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Durante el curso, Gabriela solía venir a menudo a comer a casa. Sus padres tampoco estaban al mediodía y, como era incapaz siquiera de hacerse un huevo frito, prefería almorzar conmigo. A mí siempre me ha encantado cocinar y a ella le entusiasmaban mis platos, sobre todo la lasaña, aunque tampoco le ponía pegas a las albóndigas, las costillas y la pasta.

A pesar de su delgadez, comía como una fiera. Siempre estaba picando algo: patatas fritas, galletas, algún snack de chocolate… Y no engordaba. Hubiera dado diez años de mi vida por tener esa suerte.

Su otra afición era fumar y mi madre odiaba el olor a tabaco. Tenía prohibido terminantemente hacerlo en casa. Tal vez esa aversión venía porque mi padre estaba enganchado a la nicotina y quería borrar cualquier rastro de él en su vida.

Así que, dado que Gabriela fumaba igual que comía, como si la vida le fuera en ello, siempre preparábamos algo en la cocina y lo subíamos a la terraza de mi cuarto.

—Cada día cocinas mejor —dijo Gabriela pasándose la mano por la tripa. Se había zampado dos tazas de gazpacho y siete albóndigas, así que no era de extrañar que tuviera la sensación de estar a punto de estallar.

—Gracias. Pero si explotas, que conste que no es culpa mía.

—Apártate un poco, no vaya a ser…

Sonrió mientras se quitaba la camiseta y se acomodaba en la tumbona para aprovechar los últimos rayos del sol. El verano se estaba alargando más de lo habitual, ya que estábamos a 20 de septiembre y el calor seguía apretando fuerte.

—Laura está preocupada —dijo sin mirarme. Tenía los ojos cerrados para evitar que la luz la deslumbrara.

—¿Por qué? —yo también me había repantingado junto a ella en otra tumbona.

—Por Álvaro. Dice que le nota raro.

—No me ha dicho nada… ¿Tú crees que se habrá dado cuenta? A lo mejor él le ha comentado lo que pasó… —aventuré angustiada.

—Seguro, es lo más lógico, «Laura, cariño, ¿sabes que me he intentado enrollar con Álex?» —soltó con un tono burlón—. No, no te preocupes. Me lo habría dicho.

—¿Y por qué no me lo ha contado a mí? Siempre ha tenido más confianza conmigo que contigo, ¿no? ¿A qué viene que ahora no me cuente nada?

—Porque también está preocupada por ti. Dice que te siente lejos y no sabe si es que ha hecho algo que te haya molestado.

Gabriela guardó silencio después. Supongo que intuía la punzada que había sentido al oír aquello. Yo era la traidora y Laura, sin embargo, la que se preguntaba si habría hecho algo mal.

—No te angusties —continuó—. Es normal que no te sienta tan cerca como siempre. Al fin y al cabo, desde que volviste de las vacaciones has mantenido cierta distancia, ¿no? Pero ahora que le has dejado claro al idiota ese que no vas a tener nada con él, conseguirás relajarte y las cosas volverán a su cauce.

Sí, había intentado dejárselo claro, pero no estaba segura de haberlo conseguido. No podía quitarme de la cabeza las imágenes y sensaciones que había vivido los días que pasamos en el pueblo de Laura.

Al principio, todo había marchado bien. Álvaro ya estaba allí con algunos amigos de la facultad y no me prestaba mucha atención. Me trataba como a un colega más. Pero Charlie, uno de sus compañeros (el más interesante en opinión de Gabriela, que ya había clasificado a todos), comenzó a tirarme los trastos. Lo hacía de forma sutil: siempre se las apañaba para que yo terminara subiendo y bajando al pueblo en su coche, me invitaba a alguna copa que otra, bromeaba mientras bailábamos… A mí no me molestaba. Al contrario, le consideraba un chico encantador y muy divertido. De hecho, de no haber tenido esa especie de candado que parecía encarcelar mi corazón, tal vez me habría lanzado con él.

A Álvaro no pareció gustarle aquello y sacó la artillería pesada. En cuanto Laura no estaba cerca, me dedicaba sus mejores sonrisas y aprovechaba cualquier mínima oportunidad para acariciarme la mejilla, tomarme de la mano o arrimar su cuerpo al mío. Creo que él sabía el poder que ejercía sobre mí y lo estaba explotando al máximo, pues sentía cómo toda la fortaleza que había ido construyendo para protegerme de él se iba derritiendo sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Por suerte, Gabriela siempre estaba cerca y al tanto, y me recolocaba las ideas cada vez que el caos comenzaba a apoderarse de mi mente.

Aún me removía pensar en la noche que consiguió que nos quedáramos solos en las eras con la excusa de que lo acompañara a buscar más bebida. No había luna, así que la oscuridad apenas quedaba diluida por las escasas luces que llegaban del pueblo.

—Álex —me dijo—. No aguanto más esta situación. Tenemos que hacer algo…

Recordaba cómo mi estómago se había encogido de tal modo que pensé que iba a romperse en dos pedazos.

—¿Q-qué quieres decir? —tartamudeé. Otra vez estaba perdida. Sentía como si Álvaro estuviera extendiendo una hilera de barrotes a nuestro alrededor que se iba estrechando, haciendo que cada vez estuviéramos más y más cerca. Sus brillantes ojos color avellana atraparon los míos.

—Me paso el día pensando en ti. A todas horas. Incluso cuando estoy con Laura pienso en ti. No puedo más. Me equivoqué y no lo soporto.

Pasó una mano por mi espalda y me apretó contra él. Estaba tan nerviosa que creo que incluso temblaba. Ahora, desde la distancia, creo que fue una temeridad. Cualquiera podría habernos visto, aunque a él parecía darle igual. A lo lejos, Laura bailaba con Gabriela y se reía feliz. No podía traicionar así a mi amiga. No podía y, sin embargo, me moría por besarle.

—No podemos hacerle esto a Laura —logré reunir las fuerzas suficientes y le aparté un poco de mí—. Al menos, yo no puedo.

—Pero ella no tiene por qué enterarse —se pegó a mí de nuevo.

Me llevó un par de segundos procesar lo que acababa de oír.

—¿Me estás diciendo que lo único que pretendes es enrollarte conmigo y seguir con tu vida como si no hubiera pasado nada? —por muy enamorada que estuviese, no podía aceptar ciertas cosas.

—Bueno… no exactamente —dudó al percibir mi enfado—. Luego se lo diríamos, claro, pero después… No queremos hacerle daño, ¿no?

Tenía ganas de propinarle un puñetazo en el estómago o de cruzarle la cara, como en las pelis antiguas. No podía creerme que Gabriela tuviera razón y que Álvaro, mi Álvaro educado y encantador, fuera como todos los demás tíos.

—Álex —continuó con voz suave. Se había apartado hasta dejar cierta distancia entre nosotros, pero aún tenía cogida mi mano—, a mí no me gusta esto. Llevo mucho tiempo con Laura y la quiero, pero es en ti en quien pienso a todas horas —su voz ahora era ronca y sus ojos expresaban cierta desesperación—. Ojalá no fuera así, Álex, pero no puedo evitarlo.

Aquello empezaba a parecerse a la declaración de amor que llevaba tanto tiempo esperando. Y estaba derribando ladrillo a ladrillo la débil coraza que había logrado levantar. Debería haberme mantenido en mi sitio, pero respondí:

—Pues díselo. Cuéntaselo a Laura y ya está. Sabes que, si fuera al revés, ella haría las cosas bien.

—Pero yo no puedo esperar —dijo con ojos suplicantes—. ¿Qué más da? Se lo diremos después. No hay ninguna diferencia. El daño va a ser el mismo, ¿no? Te juro que no puedo pasar ni un minuto más sin que estemos juntos.

—No. Lo siento pero no —una pena que mi voz no sonara todo lo firme que me hubiera gustado—. Hay que hacer las cosas bien. Háblalo con ella y luego me cuentas… Además, por ahí vienen todos. Deben de andar buscándonos.

Seguramente no nos habrían visto en la oscuridad, pero fue suficiente para convencerle y que se apartara de mí.

—Sabes tan bien como yo que tarde o temprano va a pasar, Álex. Es solo cuestión de tiempo que estemos juntos…

La seguridad de su mirada hizo que me preguntara si de verdad conocía a la persona que estaba enfrente. Pero ese mismo ímpetu había despertado también mi orgullo. Estaba muy equivocado si pensaba que le iba a resultar tan fácil. Bueno, en realidad, era consciente de que no tenía los recursos necesarios para ponérselo demasiado complicado, aunque él no tenía por qué saberlo. Los días que pasamos allí me había costado más mantenerme firme, pero, como desde que habíamos vuelto a Villanueva no le había vuelto a ver, me sentía otra vez mucho más fuerte.

***

—Beep, beep, llamando a Alexia, llamando a Alexia. ¿Hay alguien? —dijo Gabriela mientras me golpeaba con suavidad en la frente.

—Perdona. Se me ha ido la cabeza.

—¡Pssss, calla! —susurró mientras se llevaba un dedo a la boca—. Tu vecino está en la terraza.

Me volví disimuladamente para verlo, aunque él no nos miraba. La altura de la pared que separaba las dos viviendas solo dejaba ver la parte superior de su torso. Tenía la camiseta y el pelo mojados, por lo que debía venir de la piscina, pues, a pesar de que la temporada había finalizado oficialmente, seguía abierta por el intenso calor.

—¡Está buenísimo! —exclamó Gabriela tapándose la boca en un intento de ahogar la voz—. ¡Dime que no!

Tenía que reconocer que no estaba mal: espalda ancha, brazos fuertes… Parecía el cuerpo de un nadador, quizá un poco delgado. A Gabriela le faltó tiempo para arrimar la silla al muro, subirse y llamarle:

—¡Hey, compi! —dijo con su mejor sonrisa y su voz más seductora.

Él se acercó. Ahora que llevaba el cabello hacia atrás, pude ver su rostro al completo y descubrí que, junto al ojo derecho, tenía otra cicatriz que se alargaba unos siete centímetros desde la ceja hasta bastante más abajo de su oreja. Tanto esa como la que le atravesaba la boca desde la nariz hasta la barbilla parecían caminos blancos que surcaban su oscura piel. No resultaban desagradables, pero sí conferían a su rostro un aspecto poco amigable.

—¿Por qué no te vienes y te tomas algo con nosotras? —le propuso Gabriela—. Así podremos ir conociéndonos. ¿Qué dices?

Pareció dudar, pero al final accedió.

—Dame un segundo que coloque unas cosas y ahora voy —respondió con esa voz amable que en nada concordaba con su aspecto.

Gabriela bajó de la silla con una sonrisa triunfal y me ignoró vilmente al ver mi cara de desaprobación.

—Voy al baño. Me dejas tu desodorante y tu perfume, ¿verdad? —susurró mientras se olía las axilas.

—¡Claro! —sonreí. No dejaba de sorprenderme el desparpajo de mi amiga.

Entre tanto, él se dirigió hacia el interior de su terraza. Aunque no podía verlo, llegaba hasta mí el sonido que producía al abrir y arrastrar cajas. De pronto, comenzó a silbar otra vez aquella inquietante canción, la misma que entonaba el primer día que le vi, e igualmente volvió a sobrecogerme. Sabía que conocía aquella melodía, pero por mucho que buscaba en mis recuerdos no encontraba nada. Debía de estar en la parte oscura de mi cerebro. Intenté adentrarme en aquella zona nebulosa, aunque era inútil. No había forma. No tenía la llave adecuada para esa cerradura.

Y, entonces, ocurrió algo extraño y desconcertante. En mi mente se coló un pensamiento que no era mío. No encuentro otra forma de explicarlo. Era el llanto de un niño. Me asomé a la terraza desconcertada, aunque sabía de antemano que allí no había nadie. Estaba en mi cabeza. Podía escucharlo perfectamente, como si hubiera estado a mi lado. No parecía un bebé, sino un crío algo más mayor, que sollozaba e hipaba con desconsuelo. También pude escuchar la voz de un adulto. No sabría decir si era de hombre o de mujer, de alguien joven o mayor, pero la oí con total nitidez. No te preocupes, decía, todo va a salir bien.

Salí del trance cuando él dejó de silbar. Al mismo tiempo, Gabriela volvió a aparecer por la puerta.

—Gabriela, ¿tú conoces de algo esa canción?

—¿Qué canción?

—La que estaba silbando el vecino.

—No la he oído, estaba en el baño. ¿Por qué? ¿Te gusta?

—No. Es solo que me suena y no sé de qué —intenté mostrar indiferencia. No tenía ninguna intención de confesarle que me estaba volviendo loca.

—¿Cómo estoy? —preguntó expectante. Se había pintado la raya y los labios, y se había puesto una buena dosis de mi colonia.

—¡Genial! —dije con una sonrisa forzada.

Creo que lo que sentía era pánico. Sabía que hay enfermedades mentales terribles cuyas víctimas escuchan voces que parecen reales. Eso me había pasado a mí. Esa voz no podía haber salido de ninguna parte más que de mi propia imaginación y, sin embargo, se diría que viniera de fuera. Pero estaba sola cuando la había oído: Gabriela estaba en el baño y el vecino en su terraza silbando aquella canción. Yo no tomaba drogas, nunca las había probado, así que la única explicación que alcanzaba a encontrar era que algo no funcionaba bien en mi cabeza.

—Échate a un lado para que pueda pasar —dijo el vecino, y, cuando Gabriela se hubo retirado un poco, saltó ágilmente a mi terraza.

—¿Qué canción es esa que estabas silbando? —le pregunté.

—¿Cuándo?

—Justo antes de que saltaras, cuando movías las cajas.

—Pues… no lo sé. ¿Por qué no me la tarareas?

—Paso. Es igual —era lo que me faltaba, tener que cantar.

—Siéntate —Gabriela asumió el papel de anfitriona—. ¿Qué quieres tomar? Una Coca-Cola, una cerveza, un copazo, a mí… —las dos últimas palabras las pronunció en un tono casi inaudible.

—No bebo. Una Coca-Cola me va bien.

—¿No bebes? —preguntó Gabriela con extrañeza. Desde luego, por su aspecto, nadie lo diría.

Cerré los ojos simulando tomar el sol para no tener que participar en la conversación. Gabriela le estaba invitando a El Escondite. Él dijo que tenía planes y que no sabía si podría pasarse. Aunque aparentaba sentirse cómodo, creo que estaba algo forzado. No dejaba de moverse en la tumbona, como si no encontrara la postura. Mientras, Gabriela hablaba y hablaba y él se limitaba a responder con monosílabos. Se notaba que mi amiga le caía bien, porque no dejaba de reír. Tenía una sonrisa amplia y franca, de esas que iluminan la cara. Parecía otra persona. Junto a sus ojos entornados se formaban arruguitas y en sus mejillas surgían dos pequeños hoyuelos. No tenía tanta pinta de matón de película cuando sonreía.

Parecía que aquella improvisada reunión iba para largo, pues Gabriela cada vez estaba más animada. Ahora examinaba de cerca el tatuaje del brazo de Oliver. Si no hubiera estado tan desconcertada por lo que me había ocurrido, le habría tirado una lata a la cabeza para que no fuera tan descarada.

—Tengo que… hacer una cosa —me disculpé—. Ahora vengo.

Sin que él la viera, Gabriela me hizo gestos de agradecimiento. Imagino que pensaba que mi intención era dejarles solos, pero lo que quería era poder pensar sin interrupciones. Entré en el baño y me miré en el espejo. Mi cara estaba como siempre, aunque podía leerse el miedo en mis ojos. El caso es que yo me encontraba bien, no estaba mareada ni me dolía nada. Para constatar que realmente no había ningún problema, decidí realizar las pruebas a las que nos sometíamos para determinar si estábamos borrachas:

1. Levantar la pierna derecha, apoyar el codo en la rodilla y llevar el pulgar hasta la nariz: superado.

2. Realizar la misma operación con la pierna y el brazo izquierdos: superado.

3. Mi equilibrio parecía estar bien. Todo parecía estar bien. Pero, entonces, ¿qué narices me estaba pasando?