38

Tiré de la cremallera hasta que llegó al tope y la maleta quedó cerrada. Estaba segura de que algo se me olvidaba, pero ya estaba harta de repasar la lista y necesitaba quitar de en medio aquel enorme trasto que llevaba varios días ocupando el suelo del dormitorio. Cogí una pegatina y escribí en ella mi nombre, mi teléfono y mi dirección, esa dirección que ya no iba a ser mía, al menos durante unos meses.

Había tomado una decisión y no tenía ninguna duda de ella, pero no podía evitar sentir una sensación de vértigo y vacío en el estómago. Miré de nuevo a mi alrededor: ese escenario de mi vida en el que tanto tiempo había pasado los últimos meses. Cada objeto, cada rincón guardaban un recuerdo y habían sido testigos de alguno de los momentos más importantes de mi vida; pero necesitaba dejarlos atrás para poder descubrir su verdadera trascendencia y para saber si de verdad me habían cambiado. No quise meter en la maleta nada demasiado sentimental, porque lo que necesitaba era que se quedaran allí, en el pasado, y mirar hacia delante. Un viaje con un pequeño equipaje sin recuerdos era todo lo que precisaba para encontrarme a mí misma y saber realmente qué deseaba para el futuro. Respiré hondo. Coloqué la maleta tras la puerta. Aún me quedaban unos días antes de viajar a Estados Unidos y quería disfrutarlos al máximo sin tener presente que me iba a marchar.

Decidí terminar de recoger el escritorio mientras esperaba que Oliver viniera a buscarme. Parecía mentira que hubiera podido acumular tantos apuntes en un año. Guardé algunos en carpetas y otros los tiré directamente porque sabía que no los iba a volver a mirar jamás.

De pronto me di cuenta de que eran las nueve de la noche y pasaba más de media hora de la que habíamos acordado. Qué raro. Quizás no lo sabía todo de él, pero sí que nunca fallaba a una cita y su puntualidad era británica, aunque no habría apostado por ello al principio de conocernos.

Comprobé el móvil por si me había enviado algún mensaje y no lo había oído, pero nada. Decidí esperar un poco más antes de llamarle. Sabía que tenía que ir a casa de Rubén a recoger las llaves y quizá había pillado atasco. Pasó otro cuarto de hora y decidí probar, aunque no lo cogió, algo normal, por otra parte: se habría dejado el teléfono en cualquier sitio, lo tendría en silencio o estaría conduciendo. Lo que me extrañaba era el retraso y que no me avisase. Empezaba a preocuparme, pero no podía hacer otra cosa que esperar.

Intenté distraerme con un par de juegos del móvil. Nada. Probé a llamarle desde el teléfono fijo, por si el móvil tenía algún problema, pero tampoco hubo respuesta: solo pude escuchar el sonido de la llamada hasta que se agotó.

Seguro que había una explicación. Di varias vueltas por la habitación tratando de buscar algo que hacer con el teléfono en la mano. «Llama, llámame, llama» era mi mantra mental, que repetía invocando noticias suyas. Nada. ¿Qué podía hacer? ¡Ya estaba! Podía llamar a Rubén, pero no sabía el número… ¡Sí, lo tenía! En la invitación de boda. Debía de seguir pegada en el corcho del escritorio. Rebusqué entre fotos, tarjetas, recortes de periódicos, entradas de cines… ¡Al fin! Me lancé a marcar sin pensar siquiera.

—¡Hola, Álex! —me contestó al instante.

—Hola, Rubén. ¿Qué tal estás?

—Mejor, voy poco a poco. ¿Y tú? ¿Pasa algo?

—Eh, no, bueno, sí. ¿Está Oliver contigo?

—No, ¿por? Creí que os ibais a la sierra.

—Sí, habíamos quedado, pero llega un poco tarde —no quería preocuparle— y pensé que quizá tú sabías algo…

—Pues no. Le vi un segundo a eso de las siete, que vino a buscar las llaves del chalé. ¿Le has llamado al móvil?

—Sí, pero no contesta.

—Típico. Ya sabes cómo es con el teléfono —hizo un silencio—. ¿Y dices que se ha retrasado? ¿Mucho?

—No, no, solo un poco. Gracias de todos modos. Dale un beso a Darío de mi parte y cuídate.

—Gracias, guapa. Otro para ti. Y no te preocupes, que aparecerá enseguida.

«Enseguida» ya había pasado y sí estaba preocupada, pero no quería alertarle sin motivo, que bastante tenía con lo que tenía. ¿Dónde se habría metido? ¿Y si le había pasado algo? Aun a riesgo de parecer una entrometida histérica por un plantón, decidí no esperar más y saltar hasta su casa. La puerta de la terraza estaba abierta y las cortinas revoloteaban con la brisa de la última hora de la tarde. Todo estaba a oscuras y se diría que no había nadie. Entré sin hacer ruido, con el móvil en la mano por si me llamaba. Su habitación parecía como siempre. Nada de particular. Bajé hasta el salón un poco sobrecogida por el respeto que me imponía esa casa oscura y deshabitada, pero no vi nada extraño. Iba a marcharme cuando encontré una bolsa de deporte en medio del recibidor. Me agaché y la abrí. Dentro había algo de ropa, algunos discos, un neceser, un juego de llaves, una tableta de chocolate, unas velas pequeñas de esas de IKEA… Esa era la maleta de nuestra escapada, pero ¿por qué estaba ahí en medio, como tirada? Pisé algo y tuve un mal presentimiento. Llevé mi mano hasta el interruptor de la luz que había junto a la puerta y lo pulsé. Lo que había pisado eran los restos destartalados de las gafas de Oliver. Algo malo ocurría.

No sabía qué hacer. ¿Llamar a la policía? Se reirían de mí. Pensarían que era una niña tonta y medio histérica a la que habían plantado. ¿Y si volvía a recurrir a Rubén? No debía. Mi parte racional trataba de convencerme de que a lo mejor me estaba precipitando y de que en realidad no pasaba nada malo, pero algo en mi interior me decía que no era así. ¿Dónde podría estar? ¿Qué habría ocurrido? ¿Un ladrón? ¿Le habrían atracado en casa? No, eso no tenía sentido alguno. Bajé al garaje y el coche estaba allí, aparcado en su plaza. ¡Kobalsky! Le llamé pero me colgó. ¡Mierda! Me entró un whatsapp:

Estoy en el cine. Te llamo luego.

¡No! Luego, no. Es ahora cuando necesito hablar contigo. Le contesté:

Sabes algo de Oliver?

Pero él tardó en responder:

No se supone que está contigo?

Sí, eso se suponía. Tenía que pensar algo. Estaba claro que había pasado por casa después de ver a Rubén, porque las llaves de la bolsa debían de ser las que él le había dado, pero ¿cuánto tiempo hacía de eso? Mínimo dos horas, que eran las que llevaba de retraso respecto a nuestra cita. Me armé de valor y cogí la moto. Es curioso cómo se dejan a un lado los miedos cuando una situación es grave y se hace necesario.

Me dirigí hasta El Escondite: ni rastro de Oliver ni de nadie conocido. Regresé a casa por si acaso, pero, desde la calle, vi que la luz seguía apagada tal como la dejé. Entonces caí en la app de localización. ¡Era desesperante lo lento que puede llegar a ser un teléfono cuando lo necesitas! Al fin, un puntito rojo comenzó a parpadear en la pantalla. «Terminal fuera de servicio. Última localización». Volví a arrancar y seguí las indicaciones del GPS hasta que, para mi sorpresa, me encontré ante las ruinas de lo que un día fue su casa, el lugar en el que casi muere una vez. Detuve la moto en la calle anterior y, con el móvil fuertemente agarrado con la mano, desbloqueado y listo para llamar al 112, caminé hacia la parcela. Estaba desierto. La única farola que había en la manzana quedaba demasiado lejos y, según me acercaba, cada vez me resultaba más difícil ver con nitidez. Caminaba despacio, alerta, poniendo toda mi atención en cualquier sonido o señal. Solo se oían los grillos y un murmullo lejano de motores que provenían de la carretera general. Trataba de no hacer ruido. Tropecé con una piedra y me caí al suelo junto a mi teléfono, que rebotó en la arena. Me arrodillé, me sacudí las manos, que me había raspado con la tierra, y busqué casi a tientas el móvil. Afortunadamente funcionaba.

Me acerqué hasta la entrada. El pedazo del precinto policial ya no estaba en el picaporte sino en el suelo, revoloteando en círculos junto con otros papeles. Al aproximarme más, descubrí que el portón estaba un tanto abierto, aunque la holgura era tan escasa que no llegaba a ver nada.

Decidí escalar por el lugar que me enseñó Oliver. Tenía la inquietante sensación de que no debía hacer ruido y revelar mi presencia. Esta vez me resultó mucho más fácil, ya que había recuperado casi toda la masa muscular de la pierna. Sin embargo, no estaba él y adentrarme sola por aquel inhóspito jardín me ponía los pelos de punta.

A pesar de que iba de puntillas, las hierbas y las ramas crujían bajo mi peso. Miré a mi alrededor asustada. No me hubiera sorprendido ver salir a alguien de entre las lóbregas sombras que me envolvían.

Entré despacio en la casa. Me pareció sentir que algo corría delante de mí y me estremecí al pensar que podrían ser ratas o cualquier otro animal igualmente repugnante. Todo estaba en silencio, salvo por los sonidos que hacía de tanto en tanto la brisa al colarse por las múltiples cavidades de las paredes. Me disponía a subir cuando me pareció oír un ruido sordo en la planta baja. La primera vez que había estado allí no me percaté de que un tramo de la escalera descendía hasta un piso inferior.

Tardé un instante en acostumbrarme a la fuerte luz que salía de los faros de un coche. Estaban dirigidos a lo que en un principio me pareció una sombra informe, aunque, poco a poco, fui reconociendo la figura de Oliver.

Corrí hacia él. Estaba semiinconsciente. Le sangraba la nariz y le costaba respirar.

—Alexia —tenía los ojos entreabiertos y una mueca que bien podría haber sido una sonrisa o un gesto de dolor—. Vete de aquí. Ahora mismo…

Me agaché para retirarle el pelo de la cara y le acaricié la mejilla. Parecía un animal malherido.

—¿Qué te ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto?

De pronto, noté que alguien me aprisionaba por detrás, agarrándome con un brazo por el cuello y con el otro por la cintura. Me levantó en volandas a pesar de mis inútiles intentos por zafarme. Sin duda, se trataba de alguien mucho más corpulento que yo. Intenté morder la mano que me tapaba la boca, pero era tan fuerte que ni siquiera podía mover los labios.

Seguí pateando hasta que escuché: «Quédate quietecita, que será mejor para todos». La voz me resultó conocida, pero no fui capaz de identificarla. Me costaba respirar, ya que su mano era tan grande que también llegaba a taparme la nariz. Me sentó en una silla y me ató las manos al respaldo. Esta vez pude ver su cara: era el policía que llamó a mi casa preguntando por Oliver el día que vino a pedirme las brocas y que me había encontrado en el portal meses después. Ahora sabía que también era él quien acompañaba a José Luis cuando registraban su cuarto y el que hablaba nervioso por el móvil cuando volvimos de la fiesta.

Mi instinto me decía que debía buscar cuanto antes una forma de salir de allí, pero el miedo me tenía tan paralizada que hasta la sangre parecía haberse congelado.

Oí cómo marcaba un teléfono a mi espalda.

—Ven. Ha aparecido la vecina. Se te ha acabado el plazo.

Colgó y se cruzó en medio de nosotros. Oliver seguía en el suelo.

—Espero que ahora te tomes todo más en serio —el policía se acercó a Oliver en ademán de pegarle, pero no llegó a hacerlo—. Es sencillo: tú me dices dónde está la llave de la caja de seguridad y solucionamos este asunto de una vez.

—No lo sé.

—Eso lo he oído antes. Como supongo que ya sabrás, esa no es la respuesta correcta, así que no provoques que te rompa más costillas.

—De verdad que no lo sé. No sé de qué llave hablas ni de qué caja de seguridad.

—Muchacho, así no vamos a ningún sitio. No sé por qué eres tan cabezota. ¿O es que quieres hacerte el machote delante de tu chica?

Se acercó a Oliver y simplemente le apretó en el pecho lo suficiente como para que emitiera un alarido.

—¿Ves como no estás en posición de negarme nada? Anda, que me quiero ir a casa. ¿Sabes lo que voy a hacer? Le voy a preguntar a ella —se acercó a mí—. Alexia te llamas, ¿verdad? —le miré sin responder. Estaba aterrada—. Puedes contestarme. No muerdo.

¿Qué debía hacer? Pese a su estado, Oliver no había dicho nada. ¿Debía contarle dónde estaba la llave? ¿Nos dejaría salir de allí si lo hacía?

Se colocó detrás de mí y noté su respiración en la nuca.

—Tranquila, no tiembles, que no te voy a hacer nada malo. Bueno, todo depende de lo que tu amigo colabore.

A Oliver se le ensombreció el gesto. Abrió los ojos de par en par y trató de levantarse, pero no pudo. Yo no dejaba de temblar.

—Déjala en paz. Ella no sabe nada —dijo con un hilo de voz resollante y teñido de ira.

—¿Seguro? Prefiero que me lo diga ella.

Me dio un tortazo que me hizo girar la cabeza completamente hacia un lado. No lo esperaba, pero no fue tan doloroso.

—¡No la toques! —gritó Oliver con la escasa voz que le quedaba.

—No estás en situación de pedir mucho. A ver, Alexia, ¿tú no sabrás algo de una caja de seguridad?

Negué con la cabeza, rezando por que aquel tipo no tuviera la sagacidad de mi madre para detectar mentiras.

—¿Y una llave?

Repetí el gesto y él dirigió la mirada hacia Oliver.

—No me gusta que me tomen el poco pelo que me queda. Soy como un polígrafo humano. Tu novia miente y tú también.

Volvió a abofetearme. Esta vez con más fuerza. Noté un fuerte escozor en el labio y un líquido caliente que resbalaba por mi barbilla.

—¡Déjala! Ya has visto que no sabe nada —volvió a gritar Oliver con rabia.

—No puedo. Necesito que me digas la verdad y, como parece ser que tu integridad física no te importa, quizá te importe algo más la suya… ¿Qué crees que duele más: una costilla rota o un puñetazo en el estómago?

Lo dijo señalándome. Cerré los ojos preparándome para el golpe, pero Oliver volvió a hablar.

—Déjala, por favor, no le hagas daño —su tono era de súplica, casi un llanto—. Deja que se vaya y te lo diré. Sé dónde está la llave. Cogeré la caja para ti. Haré lo que tú quieras, pero primero deja que ella se vaya.

—¡Qué bonito! Casi me emocionan estos gestos altruistas tan poco frecuentes en nuestros días. Ya has quedado estupendamente con ella, pero esto no funciona así. Sigues sin darte cuenta de que no tienes muchas armas para negociar. Así que, en vista de que has recobrado la memoria, me vas a decir dónde está la llave. Cuando la tenga en mis manos, os dejaré marchar.

En ese instante comprendí que ninguno de los dos teníamos posibilidades de salir bien parados de allí. Recordé una película en la que unos tipos secuestran a un niño a cara descubierta y pronto te das cuenta de que lo hacen así porque no tienen intención alguna de liberarle, ya que podría delatarlos. Tanto Oliver como yo podríamos identificar al hombre que nos amenazaba. En cuanto tuviera la información que necesitaba y la llave, seríamos un grave estorbo. No, no teníamos ninguna posibilidad de salir con vida.

—Por favor, deja que se vaya. Conmigo puedes hacer lo que quieras, pero ella no tiene nada que ver.

—¿Te crees que soy idiota? Estoy intentando hacerlo por las buenas, pero estás acabando con mi paciencia… —se remangó la camisa y se acercó con intención de golpear a Oliver.

—La tengo yo —aseveré y ambos me miraron perplejos. Todavía no sabía de dónde había salido mi voz. No podía dejar que le hiciera más daño—. Sí, la tengo yo. Está guardada y si nos pasa algo, nunca la encontrarás.

No sabía bien qué estaba haciendo. Quizá ganar tiempo pero ¿para qué? ¿Para que me torturara a mí también? No tenía ni idea de cuál sería mi aguante, aunque intuía que bastante limitado. Proseguí.

—Sí. Me la dio para que se la guardara hace tiempo. Ni siquiera él sabe dónde está. No quise decírselo para tener algo con lo que negociar si volvía a dejarme…

—No le hagas caso —dijo Oliver.

—No se lo hago. Tu novia miente fatal. Estuve en tu casa, ¿sabes? El día que nos encontramos en el portal. Si llegas a adelantarte un poco, me habrías pillado en tu cuarto…

—Te lo juro, está en mi habitación.

—Hazle caso. Seguramente esté diciendo la verdad.

La frase provino de una voz que se entrelazó con las nuestras. Me giré, aunque no lo suficiente como para ver a la persona que había hablado. Con todo, la reconocí de inmediato: era el abuelo de Oliver. Se acercó hasta nosotros. Llevaba una linterna en una mano y algo en la otra que no llegaba a distinguir.

—¿Siempre la ha tenido ella? —preguntó dirigiéndose a su nieto.

—No siempre —contestó Oliver tosiendo—. No supe lo que era hasta hace poco.

José Luis le miró de arriba abajo y luego le lanzó una mirada reprobatoria al policía.

—¡¿Qué has hecho?! ¡¿Te has vuelto loco?! —parecía alarmado—. Yo no te dije que llegaras a esto.

—Y yo te dije que se te acababa el tiempo. Hay que solucionar esto ya. Si no te hubiese entrado la vena sentimental, él ya estaría bajo tierra, tú ya habrías heredado y yo habría recuperado mi dinero. Solo necesitamos la llave y fuera. Todo lo suyo pasará a ser tuyo y una buena parte, como acordamos, mío. Es lo que tienen los intereses por demora…

—¿Qué hace ella aquí?

—Supongo que vino a buscarle. No podía dejarla marchar.

Ambos se quedaron en silencio. Oliver me miró apenado. ¿Qué iba a ser de nosotros? ¿Qué venía ahora?

Su abuelo se le acercó. Le ayudó a acomodarse en el suelo y le pasó un pañuelo por la frente. Oliver parecía un trapo.

—Sé que tu vida no ha sido fácil, pero la mía tampoco. Y si hubieras sido algo más dócil, todo habría sido más sencillo y no estaríamos así ahora… —respiró hondo y se sentó a su lado. Entonces me di cuenta de que el objeto que llevaba en la mano era una pistola—. ¿Sabes? Tienes los mismos ojos de tu madre, mi preciosa niña. Ella era una buena chica hasta que fue a toparse con el malnacido de tu padre. Las adolescentes son idiotas y si se les cruza un tipo guapo que las adula, caen rendidas a sus pies sin medir las consecuencias. Me dijo que estaba enamorada y que iban a vivir juntos en París. ¿Te lo puedes creer? Hoy en día parece que todo vale, pero eso no es así. Su supuesto amor le destrozó la vida. ¿Cómo iba a saber ella, con dieciséis años, lo que quería?

Oliver se llevó la mano al estómago para toser de nuevo. Me desgarró ver su terrible mueca de dolor.

—Menudo disgusto se llevó tu abuela. Ella sí que era una gran mujer, que Dios la guarde. Buena, decente, íntegra… Y, como no había suficiente con lo de Rubén, encima nos toca una hija díscola. Ella era bondadosa y lo entendía todo, pero hay cosas que no se pueden consentir. YO no las puedo consentir. A veces es mejor no saber. ¿Tú quieres saber?

Oliver le miraba en silencio, desmadejado a su lado. Asintió y su abuelo siguió hablando.

—Ya da igual, para lo que nos queda… Tu padre, un niñato más o menos de la misma edad que tienes tú ahora, se presentó un día en mi casa, en mi propia casa, y me soltó que se haría cargo de ti y de tu madre. ¡Ja! Si no tenía edad ni para hacerse cargo de sí mismo.

—¿Cómo que…? Entonces, ¿no nos abandonó?

Oliver se incorporó como accionado por un dolor interior, quizás más lacerante que el que le provocaban sus heridas.

—Le ofrecí dinero, en aquel momento lo tenía, para que se marchara y nos dejara en paz, pero no lo aceptó. La verdad es que, ahora que lo pienso, fue un gesto honorable. Aunque daba igual, una minucia comparada con todo lo demás. Me di cuenta de que no iba a ser fácil quitárnoslo de encima; tu madre se había encaprichado de tal manera que no atendía a razones y el embarazo empezaba a notarse. ¿Qué iba a pensar la gente?

—¿Mataste a mi padre?

—¿Qué clase de persona crees que soy? No, le dije que tu madre había perdido el niño y que no quería volver a verle. Lo que no calculé fue que ella se lo tomara tan mal. Hice todo lo que pude para que fuera feliz, pero no lo conseguí —se le quebró la voz y, aunque desde donde yo estaba no podía ver con nitidez su cara, supe que estaba llorando—. Y ella, ella… Era tan guapa y tan dulce… Quizá no sea justo que te culpe, pero lo hago. La vida es injusta. Así es.

—¿Crees que soy responsable de que mi madre muriera? ¿Por eso me haces esto? —la voz de Oliver sonó grave y rabiosa.

—Puede —le contestó con ligereza y prosiguió—. Pero no es tan simple. Las cosas nunca lo son. Eres demasiado joven para saberlo. Quizá te culpe, pero esto es simplemente por dinero —se levantó torpemente y deambuló entre nosotros—. Y si este —señaló al policía con la pistola— no fuera tan chapuza, nos habríamos ahorrado muchos disgustos. El tratamiento del cáncer de tu abuela costó una fortuna, tu internado, que nunca supiste apreciar, también era carísimo, las clases del conservatorio…

—Yo nunca te he pedido nada.

—Ya, pero se suponía que era mi obligación. Por ti y, sobre todo, por mi mujer y mi hija —a Oliver se le empañaron los ojos—. Ellas eran las dos únicas personas a las que he querido en mi vida y, cuando las perdí, ya no me quedaba nada.

—¿Cómo es posible que me odies tanto? Yo nunca te he hecho nada…

—No, no te odio. Es más, te tengo cierto aprecio. Hasta hubo un tiempo, cuando eras un bebé, que creí quererte; pero, cada vez que te miraba la cara, no podía dejar de ver en ella a tu padre, el responsable de destrozar la vida de mi hija y deshonrar a mi familia. ¿Cómo no me iba a aficionar al juego? No te lo recomiendo. Es un hobby que puede derivar fácilmente en un vicio muy peligroso. En una partida de póquer nos conocimos, ¿lo recuerdas? —el policía asintió al tiempo que metía una mano bajo su chaqueta. Creo que José Luis no se dio cuenta—. Y claro, las deudas han ido aumentando y encima, a mi santa esposa, que Dios la tenga en su gloria, no se le ocurrió otra cosa que dejarte el poco dinero que quedaba en la dichosa caja de seguridad. ¿En qué estaría pensando? ¿Cómo podía confiar más en ti que en mí? Al principio pensé que lo habías robado, pero luego me di cuenta de que debía haberlo dejado en algún sitio…

—Yo nunca le habría robado a la abuela. Si te hubieras tomado la molestia de intentar conocerme, lo sabrías.

—Si me hubiera tomado la molestia de intentar conocerte, ahora no estaríamos en estas… Tu abuela trataba de convencerme de lo maravilloso que eras. Siempre tuvo debilidad por ti. Te veía frágil y vulnerable, una víctima huérfana con escaso futuro. Y eso que ella se perdió lo del hospital tras el incendio. Llegué a pensar que morirías. Todo se torció y me arrepiento mucho de aquello. Tú no deberías haber estado en casa aquel día. Así, las cosas habrían ido bien y podría haber cobrado el seguro. Fin del problema. Pero no, al igual que otras veces, ignoraste mis indicaciones y ocurrió lo que ocurrió…

A Oliver se le iba desencajando la cara en un gesto de dolor y angustia infinita. Comenzó a acariciar los tatuajes de su brazo y luego cerró los ojos. No lo podía ver bien, pero creo que lloraba.

—Se acabó la charla —sentenció el policía con dureza.

El abuelo de Oliver le hizo un gesto con la mano para que esperara.

—Déjame continuar —habló tan bajo que parecía un ruego—. Cuando el juez me nombró tu tutor y me dio una lista con todos tus bienes, me enteré de la existencia de la caja de seguridad y enseguida supe que el dinero estaba allí. Solo necesitaba la dichosa llave. Ser tu tutor no ha sido ningún chollo. Tendría que habérselo dejado a Rubén y buscar otros caminos, pero me urgía la pasta… Rubén… ¿Qué habré hecho yo mal en la vida para que me haya ocurrido esto con mis hijos? Mi hija, una adolescente embarazada y mi hijo, marica… —emitió una risa nerviosa y se sujetó las sienes—. Y este imbécil va y lo atropella pensando que así heredaría yo. ¡Si ya había puesto todo a nombre de su «marido»!

Oliver abrió los ojos de par en par. ¡No había sido un accidente! Yo no daba crédito a todo lo que estaba escuchando. Trataba de poner en orden sus palabras y casarlas con la información que tenía de Oliver. Al fin parecía que muchas piezas del puzle encajaban, aunque aún quedaban lagunas. Todo aquello era demasiado.

—Y ahora solo me queda la caja de seguridad. Si la hubiera encontrado siendo tu tutor, no habríamos llegado a este punto; pero, como ahora ya tienes plenos derechos, la única opción que me queda es heredar de ti… —respiró hondo, se quitó las gafas y se limpió la cara con el mismo pañuelo que antes utilizó con su nieto—. Estoy cansado. Lo que no entiendo es por qué has tenido que meter a esta chica en este lío. ¿Qué hacemos ahora, Oliver?

Se hizo un tenso silencio. Solo se oía el ulular del viento y la respiración ronca de Oliver. Teníamos que salir de allí cuanto antes. Era el final. Podía sentirlo como si se tratara de una sombra que se estuviera cerniendo sobre nuestras cabezas. Miré a Oliver, que seguía tendido en el suelo. Era inútil, en su estado no podía ir a ninguna parte. Ni siquiera creía que fuera capaz de ponerse en pie. Las lágrimas comenzaron a resbalar por mis mejillas. Quería decirle lo mucho que le quería, que supiera que, pese a todo, había merecido la pena estar con él, que nunca había sido tan feliz… Pero temía que, si rompía el silencio, todo se precipitara.

De pronto, el abatimiento desapareció del abuelo de Oliver, como si se hubiera desprendido de una pesada carga, se irguió y empuñó el arma. El policía también sacó la suya.

Dos disparos rompieron el silencio de la noche: uno, dos.