31

Los siguientes días pasaron rápido. Tenía que estudiar, pero las horas no me cundían igual que antes porque me distraía en cualquier momento. Tenía una continua sensación de ensimismamiento que, como no me centrara pronto, iba a hacer que mis notas se resintieran. Por si fuera poco, decidí también retomar las clases de la autoescuela para intentar sacarme el carné antes del verano. Pensé que me iba a costar menos después de tener el carné de moto, pero no terminaba de acostumbrarme a la poca maniobrabilidad del coche.

Aunque hablábamos todos los días, a Gaby casi no la veía. En los descansos del instituto ella solía estar con Laura y yo lo entendía. Ahora necesitaba todo el apoyo que pudieran darle y yo trataba de no coincidir para no crear conflictos innecesarios. Los fines de semana, Gaby quedaba con Hugo y, algunas veces, también con Laura y Kobalsky. Con su insistencia casamentera, estaba propiciando encuentros entre ellos y parecía que la cosa no marchaba mal del todo.

Y, cómo no, estaba Oliver. Su irrupción me había vuelto del revés y ahora mi vida era como una montaña rusa. Aunque la tarde del cine había estado cariñosísimo, otra vez pasó algún tiempo hasta que tuve noticias suyas. Había dejado el orgullo a un lado y ahora era yo quien le escribía, pero la mayoría de las veces tardaba en responderme. Es verdad que, cuando quedábamos, lo pasábamos muy bien. Se le veía a gusto y me besaba con tanta pasión que se me disipaban todas las dudas. Me encantaba estar entre sus brazos y notar sus labios, pero quería más. Necesitaba saber qué éramos o, más bien, qué era yo para él. Además, desde nuestra maravillosa primera noche, por diversas razones, había sido imposible encontrar una nueva oportunidad de estar a solas con tiempo suficiente. Entre el estrecho cerco de mi madre, las clases, los deberes, sus ensayos y que él tuvo que instalarse en casa de Morgan porque su abuelo había venido a pasar unos cuantos días, lo que acrecentó aún más mi inseguridad, empezaba a temerme que nunca más le volvería a ver desnudo. Y aunque alguna vez, enrollándonos en el coche, la cosa casi se nos va de las manos, la idea no me seducía lo más mínimo.

—Cariño, ¿qué vas a hacer el fin de semana? —me preguntó mi madre sacándome de mis pensamientos.

—No lo sé.

—¿No dijo Gabriela el otro día que estaba preparando una fiesta sorpresa para el cumpleaños de Laura? ¿No es hoy?

—Sí, mamá, hoy es el cumpleaños y mañana es la fiesta, pero yo no puedo ir.

—Hija, así no podéis estar. Sea lo que sea, lo tendréis que arreglar algún día. ¡Que os conocéis desde que erais unas crías! No creo que os hayáis hecho nada tan grave como para que os retiréis la palabra de por vida.

Me entristeció su comentario. Tenía razón. ¿Iba a permitir que un tío se cargara nuestra amistad? Al fin y al cabo, ambas éramos daños colaterales y eso debía unirnos.

Lo que ocurría es que poco más podía hacer. Pensé que con el tiempo se le pasaría, pero quizá, lo que a mí me estaba pareciendo una eternidad, para ella no era suficiente. La echaba mucho de menos.

Decidí armarme de valor y hacer un último intento. Le pedí a Oliver que me acercara al centro comercial aprovechando que iba al ensayo, y le compré una bonita camiseta y un perro de peluche que llevaba un cartel al cuello que ponía: «¿Quieres ser mi amigo?». Luego, fui a la pastelería y le dejé el paquete a su madre. Si no me perdonaba, al menos quería que supiera que me importaba y que me acordaba de ella en su cumpleaños. Emprendí el camino de regreso a casa. No había terminado de girar la esquina de su calle cuando noté que alguien me tocaba el brazo. Me di la vuelta.

—¡Laura!

Ella me dedicó una media sonrisa. Tenía en una de sus manos el muñeco.

—Gracias.

—De nada, es una tontería. Feliz cumpleaños —casi no me salía la voz.

—Me ha gustado… Y la camiseta también.

Nos quedamos en silencio durante un instante hasta que ambas comenzamos a hablar al mismo tiempo.

—Yo…

—Quería… Perdón, sigue tú —preferí cederle la palabra.

—Te echo de menos —dijo mientras abrazaba el peluche.

—Y yo a ti.

—El enfado ya se me ha pasado, pero sigo triste.

—Lo entiendo y lo siento mucho.

—Me hiciste mucho daño… —inspiró y siguió hablando—, pero sé que la culpa no fue tuya y, en el fondo, te agradezco que me lo contaras.

—Yo… —me hizo un gesto con las manos para que no continuara.

—Supongo que ya se me pasará del todo algún día…

Se acercó a mí y me abrazó. Yo hice lo mismo y noté que los ojos se me empañaban. Nos soltamos y la miré mientras se alejaba. De pronto, se dio la vuelta y me dijo:

—Podías pasarte mañana.

La miré interrogante.

—¿No se suponía que era una sorpresa?

—A Charlie se le escapó delante de mí que estaban preparando algo.

—Me encantaría.

—Bien. Pero no les digas que los he pillado. Se llevarían un disgusto.

—De acuerdo.

Se despidió con la mano y una sonrisa.

Decidí volver a casa a través del parque. La ruta era más larga, pero también más agradable. Hubiera ido bailando por el camino y, si aquello hubiera sido una película musical, sería el momento en el que los transeúntes se sumarían a la coreografía conmigo repartiendo alegría. La vida me sonreía, el mundo tenía colores nuevos y más intensos. Estaba feliz por haber recuperado a mi amiga.

Noté que mi teléfono vibraba en el bolso. Era un mensaje de Oliver en el que me proponía ir a tomar algo cuando terminara el ensayo. ¡Guay! Le contesté afirmativamente y guardé el teléfono. Volvió a vibrar, pero esa vez era Beatriz. Me estaba enviando una foto. Se cargó enseguida y vi que era mi orquídea, con tantas flores abiertas que casi no se veían las varas que las sujetaban. Luego entró un mensaje.

La primavera se ha anticipado en tu planta. Sé que estás MUY bien.

Puede que yo no me creyera mucho sus rollos místicos pero, una vez más, tenía razón.

***

Llegué a casa y me cambié de ropa a toda prisa. Por una vez, quería estar lista antes de tiempo. No es que yo fuera impuntual habitualmente pero, comparado con él, cualquiera lo era. Lo que me parecía inexplicable es cómo podía lograr esa exactitud británica sin llevar reloj. Me dio tiempo a leer un rato hasta que oí el motor de su coche. Cogí el bolso, me despedí de mi madre y salí a la calle.

—¿Adónde vamos? —pregunté mientras cerraba la puerta.

—Cerca.

Dio la vuelta a la manzana y aparcó en una de las calles traseras de la urbanización. Me quedé esperando extrañada. Sacó una bolsa del maletero.

—¿Te piensas quedar en el coche? —intentaba aparentar normalidad, pero por su mirada sabía que se traía algo entre manos.

—Eh… No. Pero aquí no hay nada.

—Bueno, tú verás —me lanzó una de esas sonrisas pícaras que me hacían derretirme y, claro, salí tras él.

Caminaba rápido. A mí no se me había ocurrido otra cosa que ponerme unos tacones nuevos que no me permitían alcanzarle porque se me salían a cada paso. Lo curioso es que íbamos en dirección a casa.

—¿Te has olvidado algo?

Se tocó los bolsillos.

—No.

Volvió a sonreír. Estaba claro que no pensaba contarme nada más. Entramos por el garaje y me obligó a esperar medio escondida en el descansillo del sótano para asegurarse de que no había nadie. Me hizo un gesto para que guardara silencio y subimos por las escaleras, así que opté por descalzarme. Abrió con cuidado la puerta de su casa para no hacer ruido, me metió en ella dándome un empujón, y cerró de nuevo. No tuve tiempo ni de soltar el bolso. Comenzó a besarme como si llevara siglos sin hacerlo, como si la vida le fuera en ello. Tiró su abrigo al suelo y luego me quitó el mío, y el jersey, la blusa…

Hicimos el amor lentamente. Sus besos y sus caricias transmitían tanta ternura que me hizo pensar que tal vez estuviera enamorado. ¡Ojalá fuera así!

Nos quedamos fundidos en un largo abrazo, hasta que nos entró frío y nos vestimos. Luego, se dirigió a la cocina mientras yo me recostaba en el sofá. Las piernas me temblaban.

—¿Tienes sed? Hay Coca-Cola y zumo de naranja, que no sé si estará caducado…

—Zumo caducado me parece bien.

Regresó y cogió la bolsa que había dejado en la entrada. Se acercó, se sentó a mi lado y desparramó varios sándwiches en la mesa de centro.

—Hay vegetal, mixto, de cangrejo, de queso y nueces… Es que todavía no sé bien cuáles te gustan.

Acabamos con aquel improvisado picnic y con dos bolsas enteras de patatas. Luego, nos acurrucamos en el sofá.

—¿Con cuántas chicas has estado? —era un sueño estar apoyada en su pecho y sentirme protegida entre sus brazos.

—¿A la vez? —empezó a contar con los dedos—. No, no soy capaz de calcular cuánta gente había en aquella orgía…

—¡No seas vacilón! Me refiero en total.

—Con muchas más de las que te imaginas.

—¡Anda ya! Te estoy hablando en serio.

—Y yo. Hace tiempo que perdí la cuenta y como soy un desastre para los nombres…

—Que no me vaciles.

—No lo hago. ¿Cuántas crees que son?

—Pues no sé. Por eso pregunto.

—Y, ¿por qué preguntas?

—Curiosidad.

—Obvio.

—Pues, no sé, por saberlo.

—Puedes estar tranquila, que soy un chico muy responsable y cuidadoso y, aunque la lista sea larga, no hay riesgo alguno.

—Entonces, ¿no me lo vas a decir?

—Más de una y menos de cien… Creo —se estaba riendo. Le hice un gesto reprobatorio—. Ahora caigo: lo quieres saber porque crees que soy buen amante.

—Medio.

—Fabuloso.

—Pichí, pichá.

—Portentoso.

—Buah.

—Un dios del sexo.

—Ya quisieras.

—Hasta ahora no he tenido queja alguna.

—Es que has estado con chicas discretas.

—¿Y tú?

—¿Yo? No, nunca —me miró sorprendido—. Las chicas no me gustan.

—¿Sabes? En esto, lo importante no es ser la primera, sino la última, Elena, digo, Alicia, digo…

Me lancé sobre él y nos besamos largo rato. ¡Podía pasarme así la vida!

Un sonoro portazo en el piso de arriba nos sacó de nuestro ensimismamiento.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté.

—Voy a ver…

Subió velozmente por la escalera para volver a aparecer un instante después.

—Ha sido la guitarra. La he debido de dejar mal apoyada y se ha escurrido…

Algo había cambiado en su actitud y ahora parecía preocupado.

—¿Estás bien? ¿Pasa algo?

Se dejó caer a mi lado en el sofá antes de responder.

—Es que, desde que estuvimos en el banco, estoy completamente emparanoiado. Siempre había sospechado que mi abuelo buscaba algo y tú me lo confirmaste ese día. Pero pensé que serían drogas o cualquier otra cosa que pudiera presentarle al juez. Aún no puedo creerme que sea la llave… Ahora tengo la continua sensación de que me siguen. Es angustioso vivir así.

Torció el gesto con pesadumbre. Le pasé la mano por el pelo y le besé con ternura.

—Tienes que estar tranquilo. La llave está en mi casa y a nadie se le ocurriría buscarla allí.

Volvimos a besarnos hasta que sonó la alarma que me había puesto en el móvil para que no se me pasara la hora de regresar a casa.

Cruzar el descansillo de la escalera me pareció una inmensidad.

***

Al día siguiente, Oliver me llamó para decirme que no iría a lo de Laura porque estaba enfermo. Tenía una voz de pato irreconocible por la congestión. No quiso que fuera a verle por si me contagiaba, aunque a mí aquello no me parecía tan grave.

Me acerqué al cumpleaños. Laura supo disimular a la perfección y la fiesta fue todo un éxito. Se habían llevado una Wii y estuvimos jugando al We sing pop. Kobalsky, que estaba exultante, no perdía ocasión de acercarse a Laura y a ella parecía gustarle. Y yo estaba tan contenta… Había comenzado a recuperar a mi amiga. Sabía que las cosas tardarían en volver a ser como antes, pero esto era un gran paso.

Me apetecía caminar un rato, así que decidí regresar a casa dando un rodeo por el parque. La temperatura era muy agradable y, como había luna nueva, las estrellas se veían grandes y destelleantes. Estaba llegando a la zona central, donde estaba la fuente, cuando oí risas y algo de jaleo. No me extrañó porque, aunque hacía tiempo que estaba prohibido, era habitual que la gente hiciera allí botellón. Seguí caminando sin darle mayor importancia hasta que oí una voz que claramente destacaba sobre las demás.

—¡Ey, morena! ¿Te tomas una con nosotros? Queremos preguntarte algo…

Miré con el rabillo del ojo hacia el lugar desde el que provenía la llamada y, entre los arbustos, solo pude distinguir a varias personas y una cazadora blanca.

—¡Ey, guapa! Te estoy llamando a ti. ¡Vente! Conseguiremos que te lo pases muy bien.

Oí risas y aceleré el paso al tiempo que buscaba el móvil en mi bolso. Marqué el número de Oliver pero, para no variar, estaba apagado. Llamé a Kobalsky; tampoco me lo cogía. Activé la visibilidad en la app de amigos para que, al menos, si pasaba algo, pudieran saber dónde estaba. Marqué el 112 y dejé mi dedo listo en el botón verde de la llamada.

Era inútil correr, y con los tacones tampoco podía ir muy rápido. El corazón me latía a mil por hora. Noté unos pasos a mi espalda que se acercaban. Miré a mi alrededor. ¿Es que nadie iba a salir a sacar el perro o algo? ¡Siempre había gente con pinta amable en el parque! ¿Por qué hoy no?

—No corras. No te vamos a hacer nada.

Casi me doy de bruces con él. Lo reconocí sin duda por su cazadora blanca y esa mirada siniestra. Curiosamente, me pareció un tipo más bajito que la última vez que lo había visto en la puerta del instituto, pero no por ello resultaba menos temible. Me quedé quieta, mirando al suelo.

—Ey, que solo quería preguntarte si estaban los munipas a la entrada del parque.

Negué con la cabeza.

—Bien. Si aún quieres pasar una noche divertida, mis colegas y yo te invitamos.

—No, gracias. Me voy a casa.

Le rodeé y seguí mi camino.

—¡Otro día contamos contigo, morena!

Oí la frase a lo lejos y aceleré aún más el paso. Logré salir del parque y alcanzar mi calle. Me ardían los tobillos porque, al correr, los zapatos me debían de haber hecho rozadura. Me daba igual. Solo quería llegar a casa de una vez. De tanto en tanto, me parecía notar pasos detrás de mí y, aunque me volví varias veces, no vi a nadie. Debía de ser mi imaginación que, tras el susto, me hacía percibir cosas que no existían.

Llegué a la verja de la entrada y saqué las llaves. Estaba tan nerviosa que se me cayeron dos veces. Al fin, logré abrir la puerta y la cerré a mis espaldas. Respiré hondo y noté cómo, poco a poco, la velocidad de mis pulsaciones descendía. Estaba a salvo.

Caminé tranquila hacia el portal con los zapatos medio en chanclas para no hacerme más herida. Entré y, mientras buscaba a tientas el interruptor de la luz, una figura humana apareció entre las sombras. Di un bote. El corazón parecía querer salírseme del pecho.

—¡Dios, qué susto!

Pensé que se trataba de un vecino, pero al encenderse la bombilla pude ver su cara perfectamente: era el policía que ya había visto en otras ocasiones merodeando por allí y, una vez más, me dio muy mala espina.

—Perdona. No pretendía asustarte…

Vi cómo apretaba el botón de apertura automática de la puerta y tiraba de ella para salir a la calle. ¿Qué hacía allí aquel tipo?

—¿Buscaba a alguien?

No sabía cómo habían podido salir de mi boca aquellas palabras cuando lo que debería haber hecho es seguir mi camino escaleras arriba.

—Eeeeh. No. Salgo de visitar a unos amigos… —me miró de arriba abajo—. Eres una chica muy curiosa, ¿no? Y no deberías andar sola a estas horas. Lo digo por tu bien. Buenas noches.

Me lanzó una sonrisa inquietante antes de desaparecer tras la puerta.

Algo raro ocurría. ¿Qué hacía de nuevo merodeando por allí? Lo de la visita a los amigos no se lo tragaba nadie.

En el ascensor me quité los zapatos, que ya no podía soportar más. Estaba muy nerviosa y, como aún era temprano, decidí pasar por casa de Oliver para tranquilizarme a ver qué tal se encontraba. De pronto caí en la cuenta de que, si el policía había estado allí, el abuelo de Oliver debía de haber regresado. Me di la vuelta enseguida para entrar en casa antes de que él me abriera. Demasiado tarde. Oí a mi espalda la puerta. Me volví pensando qué excusa podría dar cuando, para mi sorpresa, encontré a Oliver envuelto en una manta y con una caja de kleenex en la mano.

—Te dije que no vinieras —dijo mientras se tiraba en el sofá.

¡Vaya bordería! Sobre la mesa había un montón de pañuelos usados, una caja de antigripales, un bote de Vicks VapoRub, un termómetro… Vamos, un kit de resfriado en toda regla.

—Pensé que no estabas en casa…

—Ya te dije que estaba malo y no podía salir. Vete, que te lo voy a pegar.

—De ser contagioso, creo que ya estaría tan insoportable como tú. ¿Qué tal te encuentras?

—Fatal. Me duele todo el cuerpo y no puedo respirar.

—¿Tienes fiebre? —pregunté al tiempo que le tocaba la frente.

Resopló, cogió el termómetro y se lo colocó bajo el brazo. Estornudó y se sonó la nariz con estruendo.

—Pues yo te veo estupendo.

—Pues yo no sé dónde le ves la gracia.

Me resultó demasiado arisco, pero lo achaqué a los virus que lo invadían y decidí pasarlo por alto.

—¿Necesitas algo?

—Ponerme bien.

—¿Miro en mi casa si hay naranjas para zumo?

—No, no hace falta.

—¿Te pongo un vaso de leche calentita con miel?

—Ay, que no. Déjame tranquilo.

Me estaba empezando a hartar. Se quitó el termómetro, lo dejó sobre la mesa y se envolvió hasta las orejas con la manta. Al hacerlo, dejó al descubierto sus pies.

—¿Me los tapas?

Su tono era ahora mimoso y desvalido, como el de un niño. Me enterneció. Extendí la manta hasta que quedó totalmente abrigado por ella y le puse un cojín bajo la cabeza para que estuviera más cómodo y respirara mejor. Me coloqué a su lado y le acaricié el pelo y la frente. Casi parecía que ronroneaba. Me hubiera gustado comentarle lo del extraño encuentro en el portal, pero estaba claro que no era el momento. Después, ordené un poco la mesa y quité los restos de la cena que había dejado en la cocina. En ese tiempo, se puso el termómetro al menos dos veces más. Por último, le llevé un vaso con agua y las pastillas, pero se había quedado dormido. Le di un beso y le dejé una nota diciéndole que estaría pendiente de él y que, si me necesitaba, me llamara. Apagué las luces, cerré la puerta con cuidado de no hacer ruido y regresé a casa.

Cuando entré, todo estaba a oscuras. Oí las respiraciones acompasadas que salían del dormitorio de mi madre. Me extrañó que no estuviera despierta como otras veces. Subí sigilosamente por la escalera hasta el baño. Mientras me lavaba los dientes, pensaba en el mal humor de Oliver. ¿Por qué cuando todo parecía ir bien se empeñaba en alejarme así de él? El día que conocí a Darío me dijo que tuviera paciencia, que, al igual que Rubén, no era una persona fácil. Pero ¿debía consentir que me tratara de ese modo sin decirle nada?

Mis pensamientos se vieron interrumpidos por Eduardo, que asomó la cabeza por la puerta entreabierta.

—¿Adónde has ido? —preguntó somnoliento.

—Vengo del cumpleaños de Laura. Se lo dije a mi madre…

—No, no. Digo hace un rato. ¿Por qué has venido a casa y has vuelto a salir?

—No he salido a ningún sitio. Acabo de llegar…

Se rascó la cabeza, desconcertado.

—Pues juraría que ha sonado la puerta. Lo he debido de soñar… ¡Descansa!

Bajó bamboleándose por el sueño. Cuando le oí cerrarse en su habitación, me puse el pijama y me metí en la cama.

¡Maldito Oliver! ¿Por qué ponía las cosas tan difíciles?

***

El domingo fui a comer con mi padre y solo me crucé algunos mensajes con Oliver. Estaba claro que estar enfermo le sentaba fatal porque le salía una vena borde insoportable. Ojalá se le pasara pronto. Me insistió en que quería estar solo descansando y recuperándose; con ese humor de perros que tenía, prefería hacerle caso y mantenerme alejada o acabaríamos discutiendo. Al regresar a casa, me encontré con Morgan en el descansillo. Llevaba una bolsa grande de la compra y una mochila.

—¡Álex! Hola, ¿qué tal estás? —me dio un par de sus sonoros besos.

—Bien. ¿Qué haces aquí?

—Vengo a traer a Oliver algo de comida y a quedarme con él. Cuando está malo se pone inaguantable, pero también necesita mimos. Además, anda con algo de fiebre y me preocupa que esté solo. ¿Quieres pasar?

Lo dijo al tiempo que abría la puerta. Me sorprendió que tuviera su propia llave.

—No. Me ha dicho que no quería ver a nadie.

—¡Y a mí! Pero, en realidad, no es cierto. Además, yo no le hago caso. ¿Seguro que no quieres tomar algo?

—Seguro.

—Bueno, pues ya nos veremos otro día.

Cerró la puerta con el pie y la oí gritar: «Ol, moco andante, soy yo…».

Estaba molesta. No. Estaba cabreada. Y triste. Y celosa, la verdad. ¿Por qué Morgan sí podía ir a verle y yo no? ¿Por qué ella tenía llave de su casa? Se suponía que yo era su novia… ¿O no lo era? Nunca lo habíamos hablado. ¿Qué era exactamente yo para él? ¿Qué éramos nosotros, si es que había un «nosotros»?

A lo mejor había sido tonta y demasiado precavida cuando lo que debería haber hecho era lo mismo que Morgan: presentarme en su casa sin hacer caso de lo que él dijera. Pero yo no era capaz de eso. No tenía la seguridad suficiente en mí misma ni le conocía desde hacía tanto tiempo como ella. En todo, ella me ganaba por la mano.