—¡Cómo me duelen los pies, Álex!
Gabriela y yo llevábamos horas pateándonos Goya de arriba abajo con las compras navideñas. La mañana había sido fructífera: tenía regalos para mi madre, mi padre, la tía Beatriz y Eduardo, y todo por menos de setenta euros. ¡Un récord!
—Yo también estoy muerta —admití.
—Podíamos ir andando por Conde de Peñalver hacia el Burger King y así luego pillamos el metro en Diego de León, ¿te parece? —ya me extrañaba que no hubiera propuesto antes parar a comer algo. Había una caminata considerable, pero de ese modo nos evitaríamos el transbordo para coger la línea 6—. Eso sí —continuó mientras esperábamos a que se pusiera verde el semáforo para cruzar—, me tienes que hacer un préstamo, porque me he quedado pelada.
—¿Te lo has gastado todo? ¡Pero si aún no les has comprado nada a tus padres ni a tu hermano!
—Es que paso de regalarles. Estoy en uno de esos momentos en la vida en que me encantaría ser huérfana e hija única…
—¡Mira que eres bestia! —repliqué pasmada—. No sabes lo que dices…
Inevitablemente, pensé en Oliver. Tal vez, de haber tenido padres o hermanos, su vida no habría sido tan complicada.
—¿A quién te recuerda el modelo de esa foto? —Gabriela se había detenido en una pequeña tienda de ropa. No había duda: la misma altura, la misma constitución y el mismo color de piel. Si uno no reparaba en los ojos verdes del chico del cartel, podría ser Oliver en persona.
—La camiseta es superchula y muy de su estilo… Seguro que le sienta fenomenal, porque al maniquí de al lado le queda clavada —no me había planteado la posibilidad de regalarle nada, pero aquello era perfecto—. Son quince euros… ¿Qué hago? ¿Se la compro?
—¿Tú estás loca? ¿Te vas a gastar quince pavos en él? ¡Dios, tú estás enamorada!
—¡Pero ¿qué dices?! No es eso… Es que seguro que no recibe muchos regalos y le va a hacer ilusión…
—Y quieres que te lo agradezca con un buen pol…
Le tapé la boca para impedir que dijera nada más, pues una señora que se había parado a nuestro lado nos estaba fusilando con la mirada.
—¡Vamos! —tiré de ella hacia el interior de la tienda—. Al fin y al cabo, es Navidad.
Durante todo el día, no paré de darle vueltas a lo que había dicho Gabriela. Yo me había pasado la vida pidiendo un hermanito por Navidad como el que pide un perro, hasta que mis padres se separaron y entendí que aquello era inviable. Cuando años después mi madre conoció a Eduardo, él insistió hasta la saciedad, pero mi madre se negó en banda. Decía que era demasiado mayor y que su maternidad ya estaba satisfecha conmigo. Yo tenía padre y madre, incluso padrastro. De hecho, mi problema era decidir con quién pasaba las fiestas, porque todos se peleaban por querer estar conmigo. Sin embargo, la historia de Oliver era bien distinta. Él no tenía a nadie más que a Rubén y Darío y, aunque le adoraban, no era lo mismo.
Poco a poco, una idea comenzó a forjarse en mi cabeza. No estaba segura de cómo podría tomárselo, pero cada vez estaba más decidida.
***
—Papá, ¿tú sabes de qué equipo es esta camiseta?
Mi padre era especialista en todos los deportes habidos y por haber. No se había inventado uno que no le gustara y en su casa, aparte de las noticias, solo se veían los programas deportivos. Si él no era capaz de determinar a qué equipo pertenecía aquella equipación amarilla con una insignia verde, nadie podría hacerlo.
—¿A ver? —se ajustó las gafas de cerca—. Yo diría que es de la selección australiana de rugby. ¿Quiénes son?
—Los padres de un amigo. Es una historia un poco larga, pero…
—Son los padres de Oliver, ¿no? —me interrumpió Beatriz asomando la cabeza entre los dos.
—Sí —respondí secamente. No me apetecía que empezara con su teoría de la conexión estando mi padre delante.
—¿Quién es ese Oliver? ¿Tu novio? —preguntó él mientras se guardaba las gafas y buscaba infructuosamente en la cocina de Beatriz el armario de los vasos.
—No —me limité a responder. Había una norma clara: con mi padre no se hablaba de chicos.
Mi tía cogió al vuelo la mirada asesina que le lancé, porque, sin que él la viera, hizo un gesto como si se cerrara una boca con una cremallera.
La cena fue divertida. Además de mi padre y mi tía, vinieron una pareja de amigos con su hija, un bebé precioso que se portó de maravilla, y el nuevo novio de Beatriz, que, para mi sorpresa, resultó ser de lo más normal. A pesar de los chistes y las risas, no podía dejar de pensar en la foto, que parecía llamarme desde el interior del bolso. La había guardado cuidadosamente dentro de un libro para que no se dañara. Aun así, me preocupaba que el único testimonio del padre de Oliver no llegara en buen estado.
Cuando regresé a casa varias horas más tarde, me dirigí directa hacia la caja. Me sentí aliviada cuando deposité la foto en su interior. Al cerrarla, no pude resistirme y tiré del cordel. No sonaron más que dos o tres acordes antes de detenerse en seco, pero fueron suficientes para reconocer aquella extraña melodía. Las voces aparecieron de inmediato en mi cabeza. De nuevo el llanto del niño, ese sollozo angustioso que encogía el alma, y la voz que intentaba calmarlo: No te preocupes, todo va a salir bien. Esta vez, pude distinguir que era una mujer. ¿De dónde venían? ¿Por qué podía escucharlas con tanta nitidez? ¿Quiénes eran?
Ahora no había duda de que tenía relación con Oliver. No podía ser casualidad que aquella melodía estuviera en su caja de los tesoros y en mi cabeza. Debía de haber algún tipo de «conexión», como decía Beatriz. Pero no era el momento de detenerme en ello, tenía algo importante que hacer. Encendí el portátil y me tumbé en la cama con él. Después de una comprobación rápida de Facebook y Twitter, me puse manos a la obra.
Comencé buscando en Google información relacionada con la selección australiana de rugby. Mi padre tenía razón y la camiseta coincidía, aunque el modelo actual era ligeramente distinto. Busqué en los anuarios, pero solo se remontaban hasta 2003 y no encontré nada que me sirviera. La foto debía de tener, por lo menos, veinte años.
A partir de la página oficial, fui navegando por otras webs de aficionados al rugby y antiguos jugadores hasta que di con lo que buscaba. Encontré una imagen de la alineación del 92 en cuyo pie aparecía el nombre y los apellidos de cada jugador. No había duda, era él: «Aaron O. Ambadiang». El parecido con Oliver resultaba asombroso, aunque el hijo había heredado los rasgos más afinados de la madre. Estaba claro que la mezcla de razas mejoraba la especie.
Poco más pude averiguar de su vida. Había nacido en 1972 en el sur de Australia, en Adelaida. Se había aficionado al rugby en la universidad y muy pronto pasó a formar parte de la selección nacional. Es posible que conociera a la madre de Oliver en alguna competición internacional, porque, al parecer, en Francia también había bastante afición por ese deporte. De lo que una puede llegar a enterarse navegando un ratito.
Estaba tan agitada por el descubrimiento que a punto estuve de enviarle un whatsapp a Oliver para contárselo, pero se había hecho muy tarde y aquello era demasiado importante como para hacerlo a través de un mensaje. Por muy impaciente que estuviera, debía esperar a verlo en persona.
En lugar de eso, entré en Spotify y creé una lista para él con una selección de canciones de James Blunt. Después de mucho pensar cómo podía llamarla, opté por «Si no te gusta ninguna, me cambio el tono del móvil».
***
Estaba claro que ese no era mi año: la suerte me había abandonado. Llevábamos todas las Navidades preparando la Nochevieja y tenía muchísimas ganas. El plan había ido mejorando con los días y la fiesta de Charlie prometía ser increíble. Pero el día 31 amanecí con fiebre alta y completamente afónica. A pesar del ibuprofeno y del antibiótico que me recetó el médico, la temperatura no bajaba de treinta y ocho, así que imposible salir. Además, mi cuerpo solo pedía cama. ¡Menuda manera de terminar el año! Ojalá el próximo fuera un poquito mejor, aunque el simple hecho de tener la PAU por delante lo hacía difícil.
Gabriela y Laura quisieron venir a verme por la tarde, pero no las dejé. No quería contagiarlas, así que me pasé el día entero dormitando en el sofá. Solo me levanté para tomar las uvas y brindar con un vaso de Coca-Cola, no fuera a ser que con el agua aumentara mi mala suerte.
A la mañana siguiente me encontraba mucho mejor. Me desperté temprano e incluso tuve fuerzas para avanzar con algunos problemas que nos habían mandado en Dibujo. Estaba impaciente por que Gabriela me llamara, pero sabía que hasta la hora de la comida no abriría el ojo, así que me concentré en los deberes.
A las dos ya no aguanté más. Tuve que intentarlo varias veces: debía de estar en el séptimo sueño. Por fin una voz somnolienta respondió al otro lado:
—Mmmmm.
—¡Feliz año, Gaby! ¿Qué tal? ¿Cómo lo pasasteis ayer? ¿A qué hora volvisteis?
—Mmmm… bien.
—¿Quiénes estuvisteis? ¿Fue mucha gente? ¿Estuvo Hugo? ¿Pasó algo interesante?
—Mmmm… sí… no…
—¡Te quieres despertar ya!
—No puedo, tía —respondió arrastrando la voz—. He llegado a las once a casa. ¿Qué hora es?
—Las dos.
—Quiero morirme: me duelen los pies, la cabeza, el estómago…
—Pero ¿estuvo bien?
—Estuvo genial —por fortuna, ya se estaba espabilando—. Dame un minuto, que voy a beber un poco de agua. Tengo la boca superpastosa.
La oí tragar sonoramente antes de continuar.
—Por dónde empiezo… Nada, llegamos hacia la una a casa de Charlie. Yo nunca había estado allí, ¿tú la conoces? La verdad es que está guay, es bastante grande y casi no tiene muebles, así que entrábamos bien, porque éramos un huevo. Había un montón de gente que no conocía. Sus compañeros de piso, supermajos, la verdad. De los nuestros, estábamos los de siempre: Laura, el capullo de Álvaro y Kobalsky, que, por cierto, tenías que haberle visto, porque venía con una americana y estaba imponente, y eso que ya sabes que a mí ese rollo no me va, pero es que estaba de lanzarse, vamos. Hasta Laura flipó, que se lo noté yo, aunque no dijo nada, claro. Más tarde vino Hugo, que luego te cuento, y después Morgan y Oliver.
—¿Oliver estuvo allí? —¡mierda! ¿Por qué había tenido que ponerme mala justo ese día?
—Sí, y luego te cuento también, porque tuvo tela lo suyo… A lo que iba, había peña por un tubo y un montón de bebida. Muy buen rollo, la verdad, todo el mundo muy majete. Charlie se había agenciado un juego de esos de karaoke, y fue muy gracioso, porque a partir de una hora la gente ya no veía, y te puedes imaginar cómo cantaba. Bueno, pues luego llegó Hugo con unos amigos del grupo ecologista o del de los animalistas, no sé… El caso es que nada más entrar, vino directo a felicitarme el año y me dio un pico. Hasta ahí todo normal, porque nos hemos dado miles a lo largo de nuestra vida, ya lo sabes. El caso es que había un tío que no paraba de charlar conmigo, que el chico no quería nada, porque me estuvo hablando de su novia, solo que el pobre, como era de fuera, no conocía más que a Charlie, que estaba dale que te pego al karaoke; así que el hombre, que era un encanto, se lio de palique conmigo porque estaba supercolgado. Pero Hugo, que muy listo nunca ha sido, para qué nos vamos a engañar, se pensó que estábamos tonteando y se pasó media noche agarrado de mi mano mientras yo charlaba con el pavo este. ¡Hay que ser idiota! Porque, a mí, el chaval me caía bien, pero Hugo tenía un careto de aburrimiento… —emitió un sonoro bostezo—. El caso es que después de un buen rato, el chico este desapareció por ahí y Hugo empezó a decirme que no tenía sentido seguir así, que a qué estábamos jugando, que yo era superimportante para él y él para mí… Yo pensé: «Este está borracho perdido» y se lo dije, pero me contestó que no, que solo había bebido un poco de champán para brindar en casa y que el resto de la noche no había tomado más que agua y Coca-Cola. El caso es que me da otro pico, pero este ya más largo, como con más intensidad, con más sentimiento, ¿me sigues? Como yo sí que había bebido algo, tampoco mucho, pero iba algo achispaílla, me quedé sin saber qué decir y…
—¿Que tú te quedaste sin saber qué decir? Eso sí que es nuevo…
—¿Pues no te digo que se me había subido un poquillo? Bueno, al lío, el caso es que me mira a los ojos fijamente, como en las pelis, y me suelta un muerdo que casi me quedo en el sitio. ¡En la vida me habían besado así! Te juro que me temblaban hasta las piernas. Y le digo «espera un minuto» y salgo corriendo a ver qué hora es, porque después de toda la vida soñando con esto, qué menos que saber exactamente el momento en que se ha hecho realidad. Eran las 3.42. ¡1 de enero a las 3.42! ¿A que es perfecto? Volví corriendo enseguida, claro, y le besé yo, porque me había quedado como una pava y debía de pensar que era idiota. Tía, fue algo increíble, como si salieran chispas. ¿Te acuerdas de Como agua para el chocolate cuando al final se juntan y salen fuegos artificiales? Pues así, más o menos.
—¡Qué guay!
—¡Sí! Si por mí hubiera sido, me habría lanzado a darlo todo, pero me dije «Gaby, no te precipites, que luego los asustas porque piensan que vas a lo que vas». Y me quedé con las manos bien quietas. ¡Y menos mal! Porque él no hizo más que besarme. ¡Habría quedado fatal! Está claro que él quiere ir despacio. A mí ya sabes que me van más las cosas rapidillas, pero supongo que así es el amor, porque me dijo que llevaba toda la vida enamorado de mí y que habíamos hecho el idiota todo este tiempo.
—¡Qué mono!
—La verdad es que sí —dijo con voz tierna—. Bueno, todo llegará a su debido tiempo. Te sigo contando. Más o menos una hora después, vinieron Oliver y Morgan. ¡Cómo me acordé de ti! No es que estuviera guapo, ¡estaba de caerse de espaldas! Llevaba un polo gris oscuro e iba sin afeitar. Si llegas a estar en la fiesta, te da algo. Luego te mando unas fotos por WhatsApp para que lo flipes, aunque no han salido muy bien. A Charlie se le caía la baba al ver a Morgan. Está superpillado el pobre chaval. La verdad es que la tía es bien maja. Le insistieron tanto a la pobre que no le quedó más remedio que ponerse a cantar y, claro, como lo hace que te cagas, ya no la dejaron despegarse del dichoso karaoke. Hubo un momento en que pretendían que cantara con Oliver, pero él se hizo el bicho bola y pasó del asunto. Bueno, por casualidades de la vida, resulta que una amiga de la novia de uno de los compañeros de piso de Charlie había ido al mismo colegio que Oliver cuando eran pequeños. Como no hacían más que hablar y hablar, me fui para allá con Hugo para pegar la orejilla, aunque tengo que confesarte que, con esos besos que da, se me iba el santo al cielo y me costaba atender a la conversación. La tía se estaba canteando de lo lindo, pero yo me decía a mí misma «no se puede enrollar con ella estando Morgan delante». Claro que la pobre Morgan no se estaba enterando de la misa la media porque, como te digo, la tenían frita con las cancioncitas. Como veía que la pava iba a saco, me metí en medio con todo mi morro y le dije a él «Tío, ya te vale; podías echarle una mano a Morgan, que la tienen secuestrada». Te juro que si las miradas mataran, ahora mismo estabas en mi entierro. ¡Qué miedo, tronca!
—¿Y qué pasó?
—Pues nada, que sacó a Morgan de allí. Pero yo no sé qué rollo llevan. Es todo un poco raro, porque Oliver le dijo no sé qué al oído, Morgan se fue para otro lado y él volvió al sofá con la tía esta.
—¿Y se enrollaron?
—Yo no lo vi, la verdad, pero desaparecieron un buen rato del salón. Como Morgan y Kobalsky se pusieron a hablar con nosotros, tampoco quise investigar mucho, así que no sé qué pasaría al final. ¿De qué van? ¿Tú crees que están juntos? Lo mismo son supercolegas y ya está.
—Están juntos. Estoy segura —otra cosa que nunca había llegado a contarle a Gabriela: lo que había visto en la terraza, la evidencia indiscutible de que eran algo más que amigos.
—Pues yo empiezo a dudarlo porque a Morgan no se la veía nada picada. De hecho, se pasó la noche más feliz que un regaliz con Kobalsky y con Charlie. A lo mejor tienen una relación de esas abiertas.
—¿Entonces no sabes qué pasó entre Oliver y la otra chica?
—No. Al cabo de un buen rato, él apareció solo en el salón. No me atreví a preguntarle por ella. Me imagino que estaría dormida en alguna habitación o se habría pirado. Me fijé bien a ver si le notaba algo que me indicara que se habían enrollado, pero nada. Luego, estuvimos jugando a un concurso de la consola y Morgan y él iban en el mismo equipo. Estaban tan normales, como si no hubiera pasado nada. Cuando terminamos, se fueron juntos. ¡Es rarísimo!
—Sí. Es todo muy raro… —ahora no sabía si alegrarme por haberme perdido la fiesta. No lo habría pasado demasiado bien viéndole con esa chica, aunque, de todos modos, de no haber estado con ella, lo habría hecho con Morgan. Lo mejor era sacármelo de la cabeza cuanto antes.
—¿Tú sabes si ha ido por su casa? ¿Has visto algo?
—No, aquí seguro que no ha venido. He oído ruidos, pero creo que es el abuelo, que estos días anda por aquí.
—Pues se habrá ido a casa de ella. En fin, tía, si ellos se entienden…
—Muchas gracias por contarme todo, Gaby. Te dejo dormir. Ah, y que sepas que me alegro infinito por lo de Hugo.
—¡Ayyyy! Yo también… Un beso, guapa. Te llamo luego, cuando abra el ojo.
—Okey. ¡Feliz año!
—¡Feliz año!
***
La semana siguiente apenas paré por casa. Mi madre se la había tomado de vacaciones y nos pasábamos el día pateando tienda tras tienda en busca del regalo perfecto para todos, pero sobre todo para Eduardo. No parecía darse cuenta de que él era la persona más fácil de regalar de este mundo: le gustaba la música, los coches, las motos, el tenis, el esquí, ir al gimnasio, montar en bici, el cine, el teatro, el bricolaje, leer, comer… ¡Todo! Cualquier regalo habría sido perfecto. Pero no, mi madre tenía que encontrar algo tan original que seguramente ni siquiera estuviera inventado.
Cuando por fin llegó el día de Reyes había comprado y cambiado tantas cosas que me sentía incapaz de recordar cuál era el regalo definitivo.
Eduardo había instaurado de nuevo la tradición de dejar los regalos por la noche. Los años que mi madre y yo habíamos pasado solas nos los dábamos cuando los comprábamos, sin esperar siquiera a que fuera Navidad o Reyes. Era muy emocionante volver a limpiar los zapatos, preparar el turrón y acostarse temprano, aunque sabía de antemano que el regalo de Eduardo me encantaría y el de mi madre no me gustaría nada. También eso se había convertido en una tradición.
Yo fui la primera en dejar los paquetes escondidos tras el árbol de Navidad, el sitio que tenía asignado, ya que los míos nunca eran demasiado grandes. Mi madre era la siguiente y debía ocultarlos detrás del sofá. A Eduardo siempre le tocaba en último lugar y los colocaba sobre la mesa alta.
Creo que todos estábamos nerviosos cuando nos despedimos para irnos a la cama. No eran más de las once, pero esa noche era obligado acostarse temprano.
Como no podía dormirme, intenté chatear con Laura, aunque la pobre estaba muerta después de hacer toneladas de roscones y no tenía fuerzas ni para pulsar las teclas con el dedo. Nadie más estaba disponible, así que opté por leer un rato hasta que conseguí conciliar el sueño.
Fue Eduardo el que nos despertó. Bajé tan rápido que a punto estuve de rodar por la escalera y me dirigí hacia el sofá: mejor dejar las buenas noticias para el final. Mi madre me miraba expectante mientras retiraba lentamente el celo del papel. Necesitaba tiempo para disimular la inevitable cara de decepción.
—¡Una minifalda! —mi voz sonó algo chillona, aunque creo que mi madre pensó que se debía al entusiasmo. ¿Es que no era consciente del estado en que se encontraban mis piernas, donde una parecía la gemela gorda de la otra?
—¡Sabía que te gustaría! Sigue abriendo, sigue abriendo.
Hubo cosas pasables, como el juego de bufanda, guantes y gorro y el set de gel y cremas de rosa mosqueta, pero el bolso que imitaba piel de cocodrilo y el chaquetón de paño eran para salir corriendo. ¿Dónde los habría comprado? Esperaba poder cambiarlos por algo de este siglo.
La cara de Eduardo también fue un poema al descubrir que los regalos de los que tanto le había hablado mi madre eran un minibillar que ni siquiera servía como adorno y un masajeador eléctrico que sonaba como una chicharra. Hay que reconocer que guardó el tipo como un campeón y en ningún momento le desapareció la sonrisa de la cara. Por suerte, mi jersey le encantó y le quedaba como un guante.
Por fin llegaba la mejor parte del día, que era abrir los regalos de la mesa. Sin embargo, por mucho que busqué, no encontré ninguno que tuviera una etiqueta con mi nombre.
—¡No me digas que los Reyes se han olvidado de ti! Eso es que has sido muy mala —bromeó Eduardo. Miré a mi madre, que se encogió de hombros confusa. Estaba claro que ella tampoco sabía nada—. Ven, cierra los ojos —dijo tapándomelos con la mano mientras me llevaba hacia la puerta de la calle y me hacía montar en el ascensor.
Cuando sonó el ding-dong y se abrió la puerta, intuí por el cambio de temperatura que estábamos en el garaje. Me dejé guiar por el pasillo y una vez en la que debía de ser nuestra plaza, me dijo:
—¿Estás preparada? Uno, dos, ¡TRES!
Abrí los ojos sin poder contener una sonrisa, aunque se me borró de un plumazo. ¡La moto!
—¿No te gusta? —se preocupó al observar mi reacción. Intenté disimular, pero fue imposible. Después de lo ocurrido, no me sentía capaz de volver a conducirla.
—¿Estás loco? —exclamó mi madre—. Como se entere su padre, se nos cae el pelo. ¿Sabes la bronca que me montó en el hospital por haberle comprado la dichosa moto?
—Yo… Pensé que te haría ilusión tenerla de nuevo —su tono estaba entre la súplica y la disculpa.
—¡Claro que sí! —le agarré del brazo y le di un fuerte beso en la mejilla—. Es solo que me va a costar un poco quitarme el miedo, pero me encanta.
No quedó del todo convencido, aunque al menos la angustia había desaparecido de su rostro. Como ya intuía, ese tampoco iba a ser mi año.
***
Por la tarde fui a casa de Beatriz a llevarles los regalos a ella y a mi padre. Había preparado un chocolate riquísimo, que acompañamos con un sabroso roscón de la pastelería de Laura y unos viejos vídeos caseros.
Costaba creer que yo hubiera sido alguna vez esa niña a la que habían grabado en todo tipo de situaciones: en la bañera, sentada en el orinal, columpiándose en el parque, escupiendo la merienda… Pero aún me resultaba más extraño y ajeno ver el cariño y la complicidad con la que hablaban mis padres y las risas que compartían a mi alrededor. Me sorprendí con una sonrisa bobalicona en la cara y los ojos empañados en lágrimas.
—¡Jesús, qué pesada eras para dormir! —dijo mi padre al verme llorar en el televisor cuando debía de tener unos cinco años con un camisón de Pocahontas que llevé hasta los diez, por lo menos—. Y al revés que todos los niños, porque de bebé dormías doce horas sin mover una pestaña, pero en cuanto te hiciste un poco más mayor, todo cambió.
—Es que os oía discutir —solté de pronto. No fue un pensamiento meditado, sino que salió de repente por mi boca sin que yo lo hubiera previsto. Fue extraño, porque de pronto esa parte de mis recuerdos que estaba empañada en una nebulosa comenzó a cobrar claridad.
Mi padre me miró sorprendido e intentó decir algo, pero yo continué:
—Por eso me cambiasteis a la habitación de arriba, ¿recuerdas? Como si desde allí no pudiera oír los gritos y los portazos… —tenía la piel erizada y se me formó un nudo en el estómago al revivir la angustia que me invadía con aquellas horribles peleas. Mi padre nos miraba a Beatriz y a mí intermitentemente, sin saber qué decir.
—Yo… Lo siento —balbució al fin.
Un tenso silencio se apoderó del ambiente. Mi padre buscaba con la mirada el apoyo de Beatriz, pero esta permanecía absorta en sus propias reflexiones y no parecía darse cuenta. Mis pensamientos irrumpían a borbotones en mi cabeza, como si se hubiera roto el dique que los contenía. Ahora podía recordar lo sola que me sentía cuando me dejaban cada noche en mi habitación, porque sabía que enseguida comenzarían a discutir y a hablar de mí, vociferando mi nombre y utilizándolo como arma arrojadiza; y yo quería desaparecer hasta que fuera de día, hasta que la luz del sol borrara todos esos gritos e insultos y volviéramos a ser una familia. Solo tenían que callarse para que dejara de llorar, ya que me sentía culpable y creía ser la causa de su enfrentamiento. Cuando por fin llegaba el silencio, esperaba con ilusión oír sus pasos por la escalera para que me contaran un cuento o simplemente me desearan las buenas noches, pero el sueño conseguía vencerme sin que nadie pasara por mi habitación.
Beatriz se levantó después de recoger las tazas en una bandeja y se dirigió a la cocina. Mi padre seguía en silencio, con la mirada ausente. Sus hombros estaban más encorvados que de costumbre, como si la carga que siempre llevaba se hubiera vuelto de pronto más pesada.
—Perdona, papá. No debería haber dicho eso —me entristecía verlo tan abatido. Aunque esos recuerdos fueran nuevos para mí, todo había ocurrido mucho tiempo atrás y no tenía sentido lamentarse ni echar nada en cara. Fui hasta él y le besé en la mejilla. Él agarró fuerte mi mano y sonrió, aunque eso no disipó la tristeza de su rostro.
—Yo también preferiría que las cosas hubieran sido de otra manera. Siento mucho que pagaras tú los platos rotos, de verdad que sí… —dijo mientras me abrazaba, aunque no se me escapó que tenía los ojos empañados en lágrimas.
***
Volví a casa con una sensación extraña. Llevaba toda la vida sintiéndome incapaz de afrontar aquellos recuerdos tan dolorosos y, de repente, sin yo proponérmelo, se habían presentado ante mí. Lo más sorprendente es que, aun sin saberlo, tenía más que superada toda esa etapa. Mi vida había cambiado con la separación de mis padres, pero ahora era feliz, plenamente feliz, al igual que mi madre. Esperaba que mi padre también pudiera encontrar a alguien perfecto, a esa media naranja de la que hablaba Beatriz.
Por suerte, mi madre estaba ya en la cama, porque habría detectado como un radar que algo me pasaba y me habría sometido a un exhaustivo interrogatorio. Eduardo trabajaba en su despacho y salió al oírme entrar.
—¿Cómo estás, preciosa? —preguntó con su perenne sonrisa.
—Bien, aunque algo cansada. Me voy a la cama.
—¡Espera un segundo! —me pidió mientras desaparecía de nuevo en su despacho. Al cabo de un instante, salió con un pequeño sobre en las manos que me tendió.
—Siento mucho el patinazo de esta mañana. No caí en la cuenta de que podía darte miedo coger la moto…
Beatriz siempre ha dicho que cuando la vida cierra una puerta, abre una ventana. La separación de mis padres había permitido que Eduardo entrara en la vida de mi madre y en la mía, y era la ventana más luminosa y cálida que podíamos imaginar.
—No tenías que comprarme nada, Eduardo. La moto está genial —por mucho que miraba y giraba el sobre. No era capaz de descifrar su contenido.
—Ábrelo —me animó expectante—. Espero que te guste. No querría que se me pegara la puntería de tu madre con los regalos…
—Por suerte, no es contagioso —respondí mientras sacaba una nota doblada de su interior: «Vale por un carné de conducir… (de coche, claro)».
Le abracé intentando transmitirle todo mi agradecimiento, no solo por aquel inesperado e increíble regalo, sino por iluminar un día bastante triste.
Nada más entrar en mi cuarto, supe que Oliver había vuelto, ya que podía escuchar su voz a través de la pared. Como no oía a nadie más, imaginé que hablaba por teléfono, aunque no llegaba a entender lo que decía. Por muchas vueltas que le había dado durante las vacaciones, aún no había decidido cómo abordaría el asunto de su padre. Se trataba de algo muy delicado. Sin embargo, aquel no era ni mucho menos el día para tomar una determinación. Me sentía muy cansada después de la intensidad de la tarde, así que puse a James Blunt en el iPod y me tiré en la cama. Acababa de quedarme dormida cuando, entre sueños, oí que la puerta de la terraza se abría.
—¡Vas a conseguir que me guste este tío de tanto oírlo! —exclamó señalando a los altavoces.
—Hola —me froté los ojos para intentar recuperar la claridad. Estaba guapísimo. Le había crecido el pelo y había ganado algún kilo, lo que le sentaba muy bien—. ¿No te has hecho el propósito de aprender a llamar a las puertas con el nuevo año?
—He llamado, pero no contestabas y me estaba quedando tieso.
—¿Y eso es excusa? —pregunté perpleja.
—Bueno, siempre puedes echar el cerrojo. Entiendo que, si no lo haces, es porque no te importa que entre…
Tenía que reconocerme a mí misma que, si no cerraba con llave desde hacía unos meses, él era el motivo.
—¿Sigue sin gustarte James Blunt, después de la lista que te he creado? —me incorporé en la cama mientras él se sentaba a mis pies.
—Ya lo vi. Aún no la he escuchado. No sé si mis oídos están preparados todavía.
Esperaba que la camiseta le hiciera un poco más de ilusión.
—¿Y qué tal has empezado el año? Me dijo Gaby que en Nochevieja lo pasasteis fenomenal —no confiaba en sacarle mucha información, pero aun así decidí probar. Ojalá hubiera heredado la pericia de mi madre para los interrogatorios en lugar de sus cartucheras.
—Estuvo bien —su desinterés era evidente—. Fue Morgan la que insistió, porque yo no tenía ningunas ganas de salir, pero no resultó tan mal como esperaba. Me extrañó que no fueras…
—Es que estaba mala —mi estómago comenzó a aletear al saber que se había percatado de mi ausencia.
Se me escapaba la razón por la que había venido a verme, ya que sus visitas siempre respondían a algún motivo, nunca eran porque sí. Podía esperar a que se decidiera a explicarme qué hacía allí, pero estaba impaciente por darle su regalo.
—¿Sabes? Los Reyes te han dejado una cosa aquí.
Me miró tan atónito que por un momento pensé que se lo había tomado al pie de la letra.
—¿Para mí?
—Sí, claro —saqué la bolsa del armario y se la di.
—Y esto es por… —dijo mientras retiraba el papel y extendía la camiseta sobre la cama sin cambiar el gesto.
—Porque sí. La llevaba un maniquí que se parecía a ti.
—¡Vaya! Me han dicho muchas cosas, pero nunca que me parezco a un maniquí —replicó con una sonrisa—. Gracias. Es muy chula.
—¿De verdad que te gusta? —pregunté, ilusionada, a pesar de que él no demostrara demasiado entusiasmo—. Pensé que este azul iría bien con tu color de piel y tus ojos, y el vendedor me dio la pista de la talla.
—No sé… La veo un poco grande.
—Bueno, tú pruébatela. Se puede cambiar sin problema.
No pensé que fuera a tomárselo de forma tan literal. Casi me da algo cuando vi que tiraba hacia arriba del suéter dejando al descubierto su morena espalda. Me oí a mí misma tragar saliva y tuve que esforzarme para cerrar la boca.
—¿Qué te parece? —dijo situándose frente a mí mientras entornaba los ojos para intentar verse en el reflejo de la cristalera.
—Creo que es tu talla —rogué al cielo que no se me notara por fuera el calor que había empezado a sentir por dentro—. Piénsatelo y, si no te convence, la cambiamos.
Se dio la vuelta para mirarse en el espejo un instante, aunque enseguida clavó su mirada en mi reflejo.
—Sí, tienes razón, es mi talla. Me viene muy bien, porque tengo todas las camisetas hechas polvo. Pero no tenías que haberme comprado nada. Yo no lo he hecho.
—Yo tampoco pensaba regalarte nada —me apresuré a responder—, es solo que la vi y me acordé de ti.
Nos quedamos en silencio mirándonos a través del espejo. Conociéndole como le conocía a esas alturas, apostaría que estaba buscando las palabras adecuadas para darme las gracias.
—Bueno, en realidad sí que tengo algo para ti —dijo palpándose los bolsillos del pantalón.
—¿En serio? Pensé que habías dicho que…
—Es que no te lo he comprado —me interrumpió mientras sacaba un pequeño envoltorio arrugado, que depositó a mi lado en la cama.
—¿Qué es? ¿Puedo abrirlo? —estaba emocionada. ¡Se había acordado de mí! Ni en mis mejores sueños habría pensado que eso llegara a ocurrir.
Al retirar el papel, descubrí un colgante de piedra circular con un cristal de color ámbar en el centro.
—¡Qué bonito! —me lo coloqué encima de la ropa y observé en el espejo el efecto que hacía—. ¡Me encanta! ¿Lo has hecho tú?
—Bueno, más o menos… Me ayudó una amiga con la que estuve en un taller…
Hice esfuerzos por disimular la sonrisa y la emoción, pero no hubo forma. Me hacía mucha ilusión tener algo suyo, un regalo hecho especialmente para mí, y que hubiera venido solo para dármelo.
—¡¡Gracias, Ol!! —a cualquier otra persona le habría dado dos besos, pero con él no me atreví.
—De nada. Y, por favor, no me llames Ol.
—¿Por qué no? ¿No te gusta?
—Es que es algo entre Morgan y yo. Y prefiero que siga siendo así.
Desde luego, era de una sinceridad abrumadora. Tal vez debería estar ya acostumbrada, pero no dejaba de sorprenderme que soltara las cosas así, sin rodeos. En cualquier caso, tenía que ser liberador. No como yo, que siempre intentaba dulcificar las verdades e incluso las callaba para no hacer daño al que tenía enfrente.
—De todos modos, no he venido por esto… —dobló la camiseta vieja y la guardó en la bolsa—. Me he dejado en casa de Rubén el libro que nos mandó Oliv…, la Miss en Navidades. Me queda muy poco para acabármelo. ¿Me lo prestas unos días?
Si después del corte que me había metido quedaba algo de magia, acababa de esfumarse por completo. La tonta era yo por esperar que se comportara de una forma que no era y por fijarme una vez más en el tipo equivocado.
—No, claro que no. Llévatelo. Total… ni lo he empezado —respondí mientras sacaba Luces de bohemia de la mochila.
—Gracias. Te lo devuelvo enseguida. Ahora me abro, que mañana quiero levantarme temprano a componer.
Se puso en pie después de guardar el libro en la bolsa y se dirigió a la puerta. No podía dejar que se marchara sin contarle lo que había averiguado de su padre, era demasiado importante. Me preocupaba cómo se lo iba a tomar, ya que el día que descubrimos la foto no hizo ningún comentario al respecto y no sabía qué sensación le había causado verle después de veinte años. Como mucho, diría que había empalidecido ligeramente, si es que eso era posible. Fuera como fuera, esa información no podía guardármela para mí. Respiré hondo y me lancé.
—Ol… iver. No te vayas —se volvió sorprendido. Hasta a mí me extrañó la gravedad de mi propia voz.
—¿Qué pasa? —algo debió de intuir, porque juraría que se había puesto a la defensiva. No parecía buen pronóstico.
—Mira…, no sé muy bien cómo decirte esto, pero el caso es que… he descubierto cosas.
—¿Cómo que has descubierto cosas? ¿Qué quieres decir?
—Pues que he descubierto cosas de… tu padre.
No sé qué me impuso más: ver cómo se le crispaba la mandíbula y su mirada gris se afilaba hasta cortar como el acero o el tenso silencio que se apoderó de la habitación. Al ver que no decía nada, continué:
—Averigüé que la camiseta amarilla es de la selección australiana de rugby. A partir de ahí, todo fue sencillo: entré en la web oficial y después en foros y sitios de aficionados hasta que di con él. Esto es todo lo que he encontrado…
Le tendí una copia impresa con todos los datos y las fotos. La cogió en silencio con su glacial mirada clavada en mis ojos. En ese momento, volvieron a hacerse patentes las cicatrices, que ya casi había dejado de ver, y su aspecto torvo y amenazador, como el primer día que le conocí. Pero ya no me infundía miedo; al menos, sabía que no era una amenaza, aunque no dejaba de asustarme la posibilidad de que quisiera romper nuestra amistad o como se llamara eso que teníamos.
Sin decir nada, se dio media vuelta y desapareció en la oscuridad de la terraza.