7

La rutina se fue asentando en nuestras vidas con tanta rapidez que, a pesar de que solo estábamos a finales de septiembre y llevábamos poco más de una semana de clases, parecía que hubiera pasado una eternidad desde las vacaciones de verano. Los profesores se habían tomado muy en serio lo de las pruebas de acceso a la universidad y, desde el segundo día, nos mandaban una gran cantidad de tareas para casa: problemas de Matemáticas, de Física, de Dibujo, oraciones para analizar… No daba abasto. Todos los días tenía que echar pronto a Gabriela después de comer para ponerme con los deberes.

Pero por fin era viernes. Además, el lunes siguiente no había clase porque era san Miguel, el día grande de las fiestas. Por suerte, los profes no nos habían mandado mucho para estudiar ese largo fin de semana.

Estaba nerviosa, pero no por las fiestas, sino por Álvaro. No lo había visto desde que volvimos del pueblo de Laura, y de eso hacía ya más de un mes. Había sido difícil no coincidir y más aún que Laura no se percatara de que los evitaba, pero gracias a Gabriela lo había logrado. Pese a ello, seguía sintiendo algo muy fuerte por él y me daba miedo que esa noche volvieran a desatarse todos esos sentimientos.

Siempre que Gabriela y yo llegábamos a casa del instituto al mediodía, nos cruzábamos con algún repartidor de comida a domicilio que iba o venía de casa de Oliver, y ese día no fue una excepción. Seguía sin saber mucho de mi nuevo vecino, salvo que no le gustaba (o no sabía) cocinar y vivía prácticamente solo. No había vuelto a ver por allí a aquel señor mayor. Además, su coche nunca estaba en el garaje. Tampoco a Oliver le veía mucho por el instituto porque, según me habían contado Gabriela y Laura, solo tenía Inglés y Lengua.

—¿Sabes? —me dijo Gabriela mientras subíamos en el ascensor—. A la Miss le mola Oliver.

—¡Ja! ¡Qué dices! Si le saca quince años como poco…

—¿Y?

—Pues que no puede ser. Si la Miss fuera un profesor y Oliver una alumna, estaríamos echando pestes…

—Tía, a veces creo que vienes de otra galaxia —replicó con incredulidad—. ¿Qué tendrá que ver? Es evidente que le mola. Laura también lo piensa. Se nota mogollón…

—¿Sí? ¿En qué, a ver?

—Pues en todo. Tenías que ver cómo coquetea con él. Cada vez que le pregunta algo, le pone una sonrisa de oreja a oreja. ¡Y ya sabes lo borde que es ella con todo el mundo!

—Dímelo a mí. Me tiene frita con la dichosa Lengua. ¿Y él?

—Él se deja querer. No es que le diga ni haga nada, pero le devuelve la sonrisa y esas cosas.

—Me parece fatal, qué quieres que te diga.

—Un tío bueno es un tío bueno, Álex. ¿O crees que cuando tengas cuarenta no te van a molar los de veinte? Son más ágiles, más fogosos… Piensa en mi padre o en tu padrastro. Nada que ver, ¿no crees?

—¡Uff, no me gusta nada! Se lo dejo todito para ella.

No lo podía creer. No podía creer que no hubiera oído el ding-dong que anunciaba nuestra llegada, que la puerta del ascensor se hubiera abierto sin yo percatarme y que Oliver estuviera allí, en el descansillo, escuchando lo que acababa de decir, y que una enorme sonrisa llenara su cara.

—Ejem… Hola —su expresión no dejaba lugar a dudas: me había oído perfectamente, al menos, el último comentario. Nos miraba con una sonrisa burlona que encendía cada vez más mi cara. «Serénate —pensé para mí—, no puede saber si lo he dicho yo o Gabriela».

—No hagas caso a mi amiga —le espetó ella, por si aún le quedaba alguna duda—, los tíos como tú tienen que estar con chicas de su edad. Con la escasez de hombres guapos que hay, si ahora encima tenemos que competir por vosotros con nuestras madres… apañadas estamos.

Quería matarla. Empezaría cortándole la lengua para que no pudiera decir ni una sola idiotez más en su vida. Sentía que mis mejillas ardían y me hubiera gustado que se abriera una enorme zanja bajo mis pies para poder derretirme en el núcleo terrestre. Él no respondió. Solo sonreía divertido.

—Por cierto, ¿dónde vas, compi? —preguntó Gabriela.

—Es que el repartidor se ha equivocado con el pedido. Ha traído tofu —su cara de asco evidenciaba que ni mucho menos era su plato favorito—. Iba a devolvérselo.

—Ni lo intentes. Le hemos visto arrancando la moto, así que ya se habrá ido. ¿Por qué no comes con nosotras? No te haces idea de lo bien que cocina Álex.

Le propiné un fuerte pellizco en el culo. Lo último que quería era tener que comer con él después de haber metido la pata de ese modo.

—¡¡¡Aaayy!!! ¿Por qué me pellizcas? —preguntó Gabriela frotándose dolorida.

No podía creerlo. ¿Cómo podía ser tan bocazas?

—No te preocupes —intervino él con esa voz melodiosa y educada que tan poco le pegaba—. No quiero molestar…

Si algo me ha resultado siempre insoportable es quedar como una borde. A Gabriela y a Laura eso les da igual. De hecho, hay mucha gente que no tiene en muy buena consideración a Gabriela por su descaro con los chicos, pero a ella le resbala. Yo no podría pasar. Así que no iba a ser yo la que impidiera que Oliver viniera a comer con nosotras, por poco que me gustara. Prefería tragar con él que parecer antipática. Además, tal vez de ese modo se presentara la oportunidad de enterarme de algo más sobre su vida.

—No molestas —intenté que mi voz no sonara demasiado forzada—. Si quieres venir, por mi parte no hay problema.

—Mmmm… No. Déjalo —dudó un momento—. Tal vez otro día…

—¡Anda, compi! —le animó Gabriela—. ¡Porfa, porfa, porfa, porfa, porfa!

Tuve que morderme la parte interior del labio para no reírme. ¡Le estaba poniendo ojitos! Gabriela no estaba bien de la cabeza, era evidente.

—¡Venga! —volvió a insistir al ver que él se mostraba indeciso—. No vas a hacerle ese feo a dos pibones como nosotras, ¿no? Eso no se le hace a unas chicas tan guapas… Además, a mí me encanta el tofu. Así no tendrás que tirarlo, lo que no estaría nada bien teniendo en cuenta la cantidad de niños que pasan hambre y…

—De acuerdo… —se había rendido. Una prueba más que demostraba que era imposible no sucumbir a los encantos de Gabriela.

Nada más entrar, me puse manos a la obra mientras los dos charlaban animadamente apoyados en el alféizar de la ventana. No me gustaba que nadie se inmiscuyera mientras cocinaba, incluso prefería que, de ser posible, no me hablaran. Gabriela lo sabía y por lo general aprovechaba para hojear alguna revista o hablar por el móvil. Sin embargo, me habría encantado oír lo que decían. Oliver apenas intervenía, pero no dejaba de reírse con Gabriela, que estaba desplegando todos sus encantos. Regresé a la cocina y, mientras las berenjenas terminaban de hacerse, fui poniendo la mesa.

—¡Ya está la comida! —anuncié en voz alta para que pudieran oírme.

—¡Mmmm! Huele fenomenal, Álex —dijo Gabriela y metió un dedo en la bechamel. Le di un manotazo y ella me miró con gesto compungido y me mostró su índice enrojecido.

—¿Ya estamos como siempre? Si acaba de salir del horno y echa humo, ¿no te da una pista?

—Vale, vale, tienes razón —me tendió el plato con su sonrisa más amplia y, sin mirarme siquiera, volvió a dirigirse a Oliver—. Entonces, ¿vives solo?

—Prácticamente —respondió él mientras se llevaba un pedazo a la boca. No podía evitar sentir cierto nerviosismo siempre que alguien probaba mi comida por primera vez. Esperaba algún comentario por su parte, pero no dijo nada antes de continuar con el segundo bocado.

—¿Y no te da miedo? ¿O tienes una novia que te acompañe por las noches? —preguntó como quien no quiere la cosa.

—No —dijo mientras se llevaba otro pedazo a la boca—. ¡Mmmm! Esto no está nada mal…

¿Nada mal? Esperaba algo más entusiasta.

—¿Novio tal vez?

Gabriela me hacía sentir vergüenza ajena. Su descaro a veces resultaba gracioso, pero preguntarle abiertamente a alguien que acabas de conocer si es gay se pasa de castaño oscuro. Pensé que se sentiría molesto por la indiscreción. Sin embargo, para mi sorpresa, sonreía divertido.

—Lamentablemente, no. Seguro que me iría mejor; pero, por desgracia, me va el género femenino.

Gabriela no pudo disimular una sonrisa triunfal.

—No todas las mujeres somos complicadas. Algunas somos… más fáciles —sacó su voz seductora.

No podía soportar más tanta desfachatez por parte de mi amiga, así que le propiné un fuerte pisotón bajo la mesa. Debí de hacerle daño, porque incluso bizqueó, pero se lo tenía más que merecido.

—El otro día conocí a tu padre —intervine para no dejar que dijera ninguna otra estupidez—. Es muy simpático…

Dejó caer el tenedor de un golpe y me atravesó con su mirada gris metálico. Creo que lo que sentí fue miedo, el miedo que te invade cuando descubres que acabas de cometer un error fatal y no hay vuelta atrás.

—No es mi padre —dijo con voz áspera.

Estaba paralizada. Sabía que era estúpido que me dominara el pánico. Fuera lo que fuera lo que le había molestado, no podía ser tan grave. Y, si lo era, ¿qué me iba a hacer? No me iba a matar por un inocente comentario como ese. Sin embargo, no podía evitar sentirme muy asustada. Seguramente, habría bastado con pedirle disculpas, pero la voz parecía haberse helado en mi garganta. Nunca debí haber dejado que comiera con nosotras. Parecía de esa gente peligrosa con la que es mejor mantener cierta distancia.

—¿Vives con tu padrastro? —Gabriela no parecía percibir la tensión que se masticaba en el ambiente.

Tardó un rato en responder, como si le costara tragar. Bebió un sorbo de agua.

—Es mi abuelo —respondió al fin con la mirada concentrada en el plato. Parecía estar cada vez más incómodo—. Vive fuera de Madrid.

—¿Y tus padres? —Gabriela no tenía fin. De haber podido moverme, le habría dado otro pisotón para que dejara de ser tan indiscreta. Sin embargo, aunque era evidente que no le estaba gustando demasiado el interrogatorio, a ella no le lanzaba miradas aterradoras como la que me había clavado hacía un momento.

—No conozco a mi padre y mi madre está… muerta.

Silencio. Silencio tenso y cortante, del que te hace contener la respiración y te va asfixiando lentamente. Me habría gustado desaparecer, hacerme invisible, mimetizarme con la silla en la que estaba sentada, convertirme en flor… Cualquier cosa con tal de poder escapar de esa tensión tan insoportable.

—Vaya —dijo al fin Gabriela—. Lo siento mucho…

Otra vez silencio. Gabriela me golpeó con el pie por debajo de la mesa. Sabía que esperaba que yo también dijera algo, pero no podía: mis cuerdas vocales seguían sin responder.

—Bueno… Me voy —dijo él levantándose y dejando la servilleta sobre la mesa. Su voz había recuperado el tono amable que la caracterizaba, aunque los músculos de su cara seguían crispados—. Gracias. Estaba todo muy bueno.

Con un esfuerzo casi sobrehumano, me levanté para acompañarle a la puerta. Al abrirla, descubrí a mi tía Beatriz, que se disponía a llamar al timbre.

—¡Hola, cielo! Siento no haberte avisado antes de que venía, pero…

—Perdón —la interrumpió Oliver mientras intentaba abrirse paso—. Yo ya me iba.

—Pasa, guapo, pasa —respondió ella haciéndose a un lado y empujándole suavemente por la espalda hacia el rellano.

Abrió la puerta de su casa y desapareció tras ella sin mirar atrás ni despedirse. Me alegré de que se hubiera ido y de que Beatriz estuviera aquí. Su presencia siempre resultaba tranquilizadora, y más después del mal rato que había pasado. Era extraño que se hubiese decidido a venir, pues eran pocas las ocasiones en las que nos visitaba desde que se había peleado con mi madre, así que debía de ser importante.

—¡Beatriz! —exclamó Gabriela al percatarse de su presencia. Adoraba a mi tía. Era tan supersticiosa como ella y creía a pies juntillas todas sus teorías.

—Hola, Gabriela, hola —no le prestó demasiada atención. No había que ser Sherlock Holmes para saber que algo le preocupaba, y mucho.

—¿Estás bien, tía? —pregunté mientras la tomaba del brazo y la dirigía hasta el sofá. Murmuraba algo que no era capaz de entender.

—¿Ese… —señaló con el pulgar hacia atrás—, ese era… el chico del que me hablaste? —esto último lo dijo en voz más baja para que Gabriela no lo oyera, aunque fue inútil, porque estaba a escasos centímetros de nosotras.

—Sí —contesté. Aún tenía el estómago encogido por el mal rato de la comida.

—¡Qué oscuridad! —exclamó con la mirada ausente y cara de circunspección—. ¡Pobre criatura!

Gabriela y yo nos miramos sin entender nada.

—Tía, ¿estás bien? ¿A qué has venido?

—¡Ay, mi niña! —dijo como volviendo en sí mientras me tocaba la frente para ver si tenía fiebre—. ¿Cómo estás tú? ¿Te notas algo?

—Estoy genial. No me pasa nada. ¿Por qué lo dices?

—Estoy preocupadísima por ti. Hoy, cuando volví a casa después del trabajo, encontré tu planta mustia: el tallo doblado, las flores a punto de caer… Y ha sido de repente, porque ayer, cuando la regué, estaba bien…

No pude evitar una carcajada, aunque creo que más por liberar la tensión acumulada que por las rarezas de mi tía. La planta en cuestión es una orquídea que sembró cuando yo nací. La primera vez que la regó, mezcló en el agua lágrimas mías que se había encargado de recoger, no me explico cómo, mientras me visitaba en el hospital y otras excreciones en las que prefiero no pensar. Así que, desde ese día, la planta y yo estamos unidas por una especie de vínculo. Según ella, era como un barómetro de mi estado de salud.

—No te rías, cielo —continuó—. Ya sé que estas cosas no te interesan y que nunca te crees nada de lo que digo, pero estoy preocupada. Así que haz el favor de no hacer el tonto y de tener cuidado.

—Puedes estar tranquila —intervino Gabriela—. Yo cuidaré de ella. Te prometo que no la voy a dejar sola ni un segundo.

—¡Eres un solete! —dijo mi tía mientras le acariciaba la mejilla—. Pero, cuéntame. ¿Tú qué tal? ¿Qué tal con Hugo?

A Gaby se le entristeció ligeramente la mirada.

—¡Bah, paso de él! Ahora anda tonteando con una tía del instituto, pero, vamos, que a mí me da igual…

—No disimules. Sí que te importa…

—No, para nada —no podía ocultar su cinismo—. Además, les va a durar dos telediarios. La tía es una pija y no pegan ni con cola. Es que Hugo es idiota y las pijas le ponen un montón.

—¡Ay! Ya te lo dije cuando estudié vuestras cartas astrales: estáis hechos el uno para el otro, aunque me basta con veros juntos para llegar a esa conclusión. Lo que no sé es por qué andáis mareando el asunto.

—Los astros dirán lo que quieran, pero las cosas terrenales no son tan fáciles.

—Son mucho más sencillas de lo que te imaginas. Lánzate y dile lo que sientes antes de que sea demasiado tarde.