Comencé la semana con bastante mal humor. No era capaz de quitarme de la cabeza que Morgan había dormido en casa de Oliver, pero eso era casi lo de menos. Lo que peor llevaba era que me apartara de esa manera, porque me descolocaba totalmente. ¿Cómo podía besarme del modo que lo hacía y luego dejarme a un lado? ¿Qué esperaba que hiciera?
Los siguientes días le mandé algunos mensajes para ver cómo se encontraba y para saber si iría a clase, y él se limitó a responderme con frases cortas en las que me contaba que su evolución era favorable. Y nada más. Ni un «te echo de menos», ni un «me apetece verte»… Y lógicamente no iba a ser yo la que tirara el anzuelo. El jueves, supe por Kobalsky que iban a ensayar, así que asumí que ya se habría recuperado, pero él no tuvo a bien informarme de ello y el viernes me lo encontré de bruces en el pasillo del instituto. Me había quedado un rato en la biblioteca haciendo tiempo hasta la clase de la autoescuela porque sabía que, si pasaba por casa, con lo que estaba lloviendo, me iba a dar pereza salir y me la saltaría de nuevo.
—¡Hola! —pareció alegrarse de verme.
—Hola. Tengo prisa —dije seria.
—Ya lo veo, casi me arrollas.
—Lo siento. ¿Estás ya mejor?
—Casi bien del todo. Solo tengo la voz un poco tomada aún.
—Me alegro por ti.
—¿Te pasa algo?
—¿A mí? Nada. ¿Por?
—Si tú lo dices… ¿Tienes planes para hoy?
—Pues ahora me voy a la autoescuela y luego he quedado con Gaby —mentí. No quería que pensara que dependía de él para organizarme. Seguí mi camino hacia la salida—. Ya hablaremos.
Caminé despacio con la vana ilusión de que me llamara o de notar su mano en mi hombro para que regresara. No lo hizo. Al dar la vuelta al fondo del pasillo, miré disimuladamente, pero él ya no estaba.
Tras la clase, fui a cortarme el pelo. Quizá, con un cambio de look mejoraría mi estado de ánimo. El efecto fue el contrario, por esa manía de algunas peluqueras de hacer con el cabello ajeno lo que les da la gana a pesar de haber recibido instrucciones concretas y explícitas sobre cómo proceder. Durante la cena, mi madre trató de defender mi nuevo aspecto esgrimiendo que me hacía parecer más esbelta. No era precisamente el argumento que necesitaba y es que hay días en que la sinceridad materna no ayuda en nada.
***
A la mañana siguiente ya llevaba un rato despierta cuando oí a mi madre canturrear en el piso de abajo. No podía dejar de pensar en lo que debía hacer. Además, el día había amanecido gris y lluvioso, lo que no contribuía a mejorar mi estado de ánimo. Estaba a punto de dar media vuelta e intentar dormirme de nuevo cuando mi madre apareció en mi habitación:
—Voy a poner una lavadora de ropa blanca. ¿Tienes algo?
—No, nada…
Se sentó en mi cama y me besó en la frente.
—¿Estás bien, cariño? Te noto seria desde hace unos días.
—Estoy bien, mamá. No te preocupes.
Intentaba no mirarla directamente para que no pudiera leer en mis ojos la verdad.
—No será por el pelo. En serio que estás muy guapa…
—No es eso. En realidad, no es nada. Te prometo que estoy bien.
—Bueno. Ya sabes que estoy siempre aquí para lo que necesites, cielo.
—Lo sé. Gracias, mamá.
—Vamos a ir a comer con la hermana de Eduardo y sus hijos. ¿Te apetece venir?
—Mejor no. Tengo que estudiar.
—Como quieras…
Me besó otra vez en la frente y bajó la escalera canturreando de nuevo.
No tenía sentido seguir en la cama lamentándome. Me levanté, recogí mi cuarto, me di una ducha y me puse a estudiar. No llevaba ni una hora cuando entró un mensaje.
Estás en casa?
Era Oliver.
No.
Pues se te ha colado alguien en tu cuarto. La luz está encendida.
Será mi amante, que me estará esperando.
¿Por qué me costaría tanto mostrarle mi enfado?
Estoy de baja una semana y ya te has buscado a otro?
Quién te ha dicho que no lo tuviera de antes?
No me has echado de menos?
Para nada.
Tardó un poco en contestar.
Yo a ti sí.
No pude evitar sonreír, pero una frasecita linda no iba a compensar la semana que me había dado. Traté de hacerme la dura. Volvió a escribir.
Puedo ir a raptarte?
No.
Y si vienes por voluntad propia?
Ese era el problema: mi voluntad. Cuando él estaba cerca, dejaba de ser propia e iba a su bola. Mi madre y Eduardo ya se habían ido. Quizá no era mala idea pasar a su casa y decirle claramente las razones por las que estaba molesta.
Dame cinco minutos.
Opté por arreglarme un poco. Me vinieron a la mente las últimas imágenes que tenía de Morgan y, aunque yo nunca podría tener ese físico, al menos quería que él me viera más o menos mona.
Salté y me lo encontré tirado en la cama.
—Pensé que no te librarías de tu otro amante nunca —dijo.
—Ya sabes cómo son estas cosas…
—Estás muy guapa con el pelo corto.
Se levantó mientras me quitaba el abrigo y se acercó hasta colocarse frente a mí. Me dio un leve beso en los labios. Yo me aparté.
—¿Y eso?
—Estoy molesta —crucé los brazos.
—¿Por?
—Has pasado de mí toda la semana.
—No es cierto.
—Sí lo es.
—No. He pensado en ti toda la semana.
—Pues no lo he notado.
—Es que pienso en bajo.
—Creo que estoy más que molesta. Estoy enfadada.
—Estás preciosa cuando te enfadas —me susurró al oído. La piel se me erizó. «Alexia, tú seria y firme»—. Supongamos que me he portado mal, ¿no me vas a perdonar nunca?
—Puede. No creo que sea justo que…
Me besó. Me derretí. Así no había quien se enfadara.
—¿Decías?
¡Mierda! ¿Qué era lo que estaba diciendo? Se me había nublado la mente.
No sé de dónde sacó un pañuelo que me acercó para ponérmelo a modo de antifaz.
—¿Me permites?
No supe qué contestar. Dejé que me tapara los ojos y, acto seguido, me cogió de la mano, haciéndome caminar hacia la puerta. Luego, bajamos las escaleras torpemente. Nunca pensé que fuera tan difícil moverse a ciegas. Según nos acercábamos a la planta baja, comencé a oír música tranquila y un dulzón olor a incienso se fue colando en mi nariz. Me dejó en un punto que imaginé era el salón y me indicó que no me moviera. La música y el aroma ahora me envolvían de un modo sumamente agradable y supuse que el estar privada de la vista hacía que mis otros sentidos se agudizaran.
Noté que se colocaba detrás de mí y que comenzaba a desatarme el pañuelo.
—No abras los ojos todavía —susurró y le hice caso. Un instante después me indicó que ya podía hacerlo.
¡Uau! No podía creer lo que tenía ante mí. La estancia estaba iluminada exclusivamente con un sinfín de velas repartidas por el suelo, la estantería, el piano… La mesa de centro había desaparecido, dejando un amplio espacio libre en la alfombra y, sobre ella, descansaban varios cojines.
—Es, es… —estaba sin palabras. «Alexia, adiós el enfado».
—Sé que resulta más impactante de noche, pero no podía esperar. Pensé que si bajaba todas las persianas, conseguiría el mismo efecto.
Comenzó a besarme en la nuca, despacio, recorriendo el pequeño espacio de piel que mi holgada camisa dejaba al descubierto. Me agarró desde atrás por la cintura y noté su pecho pegado a mi espalda, su respiración en mi oído, y siguió besándome. Me di la vuelta y le miré rendida, feliz, enamorada. Y, esta vez, fueron mis manos las que tomaron vida propia sobre su cuerpo, al igual que las otras veces habían sido las suyas sobre el mío. Le quité la camiseta y acaricié su pecho, su espalda, sus brazos, trazando un mapa con mis dedos y mi boca de su piel. Luego, el cinturón, y desabroché los botones de sus vaqueros… Era como si no fuera yo quien guiara mis actos, como si cada movimiento y decisión provinieran de algo mucho más fuerte, y él no oponía resistencia. Me deshice de mi ropa con similar celeridad y acabamos en el suelo, amándonos como si no hubiera mañana, como si el centro del mundo fuéramos nosotros. Abrazados, exhaustos, felices.
Un agradable olor a pan me despertó un rato después. No era consciente de haberme quedado dormida. Me vestí rápidamente y me dirigí a la cocina.
—Me pillas sacando la pizza del horno.
Se había puesto una cinta en el pelo y unas manoplas de cocina, y trataba de no quemarse con la rejilla del horno.
—¡Listo! —me miró y se sacudió las manos con orgullo—. Me ha salido estupenda.
—Sí, tiene buena pinta. Sacarla del envoltorio es todo un arte.
—Ya te digo. Pero esta venía en caja de cartón —me la mostró. Era congelada.
Sonreí. La verdad es que me daba igual comer cualquier cosa. Lo único que me importaba era poder compartirlo con él.
—Tú sí que sabes seducir a una chica —le dije burlona.
—Es que a ti ya te tengo conquistada —se acercó hasta mí y me dio un beso rápido en los labios, como si fuera robado.
—¡Ja! Eso te lo crees tú. Más quisieras.
Comimos la pizza con las manos. La verdad es que estaba muy buena o quizá que, como estaba a su lado, cualquier cosa sabía mucho mejor.
Luego, me convenció para que escuchara algunas canciones de esas que le gustaban a él. Al parecer, no se fiaba de que yo sola repasara la lista que me hizo en Spotify y prefería cerciorarse. Con cada canción, me iba explicando su historia. Si la había escrito tal músico o si tal otro había hecho una versión… Era fabuloso verle tan entusiasmado con algo.
Estábamos en su cuarto, sentados en el suelo, con la música a todo volumen, charlando y riendo, cuando comenzamos a oír golpes que provenían de la planta de abajo. Oliver silenció el equipo y salió en dirección a las escaleras. Yo fui detrás.
—Oigan, ¿qué hacen aquí? —Oliver se dirigió a tres hombres con mono de trabajo que habían irrumpido en el salón. Llevaban cintas de embalar, un enorme rollo de papel de burbujas, varias cajas y una especie de carro con ruedas.
—Les he llamado yo —era el abuelo de Oliver. Me quedé observando desde arriba de las escaleras, donde no podían verme.
—¿Para qué? No sabía que venías…
—Sí, es que tenía prisa y las cosas han surgido así y no he podido avisarte. Ahora organízate para irte —el abuelo le hizo un gesto indicándole la puerta.
—Déjame que coja algunas cosas.
Mientras ellos hablaban, los hombres comenzaron a guardar diferentes objetos y a envolver los muebles.
—¿Qué están haciendo? ¿Se van a llevar todo?
—Sí.
—¿Y eso?
—Lo he vendido.
—¿Has vendido los muebles?
Tuve la sensación de que me sorprendía más a mí que a Oliver.
—Sí. No pensé que tuviera que llegar a esto, pero no me ha quedado otro remedio —se dirigió a uno de los hombres, que estaba descolgando un cuadro—. Eh, eh, cuidado con ese, que es muy delicado.
—Pero ¿para qué?
—Mira, todo se me ha complicado y necesito el dinero. Lo siento, chico.
Los hombres comenzaron a vaciar la estantería.
—¿Los libros también? —la voz de Oliver sonaba tan triste que una punzada me atravesó el corazón.
—No, los libros te los puedes quedar. Nadie los compra ni al peso. Vete, por favor. Ya resulta bastante difícil…
Oliver asintió y comenzó a subir pesadamente las escaleras. Al tratar de incorporarme para seguirle, tropecé con la madera y el abuelo reparó en mí.
—¡Anda! No sabía que tenías visita. A ti te conozco —su voz trataba de ser más dulce y cordial que la apesadumbrada que antes había utilizado con su nieto.
—Soy Alexia.
—La vecina, ¿no? Te he visto alguna vez por aquí. Pues nada, bonita, que de vez en cuando hay que cambiar la decoración.
—Bueno, yo os dejo. No quiero molestar —bajé las escaleras y cogí el bolso y la chaqueta—. Hasta otro día.
Antes de salir, miré a Oliver y vi tristeza en sus ojos.
***
Una hora más tarde, recibí un mensaje suyo en el que me decía que lo sentía y que necesitaba estar solo. Le contesté que allí estaría para lo que necesitara.
Al día siguiente le llamé pero no me cogió el teléfono. Imaginaba que estaría en casa de Morgan y, aunque trataba de quitarle importancia, la incertidumbre me consumía. ¿Qué estarían haciendo? ¿Por qué no podía estar yo a su lado? ¿Por qué me apartaba? ¿Por qué a mí sí y a ella no?
Tras varios whatsapp sin respuesta, al fin, me contestó para decirme que esa tarde tenía ensayo y que ya podía regresar a casa, por lo que podríamos vernos al día siguiente. Le ofrecí ir a buscarle, pero me dio un no rotundo. Yo sabía por Kobalsky que luego irían a tomar algo, como siempre. ¿Por qué no podía acompañarlos? Al final, solo logré un: «Si veo que llego pronto, te aviso, pero ya te llamo yo».
Me quedé esperando en casa, leyendo. Su llamada, tal como me imaginaba, no llegó. Ahora sentía como si no le importara lo más mínimo; es más, sentía que quería apartarme de su lado.
Estaba a punto de quedarme dormida cuando sonó el móvil. Era Kobalsky.
—¿Qué haces?
—Nada, estoy en casa a punto de dormirme.
De fondo se oía ruido de bar.
—Estamos aquí tomando algo, ¿por qué no has venido?
—Porque nadie me ha dicho que fuera —me ahorré decirle que, más bien, me habían indicado lo contrario.
—¡Buah! Tú eres tonta. Ni que necesitaras una invitación por escrito. ¡Vente! Estamos todos los del grupo y también ha venido Charlie.
—No, paso. No me apetece. ¿Están Morgan y Oliver? —parecía una novia celosa y ni siquiera sabía si era una novia.
—Pues estaban por aquí, pero ahora no los veo… ¡Qué más da! ¡Vente y punto!
—No, Kobalsky, te lo agradezco pero ya me da mucha pereza salir. Pasadlo bien.
Colgué el teléfono sin darle tiempo a contestar. Estaba enfada y triste al mismo tiempo.
Me arropé y apagué la luz antes de que la cosa fuera a más.
***
A la mañana siguiente, lo primero que hice fue mirar el teléfono, pero no tenía ni un solo mensaje. Había quedado con Gaby para ir de tiendas y le conté el nuevo episodio.
—Entonces, ¿no sabes dónde ha dormido? —me preguntó.
—No. Supongo que con Morgan.
—Pero eso lo ha hecho otras veces.
—Lo sé, pero esta vez me había dicho que regresaba a su casa.
—A lo mejor no está con ella.
—¿Y dónde va a estar?
—¿No le tienes en la app de amigos? —puso un gesto intrigante.
—La verdad es que sí…
—¿Y a qué esperas para salir de dudas?
Saqué el móvil y me lo arrebató de las manos.
—Vamos a ver… Localizando… ¿Te suena esta calle? —me mostró la pantalla. Era la de Morgan. Suspiré—. Bueno, mujer, señala su calle, no su cama. Tendrás que confiar.
—Si yo confío, pero es que me ha mentido. Si a mí me dice que va a casa de Morgan, pues vale, me molestará y punto; pero si me dice otra cosa y no la hace, pienso que me está engañando por algo…
—Vale, vale. Tienes razón. Es un capullo. Macizo, pero un capullo al fin y al cabo.
Me pasó un brazo por encima del hombro y me acarició el pelo.
—¿Sabes lo que te digo? Vamos a bañar las penas en helado de chocolate. ¿Te parece?
Asentí.
***
Pasé todo el día con Gaby y por la noche, cuando regresaba a casa, había decidido que no quería saber nada más de Oliver y que, si sabía algo, sería para comunicarle exactamente eso. Antes de coger el autobús, volví a revisar mi teléfono y ahí seguía el puntito rojo inmóvil en la casa de Morgan. Mierda.
Llegué a casa y subí a mi habitación. Para mi sorpresa, encontré una nota sobre el escritorio y un DVD.
Canciones que me gustan, pero a tu lado tienen un nuevo sentido. Oliver.
Tarde. La frase llegaba tarde. Arrugué el papel y puse en marcha el reproductor, me tiré en la cama y cerré los ojos. No podía dejar que las cosas siguieran así, con sus idas y venidas constantes. Era agotadora esa sensación de inseguridad permanente por no saber qué quería él ni en qué punto estábamos… Sentía una mezcla de rabia y tristeza. Debía decírselo, mostrarle mi enfado y reclamarle por todas las cosas que hacía y que me molestaban tanto.
—¿Te has quedado dormida ya? Pensé que te gustaría un poco más la música…
Oliver me miraba apoyado en la puerta de la terraza.
—¿Qué haces aquí? ¿No estabas en…?
—Llevo todo el día en casa, aquí, abandonado, esperando a ver si aparecías.
—¿En casa? Pensé que… ¿Por qué no me has llamado? —pero ¿dónde estaba todo eso que había preparado para decirle? ¿Dónde estaba esa bronca que pensaba echarle? Estaba claro que no tenía voluntad ninguna.
—Es que no encuentro el móvil. Supongo que lo he perdido.
Me ahorré decirle que estaba en casa de Morgan. Se acercó despacio hasta ponerse a mi altura con la intención de besarme. Me di la vuelta para impedir que lo hiciera.
—Tengo sueño —dije cortante.
Sentí cómo respiraba profundamente el olor de mi pelo y me besaba en la nuca.
—¿Sabes? Nunca pensé que te echaría de menos. Dulces sueños, Alexia.
Salió antes de que pudiese decir nada.