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Pasó un buen rato inmóvil, sin hacer ningún nuevo intento de huida, con la vana esperanza de que su captor se hubiera marchado, pero a cada rato oía sus pisadas o algún otro sonido que claramente le indicaba que seguía ahí. Concluyó que no le dejaría solo, no hasta que lograra su objetivo. Estaba perdido. Cerró los ojos y varias lágrimas rodaron por sus mejillas. Por un instante, olvidó que estaba atrapado. La voz dulce de su madre regresó nítidamente a sus oídos: «Los chicos grandes no lloran». Se esforzó en ahogar el llanto.

Un golpe seco le alertó y notó cómo alguien le arrastraba con fuerza para sacarle de su encierro. Las cuerdas que ataban sus tobillos le hicieron tropezar y cayó de bruces sobre el cemento. Dolorido, abrió los ojos, pero una intensa luz le cegaba. Supo que era el final.