Me desperté con un ruido leve. Cuando conseguí salir de la profundidad del sueño, me di cuenta de que llevaba sonando largo rato. Me levanté extrañada y me acerqué a la cristalera de la terraza, pues era de allí de donde llegaba. Pude distinguir a Oliver en la oscuridad. Al abrir, entró rápidamente, frotándose los brazos. Iba descalzo, con unos pantalones de pijama y una camiseta de manga corta. Su pelo estaba mojado. Parecía que estuviera haciendo méritos para pillar una pulmonía.
—¿Qué hora es? —pregunté aturdida por el sueño mientras me dirigía a ponerme las zapatillas. Me arrepentí de no haber elegido otra ropa para dormir. Si al menos llevara un camisón en condiciones y no un pijama descabalado…
—Tarde… o más bien temprano. Volvía del ensayo y me he encontrado a tu madre y a su marido en el garaje —se había quedado pegado a la pared, sin moverse. Una ligera claridad previa al amanecer me permitía adivinar su silueta en la penumbra.
—¿Estás bien? —me acerqué a él extrañada de que no se moviera. Llegó hasta mí el olor a champú de su pelo. Estiró sus manos y cogió las mías. Las tenía heladas.
—Pensé que me iba a congelar ahí fuera… —así, sin apenas verle, su voz resultaba aún más seductora.
—¿Y a qué has venido?
—¿De verdad no lo sabes?
Tiró de mis manos hacia él y comenzó a besarme con suavidad, rozando apenas mis comisuras y envolviendo con sus carnosos labios los míos. Deslizó sus manos heladas por debajo de mi pijama acariciando la piel de mi espalda con delicadeza.
Fuera comenzaba a amanecer y una luz cargada de matices rosas y naranjas le iluminaba parcialmente. Era mágico y perfecto. En mi mente comenzó a sonar la canción de High. Sin duda, la banda sonora ideal para ese momento. Tenía la misma expresión que cuando tocaba la guitarra, como si todos sus sentidos estuvieran concentrados en lo que estaba haciendo. Me separé un poco para poder observar su rostro. Recorrí con un dedo las líneas invisibles que perfilaban sus armónicas facciones, desde el pómulo a la mandíbula y de allí a su boca, y luego me detuve en sus irregulares cicatrices. Abrió los ojos y me sonrió mostrando sus blancos dientes al tiempo que asía mi mano con la suya y la besaba, hundiendo su mejilla en ella. Después, hizo resbalar mi mano muy despacio por su camiseta, presionándola firmemente contra sus músculos. Al alcanzar el extremo inferior, la deslizó por debajo hasta su abdomen. Me estremecí al sentir el calor de su piel y la suavidad del vello que rodeaba su ombligo.
El contacto con su piel desató en mi interior un deseo irreprimible. Rodeé su cuello con mis brazos y le besé con fuerza mientras pegaba mi cuerpo al suyo. Me estimuló sentir que se estremecía a mi contacto. Pero él no tenía prisa. No percibí la urgencia del día anterior. Se recreaba en besarme y en recorrer mi espalda con sus dedos, que poco a poco iban entrando en calor. Yo tenía la imperiosa necesidad de acariciar con mis manos cada centímetro de su torso y de su espalda. Hundí la cara en su cuello para respirar su olor: un olor delicioso y sensual, mezcla de champú, de espuma de afeitar y de él. Deslicé mis manos por su espalda hasta colarme por su pantalón. Descubrí encantada que no llevaba ropa interior y aferré su pétreo trasero. Uno a uno él fue desabrochando los botones de mi pijama, recreándose en la visión que con cada uno de ellos se iba abriendo ante sus ojos. Su nuez se movió arriba y abajo al tragar saliva y emitió un leve suspiro, como una confirmación de que le gustaba lo que veía. Me quedé completamente inmóvil. Me sorprendía no sentir vergüenza, pero era tan grande el deseo que eclipsaba cualquier otro sentimiento. Cuando hubo terminado con el último botón, deslizó un dedo desde mi cuello al ombligo. Sentí como si una corriente me atravesara allí donde su piel y la mía entraban en contacto. Levantó la vista para mirarme a los ojos, me retiró el pelo de la cara y volvió a besarme, esta vez con más intensidad. Me abrazó con tanta fuerza que sentí que nuestros músculos se fundían, como si encajaran a la perfección. Le quité la camiseta y le besé en el cuello, en los brazos, en el pecho… Tenía tanta necesidad de confinarlo entre mis abrazos y mis besos que dos brazos y una boca no parecían suficientes. Su olor me envolvía y el estremecimiento y los gemidos que emitía cuando le acariciaba me hacían enloquecer.
Mis pantalones y los suyos volaron, aunque nos costó un buen tropezón que casi nos derriba al suelo. A trompicones llegamos hasta la cama. Él sonreía divertido por nuestra torpeza, aunque sus ojos brillaban como si tuvieran fuego. Me sentía tan deseada y era tan arrollador el deseo que sentía hacía él que parecía que nuestros cuerpos habían dejado de ser lo bastante grandes como para almacenar tantas sensaciones.
El cielo cada vez se abría más y la luz iba bañando su silueta: sus ojos, su boca, su cuerpo… Otra vez vino James Blunt y su canción High a mi mente, en el verso que dice «Will you be my shoulder when I’m grey and older»?. Y como si fuera magia o como una constatación de la conexión que nos unía, él susurró en mi oído «Promise me tomorrow starts with you». Claro que se lo prometía. Quería empezar con él el día de mañana, y el siguiente, y todos los que me quedaran de vida. Le miré fijamente a los ojos. No necesitaba hablar para decirle que estaba enamorada, perdidamente enamorada, y que me estaba entregando en cuerpo y alma. Él sonrió con solo una comisura de los labios, me retiró cariñosamente el pelo de la cara y me besó despacio, como si estuviera confirmando que lo entendía y aun así aceptaba.
Me quitó la última prenda que me quedaba y se tumbó junto a mí, a cierta distancia, para poder contemplarme. Su cuerpo desnudo me pareció aún más hermoso que con ropa. Me coloqué sobre él. Mi blancura contrastaba con su preciosa piel color canela, bajo la que se delineaban sus firmes músculos.
Y volvió a besarme. Y tras ese beso llegaron otros más y más intensos. Entonces ya no pude pensar más. Mi mente se desconectó, dejé de ser racional. Solo sentía. Sentía cómo él recorría mi cuerpo con sus manos, su boca y su propia piel y le sentía bajo mis manos, bajo mi boca y bajo mi propia piel. Y así, cubriéndome de besos y caricias, entró en mí. Primero despacio, sin dejar de atravesarme con la intensidad de sus preciosos ojos, que, al igual que la expresión de su cara, poco a poco fue diluyéndose, al mismo tiempo que toda su piel se erizaba y sus músculos se tensaban hasta casi estallar. Comenzó a moverse más rápido, mientras se mordía primero sus propios labios y luego los míos. Tuve que cerrar los ojos. Era como si mi cerebro estuviera colapsado por tal vorágine de sensaciones que ya no tuviera capacidad para ver. Mis piernas comenzaron a flaquear y los músculos perdieron su tonicidad. De repente, ya no podía moverme, ya no podía hacer nada, solo agarrarme a su cuello y desear que no terminara nunca. Él giró ágilmente sobre la cama para situarse sobre mí y poder continuar lo que mis exiguas fuerzas no me dejaban. Y ya no pude más y de lo más profundo de mi ser surgió una explosión, como un enorme big bang que fuera propagándose a toda velocidad por mi torrente sanguíneo, de dentro hacia fuera, hasta traspasar la piel. Oí mi propio gemido como si proviniera de muy lejos y el suyo un instante después. Y fue como si su onda expansiva colisionara con la mía provocándonos incontrolables sacudidas. No pude evitar clavar mis dedos en su espalda y morderle en el hombro, mientras que él apretaba tan fuerte mis manos que crujieron.
No sé cuánto duró. Quizás fuera solo un segundo, pero para mí el tiempo se había detenido. Como si el mundo empezara a crearse de nuevo a partir de ese momento, a partir del instante en que éramos solo uno, de que las fronteras entre su cuerpo y el mío quedaban desdibujadas porque formábamos parte de algo más grande, más complejo y más trascendente, algo que sobrepasaba nuestros propios límites físicos. La conexión que tantas veces había negado era ahora tan palpable y tangible que lo que me resultaba extraño era que pudiéramos volver a separarnos, a ser dos seres diferentes e independientes el uno del otro.
Ninguno de los dos habló. No podíamos. No hasta recuperar la respiración. Seguíamos con las manos entrelazadas y su olor me embriagaba por completo. Al cabo de un rato, cuando su cuerpo pareció recobrar su estado normal, se levantó. Fue casi doloroso sentir su piel despegarse de la mía, volver a ser una sola persona después de haber estado unidos en un ser complejo.
Se alejó hacia el baño mientras yo escrutaba su desnudez. Poco a poco mi conciencia volvía a recuperar su espacio y me asaltaron mil dudas y temores. ¿Qué iba hacer él cuando saliera del baño? ¿Se iría a casa? Deseaba con todas mis fuerzas que quisiera quedarse. Pero ¿y si no era así? ¿Debía pedírselo yo?
Me sentía tan frágil que se me hizo insoportable seguir desnuda. Me puse la ropa interior y la chaqueta del pijama. Enrollé el pantalón y lo escondí bajo la almohada, era una combinación espantosa.
Por fin salió. Me hizo gracia que intentara taparse.
—¿Crees que aún hay algo que no haya visto? —intenté aparentar seguridad en mí misma y disimular que, en realidad, estaba como un flan.
—No en estas condiciones —respondió con una sonrisa tímida—. ¡Es humillante! Que conste que es por el frío que hace en tu baño.
Corrió hasta la cama y se tumbó a mi lado, cubriéndose rápidamente con el edredón. Debí de iluminarme como una bombilla al ver que se quedaba.
—Ya… con que el frío… ¿No se te ocurre una excusa mejor?
—¿Excusa? —preguntó con incredulidad—. Perdona, es una cuestión racial. Es lo que tenemos los negros…
—Tú no eres negro. Mulatillo si acaso, y a la vista está que no demasiado…
Me mordió en el hombro.
—¡Uauuuuu! Me has hecho daño.
—¡Anda ya!
—Que sí. ¡Mira la marca!
—Mmmm, ya veo, te quedará la señal de por vida. Pero tranquila, que se cura.
Me besó con dulzura en el mismo lugar que antes me había clavado los dientes. Aunque él no pareció molestarse, me di cuenta de lo poco delicada que había sido. Él sí tenía marcas en su cuerpo que nunca podría quitarse.
—Lo siento.
—¿Por?
Acerqué mi mano a su frente y recorrí despacio con mi dedo el surco de la cicatriz que partía de su ceja. Él cerró los ojos. Luego, toqué la del labio y bajé hasta su cuello. Ahí paré y me alejé. Era extraño pero, de pronto, pensé absurdamente que le podía hacer daño. Abrió de nuevo los ojos y retiró el edredón para dejar al descubierto su pecho. Cogió mi mano y la posó sobre el lado derecho de su cuello. Noté una zona rugosa de piel y seguí bajando por su brazo. Por primera vez fui consciente de todo lo que ocultaba su tatuaje. Bajo las líneas del pentagrama y las serpientes se extendían sus heridas, ya cerradas, ecos lejanos de lo que seguro debió ser un dolor inmenso. Su pecho también estaba atravesado por varias costuras que se entrecruzaban, aquí sin camuflaje alguno, y sus manos habían quedado salpicadas con infinidad de pequeñas marcas.
—Debió de ser terrible —acerté a decir.
—No tanto como parece —sonrió. Supe que mentía.
Cogió mi mano y la llevó a un punto determinado en su cadera.
—Mira, toca aquí —dijo—. Toca sin miedo.
Noté un pequeño bulto bajo la piel, perfectamente redondo, del tamaño de un guisante.
—Es uno de los cristales, que se me quedó enquistado. No me di cuenta de que estaba ahí hasta mucho tiempo después de lo del incendio. El cirujano dijo que era probable que mi cuerpo lo acabara rechazando y que me lo podía quitar fácilmente, pero preferí esperar. Mi terapeuta luego elaboró una teoría sobre las implicaciones psicológicas de sacar el cristal o no… A mí no me molesta y me recuerda lo que aún arrastro de aquel día, más allá de lo que se ve.
Lo abracé con cuidado y me acurruqué a su lado. Él tiró del edredón para que nos abrigara a ambos y no tardamos en quedarnos dormidos.
***
El sonido del móvil, que estaba sobre la mesilla, me sobresaltó.
—¿Sí?… —Oliver intentó decir algo pero le tapé la boca—. ¡Mamá!… Sí, sí, todo bien, estupendo —le acaricié el pelo—. ¿Qué tal la boda?… Vale, me lo cuentas mañana cuando volváis. Pero ¿no os quedáis allí a dormir?… ¡¿Que ya estáis de camino?! —salté de la cama—. Vale. No corráis. Besos.
—Estás preciosa recién levantada. Así, con esa cara de susto y esos pelos de loca… —me dijo con voz somnolienta.
—Pues verás cómo se le van a poner a mi madre como llegue y te encuentre aquí. Ya están viniendo, así que tienes que marcharte… —tiré del edredón, pero él ni se inmutó.
—¿Qué hora es?
—Las cinco y veinte.
—Pero todavía tenemos tiempo. Anda… —dio unos golpecitos con su mano sobre el colchón. Era realmente tentador.
—No, no, no, no, no —fui recogiendo su ropa del suelo y se la di—. Te vistes ahora mismo y sales ya.
—Qué poco te gusta el riesgo —contestó socarrón al tiempo que se levantaba y comenzaba a arreglarse. Cuando terminó, salió por la terraza, aunque antes me dio un beso rápido.
—¿Me llamas lue…?
No pude terminar la frase. Algunas cosas nunca cambian.
Sabía que mi madre y Eduardo no tardarían en llegar, por lo que me apresuré en adecentar la casa y eliminar cualquier rastro de que Oliver había estado allí. Lo que no tenía tan claro era cómo podía ocultar la caja de preservativos abierta. Tenía que agenciarme urgentemente otra de la misma marca (y, a ser posible, con la misma fecha de caducidad, pues seguro que hasta en eso se había fijado). Debía esforzarme además en borrar la perenne sonrisa que se me había quedado.
Cuando todo parecía en orden, me metí en la ducha. A medida que el agua caliente resbalaba por mi piel, fui reviviendo cada instante de las horas anteriores. En mi mente se agolpaban imágenes y sensaciones que nunca antes había tenido. Me sentía feliz, increíblemente feliz.