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Le aterraba la oscuridad. Siempre había sido así. Era uno de esos miedos inexplicables que, aunque lo neguemos, nos acompaña desde que somos niños y, cada cierto tiempo, en un momento inesperado, sale a la superficie. Al contrario de lo que ocurre con otros temores, el uso de la razón o la madurez no nos libera de él. Ya no le asustaban los monstruos ni los fantasmas. Sus miedos habían crecido y cambiado, y ahora temía a la soledad y a la muerte. Hubo un tiempo en que también sufría por el rechazo o hacer el ridículo ante los demás… Se le pasó pronto.

Pero la oscuridad lo envolvía de nuevo y esa vulnerabilidad de sentirse ciego le hacía temblar. De pequeño, cuando se iba a la cama, le pedía a su madre que dejara encendida la luz del pasillo para que el resplandor iluminara apenas su habitación. Eso le tranquilizaba y así lograba dormir. Sin embargo, algunas veces se despertaba y entonces sentía que la noche se había instalado en su cuarto y que ya nunca podría salir de allí. Como ahora. Entonces, lloraba. Primero en ahogado silencio, tratando de vencer aquel pavor sobrevenido, y luego desconsoladamente, hasta que su madre se colocaba a su lado y, mientras le acariciaba el pelo, cantaba. Era capaz de escuchar cada nota de aquella melodía en su cabeza, pero ¿por qué nunca había sido capaz de tocarla? La hizo sonar otra vez en su mente invocando aquel sortilegio que en la voz de su madre traía la calma. En esta ocasión no sirvió de nada.