románticas, milord. Pero ¿no eres un poco mayor como para empezar a aprender ahora?
—¡Diane! —farfulló su madre. Esta vez él dio gracias por su rápida intervención. Pugnaba por reprimir su sonrojo, uno de los inconvenientes de su tez pálida. Aquella dama era demasiado atrevida, aprovechaba la confianza con su madre para burlarse de él… No estaba acostumbrado a las mujeres a las que no les importaba agradarle—. Michael, pensar siquiera algo así demuestra que eres un cabeza de chorlito y, Diane, no debes incitarlo a luchar, seguro que con sus amigos le basta y le sobra. Oh, sí, sin duda a lord Godwin le encantaría enterarse de que su heredero empuña la espada como si de un matón callejero cualquiera se tratara. Nos encargamos de que tuvieras toda la formación necesaria cuando eras pequeño. Luces tu espada de adorno con garbo, sabes bailar sin enredarte las piernas en ella, y eso debería ser suficiente para cualquier caballero.
—Ahí tenemos a lord Arlen —dijo lady Halliday—. No me diréis que no es un caballero.
—Un excéntrico, eso es lo que es Arlen —dijo con firmeza lady Godwin—, y notablemente anticuado. Seguro que a ningún joven de la edad de Michael se le pasaría algo así por la cabeza.
—Seguro que no, Lydia —decía con talante conciliador la exquisita duquesa—. Y además, lord Michael es un hombre con estilo. —Para sorpresa del aludido, la mujer le sonrió, cálida y directamente—. Sé de hombres que serían capaces de hacer lo que fuera con tal de molestar a sus padres. Qué suerte tienes, Lydia, al tener un hijo en el que poder confiar que siempre te respetará. Estoy segura de que no podría hablar en serio de empuñar la espada, como no haría ninguna otra cosa tan igualmente ridícula… Asistir a la Universidad, por ejemplo.
La conversación derivó hacia vástagos famosos, privando eficazmente a Michael de intervenir en ella. En otro momento habría escuchado ávidamente y con cierta diversión mientras hablaban de varios de sus amigos y conocidos, para poder acumular anécdotas que repetir en las partidas de cartas. Pero aunque no se reflejaba nada de ello en su porte agradable y su rostro atractivo, lord Michael se sentía taciturno por momentos y se preguntaba de qué manera podría escabullirse sin ofender a su madre, a la que había prometido acompañar en todas y cada una de sus visitas del día. El grupo de mujeres, que no hacían ningún esfuerzo por incluirlo, lo hacía sentir no tanto como si volviera a ser un niño —pues había sido un niño muy apuesto y los adultos siempre se habían parado a contemplarlo— sino como si se hubiera topado con un corro de desconocidas, todas ellas charlando animadamente en un idioma extranjero; o como si fuera un fantasma en el cuarto, o un mueble tan inútil como falto de interés. Aun la fascinante duquesa, pese a resultar evidente que no era ajena a su interés, optaba por racanearle su atención. En estos instantes, por ejemplo, parecía estar mucho más absorta en la serie de historias que estaba relatando su madre acerca de uno de sus lunáticos primos. Puede que pronto volviera a verla, en circunstancias más favorables. Sólo para renovar el contacto, desde luego; encontraba emocionante la posesividad de su nueva aventura y aún no estaba dispuesto a prescindir de ella.
Retomaron, por fin, la más interesante cuestión de si lord Horn habría tenido algo que ver con el combate en sus jardines. Michael pudo acotar juiciosamente:
—Bueno, espero que esta posibilidad no llegue a oídos de Horn. Es probable que se sienta agraviado y contrate otro espadachín para ocuparse de los chismosos.
Las finas cejas de la duquesa se alzaron en arcos gemelos.
—¿Oh? ¿Estás íntimamente familiarizado con el caballero y sus costumbres?
—No, madame —respondió él, disimulando con un alarde de sorpresa la incomodidad que le producía su desafío—. Pero sé que es un caballero; no creo que le entusiasmara la idea de que habría enfrentado intencionadamente dos espadachines contra uno, ya fuera en disputa privada o para agradar a sus invitados.
—Bueno, probablemente en eso tengas razón —concedió la duquesa—, tanto si lo hizo realmente como si no. Horn ha mimado tanto su reputación en los últimos años… Seguramente negaría ser un ladrón de miel aunque lo pillaran con los dedos dentro del tarro. Era mucho más simpático cuando todavía tenía algo en que ocupar su tiempo.
—¿Es que ahora no está tan atareado como cualquier otro noble? —preguntó lady Halliday, convencida de que se le escapaba alguna conexión de vital importancia. Lydia Godwin no dijo nada, sino que se limitó a mirarse los nudillos con el ceño fruncido.
—Por supuesto —dijo generosamente Diane—, tú todavía no habías venido a la ciudad, Mary. ¡Querida, cómo nos confunden los rumores! No sabrás que hace unos años lord Horn era la belleza del lugar. Consiguió llamar la atención de lord Galing, que Dios lo tenga en su gloria, quien por aquel entonces estaba acumulando peso en el Consejo, aunque no tenía muy claro qué hacer con él. Horn se lo explicó. Formaron una poderosa combinación durante algún tiempo, Horn con su ambición y Galing con su talento. Llegué a temer… al igual que mi esposo, desde luego… que Galing pudiera ser elegido Canciller. Pero Galing murió, en buena hora, y la influencia de Horn se ha desvanecido. Estoy segura de que eso lo mortifica. Seguramente sea ése el motivo de que insista en celebrar unas fiestas tan ostentosas. Su estrella se ha apagado definitivamente: le falta el dinero para seguir entregándose a sus extravagancias. ¡Tampoco es que lord Halliday quiera enfrentarse a más distracciones, claro que no!
Mary Halliday esbozó una sonrisa primorosa, con el color de sus mejillas reflejando las cintas rosas de su gorro. Lady Godwin levantó la cabeza y dijo, no sin cierta brusquedad:
—¿Cómo es, Diane, que pareces conocer las historias más desagradables sobre todos los habitantes de la ciudad?
—Supongo —respondió alegremente la aludida— que se debe a que abundan las personas desagradables. No sabes lo bien que haces quedándote en Amberleigh, querida.
Desesperado, Michael pensó: Como empiecen otra vez con la familia, me caigo de la silla. Dijo:
—Estaba pensando, en realidad, en Karleigh. —La duquesa le obsequió con su atención. Sus ojos lucían la plata escarchada de las nubes de invierno. Michael sintió un delicado escalofrío cuando lo acariciaron.
—¿Estás seguro, en tal caso —dijo, con voz baja y melodiosa—, de que fue el duque quien contrató a Lynch? —Era como si hubiera dicho algo completamente distinto, sólo para sus oídos. Tenía los labios entreabiertos; y por fin vio, al mirarla, su propia belleza allí reflejada. Pero antes de que pudiera responder, su madre exclamó:
—¡Pues claro que fue Karleigh! ¿Por qué si no abandonaría la ciudad a primera hora de esta mañana, sin despedirse de nadie…? A no ser que le dejara una nota a Horn disculpándose porque su jardín sirviera para…
—No es su estilo —comentó la duquesa.
—Entonces está claro —dijo triunfal lady Godwin— que tenía que salir de la ciudad por todos los medios. ¡Su hombre perdió la pelea! Y De Vier podría seguir a sueldo de su oponente. Si Karleigh se quedara, podría tener que seguir contratando espadachines para hacer frente a De Vier, hasta que se quedara sin dinero, o sin talentos. Y entonces tendría que vérselas con De Vier en persona… y entonces, claro está, podría darse por muerto. El duque sabe tanto de esgrima como Michael, estoy segura.
—Pues yo estoy segura —dijo la duquesa, de nuevo con ese extraño tono de doble filo— de que lord Michael sabría qué hacer llegado el momento.
Algo aleteó en la base de la columna del joven. Resuelto, tomó el mando de la conversación. Se volvió directamente hacia la duquesa, hablando con convicción, apelando a toda la confianza de quien está acostumbrado a que escuchen su opinión.
—Si os he de ser franco, madame, no estoy seguro de que el duque de Karleigh contratara a Lynch. Me preguntaba si no sería igual de probable que hubiera contratado a De Vier.
—Oh, Michael —se impacientó su madre—. ¿Por qué iba a irse de la ciudad Karleigh si hubiera ganado su hombre?
—Porque seguiría asustado de la persona que contrató a Lynch.
—Interesante —dijo la duquesa. Sus ojos plateados parecieron agrandarse, como los de un gato—. Y no completamente imposible. Se diría que tu hijo, Lydia, comprende la situación mejor que cualquiera de nosotras.
Sus ojos se habían apartado de él, y el irónico desdén había retornado a su voz. Pero Michael la había tenido por un momento; había gozado de su interés, había conseguido que lo viera por entero. Se preguntó qué era lo que había hecho para perderla.
Se abrió la puerta del salón de la mañana y entró sin anunciarse un hombre alto, corpulento. Flotaba a su alrededor un aura de ejercicio físico y aire libre: tenía el cabello negro alborotado, y el viento había realzado el color de su apuesto semblante. Al contrario que Michael, con su ceñido traje pastel, este hombre vestía ropa holgada y oscura, con botas salpicadas de barro hasta los muslos.
El rostro de Mary Halliday experimentó una radiante transformación al verlo. Como buena anfitriona y mujer educada que era, permaneció sentada entre sus invitados; pero sus ojos brillantes no se apartaban de su marido.
Basil, lord Halliday, Canciller de la Creciente del Consejo de los Lores, saludó con una reverencia a la compañía de su esposa, con una sonrisa frunciendo su rostro apergaminado.
Lady Halliday se dirigió a él con formalidad.
—¡Milord! No esperábamos que volvieras tan pronto.
La sonrisa del hombre se ensanchó de malicia y afectación.
—Lo sé —respondió, acudiendo a besarle las manos—. He venido a casa directamente, antes incluso de ir a informar a Ferris. Tendría que haberme acordado de que tendrías compañía.
—Compañía que está encantada de veros —dijo la duquesa Tremontaine—, aunque estoy segura de que lady Halliday lo está más que nadie. No lo admitiría, pero creo que el imaginaros partiendo solo a caballo hacia Helmsleigh para enfrentaros a un cordón de tejedores rebeldes alteraba su estabilidad.
Halliday se rio.
—No se puede decir que fuera solo. Me llevé una tropa de la Guardia de la Ciudad para impresionarlos.
Su esposa lo miró a los ojos y preguntó con voz seria:
—¿Cómo ha ido?
—Bastante bien —contestó él—. Tienen algunas quejas legítimas. La lana extranjera ha estado rebajando los precios, y el nuevo impuesto pesa sobre las comunas más pequeñas. Tendré que discutirlo con milord Ferris. Os lo contaré todo, pero no antes de tiempo, o el Canciller del Dragón se enfadará por no haber sido el primero en enterarse.
Lady Halliday frunció el ceño.
—Sigo pensando que debería haber ido Ferris en tu lugar. El Fisco es tarea suya.
Su marido le lanzó una fugaz mirada de advertencia antes de decir con jovialidad:
—¡En absoluto! ¿Qué es un simple Canciller del Dragón comparado con el portavoz del Consejo de los Lores en pleno? De este modo se sintieron halagados y creyeron que se les estaba prestando la debida atención. Ahora, cuando envíe a Chris Nevilleson para que redacte un informe completo, serán amables con él. Creo que el asunto quedará zanjado dentro de poco.
—¡Bueno, eso espero! —dijo lady Godwin—. Imaginaos, una horda de tejedores levantando sus lanzaderas contra una orden del Consejo.
Michael se rio, imaginándose a su amigo cabalgando hacia Helmsleigh en uno de sus excelentes caballos.
—¡Pobre Chris! ¿Por qué le asignáis todas las tareas desagradables, milord?
—Se ofrece voluntario. Creo que desea ser útil.
—Te adora, Basil —dijo radiante lady Halliday. Michael Godwin enarcó las cejas y el color afloró a la cara de ella—. ¡Oh, no! Quiero decir… admira a lord Halliday… su trabajo…
—Cualquiera lo haría —dijo cómodamente la duquesa—. Yo misma lo adoro. Y si quisiera conseguir poder político, está claro que procuraría colocarme a su lado. —Su amiga sonrió agradecida por encima del borde de la taza de chocolate tras la que se había parapetado. Y Michael tuvo la impresión, consternado, de que acababan de juzgarlo y considerarlo deficiente—. De hecho —continuó risueña la duquesa—, he estado lamentándome por lo poco que lo veo… o a cualquiera de vosotras… cuando no está rodeado de otros admiradores. Cenemos todos juntos, en privado, dentro de unas semanas. ¿Habéis oído hablar de los fuegos artificiales de Steele? Los va a lanzar sobre el río para celebrar su cumpleaños. Promete ser todo un espectáculo. Naturalmente, le dije que no era la época adecuada del año, pero me respondió que no podía cambiar la fecha de su cumpleaños para complacer al tiempo, y siempre ha sentido una inusitada predilección por los fuegos de artificio. Entretendrán al populacho y a los demás no darán algo que hacer. Así que tendremos que desempolvar nuestras barcazas de verano y salir al río a pasarlo en grande. En la mía sin duda cabemos todos, y creo que mi cocinera es capaz de organizar un picnic tolerable; si nos abrigamos todos no estará tan mal. —Volvió su cautivadora sonrisa hacia Basil Halliday—. Invitaré a lord Ferris, milord, sólo si los dos prometéis no pasaros toda la velada hablando de política… Y a Chris Nevilleson y su hermana, creo. A lo mejor debería incluir más hombres jóvenes, para garantizar que lord Michael tenga alguien con quien hablar.
El rubor de azoramiento de Michael se prolongó durante toda la retahila de agradecimientos. Consiguió ocultarlo estirando sus medias. Un puño de encaje le rozó la mejilla cuando la duquesa se puso de pie junto a su madre, diciendo:
—¡Oh, Lydia, qué lástima, tener que salir tan pronto de la ciudad! Espero que lord Michael pueda representarte en mi picnic. —Michael se contuvo antes de empezar a tartamudear una respuesta y se limitó a levantarse y ofrecerle su asiento al lado de su madre. La duquesa se hundió en él con la gracia de un sauce y lo miró, sonriendo—. Vendréis, ¿no es así, milord?
Michael cuadró los hombros, consciente de lo ceñido de su chaqueta, la caída de sus mangas. La mano que le ofrecía la mujer se posó en la suya como una pluma, suave, blanca y esquivamente perfumada. Tuvo cuidado de rozarla tan sólo con los labios.
—A vuestro servicio, madame —murmuró, mirándola directamente a los ojos.
—Qué educado. —La duquesa le devolvió la mirada—. Qué joven tan encantador. En tal caso, os estaré esperando.