El tiempo avanzaba muy despacio sin él. Era como si mi vida hubiera pasado a transcurrir a cámara lenta. Los días parecían durar el doble y me sentía cansada y triste. Sin embargo, mi decisión era firme e inamovible. Sabía que algún día lo habría superado, que podría pensar en él sin que el estómago se me encogiera, y eso me daba fuerzas.
Para desviar mis pensamientos, me concentré en las clases, y mis notas comenzaron a mejorar, hasta el punto de que hubo un parcial de Izquierdo que solo aprobamos tres, y yo con mejor nota que Tejeda. Era como si mi vida social se hubiera parado y, sin embargo, mi vida estudiantil fuera a toda mecha.
En el instituto intentaba evitar a Oliver. Creo que él hacía lo mismo, porque no nos cruzamos ni una sola vez. Al menos, los recreos ya no eran tan horribles, porque Gabriela no tenía que debatirse entre sentarse con Laura o conmigo y podíamos estar todos juntos.
Como era de esperar, mi madre enseguida se dio cuenta de que algo no iba bien. Aunque estaba contenta por mis notas, le preocupaba que me encerrara tanto tiempo en la habitación y que apenas saliera y comiera. Siempre había querido adelgazar, pero al ver en el espejo las bolsas sobrantes de mis vaqueros y mis camisetas, fui consciente de que estaba mucho mejor antes. Junto con la ilusión, se había esfumado también el placer de la comida. Ahora solo era una necesidad, y me costaba horrores cubrirla.
Pasó una semana, luego otra y otra más, cada una con sus siete días, cada día con sus veinticuatro horas, cada hora con sus sesenta minutos. Lo peor eran los fines de semana, se hacían interminables. Gabriela no se cansaba de proponerme planes: en solitario, con Hugo, con los amigos de Hugo… Sabía que si me distraía sería más fácil, pero me daba miedo bajar la guardia y desandar el poco camino que había avanzado. Incluso Laura me llamaba de vez en cuando para ver cómo estaba. A ella se la notaba visiblemente mejor.
No volví a tener noticias de Oliver hasta que a primeros de mayo recibí un breve mensaje en el móvil en el que decía:
Por fin soy libre.
Me alegré tanto que a punto estuve de llamarle. Iba a marcar, cuando di marcha atrás. Lo más probable era que nos quedásemos sin conversación tras darle la enhorabuena y esa idea me parecía sumamente triste después de todo lo que habíamos vivido juntos. Así que me limité a contestar a su mensaje con un escueto:
Felicidades. Ya puedes abrir la caja. Avísame cuando quieras que te dé la llave.
Por mucho que esperé, no recibí respuesta.
Se había acabado. Del todo y para siempre. No tenía sentido esperar más. Aún tenía la invitación de Darío y Rubén colgada en el corcho de la pared. Había prometido acompañarle, pero desde entonces las cosas habían cambiado mucho. Llamé unos días antes de la boda para avisarles de que se lo agradecía mucho, pero no podía ir. Rubén, que fue quien contestó, me dijo que no pasaba nada. Por suerte, no hizo ninguna pregunta ni más comentarios.
A mediados de mayo terminaron las clases. Muchos días quedaba con Gabriela para estudiar las asignaturas comunes juntas, aunque a ella le costaba concentrarse, de tan enamorada que estaba. Kobalsky también vino, pero como insistía una y otra vez en sacar el tema de Oliver, le puse como condición que, si quería repasar con nosotras, no podía mencionar su nombre. El pobre obedeció dócilmente y, si alguna vez se le escapaba algo, se tapaba la boca azorado, como si fuera un niño.
Nunca lo hubiera pensado, pero aquel tiempo estudiando fue muy agradable. Poco a poco me iba notando con más fuerzas y los días largos y luminosos también ayudaban. Me sentía optimista y más segura de mí misma, y empezó a forjarse una idea en mi cabeza. Al principio era solo un pensamiento impreciso, pero fue tomando forma a medida que pasaban los días. Sabía lo que debía hacer. No tenía por qué seguir la inercia, empezar una carrera que ni siquiera tenía la certeza de querer estudiar y vivir mi vida al son que marcaban otros. Debía irme, alejarme y descubrir qué es lo que en realidad quería hacer. Fui sopesando las distintas posibilidades, pero una idea se imponía a las demás por su practicidad: iba a hablar con la familia con la que viví en Estados Unidos. Me querían y estaba segura de que estarían encantados de acogerme por algún tiempo, hasta que encontrara un trabajo. Tal vez incluso ellos podrían colocarme en su negocio de venta de ropa.
Poco a poco, mi vida dejó de girar en torno a Oliver para hacerlo sobre ese proyecto. Resultaba tan alentador y estimulante que no hacía más que darle vueltas y más vueltas, incorporando nuevos detalles y posibilidades.
***
Estaba estudiando cuando oí un golpe seco al otro lado de la pared, como un portazo. Hacía mucho tiempo que no llegaba ningún ruido de allí y había dado por sentado que Oliver se había ido. No le di mayor importancia y me concentré de nuevo en los apuntes, hasta que un sonido aún más fuerte y una especie de quejido me alertaron de nuevo.
Me acerqué instintivamente al tabique. Otro golpe me sobresaltó. Tragué saliva angustiada sin saber qué hacer. ¿Debía llamarle? Salí a la terraza, pero como era de esperar, desde allí no podía ver nada. Intenté asomarme subida a una silla, pero solo alcanzaba a ver parte de la cristalera. Sin embargo, oí perfectamente un sollozo. Me deshice de todas las dudas y salté al otro lado con determinación. Me aproximé con cautela hasta la cristalera abierta. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra del interior, pude ver a Oliver sentado en el suelo, con la cabeza hundida entre sus rodillas. El corazón me dio un vuelco al contemplar su atlética silueta, pero me esforcé por disipar todos los sentimientos que me asaltaron.
Tosí para que reparara en mi presencia y no se asustara, y me dirigí hacia él. Estaba llorando y tenía los nudillos ensangrentados. Por las marcas de la puerta y la pared, supe que las había golpeado, aunque su mano había salido bastante peor parada.
—¿Qué pasa, Oliver? —pregunté sentándome a su lado.
Me costó que me saliera la voz. Siempre se mostraba tan frío e insensible que me rompía en dos verle llorar como un niño. Levantó la cabeza y me miró largo rato a través de las lágrimas, con los ojos enrojecidos y los iris casi transparentes por el llanto.
—¿Qué ha pasado? —la voz se me quebró.
Le pasé la mano por el pelo para intentar consolarle. Entonces él me abrazó con una intensidad que no esperaba. Cada músculo de su cuerpo encajaba perfectamente sobre mi piel, como si se hubieran unido las dos partes de un objeto roto. Su cuerpo se estremecía por los sollozos. No pude contener las lágrimas y lloré con él, porque me destrozaba verle en ese estado, porque le quería todo lo que se puede querer, porque llevaba meses sin llorar…
—¿Qué ha pasado? —pregunté por tercera vez cuando vi que se iba serenando. Se separó para mirarme, aunque se mantuvo muy cerca de mí. Con una mano secó sus lágrimas y con la otra, las mías.
—Rubén ha tenido un accidente. Ha llamado Darío. No he podido entenderle bien porque estaba histérico.
—Pero ¿se encuentra bien? —Oliver negó en silencio y las lágrimas volvieron a agolparse en sus ojos.
—¿Quieres decir que…? —era tan horrible que no podía ni pronunciarlo.
—No lo sé —rompió de nuevo a llorar y hundió la cabeza entre los brazos—. No sé lo que me ha dicho. Solo le entendí que iba para el hospital y que volvería a llamar. Pero no lo ha hecho y, por más que lo intento, no coge el teléfono.
—¿En qué hospital está? —intentaba mantener la cabeza fría.
—No lo sé —respondió casi sin voz.
Volví a abrazarle y lloró en mi pecho. Es curioso, pero hasta las lágrimas tienen un volumen limitado y poco a poco sus ojos se fueron secando.
De pronto supe lo que tenía que hacer. Llamé al padre de Laura, le expliqué lo sucedido y le pedí que buscara información de Rubén en los hospitales. Prometió telefonearme lo antes posible.
—En breve sabremos qué ha pasado —aunque intentaba tranquilizarle, no podía dejar de pasear nerviosamente por la habitación. Deseaba tener noticias cuanto antes.
—¿Cómo estás? —preguntó mientras se levantaba para coger unos kleenex que había en la mesilla.
—Bien —creo que se dio cuenta de que mi sonrisa era forzada.
Se sentó en el borde de la cama mientras se frotaba los ojos. Sin perderle de vista, pasé al baño para buscar el botiquín. Regresé y como pude, más mal que bien, le curé las heridas de la mano.
—Gracias —dijo con voz dulce—. Gracias por estar siempre ahí.
Me acerqué hacia él y le acaricié la cara.
—¡Claro que estoy aquí! Somos amigos por encima de todas las cosas, ¿no?
Iba a decir algo más, pero el sonido de mi móvil nos interrumpió. Los dos nos abalanzamos como locos a cogerlo.
Como esperábamos, era el padre de Laura. Nos dijo que creía que lo habían llevado al hospital Montepríncipe. No estaba completamente seguro, ya que, aunque solo se había registrado un incidente grave ese día, no aparecía el nombre de los posibles heridos.
—Si le han llevado a un hospital, será porque no se ha… —no pudo terminar la frase, pero sus ojos brillaron esperanzados.
—Supongo que no —también yo me sentía más animada.
Bajamos a toda prisa hasta el coche.
—¿Te sientes bien para conducir? —se había recompuesto bastante, pero seguía teniendo los ojos muy irritados.
—Sí, estoy bien —respondió poniéndose las gafas.
A pesar de no quedar demasiado lejos de Villanueva, el trayecto se hizo interminable. Oliver solo me soltaba la mano cuando tenía que cambiar de marcha. Sentía que recuperábamos algo de lo que habíamos perdido. Aunque no pudiera estar con él del modo que quería, prefería que fuéramos amigos a que desapareciera por completo de mi vida.
Cuando por fin llegamos al mostrador de recepción, todo fue un poco confuso. Habían registrado una sola entrada en Urgencias hacía unas horas, pero no podían decirnos quién era. Al ver nuestras caras de angustia, la recepcionista nos aconsejó que preguntáramos en otra ala del hospital.
Cuando nos dirigíamos hacia allí, vi a lo lejos a Darío.
—¡Oliver! —sollozó abrazándose a él cuando conseguimos darle alcance.
—¿Qué ha pasado? ¿Cómo está?
—Está en el quirófano. He salido a llamarte, porque dentro no hay cobertura.
Con las prisas, se nos había olvidado coger el móvil de Oliver.
—Hola, Alexia, cielo —Darío me dio dos besos.
—Lo siento mucho, Darío —al pobre se le veía destrozado.
—Pero ¿qué ha pasado? —insistió Oliver.
—No estoy seguro. Parece que cuando ha salido a desayunar esta mañana le ha arrollado un coche y se ha dado a la fuga el muy hijo de… —los sollozos le impidieron seguir. Oliver volvió a abrazarle. Sus ojos también estaban empañados en lágrimas.
—Vamos dentro —susurró Oliver con dulzura—. Seguro que todo sale bien…
—He avisado a tu abuelo —informó Darío cuando se recompuso—. Al fin y al cabo es su hijo, ¿no?
Oliver se limitó a asentir levemente con la cabeza.
Nos sentamos en una pequeña sala de espera de colores pálidos y sillones azules. No había nadie más. El día era tan soleado y bonito que contrastaba con la tristeza y la preocupación que reflejaban sus caras.
Me sorprendió que Oliver llevara un reloj que no paraba de mirar, como si así hiciera que el tiempo transcurriera más aprisa. Me contó con pena que se lo había regalado Rubén para celebrar que se había emancipado. Pasaron más de tres horas hasta que por fin el cirujano salió para informar. Los dos fueron hacia él a toda velocidad. Preferí esperar en la sala a que volvieran. Cuando regresaron, sus rostros parecían algo más aliviados.
—¿Qué os han dicho?
—Se ha dado un golpe muy fuerte en la cabeza —Oliver se sentó a mi lado y me cogió la mano—. Tenía una hemorragia y le han operado para liberar la presión. La operación ha ido bien, pero queda ver cómo evoluciona. De momento, le van a tener en la UCI.
—Son buenas noticias, ¿no? —dije algo más tranquila.
—Sí. Seguro que todo va bien. Mi hombretón puede con esto y mucho más.
Resultaba conmovedor ver cómo Darío intentaba mantener la fortaleza cuando era evidente que estaba deshecho. Oliver le pasó el brazo que tenía libre por los hombros.
Durante muchas semanas había estado preguntándome si, como con Álvaro, me habría enamorado de una persona que en realidad no existía y si toda esa dulzura que a veces veía en Oliver no sería producto de mi imaginación. Ahora sabía que no, que todo era real y que solo necesitaba abrirse un poco para dejar salir el cariño y la ternura que guardaba dentro, como estaba haciendo ahora con Darío.
—¿Por qué me miras así? —dijo cuando este se levantó para ir a la máquina a por café y se volvió a mirarme. No me sorprendería que mis pupilas hubieran tomado la forma de un corazón.
—Por nada —no pude evitar sentirme un poco avergonzada—. Llevaba tantos días sin verte que me estaba olvidando de cómo eras —bromeé.
—Y luego soy yo el que tiene problemas de memoria… —su sonrisa burlona a punto estuvo de derretirme.
Darío acababa de regresar cuando apareció una enfermera para informarnos de que ya habían trasladado a Rubén a la UCI. Allí las normas eran muy estrictas y solo podía pasar un familiar y a unas horas determinadas. La seguimos por un largo pasillo hasta una pequeña sala acristalada donde debíamos esperar al siguiente turno de visitas.
Aún quedaban treinta minutos, cuando vi acercarse al abuelo de Oliver. Parecía que hubiera envejecido mucho desde la última vez. Caminaba ligeramente encorvado y arrastraba los pies. Darío se levantó al percatarse de su presencia y se acercó a él.
—Hola, José Luis —dijo con gravedad.
—¿Cómo está? —espetó sin saludarle ni tenderle siquiera la mano.
—Aún no le hemos visto. Acaban de subirle aquí. El turno de visitas es dentro de media hora, pero solo puede pasar un familiar.
—¿Y vas a pasar tú? —más que una pregunta parecía un reproche.
—Por supuesto —la voz Darío rezumaba firmeza.
El hombre guardó silencio mientras nos examinaba a los tres detenidamente. Pasó su vista por Oliver y por mí como quien mira un cuadro o una estatua, ni saludó ni dijo ninguna otra cosa.
—¿Corre riesgo de…? —preguntó al fin.
—La operación ha salido bien, pero hay que ver cómo evoluciona.
—Bien… —se sentó abatido y cansado en un sillón retirado de los nuestros.
Nadie volvió a hablar ni casi a moverse mientras esperábamos. Cuando por fin llegó la hora, Darío desapareció tras las puertas abatibles. Nos quedamos solos los tres. El silencio se me hacía insoportable. Desenlacé mi mano de la de Oliver. Casi no la sentía después de tantas horas inmovilizada en la misma postura. Me puse en pie y me dirigí a una ventana del fondo del pasillo. Oliver se acercó a mí.
—¿Por qué no te vas a casa? —susurró.
—Cuando salga Darío, me marcho. Quiero que me cuente cómo le ha visto.
—¿No estará preocupada tu madre?
—Le mandé un whatsapp hace un rato para avisarla.
Me besó en el pelo mientras me rodeaba la cintura con el brazo.
—Gracias —musitó mientras me atraía hacia él—, gracias de verdad.
De un plumazo se había venido abajo todo lo que creía haber conseguido mientras estuve sin verle. No podía abrazarme y mostrarse tan cariñoso sin que eso tuviera repercusiones. Pensé que lo más difícil era estar sin él. Estaba equivocada: tenerle tan cerca y no poder alcanzarlo era aún peor.
Darío no tardó mucho en salir. Llevaba una especie de bata de papel semitransparente sobre la ropa y calzas en los zapatos. Sin embargo, no se dirigió hacia nosotros, sino hacia José Luis, que no se había movido del sillón.
—Quiere que pases —le dijo serio—. Está muy débil, así que te pido por favor un poco de moderación…
José Luis no respondió. Se levantó y desapareció por donde un minuto antes había salido Darío.
—¿Cómo le has visto? —preguntó Oliver con avidez.
—Estaba dormido cuando he entrado. Acaba de despertarse. Apenas hemos hablado, solo ha preguntado por tu abuelo y, cuando le he dicho que estaba aquí, me ha pedido que le llame. La verdad es que ha sido un alivio ver que habla y reconoce con normalidad. Seguro que muy pronto estará bien…
—Seguro que sí —Oliver ratificó sus palabras con una sonrisa—. ¿Cuál es el plan? ¿A qué hora es la siguiente visita?
—A las doce —respondió Darío—, pero me voy a quedar. Aunque no pueda estar con él, al menos sabrá que me tiene al otro lado de la pared. ¿Por qué no os vais y descansáis? Ya me quedo yo…
—No. Yo también quiero quedarme. Si te parece, llevo a Alexia en un momento a casa y ahora vuelvo.
—Eres un cielo… Pero descansa un rato en casa. No hace falta que vuelvas inmediatamente, no hay nada que hacer aquí. Salid a cenar, tomaos algo… lo que queráis. Si surgiera cualquier cosa, te llamo corriendo.
Estábamos despidiéndonos para marcharnos cuando el abuelo de Oliver salió hecho una furia tironeándose violentamente de la bata hasta que consiguió arrancarla.
—¡¿Cómo es posible?! ¿En qué cabeza cabe?
Los tres nos quedamos petrificados.
—¡Es todo culpa tuya! —le gritó a Darío mientras le señalaba con un dedo acusador—. ¿Qué le has hecho a mi hijo? Él era normal hasta que te conoció, ¿qué le has hecho?
Darío iba a contestar, pero Oliver se interpuso.
—No es momento ni lugar para montar una escena —su voz desprendía decepción y odio a partes iguales.
—No te metas en esto —dijo amenazante mientras intentaba sortearle para encararse a Darío—. ¿Cómo es posible que os hayáis casado? Mi hijo. ¡Mi hijo! Casado con… con alguien como tú.
—Pues este alguien lleva toda la vida cuidándolo, porque su padre jamás se ha dignado a aceptarle como es —la feminidad habitual de Darío había desaparecido como por arte de magia—. ¿Cuándo te has preocupado tú por él? Si solo llamas para pedir dinero… Por mucho asco que te dé, no te queda más remedio que asumir que tu hijo me quiere y que yo he sabido quererle mucho más que su propio padre.
Se puso tan rojo que temí que le fuera a dar un infarto. Los ojos se le salían de las órbitas y tenía la mano levantada como si fuera a soltarle una bofetada. Darío se quedó frente a él, sosteniéndole la mirada y sin mostrar el más mínimo temor. Parecía que el tiempo se hubiera congelado. Los dos permanecieron así durante lo que se me hizo una eternidad. Finalmente, José Luis bajó la mano, tiró al suelo la bata con vehemencia y giró sobre sus talones para marcharse pasillo abajo.
Cuando desapareció de nuestra vista, los tres soltamos al unísono el aire que manteníamos confinado en nuestros pulmones. Ahora sabía de primera mano a lo que había tenido que enfrentarse Oliver todos estos años.
***
Todo el camino de vuelta lo hicimos en silencio, absorto cada uno en sus propios pensamientos. Siempre había pensado que el conflicto de Oliver con su abuelo podría solucionarse en algún momento. Al fin y al cabo, él y Rubén eran sus dos únicos parientes conocidos. Sin embargo, tras haber visto en directo su verdadera naturaleza, no me parecía tan fácil llegar a un punto de encuentro. Debió de ser horrible para Oliver quedarse solo con él al morir su abuela, tal vez lo bastante deprimente como para… terminar con todo. ¿Sería posible que finalmente la vida le hubiera pesado demasiado como para intentar quitarse de en medio? Me costaba creerlo, ya que le consideraba una persona fuerte, pero nunca se sabe el límite al que podemos llegar.
Hasta bajarme del coche no me di cuenta de lo cansada que estaba. Habían sido muchas las emociones de ese día y no podía más. Necesitaba llegar a casa y poner un poco de orden en mi cabeza.
—¿Me llamas mañana para contarme cómo sigue todo? —le pregunté cuando salimos del ascensor.
—Claro.
—Bien, pues… que descanses.
—Hasta mañana —respondió con su preciosa sonrisa—. Y gracias de nuevo.
Abrí rápido la puerta y me metí en casa. Me detuve un minuto para respirar hondo y para tratar de disimular la tristeza que me invadía.
Eduardo y mi madre comenzaban a cenar en ese momento, así que me uní a ellos y les conté lo que había sucedido. Apenas probé bocado. Solo quería darme una ducha relajante y meterme en la cama.
Pensé que me dormiría enseguida, pero no podía. Oliver se apoderaba una y otra vez de mis pensamientos y, por mucho que lo intentaba, no conseguía apartarlo. Debía asumir que estaba perdidamente enamorada de él y que, si volvíamos a tener trato, eso iba a tardar mucho en cambiar. Sabía que lo mejor para mí era mantenerme alejada, pero mi prioridad seguía siendo él; así que, si me necesitaba, por mucho que me doliera, no pensaba apartarme.
La vibración del móvil interrumpió mis pensamientos. Imaginé que sería Gabriela, ya que no la había llamado en todo el día. Me equivoqué, era un mensaje de Oliver.
Estás despierta?
No me dio tiempo a responder cuando entró otro.
Necesito hablar contigo. Te vienes a casa un momento?
Estaba hecha un desastre. No me había alisado el pelo después de ducharme y las ojeras me llegaban a mitad de la cara. Por un segundo pensé en cambiarme, pero luego me arrepentí. Total, ¿qué más daba?
Me puse una chaqueta sobre el pijama y salté el muro de la terraza.
—Gracias por venir —sonrió al verme aparecer.
—¿Le ha pasado algo a Rubén?
—No, no hay cambios —cogió una botella de agua de la pequeña nevera—. ¿Te apetece tomar algo?
Negué con la cabeza. Me indicó con un gesto que me sentara en la cama, mientras que él se acomodó en el suelo, a mis pies. Por su mirada perdida, sabía que estaba tratando de ordenar sus pensamientos para articular aquello que quería decirme.
—Creo… creo que te debo una explicación —dijo al fin.
—No, no me debes nada. Y menos hoy que…
—No he actuado bien —me interrumpió mientras levantaba la mano como para pedirme que le dejara hablar—. Tú siempre te has portado muy bien conmigo, desde el primer día, y yo no he sabido estar a la altura…
Quería decirle que no era del todo cierto y que no debía preocuparse ahora por eso, que bastantes problemas tenía ya, pero como seguía con la mano levantada, no me atreví.
—He sido muy egoísta. Pensé que tenía derecho a serlo porque nunca te había prometido nada ni te había creado falsas esperanzas, pero ahora me doy cuenta de que estaba equivocado.
Necesitaba intervenir. Tiró suavemente de mí para que me arrodillara junto a él. Ahora su cara estaba frente a la mía. A pesar de las ojeras, seguía teniendo los ojos más bonitos del mundo. Me gustaba tanto…
—Soy un gilipollas, Alexia. Me he portado fatal contigo y aquí estás, ayudándome una vez más. Quería vivir mi vida solo, sin tener que pensar más que en mí, sin tener que dar cuentas a nadie.
—No pasa nada.
—¡Claro que pasa! —se levantó repentinamente y comenzó a pasear de un lado a otro—. He sido un idiota por querer alejarte de mí. ¿Sabes cuántas veces he estado a punto de ir a tu casa en todo este tiempo? Todos los días pensaba en llamarte, o en ir a verte, pero la mierda del orgullo me lo impedía. Y no solo era el orgullo, sino que creía que era mejor así, que te olvidaras de mí y encontraras a alguien que te mereciera más que yo. Aunque me mataba la idea de pensar que pudieras estar con Álvaro, que es aún más gilipollas que yo. Tienes un gusto pésimo para los tíos, ¿lo sabías?
En otras circunstancias, me habría reído, pero estaba tan atónita que creo que ni siquiera respiraba.
—¿Sabes lo primero que he pensado cuando he hablado con Darío esta mañana? En cómo me sentiría si, como a él, alguien me llamara para decirme que te ha pasado algo. Y he comprendido que preferiría estar muerto a estar sin ti.
Me agarró de los brazos y agradecí que lo hiciera, porque, de la impresión o del poco azúcar que corría por mis venas, todo estaba empezando a darme vueltas.
—Te quiero, Alexia. He tardado en darme cuenta, pero ahora estoy seguro. Te juro que no te voy a fallar nunca más, de verdad que no.
Me miró fijamente a los ojos y pude ver el arrepentimiento y la sinceridad con la que hablaba. Me hubiera gustado decirle que me había roto el corazón e iba a necesitar un tiempo para recomponerme, que había hecho mis propios planes y para mí eran importantes, que había aprendido a vivir sin él y eso me enorgullecía. Me hubiera gustado decirle eso y mil cosas más, pero no pude porque comenzó a besarme con tanta intensidad y pasión que mi mente se quedó a un lado para dejar que mi cuerpo actuara. No sé si Beatriz tenía razón y existía alguna conexión entre nosotros, pero la realidad era que tenía el extraordinario poder de apagar mi yo racional y despertar en mí un torbellino de sentimientos.
Era inútil resistirme, así que le devolví los besos con tanta o mayor fuerza. Me abracé a su cuello como si fuera el último tablón de un naufragio y por cada vez que él dijo «te quiero», yo lo repetí dos.
—No sé cómo he podido aguantar ni un día sin ti… —susurró—. Me parece un milagro que estés aquí conmigo. Te he echado tanto de menos…
No se podía ser más feliz de lo que yo lo era en ese momento. El miedo y la tristeza se habían disipado de golpe. Me quería. ¿Qué más podía pedir?
Se incorporó a beber agua y me observó detenidamente.
—¿Qué ha sido de ti? —deslizó sus manos por mi cintura y mis caderas—. ¿Se puede saber quién eres y qué has hecho con Alexia?
—No he tenido mucha hambre estos días —admití.
—¿Y qué hacemos ahora? Porque que sepas que lo que más me ha gustado siempre de ti es ese culo rotundo y firme…
—No te preocupes, que por desgracia justo ahí no se nota mucho que haya adelgazado.
—No me gusta verte así. Tus curvas son preciosas, no deberías echarlas a perder.
—Pues yo no tengo nada que objetar. De hecho, eres mucho mejor al natural que en mis sueños.
—¿Has soñado conmigo? —parecía realmente sorprendido, cuando, en realidad, no había soñado con ninguna otra cosa.
—Ah, no, ahora que lo pienso, no eras tú. Era Robert Pattinson.
***
A la mañana siguiente, apenas conseguía concentrarme. Había regresado a casa de madrugada, cuando él volvió al hospital para acompañar a Darío, y estaba muerta de sueño. Quedaban muy pocos días para la PAU y tenía que ponerme las pilas porque, aunque en la última evaluación me había ido muy bien, en las otras dos las notas eran flojillas.
Después de tantos días, resultaba extraño no tener que combatir la tristeza. ¡Me quería! Me lo había dicho mil veces entre un alud de besos. Y sabía que era cierto. Estaba deseando volver a verle. Parecía un sueño poder abrazarle de nuevo, besarle, saborear su piel… Necesitaba urgentemente estar con él. Era como si durante mucho tiempo hubiese luchado por combatir una adicción y, al probar de nuevo la droga, me hubiera enganchado otra vez con más fuerza.
Sonreí al sentir que el teléfono vibraba. ¿Sería posible que él estuviera pensando en mí en ese mismo instante? Sin embargo, al desbloquearlo, vi que era un sms de un número que no conocía.
Estás ocupada? Te tomas algo?
Pensé que tal vez fuera él, que me escribía desde el móvil de Darío. Un nuevo mensaje entró al instante:
Perdona, soy Morgan.
¡Morgan! Era tan extraño… Llevaba mucho tiempo sin tener noticias de ella. Tenía que estudiar, pero la curiosidad me podía. ¿Por qué querría quedar conmigo? El teléfono volvió a sonar. Ahora sí que era él.
—¿Qué tal? ¿Cómo va todo? —pregunté.
—Muy bien. Es un poco alucinante, porque esta mañana ha querido desayunar. No ha vuelto a sangrar, así que todo marcha sobre ruedas. Si sigue así, le bajarán a planta muy pronto.
—¡Guay! ¿Y tú? ¿Cómo estás? Tienes una voz de sueño…
—Estoy molido. ¿Sabes lo incómodo que es dormir en estos sillones?
—Bueno, enseguida podrás volver a casa a descansar.
—Nada de eso. Lo primero que voy a hacer es darme una ducha y no quiero hacerlo solo.
—Lo pillo. Ahora bajo a comprarte un patito de goma.
—Ja-ja-ja, qué graciosa. Haz todo lo que tengas que hacer, porque te voy a tener toda el día de lo más entretenida. Tenemos que recuperar el tiempo perdido.
—¿No te pareció suficiente lo de ayer?
—No. Tú espérame en casa.
—A sus órdenes.
—Tengo que dejarte. Bueno, quiero decir que tengo que colgar… No vayas a pensar que…
—Ya, déjalo. Lo he entendido a la primera.
—Pues eso, que me esperes, que en un rato voy.
—Ya veremos. No te hagas muchas ilusiones…
Colgué con una sonrisa bobalicona en la cara. Enseguida volví a caer en el mensaje de Morgan. ¿Qué querría? Quizás Oliver lo supiera. Podía llamarle y preguntarle… Qué tontería. Mejor hablar con ella directamente. Era inútil intentar estudiar. Mi mente estaba eclipsada por completo con Oliver, así que un café más o menos no podía suponer mucho.
Ahora estoy libre. Dime dónde quedamos.
***
Cuando llegué a la cafetería de la estación de tren, ya estaba allí. A pesar de que me saludó con una sonrisa a través del cristal, tuve la sensación de que estaba triste. Me recibió con dos de sus sonoros besos.
—Espero que no te haya parecido mal quedar aquí. Es que venía de Madrid. ¿Qué te apetece tomar? —me senté frente a ella y me pasó la carta.
—Una Coca-Cola light.
—¿No quieres nada de comer?
—No, ahora no.
Pidió por mí a la camarera.
—Te extrañará que haya querido quedar contigo.
—Un poco sí, la verdad —admití.
—Ya… Bueno, no sé cómo empezar —no dejaba de mordisquearse el labio mientras enrollaba y desenrollaba una y otra vez una servilleta de papel. No tenía ni idea de qué podía tratarse, pero era evidente que era importante.
Solo interrumpió sus pensamientos para darle las gracias a la camarera cuando sirvió mi refresco. Luego volvió a hacerse el silencio. Yo permanecía expectante.
—Perdona… —dijo al fin con una sonrisa nerviosa—. Como verás, me resulta un poco complicado…
Sonreí yo también. Quería que se sintiera cómoda para que lograra arrancar.
—La cuestión es la siguiente… No sé si sabes que Ol ha venido a verme antes de irse al hospital.
La sonrisa se me borró de un plumazo.
—No, no tenía ni idea —intenté que mi voz sonara calmada.
—Pues sí, ha venido. Como ya sabrás, ha pasado unos meses flojillo con lo vuestro…
Se calló como esperando una respuesta por mi parte.
—Algo me ha dicho —me limité a responder.
—La verdad es que le he visto fatal este tiempo atrás. Intentaba animarle de mil maneras, pero nada, no había forma.
Prefería no pensar en qué habrían consistido esos intentos.
—El caso es que ayer vino dando botes a contarme que estabais otra vez juntos. Me sorprendió, no te lo voy a negar. Ya sabes que Ol no es de mucho hablar y parecía que le hubieran dado cuerda. En un principio pensé que estaba nervioso por lo de su tío, pero luego caí en la cuenta de que no era eso lo que le pasaba…
—¿Y qué era? —pregunté con curiosidad.
Me miró fijamente, como si intentara leerme la mente.
—¿De verdad no lo sabes? ¡Está enamorado! Hasta la médula.
Noté que el calor se extendía por mis mejillas. Sí, lo sabía, me lo había dicho el día anterior, pero no entendía adónde quería llegar.
—Yo me alegro, de verdad que sí. Y se lo dije. Porque para mí lo más importante es que él sea feliz… Luego me pidió una bolsa para guardar las cuatro cosas que tiene en casa y me dijo que ahora estaba contigo y solo contigo y que lo nuestro tenía que cambiar… Yo no comprendí esa reacción, así que terminamos discutiendo.
Dio un trago de su bebida y prosiguió.
—¿Sabes? No entiendo por qué tú y yo tenemos que ser incompatibles en su vida. Comprendo que la situación de «amigos con derecho a roce» es insostenible, pero ¿dejar de vernos? ¡Eso no tiene sentido! Para mí, solo es un amigo. Es verdad que hace tiempo llegué a enamorarme de él. Hasta los huesos. ¡Tú lo tienes que entender mejor que nadie! Mira que es cenutrio para muchas cosas, pero no sé qué tiene que es imposible no quererle. Pero él nunca sintió lo mismo. Así que un día me harté de esperar y decidí asumir las cosas como eran, porque no podía seguir dándome cabezazos contra un muro.
—No entiendo adónde quieres llegar.
—Es verdad. Lo siento. Siempre me pasa que me acabo yendo por las ramas. Lo que quiero decirte es que te juro que no hay nada entre nosotros más que amistad, limpia y sincera. Hace mucho que para mí es solo un amigo y que los escarceos se acabaron.
—No hace tanto…
Me miró extrañada, imagino que preguntándose cómo podía saberlo.
—Pues sí, sí que hace. Lo recuerdo perfectamente porque fue en su terraza. Era otoño y hacía tal frío que me pillé un gripazo de cuidado. ¡Qué ideas de bombero! Además, estuvo bien, pero no como otras veces que…
Se interrumpió al ver mi cara de circunstancias. Lo último que quería saber en mi vida es cómo era el sexo entre Oliver y ella.
—Perdona, es que soy una bocazas… Lo que quiero decirte es que no hay nada entre nosotros. Y necesito que lo entiendas y que confíes porque lo que no podría soportar es perderle como amigo. Pienso que eres perfecta para él. Sé que tú vas a hacerle feliz y para mí eso es lo que cuenta. Te juro por lo más sagrado que jamás voy a intentar nada con él. Él tampoco lo consentiría. Ya sabes lo que dice siempre: «Las cosas se hacen como tienen que hacerse». Aun así, te doy mi palabra. Pero deja que siga siendo mi amigo…
—Yo no tengo que dejar nada, Morgan. Eso es cosa vuestra.
—Pero él cree que a ti te molesta. Está dispuesto a sacrificarse por ti. ¿De verdad hace falta? Porque si es así no sé cómo voy a poder…
Su mirada se ensombreció. La relación entre Morgan y Oliver ahora estaba en mis manos. ¿Debía ejercer ese poder? Nunca se sabe cómo se presentan las cosas. A lo mejor un día surgía de nuevo algo entre ellos… Pero, aunque así fuera, no podía hacer nada. Era una tontería pasarme la vida preocupada por si quedaban o no, si Oliver dormía en su casa o iban de viaje a un concierto. Escapaba completamente a mi control.
—Tengo que confiar y voy a hacerlo.
—Puedes estar tranquila. Te aseguro que hace mucho tiempo que él no siente nada por mí. Eso es algo que las chicas sabemos. Ahora soy como una hermana para él —dijo, más animada.
—¿Y tú? ¿Tú sientes algo por él?
Se tomó un momento antes de contestar.
—Mira, yo le quiero mucho, pero, si te soy sincera, tampoco me imagino con él… No quiero más de lo que tengo. Además, está Charlie… Te mentiría si te dijera que estoy enamorada, pero, aunque no te lo creas, poco a poco me está conquistando. Al principio me hacía gracia verle tan pillado y por eso tonteaba con él… ¡Qué quieres que te diga! Me gusta y mucho, con esa carilla de elfo. Es mi Legolas, como yo le llamo, aunque se enfada. Ya veremos adónde nos lleva esto.
Yo le veía más como Frodo, la verdad, pero no era plan de decírselo.
—Solo te digo una cosa, y hablo muy en serio —añadió con gravedad—: no le hagas daño. Es la primera vez en la vida que le veo tan ilusionado. Ya se merecía el pobre un poco de felicidad… Si le rompes el corazón, te juro que tendrás que vértelas conmigo.
—Tranquila. Te aseguro que si él está enamorado, yo lo estoy mucho más —confesé sin poder evitar sonrojarme.
—Eso es genial…
¡Todo aclarado! Quería volver a casa cuanto antes, aunque no para compartir esa tentadora ducha con Oliver, sino para hablarle de lo que me había dicho Morgan y dejar las cosas claras. Intenté levantarme para pagar, pero su abrazo me lo impidió.
—Ya me lo decía Ol, eres una tía superlegal.
Le devolví el abrazo con convicción. También ella lo era. Ojalá con el tiempo consiguiéramos ser buenas amigas, porque sabía que merecía la pena.
***
Cuando llegué a casa, me había dejado una nota sobre los apuntes. «¿Dónde andas? ¿De verdad estás comprando un pato de goma?» había escrito con su letruja de médico. Me lavé los dientes e hice un repaso general de mi estado antes de cruzar por la terraza.
Imaginaba que su abuelo no estaría por allí si Oliver había vuelto. Después de ver su reacción en el hospital, no quería tener el más mínimo contacto con él.
Lo encontré profundamente dormido. Se había duchado y solo llevaba unos boxer. Examiné detenidamente cada milímetro de su piel para retenerlo en mi memoria.
Me tumbé a su lado, apoyé la cabeza en su pecho y me dejé acunar por su respiración acompasada. Poco a poco se me fueron cerrando los ojos. Aún quedaba tiempo para que volvieran Eduardo y mi madre, así que no tenía de qué preocuparme.
Él debió de notar mi presencia, porque murmuró algo entre sueños y me pasó un brazo por la cintura acercándome a él.
—Te echaba de menos… Olivia.
Me incorporé de un respingo. ¿Cómo que Olivia? Notaba cómo la rabia comenzaba a bullirme en la sangre. ¿De qué iba? Me disponía a cantarle las cuarenta, cuando vi su sonrisa burlona.
—Tú… tú… ¡eres imbécil!
—Y tú siempre caes. ¡Qué fácil es hacerte enfadar! ¿Dónde estabas? Me he quedado sobado…
—Estaba con Morgan.
—¿Con Morgan? Tengo que llamarla. Tuvimos ayer una bronca…
—Lo sé. Por eso ha hablado conmigo.
—¿Y qué te ha dicho?
—Que eres un cenutrio. Y estoy completamente de acuerdo.
—¡Vaya, gracias por la parte que me toca! —replicó molesto.
—No quiero que dejéis de ser amigos —me entretuve jugueteando con un mechón de su pelo.
—No pretendía dejar de serlo. Solo quería explicarle que tú piensas de otra manera y que debíamos guardar las distancias.
—Bueno, creo que ahora está todo claro. De todos modos, llámala.
—Luego —tiró de mí para tumbarme de nuevo junto a él.
—Creo que Morgan y tú tenéis algo muy bonito. No quiero que cambie por mi culpa…
—Eso está bien. Entonces hablaré con ella para darte otro espectáculo porno a través de la terraza…
—¡Tú eres idiota!
—Y tú siempre caes…
Me levanté fingidamente enfadada y me acerqué a observar las fotos de Morgan y Kobalsky que había añadido en el corcho. Me sorprendió ver algunas de su padre que parecían sacadas de Internet. En el centro, había una mía. No recordaba dónde ni cuándo me la había hecho, porque estaba tomada de lejos. Tenía que ser de poco después de volver del hospital, ya que aún tenía la pierna escayolada. Vino hasta mí y me abrazó por detrás.
—Después del juicio, decidí que debía recuperar el control de mi vida y colgué en este corcho lo que es importante.
—No sabes cuánto me alegré cuando recibí tu mensaje —había sido tan duro no poder compartir ese momento con él que volvió a invadirme parte de la tristeza de aquel día—. Quería llamarte, pero pensé que iba a ser peor…
—Lo estuve celebrando con Rubén y Darío. Cuando regresé a casa de noche, crucé a tu terraza. Iba a entrar, pero me dio miedo encontrarme la puerta cerrada, lo que significaría que tú ya no…
—No he echado el cerrojo en todo este tiempo —confesé—. Cada noche me dormía esperando verte aparecer.
—Lo siento —me abrazó fuerte, como para reforzar sus palabras—. Es que soy de esa gente que no se da cuenta de lo que tiene hasta que lo pierde… Un idiota, vamos.
—Yo también soy un poco idiota… aunque no tanto —conseguí arrancarle una sonrisa—. Entonces, si has puesto a tu padre en este corcho es porque es algo importante en tu vida, ¿no?
Se encogió de hombros pensativo.
—Quizás ahora no lo sea. No sé nada de él ni de lo que pasó. Solo sé que en algún momento, cuando tenga fuerzas, intentaré encontrarle para que me dé algunas respuestas.
—Pensé que en Navidades te habías enfadado conmigo por buscar información sobre él.
—Me enfadé, pero no contigo. Es duro descubrir que tienes un padre después de llevar toda una vida sin saber nada de él.
Rodeé con mis brazos los suyos. No necesitaba mirarle para saber que su mente estaba ahora muy lejos de allí.
—¿Y qué pasa con el banco? ¿Has recuperado lo que había en la caja?
—No. No quería pedirte la llave. ¿No te digo que soy idiota?
—Pues espera, que cruzo a casa y te doy la llave.
—No, déjala ahí. Mañana, si puedo salir pronto del hospital y no tienes nada que hacer, vamos juntos, ¿te parece?
Mañana, estaba hablando de mañana. Ya no tenía que esperar días para volver a verle. Solo a mañana…
***
A eso de las doce ya nos encontrábamos camino del banco. Estaba tan impaciente que no paraba de sugerirle miles de hipótesis, a cuál más disparatada, para intentar hacerle recordar. Pero él no tenía ni la más remota idea de qué había guardado ni cuándo lo había hecho.
—Vamos a salir de dudas enseguida —dijo cuando bajamos del coche mientras apretaba con fuerza la llave entre sus dedos.
De nuevo tuvimos que llamar al timbre; la puerta estaba cerrada. Pero esta vez nos abrió una mujer. Los dos nos miramos sorprendidos al descubrir que no tenía acento alemán.
Intentamos explicarle por qué estábamos allí, pero nuestro discurso era tan atropellado que optó por llamar al señor mayor que nos había atendido la vez pasada.
—Ya veo que han encontrado la llave —dijo con una sonrisa cordial después de realizar las comprobaciones oportunas y asegurarse de que todo estaba en orden—. Acompáñenme.
Atravesamos detrás de él toda la estancia hasta llegar a una puerta que daba paso a unas escaleras que bajaban. Estaba tan nerviosa que apreté con fuerza la mano de Oliver. Él se volvió un momento a mirarme y me guiñó un ojo. No parecía alterado. Al menos, no como yo.
Una vez en el piso inferior, recorrimos varias salas hasta que nos detuvimos en una cuyas paredes estaban cubiertas de pequeños cajones numerados.
—La suya es la 025/397HKL… —el hombre repasaba rápidamente los números de metal—. Es esta… Meta su llave en esta cerradura y gire a la izquierda. Después lo haré yo. Por favor, no abra la caja hasta que me haya ido. Si desean más intimidad, pueden pasar por esa puerta a una sala privada. No puede abrirse desde fuera.
No me pasó desapercibido que en la cara de Oliver se dibujaba esa sonrisa pícara tan característica. A saber en qué estaría pensando…
Oliver introdujo la llave y siguió las instrucciones. El hombre hizo lo mismo después. Sonó una especie de clic y tiraron del cajón hacia fuera. Debía de pesar, porque Oliver tuvo que usar las dos manos para sostenerla y los músculos de sus brazos se tensaron ligeramente.
—Los dejo solos —dijo el señor del banco antes de desaparecer por donde habíamos venido.
—Vamos a la sala —Oliver había perdido su pose de pasotismo habitual y estaba visiblemente nervioso.
Abrí la puerta para dejarle pasar. Era una habitación pequeña sin ventanas, con un desagradable fluorescente en el techo. En el centro había una mesa rodeada por dos butacas. Oliver depositó la caja con cuidado.
—¿Lista? —preguntó con una sonrisa nerviosa.
Asentí con la cabeza. La expectación no me dejaba siquiera hablar. Tiró despacio de la tapa, pero solo se desplazó unos centímetros con un penetrante chirrido. Volvió a intentarlo esta vez con más fuerza y por fin salió del todo. La sonrisa se nos borró de un plumazo.
—¿Q-qué es esto? —creo que necesitaba que le confirmara que estaba viendo lo mismo que él: un montón de dinero. Había infinidad de billetes de cincuenta, cien y doscientos euros, organizados en paquetes enganchados con gomas elásticas.
Se desplomó sobre una de las butacas mientras se llevaba las manos a la cara. Yo también tuve que sentarme. Ninguno de los dos podíamos desviar la vista de la caja. No sé cuánto tiempo pasamos en silencio. Por mi mente deambulaban todo tipo de teorías e imagino que lo mismo le sucedía a él.
—Es como encontrar un tesoro —es lo único que acerté a decir. Tal vez mi voz le hizo salir del ensimismamiento en que se encontraba, porque se incorporó y exclamó:
—¡Vamos a contarlo!
Juntamos cada tipo de billetes en grupos de diez. Por suerte, en la sala había un bloc y un boli, con los que fuimos apuntando los importes. La suma final era, cuando menos, sorprendente: ciento cincuenta mil euros.
Al ver semejante cifra en el papel se levantó y comenzó a pasear nerviosamente por la habitación.
—No puede ser. Esto no puede ser mío…
—Tiene que serlo. Está a tu nombre. Así que supongo que eres rico.
—¿Rico? —lo preguntó como si no entendiera lo que significaba esa palabra—. No, no puede ser. ¿No te das cuenta? Esto no puede ser mío.
—¿Y de quién si no? ¿No recuerdas de dónde puedes haberlo sacado?
Negó con la cabeza. Estaba concentrado, intentando ordenar sus pensamientos.
—No sé cómo vamos a llevárnoslo de aquí… No puedo ir con ese dineral en el bolso.
—No vamos a llevarnos nada —respondió con firmeza—. Vamos a dejarlo como está de momento. Ayúdame a guardar el dinero otra vez.
Introdujimos ordenadamente los billetes junto con la hoja en la que habíamos apuntado el total y, al tratar de cerrar la tapa, nos dimos cuenta de que había algo pegado a ella: un sobre blanco con letra manuscrita donde ponía «Para Oliver». Lo cogió con cuidado y lo abrió. Dentro, había una nota. Vi cómo, mientras leía, se le empañaban los ojos. Luego, me la tendió.
Oliver:
No le hables a nadie de esto. A nadie! Es todo para ti. Dentro de muy poco, ya no estaré para ayudarte a levantarte si te caes, así que no hagas tonterías y adminístralo bien. Y recuerda que siempre velaré por ti.
Te quiere mucho,
Tu abuela
Se la devolví y, cuidadosamente, la guardó. Salimos de la habitación y metió la caja en su compartimento. Después de girar la llave y comprobar que estaba bien asegurada y no se podía extraer, respiró hondo, como si se hubiera quitado un gran peso de encima.
Regresamos a casa sin apenas cruzar una palabra. Aparcó delante de nuestra urbanización.
—Toma. Quiero que sigas guardando tú la llave.
Intentó depositarla en mi mano, pero me negué.
—¿Estás loco? ¡No puedo aceptar esa responsabilidad! ¿Y si la pierdo? ¿O si la roban?
—No va a ocurrir nada de eso. Guárdala donde sepas que nadie puede encontrarla.
—Pero…
—Te lo pido por favor. Ahora tengo que volver al hospital. Necesito pensar… Luego te llamo.
Salí del coche estupefacta. En mi mano llevaba ciento cincuenta mil euros, más dinero junto del que jamás había visto ni, con toda seguridad, volvería a ver. También para mí era una carga demasiado pesada.