CUATRO

Una de las cosas más difíciles de la vida son los reproches que nos hacemos a nosotros mismos. Te ocurre algo y haces lo equivocado, y en los años siguientes desearías haber hecho algo diferente. Por ejemplo, a veces, cuando estoy caminando solo por la costa, o visitando la tumba de un amigo, recuerdo el día, muy lejano, en que no llevé una linterna conmigo a un sitio donde debería haber llevado una linterna, lo cual tuvo un resultado desastroso. ¿Por qué no llevé una linterna?, me digo a mí mismo, a pesar de que es demasiado tarde para hacer algo al respecto. Debería haber llevado conmigo una buena linterna.

Durante años, después de aquel instante de las vidas de los huérfanos Baudelaire, Klaus pensó en el momento en que él y sus hermanas se dieron cuenta de que Stephano era en realidad el Conde Olaf, y no dejó de reprocharse no haber llamado al taxista que se estaba yendo para que regresase. ¡Pare!, se decía Klaus a sí mismo, a pesar de que era demasiado tarde. ¡Pare! ¡Llévese a este hombre! Claro que es absolutamente comprensible que Klaus y sus hermanas estuviesen demasiado sorprendidos para reaccionar tan deprisa, pero, años más tarde, Klaus permanecería despierto en la cama, pensando que quizá, sólo quizá, si hubiese actuado a tiempo, hubiese podido salvar la vida de Tío Monty.

Pero no lo hizo. Mientras los huérfanos Baudelaire miraban al Conde Olaf, el taxi se alejó por el camino, y los niños quedaron a solas con su némesis, palabra que aquí significa «el peor enemigo vengativo que puedas imaginar». Olaf les sonrió como sonreía la Malvada Serpiente de Mongolia de Tío Monty cuando cada día, para cenar, le colocaban un ratón blanco en la jaula.

—Quizás alguno de vosotros podría llevarme la maleta a la habitación —sugirió con voz asmática—. El viaje por esa apestosa carretera ha sido pesado y desagradable, y estoy muy cansado.

—Si alguien ha merecido alguna vez viajar por el Camino Piojoso —dijo Violet, mirándole— es usted, Conde Olaf. No pensamos ayudarle con el equipaje, porque no vamos a dejarle entrar en esta casa.

Olaf miró con ceño a los huérfanos, y miró a un lado y a otro, como si esperase ver a alguien escondido detrás de los setos con formas de serpientes.

—¿Quién es el Conde Olaf? —preguntó en tono burlón—. Me llamo Stephano. Y estoy aquí para ayudar a Montgomery Montgomery en su cercana expedición a Perú. Supongo que vosotros sois tres enanos, que trabajáis como criados en casa de Montgomery.

—No somos enanos —dijo Klaus con dureza—. Somos niños. Y usted no es Stephano. Es el Conde Olaf. Puede dejarse barba y afeitarse la ceja, pero sigue siendo el mismo ser despreciable, y no le dejaremos entrar en esta casa.

—¡Futa! —gritó Sunny, lo que probablemente significaba algo como: «¡Estoy de acuerdo!».

El Conde Olaf miró uno a uno a los huérfanos Baudelaire, los ojos brillantes como si estuviese contando un chiste.

—De verdad que no sé de qué estáis hablando —dijo—, pero si lo supiese y fuese ese Conde Olaf del que habláis, pensaría que estáis siendo muy mal educados. Y, si pensase que estabais siendo muy mal educados, igual me enfadaba. Y, si me enfadaba, ¿quién sabe lo que sería capaz de hacer?

Los niños vieron que el Conde Olaf levantaba sus escuálidos brazos, como si se estuviese encogiendo de hombros. Probablemente no sea necesario recordaros lo violento que aquel hombre podía ser, pero seguro que no era necesario en lo más mínimo recordárselo a los Baudelaire. Klaus todavía tenía en la cara el moratón de la bofetada que le dio el Conde Olaf cuando vivían en su casa. Sunny todavía tenía dolores por haber sido metida en una jaula de pájaro y colgada de la torre donde él ideaba sus maléficos planes. Y, a pesar de que Violet no había sido víctima de ninguna violencia física por parte de aquel hombre terrible, casi había sido forzada a casarse con él, y aquello era suficiente para que ella le cogiese la maleta y la arrastrase lentamente hacia la puerta de la casa.

—Más arriba —dijo Olaf—. Levántala más arriba. No quiero que la arrastres así por el suelo.

Klaus y Sunny se apresuraron a ayudar a Violet con la maleta, pero, incluso llevándola los tres, el peso les hacía tambalearse. Ya era mala suerte que el Conde Olaf hubiese vuelto a aparecer en sus vidas justo cuando se estaban sintiendo tan cómodos y seguros con Tío Monty. Pero ayudar a aquella terrible persona a entrar en su casa era casi más de lo que podían soportar. Olaf les seguía de cerca, y los tres niños podían oler su aliento rancio mientras llevaban la maleta y la dejaban en la alfombra a los pies del cuadro de las serpientes entrelazadas.

—Gracias, huérfanos —dijo Olaf, cerrando la puerta principal tras de sí—. Bien, el doctor Montgomery me dijo que tendría una habitación lista en el piso de arriba. Supongo que puedo llevar mi maleta desde aquí. Ahora largaos. Tendremos mucho tiempo, más tarde, para conocernos.

—Ya le conocemos, Conde Olaf —dijo Violet—. Está claro que no ha cambiado nada.

—Vosotros tampoco habéis cambiado nada —dijo Olaf—. Está claro, Violet, que sigues tan terca como siempre. Y tú, Klaus, sigues llevando esas ridículas gafas por leer demasiados libros. Y puedo ver que la pequeña Sunny sigue teniendo nueve dedos en lugar de diez.

—¡Fut! —gritó Sunny, lo que probablemente significaba algo como: «¡No es verdad!».

—¿De qué está hablando? —dijo Klaus impaciente—. Tiene diez dedos, como todo el mundo.

—¿De verdad? —dijo Olaf—. Es extraño. Recuerdo que perdió un dedo en un accidente. —Sus ojos brillaron incluso más, como si estuviese contando un chiste: metió la mano en un bolsillo de su gastado abrigo y sacó un cuchillo largo como el que se suele utilizar para cortar el pan—. Me parece recordar que había un hombre tan confundido al ser llamado de forma repetitiva por un nombre que no era el suyo que accidentalmente dejó caer el cuchillo en el pie de Sunny y le cortó un dedo.

Violet y Klaus miraron al Conde Olaf y después el pie descalzo de su hermana pequeña.

—No se atrevería —dijo Klaus.

—No nos pongamos a discutir lo que me atrevería a hacer o no. Será mejor que discutamos cómo me tenéis que llamar todo el tiempo que estemos juntos en esta casa.

—Si insiste en amenazarnos, le llamaremos Stephano —dijo Violet—, pero no estaremos mucho tiempo juntos en esta casa.

Stephano abrió la boca para decir algo, pero Violet no estaba interesada en seguir aquella conversación. Se dio la vuelta y, seguida por sus hermanos, atravesó la enorme puerta de la Habitación de los Reptiles. Si vosotros o yo hubiéramos estado allí, habríamos pensado que los huérfanos Baudelaire no estaban en lo más mínimo asustados, hablando con tanto valor a Stephano y después yéndose sin más, pero, una vez los niños llegaron al extremo más alejado de la habitación, sus sentimientos verdaderos se vieron claramente reflejados en sus rostros. Los Baudelaire estaban aterrorizados. Violet se tapó la cara con las manos y se apoyó en una de las jaulas de reptiles. Klaus se desplomó en una silla, y temblaba tanto que sus pies golpeteaban el suelo de mármol. Y Sunny se hizo un ovillo en el suelo, un ovillo tan pequeño que ni la habrías visto de haber entrado en la habitación. Durante un buen rato ninguno de los niños habló. Sólo oían los apagados pasos de Stephano subiendo las escaleras y el latido de sus corazones.

—¿Cómo ha podido encontrarnos? —preguntó Klaus, y su voz era un susurro ronco, como si tuviese dolor de garganta—. ¿Cómo ha conseguido ser el ayudante de Tío Monty? ¿Qué está haciendo aquí?

—Juró que conseguiría hacerse con la fortuna de los Baudelaire —dijo Violet, destapándose la cara y cogiendo a Sunny, que estaba temblando—. Eso fue lo último que me dijo antes de escapar. Dijo que se haría con nuestra fortuna, aunque fuese la última cosa que hiciese en la vida.

Violet se estremeció y no añadió que también dijo que, una vez se hiciese con su fortuna, se desharía de los tres hermanos Baudelaire. No era necesario añadirlo. Violet, Klaus y Sunny sabían que si conseguía hacerse con su fortuna, cortaría el cuello de los huérfanos Baudelaire con la facilidad con que nosotros nos comemos una galletita de mantequilla.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Klaus—. Tío Monty no regresa hasta dentro de varias horas.

—Quizás podemos llamar al señor Poe —dijo Violet—. A esta hora estará trabajando, pero quizás pueda salir del banco por una emergencia.

—No nos creería —dijo Klaus—. ¿Recuerdas cuando, viviendo allí, intentamos hablarle del Conde Olaf? Le llevó tanto tiempo darse cuenta de la realidad que casi fue demasiado tarde. Creo que deberíamos escaparnos. Si nos vamos ahora mismo, probablemente lleguemos a la ciudad a tiempo para coger un tren que nos lleve muy lejos de aquí.

Violet se los imaginó a los tres, solos, caminando por el Camino Piojoso bajo los manzanos agrios, con el amargo olor a rábano picante rodeándoles.

—¿Adónde iríamos? —preguntó.

—A cualquier sitio —dijo Klaus—. A cualquier sitio lejos de aquí. Podríamos irnos muy lejos, donde el Conde Olaf no pudiese encontrarnos, y cambiarnos los nombres para que nadie supiese quiénes éramos.

—No tenemos dinero —señaló Violet—. ¿Cómo nos las apañaríamos para vivir?

—Podríamos conseguir trabajo. Yo quizás podría trabajar en una biblioteca y tú podrías trabajar en algún tipo de taller mecánico. Probablemente Sunny no podría encontrar trabajo a su edad, pero sí dentro de unos años.

Los tres huérfanos permanecieron en silencio. Intentaron imaginar cómo sería dejar a Tío Monty y vivir solos, luchando por encontrar trabajo y cuidándose unos a otros. Era un panorama muy solitario. Tristes, los niños Baudelaire permanecieron sentados en silencio un rato, y los tres pensaban lo mismo: deseaban que sus padres no hubiesen muerto en el incendio y que sus vidas no hubiesen acabado patas arriba, como había ocurrido. Si los padres de los Baudelaire siguiesen vivos, los jóvenes ni siquiera habrían oído hablar del Conde Olaf, y todavía menos le habrían tenido instalándose en su casa y, sin lugar a dudas, tramando maléficos planes.

—No nos podemos ir —dijo finalmente Violet—. El Conde Olaf nos ha encontrado una vez, y estoy segura de que, por muy lejos que fuésemos, nos volvería a encontrar. Además, ¿quién sabe dónde están los ayudantes del Conde Olaf? Quizás ahora mismo estén rodeando la casa, vigilando por si tramamos algo.

Klaus se estremeció. No había pensado en los ayudantes del Conde Olaf. Olaf, aparte de planear cómo conseguir la fortuna de los Baudelaire, era el líder de un grupo teatral terrible y sus compañeros actores estaban dispuestos a ayudarle a llevar a cabo sus planes. Era un grupo horripilante, cada miembro más terrorífico que el anterior. Había un hombre calvo de larga nariz que siempre vestía de negro. Había dos mujeres que siempre llevaban polvos blancos en la cara, lo que les daba un aspecto de fantasmas. Había una persona tan gorda e inexpresiva que no se podía decir si se trataba de un hombre o de una mujer. Y había un hombre delgado con dos garfios en lugar de manos. Violet tenía razón. Cualquiera de ellos podría estar escondido alrededor de la casa de Tío Monty, esperando cazarles si intentaban escapar.

—Creo que deberíamos esperar a que regrese Tío Monty y contarle lo que ha ocurrido —dijo Violet—. Él nos creerá. Si le contamos lo del tatuaje, como mínimo le pedirá a Stephano una explicación.

El tono de voz de Violet cuando dijo «Stephano» indicaba su profundo desprecio hacia el disfraz de Olaf.

—¿Estás segura? —dijo Klaus—, después de todo, es Tío Monty quien ha contratado a Stephano. —El tono de voz de Klaus cuando dijo «Stephano» indicaba que compartía los sentimientos de su hermana—. Por todo lo que sabemos, Tío Monty y Stephano han planeado algo juntos.

—¡Minda! —gritó Sunny, lo que probablemente significaba algo como: «¡Klaus, no seas ridículo!».

Violet negó con la cabeza.

—Sunny tiene razón. No me puedo creer que Tío Monty se haya confabulado con Olaf. Él ha sido muy bueno y amable con nosotros y, además, si estuviesen trabajando juntos, el Conde Olaf no insistiría en utilizar un nombre distinto.

—Eso es verdad —dijo Klaus pensativo—. Esperemos a Tío Monty.

—Esperemos.

—Toju —dijo Sunny solemnemente.

Y los hermanos se miraron con tristeza. Esperar es una de las pruebas más duras de la vida. Ya es duro esperar la tarta de chocolate cuando todavía tienes rosbif en el plato. Es muy difícil esperar Navidad cuando el aburrido mes de noviembre todavía no ha pasado. Pero esperar a que el tío adoptivo de uno llegue a casa mientras un hombre malvado y violento está en el piso de arriba fue una de las peores esperas que los Baudelaire habían experimentado. Para dejar de pensar en ello, intentaron seguir con su trabajo, pero los niños estaban demasiado angustiados para hacer nada. Violet intentó reparar la puerta de bisagra de una de las trampas, pero en lo único que podía concentrarse era en el nudo que tenía en el estómago. Klaus intentó leer los métodos de protegerse de las plantas espinosas de Perú, pero no podía sacarse a Stephano de la cabeza. Y Sunny intentó morder cuerda, pero un frío miedo le recorría los dientes y pronto dejó de morder. Ni siquiera le apetecía jugar con la Víbora Increíblemente Mortal. Así pues, los Baudelaire se pasaron el resto de la tarde sentados en silencio en la Habitación de los Reptiles, mirando por la ventana para poder ver llegar el jeep de Tío Monty y escuchando los ocasionales ruidos del piso de arriba. Ni siquiera querían pensar qué podía estar desempaquetando Stephano.

Al final, cuando los setos con formas de serpientes empezaban a dibujar sombras delgadas y alargadas a la luz de la puesta de sol, los tres niños oyeron un automóvil acercándose y apareció el jeep. Llevaba una canoa grande atada en el techo y el asiento trasero estaba lleno de las compras de Monty. Tío Monty salió con dificultad por el peso de varias bolsas de la compra y vio a los niños a través de las paredes de cristal de la Habitación de los Reptiles. Les sonrió. Ellos le devolvieron la sonrisa y en aquel instante, cuando sonrieron, se creó otro momento de arrepentimiento para ellos. Si, en lugar de haberse detenido a sonreír a Monty, hubieran salido corriendo hasta el coche, habrían podido tener un breve instante a so las con él. Pero, cuando llegaron al vestíbulo, ya estaba hablando con Stephano.

—No sabía qué clase de cepillo de dientes preferías —se estaba disculpando Tío Monty—, te he comprado uno con cerdas extrafuertes, porque son los que me gustan. La comida peruana suele ser pegajosa, así que necesitas tener como mínimo un cepillo de dientes de más siempre que vas allí.

—El de cerdas extrafuertes me está bien —dijo Stephano, hablando con Tío Monty pero mirando a los huérfanos a los ojos con sus ojos muy, muy brillantes—. ¿Me llevo la canoa?

—Sí pero, por Dios, no puedes llevarla tú solo —dijo Tío Monty—. Klaus, por favor, ¿quieres ayudar a Stephano?

—Tío Monty —dijo Violet, armándose de valor—, tenemos algo muy importante que decirte.

—Soy todo oídos —dijo Tío Monty—, pero primero dejad que os enseñe el repelente de avispas que he conseguido. Estoy muy contento de que Klaus leyese algo de la situación en Perú en cuanto a insectos se refiere, porque los otros repelentes que tengo no habrían servido para nada. —Tío Monty buscó en una de las bolsas que llevaba colgadas del brazo, mientras los niños esperaban impacientes a que acabase—. Este contiene un producto químico llamado…

—Tío Monty —dijo Klaus—, de verdad, lo que tenemos que decirte no puede esperar.

—Klaus —dijo Tío Monty, arqueando las cejas sorprendido—, no es de buena educación interrumpir a tu tío cuando está hablando. Venga, ayudad a Stephano con la canoa y hablaremos de todo lo que queráis dentro de un momento.

Klaus suspiró, pero siguió a Stephano por la puerta abierta. Violet les vio dirigirse hacia el jeep, mientras Tío Monty dejaba las bolsas y hablaba con ella.

—No puedo recordar qué estaba diciendo sobre el repelente —dijo, un poco malhumorado—. Odio olvidar lo que estaba pensando.

—Lo que tenemos que decirte… —empezó Violet, pero se detuvo al ver algo.

Monty estaba de espaldas a la puerta y por lo tanto no podía ver lo que Stephano estaba haciendo, pero Violet vio a Stephano detenerse en los setos con formas de serpientes, meterse la mano en el bolsillo del abrigo y sacar el largo cuchillo. El filo brilló a la luz de la puesta de sol como si de un faro se tratase. Como probablemente sabéis, los faros sirven de señales de aviso, indicando a los barcos dónde está la costa, para que no choquen contra ésta. El cuchillo brillando también era una señal de aviso.

Klaus miró el cuchillo, a Stephano y después a Violet. Violet miró a Klaus, a Stephano y después a Monty. Sunny miró a todo el mundo. Sólo Monty, tan concentrado estaba intentando recordar lo que estaba comentando sobre el repelente, no se enteraba de lo que sucedía.

—Lo que tenemos que decirte… —volvió a empezar Violet, pero no pudo continuar.

Stephano no dijo una palabra. No tuvo que hacerlo. Violet sabía que, si decía una sola palabra acerca de su verdadera identidad, Stephano heriría a su hermano allí mismo, junto a los setos con formas de serpientes. Sin decir palabra, el enemigo de los huérfanos Baudelaire había lanzado una clarísima señal de aviso.