Las malas circunstancias estropean cosas que de otra forma serían agradables. Así sucedió con los huérfanos Baudelaire y la película Zombis en la nieve. Los tres niños se habían pasado la tarde sentados, preocupados, en la Habitación de los Reptiles, bajo la mirada burlona de Stephano y la despreocupada —la palabra «despreocupada» significa aquí «no consciente de que Stephano era en realidad el Conde Olaf y por consiguiente él estaba en peligro»— conversación de Tío Monty. Así pues, cuando llegó la noche, los hermanos no estaban de humor para ir al cine. El jeep de Tío Monty era realmente demasiado pequeño para él, Stephano y los tres huérfanos: Klaus y Violet compartieron asiento y la pobre Sunny tuvo que sentarse en el sucio regazo de Stephano, pero los dos Baudelaire mayores estaban demasiado preocupados para darse cuenta del malestar de la pequeña.
En los multicines, los niños se sentaron en la misma fila con Tío Monty a un lado, mientras Stephano se sentaba en medio y acaparaba las palomitas. Pero los niños estaban demasiado angustiados para comer y demasiado ocupados intentando descubrir los planes de Stephano para disfrutar de Zombis en la nieve, que era una buena película. Cuando los zombis aparecieron por primera vez entre las montañas de nieve que rodeaban el pueblecito pesquero alpino, Violet intentó imaginar cómo podría Stephano embarcarse en el Próspero sin billete y acompañarles a Perú. Cuando los hombres del pueblo construyeron una barrera de vigorosos robles y los zombis la atravesaron como si nada, Klaus estaba preocupado intentando descubrir el verdadero significado de las palabras de Stephano cuando habló de accidentes. Y cuando Gerta, la joven lechera, se hizo amiga de los zombis y les pidió por favor que dejasen de comerse a los habitantes del pueblo, Sunny, que era lo bastante mayor para comprender la situación de los huérfanos, intentó pensar en alguna forma de hacer fracasar los planes de Stephano, fuesen los que fuesen. En la escena final de la película, los zombis y los habitantes del pueblo celebraban juntos el primero de mayo, pero los tres huérfanos Baudelaire estaban demasiado nerviosos y asustados para pasárselo mínimamente bien. De camino a casa, Tío Monty intentó entablar conversación con los preocupados niños, que iban sentados en el asiento trasero, pero casi no contestaron ni una palabra y al final él también quedó en silencio.
Cuando el jeep se detuvo frente a los setos con formas de serpientes, los niños Baudelaire salieron a toda prisa y corrieron hasta la puerta principal, sin tan siquiera darle las buenas noches a su desconcertado tutor. Subieron, afligidos, las escaleras hasta sus dormitorios, pero, cuando llegaron ante las respectivas puertas, no pudieron soportar separarse.
—¿Podríamos pasar la noche los tres juntos en la misma habitación? —le preguntó Klaus tímidamente a Violet—. Anoche me sentí como si estuviese en una celda, solo y preocupado.
—Yo también —admitió Violet—. Dado que no vamos a dormir, podemos no dormir en el mismo sitio.
—Tikko —asintió Sunny, y siguió a sus hermanos hasta el cuarto de Violet.
Violet paseó la mirada por la habitación y recordó lo emocionada que había estado al instalarse allí hacía tan poco tiempo. Ahora la enorme ventana que daba a los setos con formas de serpientes resultaba más deprimente que inspiradora, y los papeles blancos pegados a la pared, en lugar de parecerle útiles, parecían recordarle lo ansiosa que estaba.
—Veo que no has trabajado demasiado en tus inventos —dijo Klaus con ternura—. Yo no he leído nada. Cuando el Conde Olaf está cerca entorpece la imaginación.
—No siempre —señaló Violet—. Cuando vivíamos con él, tú lo leíste todo sobre las leyes nupciales para descubrir sus planes, y yo inventé un garfio para detenerle.
—En esta situación, sin embargo —dijo Klaus con tristeza—, ni siquiera sabemos qué trama el Conde Olaf. ¿Cómo podemos urdir un plan si no conocemos su plan?
—Bueno, intentemos desmenuzar la situación —dijo Violet, utilizando una expresión que aquí significa «hablar de algo detenidamente hasta comprenderlo por completo»—. El Conde Olaf, que se hace llamar Stephano, ha venido a nuestra casa disfrazado y está claro que anda tras la fortuna de los Baudelaire.
—Y —prosiguió Klaus—, una vez se haga con ella, planea matarnos.
—Tadu —murmuró Sunny con solemnidad, lo que probablemente significaba algo parecido a: «Nos encontramos en una situación repugnante».
—Sin embargo —dijo Violet—, si nos hace daño, no tendrá forma de hacerse con nuestra fortuna. Por eso intentó casarse conmigo la última vez.
—Gracias a Dios que aquello no funcionó —dijo Klaus temblando—. El Conde Olaf sería mi cuñado. Pero esta vez no tiene planeado casarse contigo. Dijo algo de un accidente.
—Y de ir a un lugar donde es más difícil rastrear los crímenes —dijo Violet, recordando sus palabras—. Debía referirse a Perú. Pero Stephano no va a ir a Perú. Tío Monty ha hecho añicos su billete.
—¡Dug! —Sunny soltó un genérico grito de frustración y dio un golpe en el suelo con su pequeño puño.
La palabra «genérico» significa aquí «cuando a alguien no se le ocurre nada especial que decir». Y Sunny en ese sentido no estaba sola. Violet y Klaus eran obviamente demasiado mayores para decir cosas como «¡Dug!», pero hubieran deseado no serlo. Desearon poder descubrir el plan del Conde Olaf. Desearon que su situación no pareciese tan misteriosa y desesperada como parecía y desearon ser lo bastante pequeños para simplemente gritar «¡Dug!» y golpear el suelo con el puño. Y más que nada, claro está, desearon que sus padres estuviesen vivos y que ellos tres estuviesen a salvo en la casa donde habían nacido.
Y, con el mismo fervor con que los huérfanos Baudelaire deseaban que sus circunstancias fuesen distintas, yo desearía poder cambiar de alguna manera las circunstancias de la historia que os estoy contando. Incluso estando aquí sentado, a salvo y tan lejos del Conde Olaf, casi no puedo soportar escribir una palabra más. Quizás lo mejor sería que cerraseis este libro ahora mismo y no leyeseis nunca el final de esta horripilante historia. Podéis imaginar, si queréis, que una hora más tarde, de repente, los huérfanos Baudelaire descubrieron lo que Stephano estaba tramando y fueron capaces de salvar la vida de Tío Monty. Podéis imaginaros a la policía llegando con sus luces parpadeantes y sus sirenas y llevándose a Stephano a la cárcel por el resto de su vida. Podéis pretender, aunque no sea así, que ahora los Baudelaire viven felices con Tío Monty. O, mejor, podéis evocar la ilusión de que padres Baudelaire no murieron jamás, y de que el terrible incendio y el Conde Olaf y Tío Monty y todos los desafortunados sucesos no son más que un sueño, un producto de la imaginación.
Pero ésta no es una historia feliz, y no me queda otro remedio que deciros que los huérfanos Baudelaire se quedaron sentados como tontos en la habitación de Violet —la expresión «como tontos» significa aquí «sin hablar» y no «de forma estúpida»— toda la noche. Si alguien hubiese mirado por la ventana del dormitorio al salir el sol, habría visto a los tres niños acurrucados en una cama, los ojos abiertos y llenos de preocupación. Pero nadie miró por la ventana. Alguien llamó a la puerta, cuatro fuertes golpes, como si estuviesen clavando algo.
Los niños parpadearon y se miraron.
—¿Quién es? —dijo Klaus, su voz chirriante por haber permanecido tanto tiempo en silencio.
En lugar de una respuesta, la persona que había al otro lado de la puerta giró simplemente el pomo y la puerta se abrió poco a poco. Allí estaba Stephano, con la ropa muy arrugada y los ojos más brillantes que nunca.
—Buenos días —dijo—. Ha llegado la hora de irnos a Perú. En el jeep sólo hay sitio para tres huérfanos y yo, así que andando.
—Ya le dijimos ayer que usted no iba con nosotros —dijo Violet.
Esperaba que su voz sonara más valiente de lo que ella se sentía.
—El que no va a venir es vuestro Tío Monty —dijo Stephano, y levantó la parte de su frente donde debería estar su ceja.
—No sea ridículo —dijo Klaus—. Tío Monty no se perdería la expedición por nada del mundo.
—Preguntádselo a él —dijo Stephano, y los Baudelaire vieron una expresión familiar en su rostro. Su boca casi no se movió, pero sus ojos brillaban como si acabase de contar un chiste—. ¿Por qué no se lo preguntáis? Está en la Habitación de los Reptiles.
—Se lo vamos a preguntar… —dijo Violet—. Tío Monty no tiene la menor intención de dejar que nos lleve a Perú.
Se levantó de la cama, cogió a sus hermanos dé la mano y pasó deprisa ante Stephano, que seguía sonriendo junto a la puerta.
—Se lo vamos a preguntar —volvió a decir Violet, y Stephano les hizo una reverencia cuando salieron de la habitación.
El pasillo estaba extrañamente en silencio, y blanco como los ojos de una calavera.
—¿Tío Monty? —gritó Violet al final del pasillo. Nadie contestó.
Excepto algunos crujidos de los escalones, la casa estaba anormalmente silenciosa, como si estuviese abandonada desde hacía muchos años.
—¿Tío Monty? —gritó Klaus al principio de las escaleras.
No oyeron nada.
Violet, de puntillas, abrió la enorme puerta de la Habitación de los Reptiles, y durante un instante los huérfanos se quedaron mirando la habitación como hipnotizados, hechizados por la extraña luz azul del sol del amanecer a través de los techos y las paredes de cristal. En la tenue luz, sólo podían distinguir siluetas de los distintos reptiles moviéndose en sus jaulas o durmiendo ovillados en masas oscuras e indefinidas. Los tres hermanos, sus pasos retumbando en las brillantes paredes, caminaron por la Habitación de los Reptiles hacia el extremo más alejado, donde estaba la biblioteca de Tío Monty. A pesar de que la habitación a oscuras resultaba misteriosa y extraña, era un misterio reconfortante y una extrañeza tranquilizadora. Se acordaron de la promesa de Tío Monty: si dedicaban tiempo suficiente a aprender de la experiencia, no sufrirían el más mínimo daño en la Habitación de los Reptiles. Sin embargo, tanto yo como vosotros recordamos que la promesa de Tío Monty estaba cargada de ironía dramática, y en aquel momento, en la Habitación de los Reptiles, en la penumbra de la primera hora de la mañana, aquella ironía iba a llegar a la madurez, frase que aquí significa «los Baudelaire iban a aprender finalmente su significado». Porque, al llegar a los libros, los tres hermanos pudieron ver una sombra grande acurrucada en la esquina más lejana. Klaus, nervioso, encendió una de las lámparas de lectura para ver mejor. Aquella sombra era Tío Monty. Su boca estaba ligeramente abierta, como si estuviese sorprendido, y tenía los ojos como platos, pero no parecía verlos. Su rostro, habitualmente tan sonrosado, estaba muy, muy pálido, y debajo del ojo izquierdo había dos agujeritos, alineados, el tipo de marca producida por los dos colmillos de una serpiente.
—¿Divo sum? —y Sunny le tiró del pantalón.
Tío Monty no se movió. Como les había prometido, los huérfanos Baudelaire no habían sufrido daño alguno en la Habitación de los Reptiles, pero Tío Monty había sufrido muchísimo daño.