Caía la nieve sobre la Ribera, grandes borlas blancas que velaban las grietas en las fachadas de sus casas en ruinas; suavizando lentamente los duros contornos de tejados aserrados y vigas caídas. Los aleros estaban redondeados de nieve, superponiéndose, abrazándose, fluyendo unos en otros, cubriendo casas que se arracimaban como la aldea de un cuento de hadas. Pequeñas cuestas de nieve anidaban en los listones de postigos acogedoramente cerrados todavía frente a la noche. Empolvaba las bocas de fantásticas chimeneas que emergían en espiral de tejados escarchados, y formaba picos blancos en el relieve de los viejos escudos de armas tallados sobre los portales. Sólo aquí y allá una ventana, con su cristal roto hacía tiempo, se abría como una boca negra de dientes torcidos, atrayendo la nieve a sus fauces.
Que comience el cuento de hadas una mañana de invierno, en tal caso, con una gota de sangre recién caída en la nieve marfileña: una gota tan brillante como un rubí bien cortado, roja como una solitaria mancha de clarete en un puño de encaje. Y lo que de aquí se sigue, por consiguiente, es que el mal acecha detrás de cada ventana rota, maquinando malicia y encantamiento; mientras que detrás de los postigos cerrados los justos duermen sus sueños a esta temprana hora en la Ribera. Pronto despertarán para ocuparse de sus quehaceres; y uno, tal vez, será tan adorable como el día y estará armado, como lo están los justos, para enfrentarse a un triunfo predestinado…
***
Pero no hay nadie tras las ventanas rotas; tan sólo rachas de nieve cruzan los suelos de tablas desnudas. Los propietarios de los escudos de armas hace mucho tiempo que renunciaron a todos sus poderes sobre las casas que blasonan y se trasladaron a la Colina, desde donde pueden divisar toda la ciudad. Ya no hay rey que los gobierne, para bien o para mal. Desde la Colina, la Ribera es un borrón diminuto entre dos orillas, un barrio desagradable en una próspera ciudad. Quienes ahora lo habitan gustan de considerarse malvados, pero en realidad no son peores que nadie. Y esta mañana se ha vertido ya más de una gota de sangre.
La sangre yace en la nieve de un simétrico jardín de invierno, ahora pisoteado y embarrado. Hay un hombre muerto, con la nieve rellenándolos huecos de sus ojos, mientras otro se retuerce, gruñendo, dejando pequeños charcos de sudor en la tierra congelada, esperando que venga alguien a ayudarlo. El héroe de este pequeño cuadro viviente acaba de saltar por encima del muro del jardín y corre como loco hacia la oscuridad mientras ésta dure.
La nieve que caía le dificultaba la vista. La pelea no lo había dejado sin aliento, pero sentía la piel ardiente y sudorosa, y el corazón martilleaba en su pecho. No le hizo caso y se dirigió a la Ribera, donde no era probable que nadie lo siguiera.
Podría haberse quedado, si hubiera querido. El duelo con espadas había sido de lo más impresionante y los invitados de la fiesta se habían entretenido. La fiesta del jardín de invierno y su resultado darían que hablar durante semanas. Pero si se quedaba, el espadachín sabía que le ofrecerían vino y ricos pasteles, y que le harían preguntas aburridas sobre su técnica, y preguntas complicadas sobre quién había organizado la pelea. Siguió corriendo.
Bajo su capa tenía la camisa salpicada de sangre, y la Guardia querría saber qué estaba haciendo en lo alto de la Colina a esa hora. Estaban en su derecho; pero su profesión le impedía responder, así que dobló esquinas y recuperó el aliento en los portales hasta que hubo dejado atrás los esplendores de la Colina, abriéndose paso ciudad abajo. Despuntaba el alba cuando llegó al río, que fluía con un verde turbio bajo el Puente. Allí no lo esperaba nadie para darle el alto, de modo que pasó sobre la piedra, atravesando montones de nieve y las revueltas huellas de otros trabajadores nocturnos que habían llegado antes que él, hasta que hubo puesto el río prudentemente entre él y el resto de la ciudad. Se encontraba ahora en la Ribera, donde la Guardia nunca se atrevía a pisar. Aquí la gente lo conocía y no lo molestarían.
Pero cuando abrió la puerta de su casera había un considerable gentío reunido, y todos querían saber sobre la pelea. Otros habitantes de la Ribera habían estado en la Colina también esa noche, saqueando hogares y recabando rumores, y las habladurías ya se habían disparado. El espadachín contestó a sus preguntas tan educadamente como fue capaz, abrumado de repente por la extenuación. Dio su camisa a Marie para que la lavara y subió las escaleras hasta sus aposentos.
Menos de una hora antes, Marie, la prostituta y lavandera que también alquilaba habitaciones por semanas, yacía roncando suavemente entre los brazos de un apreciado cliente, ajena al inminente alboroto. Su amigo era un antiguo marinero, ahora acuñador de monedas, cuya pierna de madera apoyaba al alcance de la mano contra el cabecero de la cama. Era el quinto y último de la noche, y ella, menos joven que antaño, siguió dormida cuando empezaron a aporrear sus postigos. El marinero se agitó intranquilo, soñando con tormentas. Cuando los golpes arreciaron, Marie se incorporó con un grito, antes de chillar al sentir el frío fuera de la manta.
—¡Marie! ¡Marie! —La voz del otro lado del postigo sonaba amortiguada pero insistente—. ¡Abre y cuéntanoslo todo!
Marie suspiró. Debía de tratarse de De Vier de nuevo: cada vez que el espadachín tramaba algo acudían a ella para averiguar los detalles. Esta vez, por enojoso que resultara admitirlo, no estaba al corriente de ellos aunque, claro está, eso no tenía por qué saberlo nadie. Con la risa que siempre la había hecho popular, Marie se levantó y descorrió el cerrojo de la casa.
Su marinero se acurrucó en una esquina de la cama mientras entraban en tropel los amigos de Marie, adueñándose de la habitación con la desfachatez que da la confianza. Era el cuarto adecuado para alternar, pues había sido el salón principal cuando la casa pertenecía a un noble de la ciudad. Los querubines pintados en el techo tenían flecos de humedad; pero la mayor parte de la moldura con forma de hojas de laurel seguía enmarcando las paredes, y la chimenea era de auténtico mármol. Los amigos de Marie extendieron sus capas mojadas sobre el escritorio dorado, al que ahora le faltaban todos los cajones, y sobre la silla de terciopelo turquesa en la que nadie podía sentarse por culpa de la inestabilidad de sus patas. Lucie Relámpago convenció al fuego para que prendiera y Sam Bonner sacó una jarra de algo que hizo que el marinero se sintiera mucho mejor.
—Verás —dijo Sam, pensativo—, esta vez tu De Vier ha ido y se ha cargado a un duque.
Sam Bonner era un antiguo ratero con una inoportuna afición a la botella. Hacía ya media hora que repetía lo mismo y sus amigos empezaban a cansarse de corregirlo.
—El duque no, Sam —volvió a intentarlo uno de ellos—. Es un empleado del duque. Mató a dos espadachines, entiendes, en el jardín del duque.
—No, no, en el jardín de lord Horn. Tres espadachines, he oído —aseveró otro—, y de una fuente de suma confianza. Dos muertos, un herido, ¡y se aceptan apuestas sobre si llegará vivo a mañana!
—¡Veo!
Marie estaba sentada en la cama con las mantas envolviéndole los pies, dejando que las apuestas y las riñas se arremolinaran a su alrededor.
—¿Quién ha muerto?
—Lynch…
—De Maris…
—Ni un solo rasguño…
—El jardín de Horn…
—¿Contrató a De Vier?
—De Vier no, Lynch…
—Herido…
—Moribundo…
—¿Quién paga a De Vier?
—Horn…
—El duque…
—El diablo…
—¿Cuánto?
—Más de lo que verás en tu vida…
Seguía entrando un reguero de gente, sumándose al clamor.
—De Vier ha sido asesinado…
—Capturado…
—Cinco contra uno…
Apenas sí se percataron cuando entró otro hombre y tomó asiento silenciosamente cerca de la puerta. Sam Bonner bramaba:
—¡Bueno, pues yo afirmo que es el mejor espadachín de esta condenada ciudad! No, miento… ¡del mundo!
El joven sentado junto al umbral sonrió y dijo:
—Disculpad. ¿Marie?
Era más joven que la mayoría de los presentes; de cabellos oscuros, mediana altura, con las mejillas sucias y cubiertas por una sombra de barba.
—¿Quién demonios es ése? —gruñó Sam Bonner.
—El mejor espadachín del mundo —respondió Lucie Relámpago con disculpable malicia.
—Perdona que te moleste —dijo el espadachín a Marie—, pero ya sabes cómo se incrustan las manchas. —Se quitó la capa, revelando una camisa blanca sucia de sangre. Se sacó la camisa por la cabeza y la tiró en un rincón. Por un momento, el olor férrico de la sangre se impuso al del whisky y la lana mojada—. Puedo pagarte la semana que viene —dijo—. He conseguido algo de dinero.
—Oh, por mí no te preocupes —dijo Marie con displicente indiferencia, alardeando.
El joven se disponía a marcharse, pero lo detuvieron gritando su nombre:
—¡De Vier!
—¡De Vier! Entonces, ¿quién ha muerto?
—De Maris —respondió secamente—. Y puede que Lynch, a estas alturas. Por favor, si me disculpáis.
Nadie alargó la mano para frenarlo mientras cruzaba el umbral.
***
El olor del pescado frito hizo que al espadachín le rugieran las tripas. Era el joven caballero, el estudiante universitario, embozado en su túnica de erudito, el que revoloteaba como un murciélago negro sobre la sartén en la ornamentada chimenea.
—Buenos días —dijo De Vier—. Has madrugado.
—Siempre me levanto temprano, Richard. —El estudiante no se dio la vuelta—. Eres tú el que siempre se queda levantado hasta tarde matando personas. —Su voz era el acostumbrado arrastrar de palabras, frío, provocador en su desinterés. El acento, con sus secas consonantes y alargadas vocales, devolvió a Richard a la Colina: por un momento volvió a estar agazapado entre los arbustos con formas de animales del jardín de recreo, oyendo los mismos tonos que resonaban en el aire, procedentes de los invitados a la fiesta—. ¿Qué pobre alma ha sido esta vez?
—Un par de espadachines, tan sólo. Se suponía que iba a ser un duelo con Hal Lynch, creo que ya te lo dije. Nuestros clientes lo organizaron para que tuviera lugar en esta demencial fiesta en el jardín de lord Horn. ¿Te imaginas celebrar una fiesta al aire libre con este tiempo?
—Se cubrirían con pieles. Y admirarían el paisaje.
—Supongo. —Mientras hablaba, el espadachín estaba limpiando su arma. Era un estoque de duelo ligero y flexible, de un tipo que sólo él, con su reputación y sus reflejos, podía pasear por la Ribera con autoridad—. Sea como fuere, empezó Lynch, y entonces salió De Maris de los arbustos y se precipitó sobre mí.
—¿Por qué?
Richard suspiró.
—¿Quién sabe? Es el espadachín de la casa de Horn; a lo mejor pensó que estaba atacando a su señor. En cualquier caso, Lynch se hizo a un lado y yo maté a De Maris. Estaba bajo de forma —añadió, bruñendo la hoja con un paño suave—. Lynch sí que era bueno, siempre lo ha sido. Pero nuestros clientes querían que siguiéramos después de la primera sangre, así que creo que lo maté. Creo… —Frunció el ceño—. Fue una estocada torpe. Resbalé en el hielo viejo.
El joven revolvió el pescado.
—¿Quieres un poco?
—No, gracias. Me voy directo a la cama.
—Bueno, frío está asqueroso —dijo con satisfacción el erudito—. Tendré que comérmelo todo yo solo.
—Adelante.
De Vier pasó a la habitación contigua, que contenía un arcón de ropa donde guardaba además sus espadas, envueltas en hule encerado, y una cama grande profusamente tallada. Había comprado la cama la última vez que tuvo dinero; la había visto en un puesto del mercado en la Ribera, repleto de cachivaches rescatados de las casas antiguas, y se había encaprichado de ella.
Contempló la cama. No parecía que hubiera dormido nadie en ella. Curioso, regresó a la habitación principal.
—¿Qué tal te ha ido la noche? —preguntó. Reparó en el par de botas mojadas que había de pie en un rincón.
—Bien —respondió el erudito, limpiando meticulosamente las espinas de su pescado—. ¿No habías dicho que estabas cansado?
—Alec —dijo Richard—. No es nada seguro que te pasees por ahí tú solo, de noche. La gente se vuelve loca, y no todo el mundo sabe todavía quien eres.
—Nadie sabe quién soy. —Alec entrelazó sus largos dedos en su cabello con expresión soñadora. Tenía el pelo fino y castaño como las hojas, y caía sobre la espalda en la larga coleta que era el emblema desafiante de los eruditos universitarios. Había llegado a la Ribera en otoño, y su ropa y su acento eran lo único que indicaba su lugar de origen—. Mira. —Los ojos de Alec, vueltos hacia la ventana, eran oscuros y verdes, como el agua bajo el Puente—. Sigue nevando. Uno puede morir en la nieve. Siente frío, pero no le duele nada. Dicen que se siente cada vez más calor, y luego te quedas dormido…
—Podemos salir más tarde. Si alguien intenta matarte, será mejor que me lo digas.
—¿Por qué?
—No puedo consentirlo —dijo el espadachín—. Echaría a perder mi reputación. —Bostezó—. Espero que por lo menos llevaras encima tu cuchillo.
—Lo he perdido.
—¿Otra vez? Bueno, no importa. Te conseguiré otro cuando reciba el dinero del combate. —De Vier sacudió los brazos y los flexionó contra la pared—. Si no me acuesto enseguida, empezaré a despejarme y después me sentiré como una piltrafa el resto del día. Hasta mañana, Alec.
—Buenas noches, Richard. —La voz era lenta y divertida; naturalmente, ya era de día. Pero estaba tan exhausto que le daba lo mismo. Dejó su espada cerca de la cama, como hacía siempre. Mientras se adormilaba, le pareció ver una serie de imágenes blancas, escenas esculpidas en la nieve. Jardines cubiertos de escarcha, con las ramas colmadas de rosas blancas y espinas de cristal; damas de vaporosos cabellos espolvoreados de azúcar escoltadas por galanes de marfil; y, para él, adversarios armados con largas y brillantes espadas de hielo claro y resplandeciente.