Siento mucho, muchísimo, haberos dejado así colgados, pero, cuando estaba escribiendo la historia de los huérfanos Baudelaire, eché un vistazo al reloj y me di cuenta de que estaba llegando tarde a una cena de etiqueta que daba una amiga mía que se llama madame diLustro. Madame diLustro es una buena amiga, una excelente detective y una buena cocinera, pero se enfada muchísimo si llegas ni siquiera cinco minutos más tarde de la hora a la que ella te ha invitado, así que ya entendéis por qué me he tenido que ir a toda prisa. Seguro que al final del capítulo anterior habréis pensado que Sunny estaba muerta y que eso era aquello tan terrible que les ocurrió a los Baudelaire en casa de Tío Monty, pero os prometo que Sunny sobrevive a ese episodio. Desgraciadamente es Tío Monty quien pronto estará muerto, pero todavía no.
Violet y Klaus observaron aterrorizados cómo los colmillos de la Víbora Increíblemente Mortal se cernían sobre la barbilla de su hermana pequeña, los ojos de Sunny se cerraban y su rostro se paralizaba. Entonces Sunny, moviéndose con la misma velocidad que la serpiente, sonrió, abrió la boca y mordió a la Víbora Increíblemente Mortal, justo en la nariz diminuta y cubierta de escamas. La serpiente soltó su presa, y Violet y Klaus vieron que casi no había dejado marca. Los dos hermanos Baudelaire miraron a Tío Monty y Tío Monty les miró y se echó a reír. Su sonora carcajada rebotó en las paredes de cristal de la Habitación de los Reptiles.
—Tío Monty, ¿qué podemos hacer? —dijo Klaus desesperado.
—Oh, lo siento, queridos —dijo Tío Monty enjugándose las lágrimas con la mano—. Supongo que debéis de estar muy asustados. Pero la Víbora Increíblemente Mortal es una de las criaturas menos peligrosas y más simpáticas del reino animal. Sunny no tiene nada que temer y vosotros tampoco.
Klaus miró a su hermana pequeña, que seguía sosteniendo en sus brazos, y ella le dio un cariñoso abrazo a la Víbora Increíblemente Mortal. Entonces él comprendió que Tío Monty debía de estar diciendo la verdad.
—Pero, entonces, ¿por qué se la llama Víbora Increíblemente Mortal?
Tío Monty volvió a reír.
—Es un nombre impropio —dijo, utilizando una palabra que aquí significa «un nombre muy equivocado»—. Al haberla descubierto, puedo ponerle el nombre, ¿recordáis? ¡No habléis a nadie de la Víbora Increíblemente Mortal, porque voy a presentarla a la Sociedad Herpetológica y a darles un buen susto, antes de explicarles que la serpiente es absolutamente inofensiva! Dios sabe que ellos se han burlado muchas veces de mi nombre. «Hola hola, Montgomery Montgomery», dicen. «¿Cómo está cómo está, Montgomery Montgomery?», pero en la conferencia de este año se las voy a devolver todas con esta broma. —Tío Monty se puso en pie y empezó a hablar con una voz ridícula de científico—. «Colegas», diré, «me gustaría presentaros una nueva especie, la Víbora Increíblemente Mortal, que encontré en la selva del sudoeste de… ¡Dios mío! ¡Se ha escapado!». Y entonces, cuando todos mis compañeros herpetólogos se hayan subido a las sillas y a las mesas y estén gritando aterrorizados, ¡les diré que la serpiente no haría daño a una mosca! ¿No os parece que será para partirse de risa?
Violet y Klaus se miraron y empezaron a reír, porque pensaban que la broma de Tío Monty era muy buena y porque veían, aliviados, que su hermana no había sufrido daño alguno.
Klaus dejó a Sunny en el suelo, y la Víbora Increíblemente Mortal la siguió, enroscando cariñosamente su cola alrededor de Sunny, como quien pasa el brazo por el hombro de alguien a quien quiere.
—¿Hay alguna serpiente en esta habitación que sea peligrosa? —preguntó Violet.
—Claro —dijo Tío Monty—. No puedes estudiar a las serpientes durante cuarenta años sin encontrarte con una que sea peligrosa. Tengo una vitrina repleta de muestras de veneno de todas las serpientes venenosas conocidas, y así puedo estudiar cómo actúan. Hay una serpiente en esta habitación cuyo veneno es tan mortal que el corazón se te pararía incluso antes de que te dieses cuenta de que te había mordido. Hay una serpiente que puede abrir tanto la boca como para engullirnos a la vez a todos juntos. Hay un par de serpientes que han aprendido a conducir un coche de forma tan temeraria que te atropellarían y nunca se pararían a disculparse. Pero todas estas serpientes están en jaulas con cerraduras mucho más consistentes, y todas ellas se pueden estudiar sin riesgo cuando se las conoce lo suficiente. Os prometo que, si dedicáis tiempo a aprender los detalles, no sufriréis ningún daño aquí, en la Habitación de los Reptiles.
Hay una clase de situaciones que ocurre demasiado a menudo, y que en este punto de la historia de los huérfanos Baudelaire está teniendo lugar, llamada «ironía dramática». En cuatro palabras, tenemos ironía dramática cuando una persona hace una observación inofensiva y otra persona que la oye sabe algo que hace que dicha observación tenga un significado diferente y, por lo general, desagradable. Por ejemplo, si estuvieses en un restaurante y dijeses en voz alta: «Estoy impaciente por comer el filete marsala que he pedido», y hubiese personas que supiesen que el filete marsala estaba envenenado y que morirías en cuanto probases el primer bocado, tu situación sería de ironía dramática. La ironía dramática es un acontecimiento cruel, inquietante, y siento que aparezca en mi historia, pero Violet, Klaus y Sunny tienen unas vidas tan desgraciadas que sólo era cuestión de tiempo que la ironía dramática mostrase su horrible rostro.
Mientras escuchamos a Tío Monty decirles a los tres huérfanos Baudelaire que nunca sufrirán daño alguno en la Habitación de los Reptiles, deberíamos estar experimentando la extraña sensación que acompaña la llegada de la ironía dramática. Esta sensación no es diferente de la sensación de que todo se va a pique, cuando uno está en un ascensor que de repente cae a toda velocidad, o cuando está cómodamente acostado y de repente la puerta del armario se abre y descubre a la persona que se estaba escondiendo allí. Porque, por muy seguros y felices que se sintiesen los tres niños, por muy reconfortantes que fuesen las palabras de Tío Monty, vosotros y yo sabemos que pronto Tío Monty estará muerto y los Baudelaire volverán a ser desgraciados.
Durante la semana siguiente, sin embargo, los Baudelaire lo pasaron en grande en su nuevo hogar. Cada mañana se levantaban y vestían en la privacidad de sus propias habitaciones, que habían escogido y decorado a su gusto. Violet había escogido una habitación con una ventana enorme, que daba a los setos con formas de serpientes del jardín de la entrada. Pensó que aquellas vistas podrían inspirarla cuando estuviese inventando algo. Tío Monty le había permitido pegar hojas de papel blanco en las paredes, para que pudiese dibujar sus ideas aunque se le ocurriesen en plena noche. Klaus había escogido una habitación con un cómodo nicho —la palabra «nicho» significa aquí «un rincón muy, muy pequeño, ideal para sentarse y leer»—. Con permiso de Tío Monty, había subido una silla grande con un cojín de la sala de estar y la había colocado en el nicho, bajo una lámpara de lectura de latón. Cada noche, en lugar de leer en su cama, se ovillaba en la silla con un libro de la biblioteca de Tío Monty, a veces hasta el amanecer. Sunny había escogido la habitación que estaba entre la de Violet y la de Klaus, y la había llenado de objetos pequeños y duros extraídos de la casa, para poder morderlos cuando le apeteciese. También había juguetes diversos, para que la Víbora Increíblemente Mortal y ella pudiesen jugar juntas.
Pero lo que más les gustaba a los huérfanos Baudelaire era estar en la Habitación de los Reptiles. Todas las mañanas, después de desayunar, se unían a Tío Monty, que ya había empezado a preparar la expedición. Violet se sentaba ante una mesa, con cuerdas, herramientas y jaulas que formaban las distintas trampas para serpientes, y aprendía cómo funcionaban, las reparaba si estaban rotas, y a veces las mejoraba para que fuesen más cómodas para las serpientes en su largo viaje desde Perú hasta la casa de Tío Monty. Klaus se sentaba cerca, leía los libros sobre Perú que tenía Tío Monty y tomaba notas en un bloc para poder consultarlas más tarde. Y Sunny se sentaba en el suelo y, entusiasmada, hacía trozos cortos de la cuerda larga. Pero lo que más les gustaba a los jóvenes Baudelaire era aprender las cosas sobre los reptiles que les explicaba Tío Monty. Mientras trabajaban, les enseñaba el Lagarto Vaca de Alaska, una criatura alargada y verde que daba una leche deliciosa. Conocieron al Sapo Disonante, que podía imitar la voz humana con un tono grave. Tío Monty les enseñó cómo manejar el Tritón Tintado sin mancharse todos los dedos con su tinte negro, y cómo saber cuándo la Pitón Irascible estaba malhumorada y era mejor dejarla sola. Les enseñó a no darle demasiada agua al Sapo Borracho de Borneo, y a nunca, bajo ninguna circunstancia, dejar que la Serpiente de Matute se acercase a una máquina de escribir.
Tío Monty, mientras les hablaba de los distintos reptiles, se extendía a menudo —palabra que aquí significa «dejaba que la conversación siguiese su curso»— con historias de sus viajes, describiendo hombres, serpientes, mujeres, sapos, niños y lagartos que había encontrado por el mundo. Y, al poco tiempo, los huérfanos Baudelaire le estaban explicando sus vidas a Tío Monty, incluso hablando de sus padres y de lo mucho que les añoraban. Tío Monty estaba tan interesado en las historias de los Baudelaire como ellos en las de éste, y a veces se pasaban tanto rato charlando que casi no les quedaba tiempo para engullir la cena antes de amontonarse en el pequeño jeep de Tío Monty en dirección al cine.
Una mañana, sin embargo, cuando los tres niños acabaron sus desayunos y fueron a la Habitación de los Reptiles, no se encontraron con Tío Monty, sino con una nota. La nota decía lo siguiente:
Queridos Bambini:
He ido a la ciudad a comprar las últimas cosillas que necesitamos para la expedición: repelente de avispa peruana, cepillos de dientes, melocotones en almíbar y una canoa ignífuga. Me llevará un poco de tiempo conseguir los melocotones, así que no me esperéis hasta la hora de cenar.
Stephano, el sustituto de Gustav, llegará hoy en taxi. Por favor, haced que se sienta bienvenido. Como sabéis, sólo faltan dos días para la expedición, así que hoy trabajad muy duro.
Vuestro atolondrado tío,
Monty
—¿Qué significa «atolondrado»? —preguntó Violet cuando acabaron de leer la nota.
—Alocado y emocionado —dijo Klaus, que había aprendido la palabra de una colección de poesía que había leído en primero—. Supongo que se refiere a emocionado por ir a Perú. O quizás emocionado por tener un nuevo ayudante.
—O quizás por nosotros —dijo Violet.— ¡Kindal! —gritó Sunny, lo que probablemente significaba «o quizás esté emocionado por todas estas cosas a la vez».
—Yo también estoy un poco atolondrado —dijo Klaus—. Es muy divertido vivir con Tío Monty.
—Ya lo creo —dijo Violet—. Tras el incendio pensé que jamás volvería a ser feliz. Pero el tiempo que llevamos aquí está resultando maravilloso.
—Sin embargo, yo sigo añorando a nuestros padres —dijo Klaus—. Por muy amable que sea Tío Monty, desearía seguir viviendo en nuestro verdadero hogar.
—Claro —exclamó Violet rápidamente. Se detuvo y dijo poco a poco algo en lo que había estado pensando los últimos días—. Creo que siempre añoraremos a nuestros padres. Pero creo que podemos añorarlos sin ser desgraciados todo el tiempo. A fin de cuentas, ellos no querrían que fuésemos desgraciados.
—¿Recuerdas aquella tarde? —dijo Klaus con tristeza—. Llovía, estábamos aburridos y decidimos pintarnos las uñas de los pies de rojo.
—Sí —dijo Violet sonriendo—, y yo vertí un poco en la silla amarilla.
—¡Archo! —dijo Sunny tranquilamente, algo que probablemente significaba «y la mancha nunca se borró del todo».
Los huérfanos Baudelaire se miraron y rieron y, sin pronunciar palabra, empezaron a hacer las tareas del día. Durante el resto de la mañana trabajaron en silencio, sin pausa, asimilando que su contento allí, en casa de Tío Monty, no había borrado la muerte de sus padres en absoluto, pero como mínimo les había hecho sentir mejor después de haber estado tristes durante tanto, tanto tiempo.
Es mala suerte, claro, que aquel momento de felicidad y tranquilidad fuese el último que los niños iban a tener en bastante tiempo, pero nadie puede hacer nada al respecto. Justo cuando los Baudelaire estaban empezando a pensar en la comida, oyeron detenerse un coche delante de la casa y tocar la bocina. Para los niños aquella fue la señal de la llegada de Stephano. Para nosotros debería ser la de la llegada de más desdichas.
—Supongo que debe ser el nuevo ayudante —dijo Klaus, levantando la mirada del Gran libro peruano sobre pequeñas serpientes peruanas—. Espero que sea tan amable como Monty.
—Yo también —dijo Violet, abriendo y cerrando una trampa de sapos, para asegurarse de que funcionaba correctamente—. Resultaría bastante desagradable viajar a Perú con un tipo aburrido o malo.
—¡Gerja! —gritó Sunny, lo que probablemente significaba algo como: «¡Bueno, vayamos a ver cómo es ese Stephano!».
Los Baudelaire salieron de la Habitación de los Reptiles y fueron a la puerta principal, donde encontraron un taxi aparcado al lado de los setos con formas de serpientes. Un hombre muy alto y delgado, con una tupida barba y sin cejas, salía de la puerta trasera con una maleta negra de lustroso candado plateado.
—No voy a darte propina —le estaba diciendo el hombre barbudo al taxista—, porque hablas demasiado. No a todo el mundo le interesa tu recién nacido, ¿sabes? Oh, hola. Soy Stephano, el nuevo ayudante del doctor Montgomery. ¿Cómo estáis?
—¿Cómo está usted? —dijo Violet y, al acercarse, encontró algo en la voz de aquel hombre que le resultó ligeramente familiar.
—¿Cómo está usted? —dijo Klaus y, al levantar la vista para mirar a Stephano, hubo algo en sus brillantes ojos que le resultó bastante familiar.
—¡Huuda! —gritó Sunny.
Stephano no llevaba calcetines, y Sunny, gateando por el suelo, pudo ver su tobillo, desnudo entre el dobladillo del pantalón y el zapato. Allí, en su tobillo, había algo más familiar que todo lo anterior.
Los huérfanos Baudelaire se dieron cuenta de la misma cosa al mismo tiempo, y dieron un paso atrás como si estuviesen ante un perro feroz. Aquel hombre no era Stephano, se pusiese el nombre que se pusiese. Los tres niños miraron de la cabeza a los pies al nuevo ayudante de Tío Monty y supieron que no era otro que el Conde Olaf. Podía quitarse su única ceja y dejarse crecer una descuidada barba para cubrir su barbilla, pero no había forma de ocultar el tatuaje de un ojo que tenía en el tobillo.