29

Dormí toda la noche como un lirón y al despertarme noté el olor de Oliver en mi almohada. Me encantaba. Ahora me debatía entre contar a los cuatro vientos —es decir, a Gabriela— todo lo que había vivido las últimas horas, o guardarlo solo para mí durante un poco más de tiempo. Recibí un mensaje de mi amiga en el que me invitaba a comer pizza en su casa, y decidí optar por la primera alternativa. Además, tampoco me quedó mucha escapatoria.

—A ti te pasa algo. Tienes una sonrisa de oreja a oreja que no es ni medio normal —me soltó cuando colgó tras hacer el pedido por teléfono—. Cuéntamelo.

—¿Crees que se me nota?

—No sé el qué, pero lo que sea se te nota. ¿Piensas contármelo por las buenas o voy a tener que sacar la lamparita de los interrogatorios?

—No, no hace falta. ¿No te lo imaginas?

—No… ¡Sí! ¡Has vuelto a ver a Oliver! —asentí y ella abrió tanto los ojos que pensé que se le saldrían de sus órbitas—. ¡Guay! Quiero todos y cada uno de los detalles.

—Todos, todos, no te los puedo dar… —sonreí mientras ella abría la boca exagerando su asombro.

—Tía: ya era hora. Y con el bombón de tu vecino. ¡Quién lo pillara! Y eso que yo ahora estoy fuera de mercado y solo tengo ojos para Hugo… Cuéntame. Te llamó, quedasteis, en tu casa, en la suya… ¡Vamos!

—Pues anteanoche, de madrugada, apareció en la terraza. Y no sé cómo ocurrió. Casi no cruzamos palabra, me besó y en tres segundos estábamos sin ropa.

—Ocurrió como debe ser. ¡Mola! ¿Y te gustó?

—¡Me encantó, Gaby! —me sonrojé—. No sabes cómo fue. Creo que debían salir fuegos artificiales de mi habitación. Él es cariñoso y a la vez efusivo, tierno y ardiente, dulce e impetuoso… Parecía que encajáramos a la perfección, como si lo hubiésemos ensayado antes. Solo de pensarlo se me eriza la piel. Fue, simplemente, maravilloso.

—¡Jo! No sabes cuánto me alegro… Pero creo que lo estás idealizando un poco. No puede salir tan bien la primera vez. Lo que pasa es que tú no habías tenido «ensayo» alguno, ni con él ni con nadie…

—Bueno, no exactamente. Es que nunca te lo he dicho, pero yo ya había estado con alguien.

—¡Pero ¿qué me estás contando?! Y yo pensando que eras virgen. Esto no se le hace a una amiga… —se quedó mirándome con cierto aire de reproche—. ¿Con quién fue? Ah, no me lo digas… Con Álvaro. ¡Te acostaste con el capullo de Álvaro! —asentí—. Pero serás… serás… ¿Cómo no me lo habías contado? ¿Laura lo sabe? No, claro, cómo le ibas a decir que te habías tirado a su novio.

—¡Eh! No te equivoques. Fue antes de irme a Estados Unidos, cuando estábamos juntos. Ya ni me acuerdo de aquello. No os lo había contado porque, como cuando volví él ya estaba con Laura, era mejor no remover el asunto.

—Mujer, de algo te acordarás: así que quiero que me des un grado de comparación.

—No lo hay.

—Ya me lo imaginaba yo. Si es que a Alvarito se le va la fuerza por la boca —lanzó una carcajada—. Ahora entiendo por qué ayer no me respondiste a ninguno de mis whatsapp… Y yo que pensaba que te había dado otra vena solitaria de esas que tienes de vez en cuando, y resulta que ¡te pasaste el día haciendo el amor por toda la casa!

—No, tampoco fue eso… No salimos de mi cuarto.

Nos reímos. Justo en ese momento llamó el repartidor a la puerta. Nos zampamos la pizza entera entre las dos, Gaby tres cuartos y yo el resto, como de costumbre. Luego seguimos hablando de cosas de chicas, y dejamos a un lado los hombres que habían irrumpido en nuestras vidas. Estaba enamorada, lo sabía. Oliver había despertado en mí ese sentimiento y otros más terrenales con los que no estaba tan familiarizaba. Le quería con toda mi alma y le deseaba con todo mi cuerpo. Pero esa tarde, con Gabriela, me di cuenta de que nada es comparable a la complicidad y el cariño de una amiga.

***

Las clases del lunes me parecieron un tostón insufrible y, aunque si alguien me lo hubiera preguntado lo habría negado rotundamente, a cada cambio de hora me asomaba al pasillo a ver si veía a Oliver. No había tenido noticias suyas desde el sábado y no me atrevía a llamarle ni a enviarle un mensaje. Gabriela había insistido tanto en que tenía que ser él quien lo hiciera que pensé que no debía contradecirla. Ella tenía más experiencia que yo en estos asuntos y no quería meter la pata. Me puse a estudiar, aunque resultaba complicado concentrarse. ¿Es que no pensaba llamarme nunca?

Me pasé la tarde intentando percibir algún ruido al otro lado de la pared. Nada. Era evidente que Oliver no estaba en casa. ¿Por qué me inquietaba tanto? Al fin y al cabo, solo habían pasado dos días desde el sábado. A estas alturas, ya tenía claro que él no era especialmente detallista, ni de los que llaman a todas horas. Pero no podía evitar sentir cierta decepción. Me dolía pensar que la noche que habíamos pasado juntos no fuera tan especial para él como lo había sido para mí. «Ojalá que me llame, ojalá que me llame…», me repetía una y otra vez, como si pudiera servir de algo.

No lo hizo. Tampoco al día siguiente ni al otro. Mil veces estuve tentada a hacerlo yo. No sé cuántos mensajes llegué a escribir, pero los borré todos. Y no era por orgullo, sino porque necesitaba saber que le importaba y que si hablaba conmigo era porque quería hacerlo.

El viernes, cuando acabaron las clases y me dirigía hacia la salida, le vi unos metros por delante. Aceleré el paso para encontrarme con él, pero la Miss se cruzó en su camino y se pusieron a charlar en el porche. Me detuve ante el tablón de información, simulando que leía uno de los múltiples anuncios que había colgados para poder observarlos con detenimiento. Él estaba de espaldas a mí y no podía verle, pero a ella sí, y no paraba de regalarle sus mejores sonrisas. Hasta se atrevió a colocarle un mechón de pelo. No quise saber nada más, así que pasé rápidamente delante de ellos, escondida tras un grupo de cuarto que salía en ese momento. Fuera estaban Kobalsky y Laura. Me despedí con la mano, aunque ella fingió no verme. Tenía la desagradable sensación de que todas las facetas de mi vida eran un desastre.

***

La noche del viernes al sábado apenas dormí. No podía dejar de darle vueltas. Hacía una semana que habíamos estado juntos, el mejor momento de mi vida, y él no había dado señales de vida. No había que ser muy hábil para comprender que para él no significaba lo que para mí, que simplemente era una más en su lista.

Mi madre me gritó desde abajo que se iba con Eduardo y unos amigos a pasar el día a la sierra y que, a su vuelta, quería ver mi cuarto recogido y limpio. Obedecí dócilmente. ¿Acaso tenía algo mejor que hacer?

—¿Es que no piensas llamarme nunca?

No me volví al escuchar su voz, aunque el estómago se me encogió tanto que me sorprendió que mi cintura siguiera en su sitio. Apreté el plumero con fuerza y conté hasta diez, pues lo único que me apetecía era rompérselo en la cabeza.

—Claro, ya me has utilizado, y ahora me abandonas como una colilla —añadió.

Me giré hacia él despacio mientras respiraba hondo. Se había tumbado en la cama y me miraba con esa sonrisa pícara que bien me hubiera gustado borrar de un plumazo.

—Si esperas que me ría, no sé dónde le ves la gracia —respondí con el tono más borde que era capaz de producir. Sin embargo, eso hizo que sonriera aún más y que mi rabia aumentara en la misma proporción.

—¡Vaya humor! Mmmm, ¿se te ocurre qué podríamos hacer para solucionarlo?

¡Era el colmo! Pero ¿qué se creía? ¿Esperaba que después de una semana desaparecido podía presentarse así y encima con bromitas? Me daba igual que los convencionalismos no fueran con él. Existe una ley de mínimos, y él se la había saltado a la torera.

—Si no quieres nada, vete. Estoy ocupada —tenía que practicar un poco, porque no había sonado todo lo frío que pretendía.

—En realidad, sí que vengo por algo —respondió mientras se tanteaba los bolsillos del pantalón indiferente a mi mal humor—. ¿Tú sabes qué puede ser esto?

Me tendió un sobre. De su interior saqué lo que parecía el recibo de un banco llamado CSG, aunque nunca había oído hablar de él.

—Vaya. Ahora lo entiendo todo. Has olvidado leer y por eso no te has dignado siquiera a escribirme un mensaje, ¿no?

—Estaba esperando a tener noticias tuyas. Pensé que, si no sabía nada de ti, es porque estabas ocupada.

Lo dijo con tanta naturalidad que me hizo dudar. ¿Sería cierto?

—Vamos a ver… —era mejor no seguir por ahí. Sabía que no le costaría mucho convencerme de lo que quisiera—, lo que dice es que «En cumplimiento de la Orden EHA/2899/2011, de 28 de octubre, de transparencia y protección del cliente de servicios bancarios, hemos procedido a renovar por otros tres años el producto 025/397HKL conforme a lo especificado en el contrato de apertura del mismo, bla, bla, bla…». Mira no sé de qué va esto. Supongo que te están informando de que han renovado una cuenta o algo que tuvieras en el banco.

—Pero yo no tengo ninguna cuenta en ese banco.

—Se habrán equivocado. ¿Seguro que la carta era para ti?

—Llegó certificada a mi nombre…

—A lo mejor abriste una cuenta antes del accidente y ahora no te acuerdas…

Me daba igual la carta, el banco y todo lo demás. ¿Por qué había venido a verme? ¿Sería una excusa o en realidad solo quería que leyera ese dichoso papel? Arrugó la frente en un esfuerzo por recordar. Por muy enfadada que estuviera, sus lapsus de memoria seguían conmoviéndome. No debía de resultar fácil vivir con esas lagunas.

—Ahí viene un teléfono —señalé con el plumero la información de contacto en el papel. Mejor que no me acercara demasiado para que mi defensa no se viera debilitada con sus malditas feromonas.

—Voy a llamar. Lo mismo se trata de un error…

Le di la espalda y seguí con las tareas de limpieza. Ya le había dejado claro que me había molestado no tener noticias suyas, ¿qué debía hacer ahora? Ni siquiera se había acercado a besarme ni había tenido un gesto cariñoso. Me dolía muchísimo pensar que para él hubiera sido un polvo de tantos, pero la realidad se imponía con fuerza.

Mis pensamientos se vieron interrumpidos por la voz con marcado acento alemán que salía del manos libres de Oliver:

—CSG, ¿en qué puedo ayudarle?

—Hola. He recibido una carta de su banco en la que dicen que han renovado un producto por tres años, pero no me consta que tenga nada con ustedes.

—Permítame su nombre para identificarle correctamente, señor.

—Soy Oliver Sandoval.

—Un momento, por favor… Sí, Oliver Sandoval Ruiz, ¿es correcto?

Los dos nos miramos perplejos. Claramente, no se trataba de ningún error.

—Sí… ¿Me podría decir qué producto es este que figura en la carta? Solo pone 025/397HKL.

—Por seguridad, señor, para decirle de qué producto se trata, necesito el primer y tercer dígito de su clave de seguridad.

—¿De mi clave de seguridad? No tengo ninguna…

—Sí, señor, sí la tiene.

—Pues no la recuerdo…

Me enterneció ver cómo se rascaba confuso la cabeza. Seguro que la tenía apuntada en algún lado y no se acordaba.

—¿Y qué pasa si no tengo la clave? ¿No puedo darle el número de DNI o algún otro dato?

—No, señor. Aquí en su contrato dice expresamente que, en caso de no proporcionar la clave de seguridad correcta por vía telefónica, deberá personarse con su DNI en nuestras oficinas. Le recuerdo que el pasado mes cambiamos de dirección y ya no estamos en la calle Narváez.

—Bien. Dígame dónde es, por favor.

Apuntó la dirección con su letruja de médico en el dorso del sobre y se despidió.

—¿Qué piensas? —preguntó después de colgar.

—Pues que efectivamente tienes una cuenta, pero lo has olvidado.

—¿Las cuentas bancarias se renuevan cada tres años?

La única cuenta que tenía era la que, al separarse, habían abierto mis padres para depositar el dinero de los gastos mensuales. Aunque era mi madre la que se ocupaba de gestionarla, no me sonaba que hubiera que renovarla.

—Tal vez si no hay movimientos y nadie saca ni mete dinero, mandan este tipo de avisos —sugerí.

—Vamos a averiguarlo —se puso en pie.

—¿Vamos? ¿Por qué das por hecho que te voy a acompañar?

—¿No? ¡Venga! Así estamos un rato juntos. Esta semana casi no nos hemos visto.

¡Y sin el casi! Si alguien se había encargado de contabilizar las horas, minutos y segundos que llevábamos sin vernos, esa era yo. Tenía que ser fuerte y decir que no. Invoqué al espíritu de Gabriela, que en mi lugar se habría mantenido en sus trece. No sirvió de mucho. Diez minutos más tarde estaba sentada en su coche.

Tardamos más de una hora en llegar. Tuvimos que atravesar Madrid hasta dejar atrás el Retiro. Nunca había estado en aquel barrio, y me sorprendió encontrar en mitad de la ciudad casitas bajas y calles completamente arboladas. Parecía un pueblo dentro de una gran urbe.

Pasamos varias veces por la dirección que le habían dado, pero allí no había más que un chalé antiguo.

—¿Seguro que lo apuntaste bien? —pregunté extrañada.

—Seguro. Mira —me enseñó el móvil—, he buscado CSG en Internet y, según el mapa de la página, es aquí.

—Será mejor que me baje a mirar…

Efectivamente, en el buzón ponía CSG, Private Banking. Le indiqué que aparcara y nos dirigimos un poco cohibidos a la puerta. Estaba cerrada, así que tuvimos que llamar al timbre. Nos abrió un hombre trajeado que, como el del teléfono, también tenía acento alemán. Nos miró de arriba abajo con detenimiento. Era obvio que no debíamos ajustarnos al prototipo de sus clientes habituales. Hasta que Oliver no le enseñó la carta que había recibido, no nos dejó pasar.

El interior no parecía ni de lejos el de un banco, sino más bien la recepción de un hotel ultramoderno. Dos hombres trabajaban en sus respectivos escritorios con unos monitores enormes cubiertos de gráficas y estadísticas. Los dos se volvieron al oír la puerta y nos escrutaron detenidamente con gesto hosco.

—Esperen aquí, por favor —dijo el alemán que nos había abierto, a la vez que señalaba unos sillones de un blanco impoluto. De manera instintiva, nos sacudimos la parte trasera del pantalón antes de sentarnos.

El hombre se dirigió al fondo de la estancia, donde una pequeña escalera daba acceso a la planta superior. Aún llevaba el sobre de Oliver en la mano. A través de una gran cristalera, le vimos conversar con un hombre mayor que debía de ser su jefe y que se levantó a mirar el papel. Después de examinarlo largo rato, se volvió a observarnos.

—Esto es rarísimo —susurré para que no nos oyeran los hombres de las mesas—. No habrás hecho nada ilegal, ¿no?

—Que yo sepa, no —no parecía del todo convencido—. Te juro que no tengo ni idea de qué va esto.

Nos quedamos de nuevo en silencio cuando vimos que el hombre mayor salía del despacho acristalado y se dirigía hacia nosotros.

—Buenos días —dijo cuando nos alcanzó. También tenía acento alemán. Le tendió la mano primero a Oliver y luego a mí para que se la estrecháramos—. ¿En qué puedo ayudarles?

—Esta mañana he recibido esta carta de su banco. No tenía ni idea de que tuviera una cuenta aquí. He intentado que me informaran por teléfono, pero me han pedido una clave de seguridad que no recuerdo.

—¿Me permite su DNI, por favor?

Oliver se lo dio. El hombre se acercó a uno de los escritorios. El empleado que allí trabajaba dejó lo que estaba haciendo para obedecerle de inmediato. Después de hacer algunas comprobaciones, el señor mayor regresó hasta nosotros.

—Señor Sandoval, usted no tiene ninguna cuenta con nosotros.

Nos miramos en silencio. Como era de esperar, se trataba de un error.

—Lo que usted tiene es una caja de seguridad.

Otra vez se cruzaron nuestras miradas. Oliver tenía tan abiertos los ojos por la sorpresa que pude distinguir perfectamente las incrustaciones azules en el fondo gris.

—¿Una caja de seguridad? ¿Como la de las películas? —yo estaba pensando exactamente lo mismo. El hombre asintió sin sonreír—. ¿Y qué se supone que tengo que hacer para ver lo que hay dentro?

—Necesita una llave. Las cajas de seguridad requieren dos: una la tenemos nosotros y la otra, usted.

—¿Y si no la tuviera? ¿Y si se hubiera perdido? ¿Qué tendría que hacer?

—En ese caso, dado que esta no es una entidad española, tendría que rellenar un formulario y presentar numerosos documentos y acreditar en una vista ante notario que es usted dueño y responsable del contenido de la caja. Es un proceso tan costoso y largo que le recomiendo que busque la llave. Le aseguro que, como usted, muchos clientes creen haberla perdido y luego la encuentran en los lugares más insospechados.

—¿Y hasta ese momento no puede decirme qué hay en esa caja de seguridad?

—Nosotros no lo sabemos. Además, es usted quien metió en ella lo que sea que tenga…

—¿Y cómo es la llave?

—Pequeña, con un número inscrito en la parte superior y muescas a los dos lados —el hombre miró con impaciencia el moderno reloj que colgaba de una de las paredes de mármol. Estaba claro que no podía o no quería dedicarnos más tiempo. Como Oliver parecía enfrascado en sus propios pensamientos, le cogí de la mano y, después de darle efusivamente las gracias al señor, le saqué de allí a toda prisa.

—¡Ya sé dónde está la llave! —los nervios apenas me dejaron esperar hasta sentarnos en el coche. Me miró asombrado y entonces él también cayó en la cuenta.

—¡La caja de música! —dijimos al unísono.

—Está en mi casa —el corazón me palpitaba a toda velocidad—. ¿A qué hora cerrarán? Con un poco de suerte nos da tiempo a cogerla y volver.

Regresamos a Villanueva todo lo rápido que pudimos, pero era sábado por la mañana y había bastante tráfico. Se nos hizo eterno el trayecto. No paramos de especular sobre lo que podría contener. Incluso inventamos teorías de lo más disparatadas. Cuando por fin aparcamos, subimos de dos en dos los escalones hasta mi casa y nos precipitamos en la habitación. Abrí el cajón donde estaba guardada la caja y se la tendí. Expectante, observe cómo la abría y sacaba la llave. Me llamaba la atención el apego que tenía a ese objeto y cómo cada vez que lo cogía en sus manos lo hacía con sumo cuidado, como si fuera de cristal delicado y en cualquier momento pudiera resquebrajarse. No había duda alguna de que, para él, era un auténtico tesoro en sí, más allá de lo que contuviera.

—Alexia, mira, es exacta a como dijo ese hombre… —en efecto, tal y como había indicado, tenía una inscripción en la parte superior: 397HKL—. Y es el mismo código que aparece en la carta del banco.

—Corre, vámonos antes de que cierren.

Tiré de él hacia la salida, pero se paró en seco.

—Espera un momento… —la sonrisa había desaparecido de su cara, que ahora estaba ensombrecida por un velo de desánimo.

—¿Qué pasa? —no entendía ese cambio de humor.

—Ahora todo tiene sentido…

—¿El qué?

—Pues todo. ¿No lo ves? Es lo que mi abuelo anda buscando…

Me senté en la cama mientras trataba de aclarar mis ideas. Yo le había visto con mis propios ojos registrar la casa con ayuda de otro hombre. Oliver tenía razón: ¿qué otra cosa podía buscar? Era evidente que no había dinero ni nada más de valor.

—Podemos volver al banco y coger lo que haya. Yo puedo guardártelo aquí en mi casa. Así no lo encontrará.

—No, no podemos volver allí.

—¿Por qué?

—Porque estoy bajo su tutela y, como en el banco le informen de que he sacado algo, se quedará con ello automáticamente y podrá hacer lo que quiera. No, es mejor esperar a que me den la libertad. Son solo unos meses…

Se sentó en la cama con la llave aún en las manos. Se le veía cansado y triste. Ahora entendía a qué se refería cuando decía que se sentía acorralado. Me acuclillé frente a él y le acaricié la cara.

—No te desanimes, ¿vale? Ya queda muy poco…

Me miró sin parpadear durante unos segundos mientras parecía ordenar sus pensamientos. Después, depositó la llave en la palma de mi mano y cerró mis dedos alrededor.

—Guárdala tú. Aquí nadie la encontrará. ¿Me harás ese favor?

—¡Claro!

Me incorporé y guardé la llave de nuevo. Cuando iba a regresar a su lado, vino hacia mí y rodeó con sus brazos mi cintura.

—Muchas gracias —susurró y me besó en los labios con ternura. Me pilló tan desprevenida que fui incapaz de sacar todo el material defensivo que tenía preparado. Solo pude clavar mis ojos en los suyos en un intento de que entendiera lo importante que era para mí, lo vulnerable que me sentía a su lado y para pedirle que, aunque estuviera a su merced, no me hiciera daño. Tras ese beso vinieron otros y otros más. No llegué a saber si había entendido o no todo lo que mi mirada quería decirle.