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Había logrado subir las muñecas hasta la altura de sus labios y se esforzó en mordisquear la cuerda que las rodeaba. Estaba tan tensa que, por momentos, se daba dentelladas en la piel y notaba el sabor agrio de la sangre en su boca. No le importaba, ni siquiera le molestaba comparado con el dolor que le recorría todo el cuerpo. Recordó la historia de un alpinista que se cortó el brazo para poder escapar de la roca que lo aplastaba y sobrevivió. Lo suyo, entonces, no era para tanto. Siguió aplicando sus incisivos con fuerza y rapidez hasta que, de pronto, oyó una voz que parecía aproximarse. Cesó su intento de fuga. Trató de aguzar el oído mientras las palabras adquirían volumen, no solo porque se acercaban, sino también porque subían de tono.

«No me has dejado otra salida. Hicimos un trato y quiero mi dinero antes de que amanezca… Sí, es una amenaza y sabes que las cumplo… ¿Vamos a dejarle que se vaya de rositas, directo a denunciarnos?… Dudo que te atrevas a ir a la policía. Tienes mucho más que perder que yo».

¿Quién era? ¿Y con quién hablaba? Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Aquel hombre le estaba condenando: su voz, el olor a gasolina, el sabor a sangre en la boca, las llamas, las cicatrices de sus muñecas… Lo entendió todo y, como si de una película se tratase, las imágenes de aquellas horas que habían desaparecido de su vida como si nunca hubieran existido se ordenaron para mostrarle la verdad. Una verdad terrible.