27

Tal como me esperaba, los días que siguieron fueron bastante anodinos y mi estado de ánimo tampoco propiciaba que mejoraran. Según terminaban las clases, me marchaba corriendo a encerrarme en casa. Tenía bastante que estudiar y me había propuesto mejorar las notas del trimestre. Además, en el instituto no había quien parara, porque el sistema eléctrico no hacía más que fallar cada dos por tres y nos quedábamos sin luz y sin calefacción. Si seguíamos así muchos días, se podrían criar pingüinos.

A Gaby casi no la vi, porque a cada hueco que tenía se escapaba a ver a Hugo. Les había dado fuerte, estaba claro. Con Laura no me crucé hasta el jueves. Fue en el pasillo de la entrada y solo me dirigió una rápida mirada que no pude descifrar. Podría ser como la que le dedicaría a cualquier extraño con cuyos ojos se encontrara en plena calle. Luego, siguió su camino, sin más. No sé qué esperaba que hiciera, por lo que decidí mantenerme alejada, casi invisible. Tal vez no fuera lo más adecuado, pero me parecía la opción menos mala. Continuaba sintiéndome fatal por todo lo ocurrido: triste por Laura, indignada con Álvaro y enfadada conmigo misma. Por las noches me costaba dormir. Quizá me lo merecía y debía estar castigada un tiempo, pero no podía evitar echar de menos a mi amiga.

Al fin, llegó el viernes. Había nevado durante la noche, aunque no lo suficiente como para que las clases se suspendieran o justificar el quedarme en casa. Me abrigué bien y caminé hacia el instituto, casi arrastrándome bajo los copos de nieve que volvían a caer. Antes de pasar a clase, entré en el baño para calentarme un poco con el secamanos y escurrir mi gorro de lana. Me encontré de nuevo con Laura, que estaba allí, tratando de hacer lo mismo. Esta vez me miró a través del espejo y pude percibir una gran amargura en sus ojos. Antes de que pudiera reaccionar, había desaparecido.

Las clases me parecieron insufribles y lo único que quería era volver a casa y encerrarme en mi habitación durante algunos meses. Por suerte, una vez más saltó la luz, aunque ya ni siquiera las lámparas de emergencia se encendieron, por lo que Izquierdo dio por terminada la jornada. El sol parecía haber desaparecido tras un manto de nubes negro y apenas nos permitía adivinarnos las caras. Todos mis compañeros se levantaron rápidamente de sus mesas, contentos por acabar mucho antes de lo previsto; pero yo aún tardé un rato en ponerme en marcha. Al final conseguí guardar todo en la mochila, colocarme la bufanda y abrocharme el abrigo para salir de clase. Estaba tan abatida que me costaba hasta moverme. La gente se arremolinaba en el pasillo y resultaba imposible avanzar hacia la salida, así que opté por apartarme un poco del barullo y esperar a que el camino estuviera libre junto a la puerta de acceso al patio, donde podía contemplar la magnífica nevada.

Allí estaba Oliver, avanzando hacia la puerta, con las manos en los bolsillos y esa característica oscilación suya. Tampoco le había visto desde el concierto. Su pelo parecía encanecido por los minúsculos copos de nieve que se habían depositado sobre su cabeza y por un instante imaginé cómo sería con veinte años más. Entonces me vio y sonrió. Esta vez el gris de sus ojos era cristalino y dejaba traspasar una mirada amistosa. Al menos, algo amable y menos frío para terminar la semana.

—Hola. Pareces una oveja con tanta lana.

En otro momento me hubiera molestado el comentario pero, con los días que llevaba, hasta me hizo gracia.

—Pues todavía tengo frío. Toca —le tendí una de mis manos.

—No, no, que me enfrías las mías. ¿Vas para casa? Tengo que ir a devolver un libro a la biblioteca pero, si me esperas, nos vamos juntos.

—Si no tardas…

Me quedé esperando tras el cristal de la puerta de salida. La nieve lo cubría todo. Ya ni siquiera podía distinguirse la calzada de la acera, ni la tierra del cemento. Oliver regresó enseguida y salimos a la calle. El frío me golpeó en la cara y tuve que taparme la boca y la nariz con la bufanda. Aunque me hubiera gustado avanzar más aprisa, la nieve, que caía cada vez a mayor ritmo, y la inseguridad que me inspiraba el terreno me lo impedían. Él caminaba a mi lado, en silencio. Al llegar al cruce, un coche nos pitó. Era Fran.

—¡Eh, pareja! Subid, que os acerco a casa.

Noté que vacilaba un momento, pero al ver que yo me dirigía decidida hacia el coche y me sentaba junto a Fran, me siguió y tomó asiento detrás.

—Gracias —dije mientras nos acomodábamos.

—¡Menuda está cayendo! Veremos a ver cómo está esto el lunes, porque han anunciado nevadas durante todo el fin de semana.

—Si el lunes no aparezco, será porque he muerto sepultado bajo la nieve —aunque lo dijo serio, era evidente que Oliver bromeaba.

—Si el lunes no apareces —respondió Fran imitando su tono de voz—, te abro un expediente y querrás estarlo.

Fran condujo despacio, evitando las zonas de sombras por miedo a las placas de hielo. El paisaje tenía algo de distópico, todo cubierto de blanco y completamente desierto, como en La carretera de Cormac McCarthy.

—Mirad, vuestra calle está cortada. Os tengo que dejar aquí. Álex, cruza con cuidado, a ver si te vas a caer y te vas a hacer algo en la pierna.

—Sí, no te preocupes. ¡Gracias!

Al bajar del coche, descubrí que las líneas del paso de cebra quedaban ocultas bajo la nieve y, con aquella cortina blanca, el margen de visión era escaso.

—Vamos —dijo Oliver—. Ahora no viene nadie.

Me tomó de la mano y cruzamos hasta la mediana. Pude sentir el calor de su piel a través de los guantes. Por fin llegamos a la urbanización y nos refugiamos bajo un soportal. Solté mi mano de la suya y me deleité contemplando la estampa que teníamos ante nosotros. Los colores habían desaparecido bajo el manto blanco y todo parecía limpio y puro. No circulaban coches y los que había aparcados acumulaban una buena capa de nieve, así que parecían homogéneos, uniformados.

—Alexia, ¿te pasa algo?

Sí que debía de estar mal para que él se diera cuenta. Quizá no era la persona más indicada, pero era la única que tenía cerca para soltar todo lo que llevaba rumiando durante la semana.

—Nada.

—Si tú lo dices…

—Me pasa que todo es un asco, que soy una imbécil y una mala amiga, que no deberías acercarte a mí porque seguro que doy mala suerte… —me miró como si pensara que había perdido la cabeza—. No, no estoy pirada.

—¿Ovulando, quizá? —le miré airada—. Entendido, entendido. Soy todo oídos.

—Es que no sé ni cómo empezar, porque la historia comienza hace casi dos años.

—Espera, que me pongo cómodo.

—Si vas a seguir así, no te cuento nada.

—Pues no lo hagas —¿de qué iba? ¿Me había tendido su mano y ahora se ponía sarcástico?—. No te enfades, solo bromeaba. Ahora me callo y me pongo en papel de amiga comprensiva. ¿Te parece bien? —asentí y seguí hablando.

—Álvaro…

—Lo sabía. Tenía que ver con él —casi le fulmino con la mirada. Levantó las manos en señal de rendición—. De acuerdo, ya me callo. Soy una tumba.

—Álvaro y yo empezamos a salir justo un poco antes de que me fuera a Estados Unidos. Nos gustamos desde el primer día, lo pasábamos bien, estábamos muy compenetrados… Él fue mi primer amor, el primero con el que… Bueno, eso, que salíamos juntos. Antes de marcharme, le pedí que me esperara, que yo lo haría, que solo serían unos meses y que después ya nada nos separaría… Y yo emprendí mi viaje pensando que aquí dejaba a un novio que me quería y que estaría a la vuelta en el aeropuerto con un ramo de rosas.

—¡Qué daño os han hecho las pelis románticas a las tías! Y claro, a tu regreso, no hubo ramo de flores.

—Peor. De pronto, empezó a fallar cuando quedábamos para hablar por Skype, no me contestaba a los e-mails… Al principio me parecía normal por el cambio horario, pero luego empecé a sospechar que algo ocurría. Trataba de hablar con Laura y ella también estaba esquiva. Y un día, recibo un email en el que ella me cuenta que están saliendo. Creo que todavía lo guardo. Se me clavó como un puñal. No solo me había dejado mi novio, sino que lo había hecho por una de mis mejores amigas. Y lo peor es que él no había tenido huevos de decírmelo directamente. Y allí estaba yo, sola, a kilómetros de distancia de mi familia, de mis amigos y tragándome toda la pena y la rabia. Al día siguiente, logré contactar con Álvaro y le puse de vuelta y media por capullo, por cobarde…

—Le compadezco al pobre…

—Pensé que no se me pasaría —continué tras lanzarle una mirada asesina—, pero, en contra de lo previsto, el disgusto me duró menos de lo que pensaba y pronto acepté que estuvieran juntos. Laura era mi amiga y quería que fuera feliz, así que, cuanto antes me tragara mis historias, mejor para todos. Al regresar, los vi tan bien… Reconozco que sentí una punzada en el corazón, pero enseguida pude alegrarme por ellos. Pero, entonces, cuando yo lo tenía todo organizado en mi cabeza, el capullo de Álvaro empezó a acercarse y a decirme cosas que ahora sé que no eran verdad. ¡Y yo le creí! Y el verano pasado me dijo que quería volver conmigo y que iba a dejar a Laura, pero, como es evidente, no lo hizo. ¡Y lo mismo el día que tuve el accidente! Si no es culpa suya, es mía… —se me quebró la voz—. ¡Si es que he sido una idiota!

—No puedo llevarte la contraria en eso…

—¿Esto es lo que tú llamas papel de amiga comprensiva?

—¿Y qué ha pasado ahora para que estés así?

—Pues que el otro día, después de la fiesta, accedí a quedar con él.

—No me lo cuentes. Le había salido mal el plan y quería terminar la noche contigo —le miré sorprendida—. Y a ti te pilló en la hora tonta esa que tenéis a veces las tías y te acostaste con él.

—¡NO! ¿Por quién me tomas? Pero lo intentó. Y como ya no podía más, al día siguiente se lo conté a Laura y ahora no me habla. Y lo entiendo, pero me duele.

—Me tienes que dar el teléfono de Álvaro.

—¿Por qué, le vas a pegar?

—¿Pegarle? ¡No! Le voy a pedir que me dé la receta. ¡Es un maestro! Os ha tenido a Laura y a ti, y seguro que a alguna más, pendientes de él durante no sé cuánto tiempo. ¡Y casi consigue un polvo de despedida! Lo que te digo, un maestro.

Debió de notar que empezaba a hacer pucheros, porque cambió su tono irónico a otro mucho más comprensivo.

—Ese tío os ha estado vacilando, Alexia. Me sorprende que con lo lista que eres hayas tardado tanto en verlo.

—Pues no debo de ser tan lista. De hecho, soy imbécil —noté cómo empezaba a formarse un nudo en la garganta—. Por eso os resulta tan fácil a todos reíros de mí.

—Yo no me río de ti —su cara recobró la seriedad—. Es que era muy evidente a qué jugaba y me sorprende que no te hubieras dado cuenta.

—Para ti todo es muy evidente y muy fácil, pero es que no tienes ni idea. Tú no sabes lo que es sentir algo fuerte por alguien. Con ese rollo tuyo de la libertad y de que no hay que pedir cuentas a nadie… Eso no es querer. Cuando quieres a alguien, luchas por estar a su lado a cada momento y no importan los obstáculos ni la distancia. Cuando quieres a alguien, no puedes soportar la idea siquiera de que esté con otra persona y te duele si eso ocurre. Aunque a veces te saque de tus casillas o te enfade o te haga daño, esa persona se vuelve irreemplazable, no entiendes la vida sin ella y el mundo se hace inhabitable si no está a tu lado. Si quieres de verdad, lo haces con el alma, sin pedir nada a cambio, ni siquiera ser correspondido.

Comenzó a aplaudir.

—Casi me has emocionado. Precioso discurso. Peliculero y poco realista, pero bonito.

—¡Es real! Tú no entiendes nada.

—A lo mejor no, pero lo prefiero así. Mira cómo estás por un gilipollas. Para eso, mejor ahorrarse tanto sentimentalismo. ¿De verdad crees que merece la pena?

—¡Claro que sí! Si no, es como quedarte a medias. Es mejor darlo todo y arriesgarte.

—Encima masoquista. Me quito el sombrero ante Álvaro. No sé qué tendrá ese tío, pero está claro que ha sabido calarte.

—¡No estoy hablando de Álvaro!

—¿No? —movió la cabeza con incredulidad—. ¿De quién, entonces?

Necesitaba una respuesta rápida y convincente que evitara que articulase la que estaba a punto de explotar en mi garganta, pero no la encontré.

—De ti… no.

¡Glups! ¿Qué había hecho? ¿Cómo podía ser tan bocazas?

No sé si trató de responderme, porque me di la vuelta antes de darle tiempo para procesar mi descomunal metedura de pata y me encaminé hasta el portal todo lo rápido que me permitía el resbaladizo suelo. Aún no había vuelto la luz, así que no me quedó otra que subir los tres pisos por la escalera. Cuando por fin entré en casa, descansé un momento apoyada en la puerta, con la respiración entrecortada y la rodilla dolorida. Todavía estaba en baja forma. Sin quitarme el abrigo, me senté en la silla de la entrada con la pierna estirada, intentando con un suave masaje que los músculos se destensaran y dejaran de dolerme. Al cabo de un rato, pude oír el sonido acompasado de sus pasos mientras subía la escalera, el ruido de las llaves al abrir el cerrojo y, unos segundos después, la puerta al cerrarse, así que di por hecho que estaba en casa. Al instante, sin embargo, para mi sorpresa, alguien tocó el timbre. Dudé un segundo. No estaba segura de si quería seguir con la conversación en ese momento, pero volvieron a llamar, así que me incorporé y, finalmente, abrí. Oliver había dejado la cazadora y la mochila en casa y pude ver que llevaba la camiseta que yo le había regalado. Le quedaba bien, pues resaltaba el color de su piel. Entonces me fijé en su cara, en sus ojos. Tenía una mirada que desconocía, una mirada profunda, de preocupación o contrariedad, pero a la vez algo salvaje, animal.

—¿Qué quieres aho…?

No pude terminar. Entró rápidamente cerrando la puerta tras él y se abalanzó sobre mí, dejándome atrapada entre la pared y su cuerpo. Y comenzó a besarme con fuerza, de forma algo violenta y ruda. Tras la sorpresa inicial, intenté zafarme de él. Le empujé con todas mis fuerzas. Ni siquiera pude separarlo ni un milímetro de mí. Intenté retirar la cara, pero tenía mi cabeza sujeta entre sus manos y no podía moverla. Y entonces sentí su cuerpo pegado al mío, y su aliento en mi cara, y su olor, ese maldito olor, colapsando mi nariz, y el calor de sus labios sobre mis labios, y sus ojos clavados en los míos. Sus manos dejaron de agarrarme la cabeza para acariciarme la mejilla, la oreja, el pelo, el cuello. Y sus besos resultaban cada vez menos violentos y más suaves, y mi boca se abrió para dar paso a su lengua, y mis manos en su espalda, y su abrazo cada vez más fuerte, y su camiseta empapada por la humedad de mi abrigo. Era mejor que yo me lo quitara y mejor que él hiciera lo mismo con la camiseta. Y allí estaba, semidesnudo, con su piel morena y cálida y su monstruoso tatuaje que ahora me parecía sexy e irresistible. Y sus manos bajo mi suéter y sus labios en mi cuello. Y mis manos en su espalda y mis labios dejando escapar una respiración entrecortada…

—Ven —susurró con voz queda mientras me tomaba de la mano en dirección a las escaleras. Al intentar andar, la pierna me falló con un crujido y perdí el equilibrio. Él evitó que cayera y me levantó sin apenas esfuerzo. Me fijé en sus hombros y en sus brazos, fuertes y musculosos ahora que los tenía en tensión. Siguió besándome mientras subía conmigo y, al llegar a mi habitación, me dejó en la cama y se tumbó encima. Yo me dejaba hacer, nerviosa, consumida por una excitación que era incapaz de controlar. Y aunque mi mente decía a gritos que aquello era un error, mi cuerpo la ignoraba y seguía su propio curso. Él desabrochó mi pantalón y yo el suyo mientras nos besábamos y nos recorríamos como si lleváramos siglos conteniendo el deseo. Yo misma me quité la camiseta para quedarme en sujetador y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo al sentir el ardiente calor de su piel sobre la tibieza de la mía. Comenzó a deslizar sus labios y su lengua por mi cuerpo, por el cuello, el escote, el pecho, el estómago, el ombligo… mientras yo hundía mis dedos entre su pelo. Sus caricias y sus besos eran enérgicos, pero también tiernos y delicados. Me estremecía sentir la línea que su lengua iba dibujando junto al elástico de mis bragas. Gaby establecía el límite de lo correcto en el ombligo, al menos durante las primeras citas, y Oliver andaba ya muy por debajo de esa frontera y parecía querer bajar cada vez más y más…

—¡Hoooolaaaa! ¿Hay alguien en casa?

El corazón casi me explota en el pecho al oír la voz de Eduardo en el piso inferior. Busqué nerviosamente mi camiseta. Me temblaban las manos, aunque era incapaz de determinar si era por la inesperada llegada de Eduardo o por la excitación.

—¡Mierda! Mi camiseta está abajo —dijo Oliver con gesto contrariado.

Mierda, mierda, mierda, mierda… Solo esperaba que Eduardo no se diera cuenta de que esa camiseta no era mía.

—¿Hola? ¿Álex? ¿Estás en casa?

—¡Hola! —grité—. ¡Sí, sí, estoy! ¡Ahora bajo!

Oliver se dirigió con movimientos rápidos y felinos hasta la puerta de la terraza. Seguía nevando con intensidad. Abrió la puerta para salir, pero de pronto dio media vuelta, llegó hasta mí en dos zancadas y me besó apasionadamente. Luego clavó sus ojos en los míos unos segundos, aunque no fui capaz de interpretar su mirada, y desapareció saltando con agilidad el muro que separaba nuestras casas.

Intenté recomponerme y bajé simulando toda la normalidad de la que fui capaz, pues el corazón me latía a mil por hora y me costaba llenar con aire los pulmones.

—Hola —dijo Eduardo con una sonrisa—. ¡La que está cayendo! Se ha ido la luz en todo el pueblo. ¿Han suspendido las clases?

—Sí.

Era mejor responder con monosílabos, porque no estaba muy segura de que me funcionara bien la voz y mi cabeza tampoco procesaba correctamente.

—¿Estás bien? —me puso la mano en la frente—. Estás muy roja…

—¿Eh? Estoy bien, estoy bien, no te preocupes.

—He dejado tu abrigo y tu camiseta sobre el radiador. ¡Están empapados!

—Emmmm… ¡Gracias! Ahora iba a bajar a recogerlo.

—Voy a cambiarme. ¿No ha venido tu madre? —se dirigió hacia su habitación aflojándose el nudo de la corbata. Aproveché que no podía verme para recoger todo.

—¡No!

—Anda que tener la boda justamente el fin de semana que nieva… ¡Lástima que sea en Valladolid y no hayan cerrado las carreteras! Así tendríamos la excusa perfecta para no ir…

—¿Cuándo os vais? ¿Esta tarde?

—No. Mañana de madrugada. Preferimos salir temprano y vestirnos ya allí. Va a ser una paliza, pero nos ahorramos una noche de hotel.

—Bueno… Voy a dejar esto en mi cuarto. Ahora bajo.

Al llegar a mi habitación, dejé caer las cosas y me senté en la cama. En mi mente se agolpaba tal aluvión de pensamientos que era incapaz de concentrarme en nada. Sentía el acelerado latido de mi corazón por todo el cuerpo: en las sienes, en el cuello… Mis manos temblaban y, de tanto en tanto, mi cuerpo se sacudía por un violento estremecimiento. ¿Qué había pasado? Todo había sido tan rápido y tan inesperado que me costaba recrearlo en mi mente. ¿Por qué me había dejado llevar así?

Me tumbé en la cama y extendí su camiseta sobre mi pecho, mi boca y mi nariz. Olía bien, muy bien. Olía a él. Cerré los ojos y evoqué su cuerpo: su calor, su tacto, su olor, su sabor… Su piel era cálida, suave y tersa; sabía bien, a algo fresco y ligeramente salado. Sus músculos eran firmes y se dibujaban con gran nitidez en el pecho y los abdominales. Recreé sus besos, la humedad de su boca y la vehemencia de su lengua. Nunca hasta ese día había sentido esa pulsión primigenia. Le deseaba con cada uno de los poros de mi piel. Ni siquiera las veces que había estado con Álvaro podían compararse. ¿Por qué con Oliver? Tal vez yo estuviera enamorada, pero él no parecía sentir nada por mí. Y pese a todo, tras la resistencia mínima derivada más de la sorpresa que de un verdadero rechazo, me había dejado llevar por un deseo que, de no ser por la repentina llegada de Eduardo, hubiera terminado en un episodio de sexo desenfrenado.

***

Si no lo contaba, iba a explotar, así que llamé a Gaby y quedé con ella para dar una vuelta por el parque. Estaba precioso, todo cubierto de nieve. Era bonito ir dejando las huellas donde nadie antes había pisado.

—¿Qué haces esta tarde? Me ha preguntado Laura que si quedaba con ella… Tía, es una mierda esto de que estéis cabreadas. No puedo dividirme en dos.

—Ya. Ojalá pueda perdonarme algún día… Tú queda con ella, que yo ya me las apañaré… —esperaba poder ver a Oliver esa misma noche. Necesitaba hablar urgentemente de lo ocurrido.

—Si es que ese tío es un gilipollas. Lo vi venir el día de la fiesta y traté de salvarte, ¡pero no puedo estar todo el día encima! Mira, mejor. Así, al menos, te has quedado tranquila. Ahora solo falta que a Laura se le pase la pena y se dé cuenta de lo bien que está sin él. Ya verás como termina perdonándote… Debería enrollarse con Kobalsky. Ya sabes eso que dicen de los clavos…

—A casamentera no hay quien te gane, pero no creo que Laura esté para historias nuevas así tan pronto.

—Pues seguro que él no ha guardado luto ni una hora. Estará como loco intentándolo con todo lo que se menea, aunque no lo entiendo. Al margen de que me caiga como una patada, es que, objetivamente, tampoco es para tanto. Es mono, pero también bajito y soso… Si al menos habláramos de tu vecino, lo entendería.

—Sí, Oliver es otra cosa.

—Yo, porque ahora estoy muerta de amor por Hugo, pero si no lo estuviera, él no saliera con Morgan y tú no te desmayaras cada vez que tienes sus feromonas cerca…

—No sale con Morgan. Ella está con Charlie, ¿recuerdas? ¡Tienes el disco duro fatal!

—¡Cuánto me alegro por él! Lleva un tiempo babeando tras ella, pero nunca pensé que lo lograría… Si es que es supermajete… Así que Oliver ya casi es libre. Solo tenemos que quitarnos de en medio a la Miss y será todo tuyo.

—Pues de eso quería hablarte. Es que ha pasado una cosa rarísima.

—Cuéntamelo YA. Y rapidito, que en cuanto me llame Hugo tengo que marcharme.

—Pues esta mañana, cuando suspendieron las clases, Fran nos acercó a casa y no sé cómo acabamos discutiendo. Le conté lo de Álvaro y lo de Laura y se puso en plan sarcástico como se suele poner él. Ya sabes lo que me repatea, así que me marché a casa cabreadísima y, de pronto, llama a la puerta y, sin decir una palabra, va y me besa.

—¡¿QUÉ?! ¿Llevamos aquí una hora y has estado guardándote la información más importante hasta ahora? Quiero MÁS detalles. Fue un sí pero no, un pico, con lengua hasta la campanilla… ¡Cuéntamelo!

—Más bien lo último —me puse roja al tiempo que ella no podía disimular su entusiasmo—. Luego nos subimos a mi habitación y, buf…

—¡¡Al fin has probado el sexo!! Y ni más ni menos que con el macizo de Oliver. ¡Uau!

—Siento desilusionarte, pero no. Apareció Eduardo y tuvo que salir por la terraza.

—Si es que se veía a la legua. Tú estás colgadísima por él y él lo tenía que notar. Lo que no sé es por qué has estado perdiendo el tiempo con el imbécil de Álvaro… Y qué, ¿habéis quedado para otro día o algo? Porque no es plan dejar las cosas a medias…

—No, la verdad es que no.

—Nada. Ni te preocupes. Si con el calentón que debe de llevar seguro que en cuanto te lo cruces, te asalta. ¡Qué bien, Álex! ¡Cuánto me alegro! A lo mejor hasta podemos salir un día los cuatro juntos… Hablando del rey de Roma, ¿ese que va por ahí no es Oliver?

Sí que era él. Caminaba atravesando el parque en dirección a nosotras. Llevaba los cascos puestos y tuve la sensación de que, si no llega a tener que cambiar su ruta para evitar una placa de hielo, no nos habría visto.

—¡Eh! ¡Oliver! —gritó Gabriela al tiempo que agitaba los brazos.

Yo tiré de su abrigo para evitarlo, pero fue imposible. Oliver no tardó en reparar en ella y se dirigió a nosotras a paso lento. Cuando llegó, se quitó uno de los cascos. Me concentré en mantener la calma, pero estaba tan nerviosa que el párpado comenzó a palpitarme a toda velocidad. Saqué las gafas de sol a toda prisa, antes de que pudiera darse cuenta. ¡Era lo que me faltaba, tener un tic!

—Hola —dijo sin cambiar el gesto. Si la sangre no me siguiera bullendo por dentro, habría empezado a dudar si se trataba de un sueño—. ¿Qué hacéis?

—Poniéndonos al día de las últimas noticias… —¿por qué Gabriela tendría que usar ese tono burlón? ¿Es que nunca iba a aprender a callarse?—. ¿Y tú? ¿Dónde vas?

—A casa de Kobalsky. Tenemos ensayo…

Ni siquiera me miraba, como si no estuviera. Parte de mí empezaba a arrepentirse por haber sucumbido unas horas antes.

El móvil de Gabriela comenzó a sonar. Intenté decirle con la mirada que no lo cogiera, pero no podía verme los ojos con las gafas. Se le iluminó la cara al comprobar que era Hugo y se alejó para hablar con él, mientras nos hacía un gesto de despedida.

¿Qué debía decir? Tenía muchas cosas que aclarar con él, pero no se me ocurría ninguna en ese momento.

—Tengo tu camiseta —solté al fin. Inmediatamente me puse roja.

—Ya pasaré a cogerla…

—¿Hoy? —pregunté esperanzada.

—No lo creo. Tengo ensayo y hemos quedado luego para salir de marcha.

—Ya… —no pude disimular la decepción.

—Tengo un poco de prisa. He quedado en casa de Kobalsky y odio llegar tarde. Hablamos en otro momento, ¿vale?

—Claro —¿cómo podía ser tan tonta? ¿Qué esperaba? ¿Acaso pensaba que me iba a jurar amor eterno?

Estaba maldiciendo para mis adentros, cuando me atrajo hacia él de la cintura y me besó en los labios. Fue corto, pero me hizo vibrar igualmente. Acto seguido, se colocó de nuevo el auricular y se alejó sin volverse con su rítmico balanceo.