Era viernes y había terminado la primera tanda de los finales. Solo me quedaba Física y Matemáticas, pero no tenía ningunas ganas de ponerme a estudiar. Además, Kobalsky me había invitado al ensayo. Después de perderme el concierto, me apetecía muchísimo oírlos tocar.
Aún quedaba algo de tiempo, así que decidí poner música y hacerme las uñas. Estaba concentrada en no pintarme los nudillos (con mi torpeza habitual, siempre me salgo y tengo que arreglarlo con un bastoncito), cuando Oliver entró por la puerta de la terraza, atravesando las cortinas.
—¡Qué susto me has dado! —acerté a decir dando un respingo.
—Perdona, es que estaba dando golpecitos en el cristal pero no me oías… No te molesto, que veo que estás ocupada. Solo venía a avisarte de que no hay ensayo. A Kobalsky le ha surgido no sé qué movida. Te ha llamado varias veces, pero no le coges el teléfono.
Comprobé que, efectivamente, se me había olvidado activar el sonido del móvil después de clase. Al verme reflejada en el espejo, me di cuenta de la imagen que le estaba mostrando: sentada en la cama, el pelo todo enmarañado, los pies apoyados en una silla y esas ridículas esponjitas de colores para separar los dedos. Genial, Alexia.
—No estoy ocupada —respondí mientras me quitaba con la mayor celeridad aquellas cosas de mis pies. Otra vez me había quedado sin plan para el viernes. Laura curraba en la tienda y Gaby se iba con Hugo a no sé qué asamblea ecologista.
El móvil de Oliver comenzó a sonar. La sintonía de su teléfono era un solo de percusión alucinante.
—Lo que suena es Kobalsky a la batería —sonrió al ver mi cara de asombro—. ¿Ves como hay vida más allá de James Blunt?
No salió de la habitación, pero hablaba tan bajito que no podía entender nada de lo que decía. Aproveché para recoger los esmaltes y todos los bártulos de la pedicura y me calcé.
—Era mi tío Rubén —se sentó en el borde de la cama—. Quiere que vaya a su casa. ¡Qué pereza!
—¿Dónde vive?
—En el centro, en Chueca —resopló.
—No vayas —sugerí. Ojalá se quedara. La posibilidad de pasar la tarde del viernes sola con él se me hacía de lo más tentador.
—Tengo que hacerlo. Parece importante…
Nos quedamos en silencio. ¿Estaría esperando a que dijera que le acompañaba? Lo llevaba claro si pensaba que iba a autoinvitarme a casa de su tío. Me entretuve mirando el móvil para no responder.
—Si no tienes nada que hacer —dijo por fin—, ¿por qué no te vienes conmigo?
—¿A casa de tu tío? —intenté simular extrañeza, aunque en realidad estaba más feliz que un regaliz.
—No pasa nada —se encogió de hombros—. Solo será un momento.
—Vale, te acompaño —sabía que no tenía sentido estar tan contenta, porque ni mucho menos era lo que se dice «un planazo», pero no podía evitarlo.
Tras pasar casi veinte minutos dando vueltas por Chueca, logramos aparcar cerca de la plaza. Siempre me llamaba la atención lo animadísimo del barrio, daba igual el momento en el que fueras. Además, me encantaban las tiendas. Oliver caminaba unos pasos delante de mí y, mientras bajábamos por Augusto Figueroa, estuve a punto de perderle entre la gente por parar a ver los escaparates de zapatos. ¡Había algunos tan bonitos! Pero me di cuenta de que mirar botines no entraba en sus planes. Me acordé de cuando mi madre se empeñaba en que mi padre le acompañara de compras y acababan discutiendo y él esperando en el coche. Definitivamente, los hombres no estaban diseñados para ese tipo de actividades.
Llegamos a un portal de la calle Almirante. Un portero uniformado nos abrió y nos preguntó amablemente a qué piso íbamos. Creo que era el portal más bonito que había visto en mi vida. Era grande, de estilo clásico, alumbrado con una luz tenue. Había varias plantas enormes, y al fondo estaba el ascensor, de esos antiguos con rejería en negro, como los de las películas.
Subimos hasta el ático, donde nos esperaban con la puerta abierta. Una voz nos invitó a pasar.
—Entra, entra que tengo harina hasta en las pestañas y, si salgo, lo pondré todo perdido.
Seguí a Oliver a través de un pasillo hasta llegar a una cocina enorme en la que un tipo bajito que llevaba un delantal algo ridículo se afanaba en retorcer un pedazo de masa. Volvió a hablar sin levantar la vista de la encimera.
—Dame un segundo que termino de hojaldrar esto y ya estoy contigo. Te quedarás a cenar, ¿verdad?
—Bueno, no sé…
—¡Cómo que no sé! Esta empanada de morcilla y pera lleva tu nombre y no vas a hacerme el feo. Además, tu tío tiene ganas de pasar un rato contigo y… —dirigió la vista hacia nosotros y reparó en mi presencia. Mientras se sacudía la harina en el delantal, se abalanzó sobre mí para abrazarme y darme dos sonoros besos en las mejillas.
—¡Una chica! ¡Has traído una chica!
Lo mismo hizo con Oliver, aunque a él no pareció gustarle tanta efusividad. No pude hacer otra cosa que sonreír ante lo teatral de sus gestos.
—¡¿Cómo no me avisas de que vienes acompañado, cariño?! —iba dejando manchas de harina en cada uno de los sitios que intentaba arreglarse—. Soy Darío.
—Encantada —sonreí de oreja a oreja—. Yo soy Alexia.
—¡Alexia! —dijo al tiempo que me miraba de arriba abajo—. ¿Es esa Alexia? —se dirigió a Oliver, que asintió levemente con la cabeza—. ¡Teníamos muchas ganas de conocerte! Pero este chico, que es una seta, no nos presentaba. Anda, pasa y os pongo algo para tomar mientras sale Rubén.
Noté que mis mejillas enrojecían al saber que Oliver les había hablado de mí: esperaba que para bien.
Nos acompañó hasta el salón. Era un espacio diáfano, a dos alturas, presidido por un enorme sofá de cuero rojo en forma de ele. La estancia parecía sacada de una de esas revistas de decoración que le encantaban a mi madre. Era un entorno perfecto e impoluto, donde los únicos que no parecíamos combinar éramos Oliver y yo.
—Trae, que te recojo la chaqueta —dijo Darío al tiempo que me ayudaba a quitármela—. Pero qué blusa más mona. Oliver, esta chica tiene mucho estilo. A ver si aprendemos, majo, que ya te vale. No te creas que no se lo digo cada dos por tres —empezó a hablarme en un tono confidencial—, que, cuando quiera, nos vamos de compras un día. Pero nada, él pasa de mí. ¡Con la planta que tiene! ¡Ya me gustaría a mí tener esa altura y esa espalda y esos años para lucirme! Bueno, ya no, que estoy fuera de circulación y encantado de la vida, pero ¡ay si yo hubiera sido así hace algunos añitos! Si es que ya lo digo yo siempre, la naturaleza es, a veces, una asquerosa poco equitativa… Tengo un amigo que es personal shopper y que haría maravillas contigo. Bueno, ya me entiendes —Oliver le miraba sin dar crédito—, que te dejaría como un pincel… No digo yo que no te tirara los trastos, pero tranquilo que es majo y heterofriendly. Vaya, se me va el santo al cielo. ¿Qué os apetece tomar?
—Un vaso de agua —respondió Oliver.
—Yo otro, gracias.
—Nenes, que el agua es donde practican el sexo los peces. ¿Seguro que no queréis otra cosa?
Salió de nuevo en dirección a la cocina, mientras Oliver me dedicaba una media sonrisa o, al menos, eso me pareció. Su voz se escuchaba a lo lejos al tiempo que el ruido de botellas y latas chocando.
—Hay tónica, ginger ale, cerveza sin alcohol, Coca-Cola light, Zero… ¿Habéis probado la Cherry? ¡Está buenísima! Yo solo la encuentro en Isolee, una tienda superfashion que hay aquí al lado y que me rechifla.
—Agua está bien, Darío —contestó Oliver, divertido.
—¡Sois unos sosos!
Tardó unos instantes en aparecer de nuevo con una bandeja. Repartió unas delicadas servilletas de tela y sirvió el agua de una jarra que hacía juego con los vasos. Se quitó el delantal y se sentó en un puf frente a nosotros.
—Bueno, contadme. ¿Qué tal todo? ¿Las clases?
—Bien —respondió Oliver lacónicamente.
—¿Y tú, Alexia? ¡Bah, no me contestes! Ya sabemos por Oliver que eres muy maja y que le estás ayudando mucho. Lo de la sesión de hipnosis tuvo que ser escalofriante. ¡A mí me encantan estas cosas! Lo mismo un día te pido el teléfono de tu tía para que me haga una regresión. No me sorprendería que en otra vida hubiera sido alguien importante: Leonardo da Vinci, Agustina de Aragón… ¡Qué sé yo!
—No estoy muy segura de que pueda hacer eso…
—¡Que es broma, mujer! Como mucho hubiera llegado a efebo de algún fornido centurión romano… Ahora en serio, estamos muy contentos de que cuente con alguien como tú, después de todo lo que ha pasado.
—¿Y mi tío? —interrumpió Oliver.
—Está en el despacho, solucionando un problema del trabajo. Trabajo, trabajo, trabajo… ¡No piensa en otra cosa!
—¿Y sabes por qué quería verme? Me dijo que era importante.
—Sí, lo sé —respondió con ojos chispeantes y una manifiesta alegría contenida—. Aunque no te puedo decir nada, todavía no. ¡Se lo he prometido! Enseguida sale… —un timbre sonó en la cocina—. Ya está el horno a punto. Ahora vuelvo.
¡Pero qué tipo tan majo! Me hacía muchísima ilusión que Oliver les hubiera hablado de mí. Era tan hermético que ni siquiera estaba segura de caerle del todo bien.
—¿Se llaman Rubén y Darío? ¿Como el poeta?
—Sí, casualidades de la vida. Estaban predestinados a estar juntos. Si quieres meter baza, tienes que ser rápida —Oliver hablaba casi en un susurro—. No vas a tener muchas posibilidades, te lo advierto.
Tenía toda la razón: la fluidez verbal de Darío daba vértigo.
—Hola. Disculpadme, pero tenía una llamada urgente.
Oliver se levantó y le dio un breve abrazo a su tío. Era un hombre de voz grave, casi radiofónica, muy parecida a la de Oliver, y con una planta imponente: alto, bastante delgado, con el pelo algo canoso y muy elegante. Sus ademanes eran muy serenos y masculinos, nada que ver con Darío.
—Alexia —respondió Oliver ante la mirada interrogante de su tío al percatarse de mi presencia. Una amplia sonrisa se dibujó en su cara al saber quién era.
—¡Alexia! Encantado de conocerte.
Darío irrumpió de nuevo en el salón.
—¿Has visto, cariño? Tu sobrino ha venido con Alexia.
—Ni que fuera la primera vez que vengo con una chica —Oliver enfatizó lo de «chica».
—Ya, ya. También está Morgan, claro. Pero Alexia es lo más femenino que ha pasado por esta casa en años… ¿Qué? No me miréis así —se dirigió a Rubén, que le observaba con incredulidad—. Me refiero siendo chica. ¿Qué quieres tomar, amor? ¿Te pongo un gin tonic con mucho hielo?
—Perfecto.
—No, no, te voy a sorprender con algo nuevo.
Se le iluminó la cara y siguió dirigiéndose a nosotros:
—Hace un par de meses hice un curso genial de cócteles en el Cock. Y ahora que tenemos nevera de esas que hacen hielitos, voy a preparar maravillas. Ahora vuelvo.
Salió raudo de nuevo.
—Estos son los papeles que necesito que firmes y arriba tienes el teléfono para que llames y pidas cita con el abogado para preparar lo de la tute… Bueno, habla con él y ya te contará.
Me sentí incómoda al ver que mi presencia impedía que Rubén hablara abiertamente. No debía saber que Oliver me había contado lo de la tutela.
—¿Qué tal estás de tu accidente, Alexia? —dejó a un lado los papeles para dirigirse a mí.
—Prácticamente bien del todo. A veces me duele un poco la pierna si hago algún movimiento raro, pero no tengo mayor problema.
—¡Qué mala pata! Nunca mejor dicho —señaló Darío mientras dejaba un vaso ante Rubén—. ¡Tachán! ¡Un gin mojito! Con poco gin. Prueba, prueba.
Rubén paladeó cerrando los ojos.
—Delicioso.
—¡Ya sabía yo que te iba a gustar! —volvió a dirigirse a nosotros—. Me vais a tener que disculpar otro ratito, pero es que aún le queda un pelín al pastel…
—¡Te acompaño! —le seguí hacia la cocina. Quería dejar a Oliver y a Rubén solos.
—Háblame de ti. Ya sabes que Oliver es bastante tacaño dando detalles… —se movía de un sitio para otro por aquella impresionante cocina. Yo me mantenía a un lado. Intuía que, como me ocurría a mí, a Darío le gustaba cocinar en solitario.
—No hay mucho que contar, la verdad.
—Ya… Pero estáis juntos, ¿no? Siento ser tan directo, pero es que no cuenta nada y Rubén y yo estamos intrigadísimos.
—No. Solo somos… amigos —también yo dudaba si esa palabra nos venía demasiado grande.
—¿En serio? —me sorprendió su incredulidad.
—Sí, de verdad. No hay nada.
—Entonces, supongo que estás pillada por él. Bueno, no sé si ahora decís «pillada». Todo ha cambiado tanto y el tiempo pasa tan rápido… Pero tú ya me entiendes…
—Para nada —intenté que mi voz sonara convincente. La verdad es que ni siquiera yo sabía lo que sentía por Oliver.
—Lo siento, nena, pero no cuela. Tranquila —continuó al ver mi cara de sorpresa—, que yo a él no le voy a decir ni mu. Entiendo perfectamente que luches contra tus sentimientos. ¿Sabes? Al principio a mí me pasaba lo mismo. Rubén es igual que su sobrino. Parecen témpanos de hielo. Y ese aire de inaccesibilidad: tan guapos, tan altivos, tan arrogantes… Eso los hace irresistibles, claro, pero es irritante, ¿a que sí? Sin embargo, te aseguro que es todo pura fachada. Debajo no hay más que dos criaturitas atormentadas. No sé hasta dónde sabrás de la historia, pero los pobres han tenido una vida perra. Tal vez ahora sea muy cool ser gay y esté bien visto, pero créeme si te digo que hace treinta años era una auténtica faena. Me ha costado años, AÑOS, que Rubén se abriera. He ejercido de madre, de terapeuta, de confesor… Pero te garantizo que ha merecido la pena. Si me aceptas un consejo, sé paciente. Debajo de ese ser huraño y hostil, hay una persona increíble… Pero basta de cháchara. Ahora tengo que emplatar y decorar los sorbetes, y no quiero moscardones a mi alrededor. Así que fuera, fuera, fuera, fuera…
Me echó de la cocina mientras agitaba un paño a toda velocidad. Me dirigí al salón, reticente. Oliver y Rubén seguían sentados a la mesa, así que yo me acomodé en un sofá intentando no hacer ruido y empecé a ojear una revista.
—¿Se lo has dicho al viejo? —preguntó Oliver.
—No. ¿Para qué? No va a venir. Las últimas veces que he hablado con él han sido porque me ha llamado para pedirme dinero. Para mí, él ya no es nada. Mi familia sois Darío y tú.
Aunque hablaba con serenidad, la voz de Rubén reflejaba una profunda tristeza.
—Me sorprende que hayas accedido a casarte —dijo Oliver—. ¿Dónde queda todo eso de huir de los convencionalismos?
—¡El amor es una fuerza poderosa! Cuando quieres a alguien, antepones sus deseos a los tuyos. Incluso tus creencias se tambalean, te lo aseguro. He claudicado. Para él es importante y, por tanto, para mí también —respondió sonriendo mientras emitía un fuerte suspiro.
Si hubiera tenido a mano papel y boli, hubiera escrito aquello para restregárselo después a Gaby por las narices y demostrarle que estaba equivocada en esa idea suya de que el amor romántico no existe.
—He puesto todo a nombre de Darío —continuó Rubén—: la casa, la empresa… El chalet de Ávila es para ti, pero hasta que se solucione lo de la tutela, está también a nombre de él.
—¿Por qué has hecho eso? ¿Acaso piensas morirte? —preguntó con sorna.
—Nunca se sabe cuándo llega tu hora, Oliver —se puso muy serio—. Pero tengo claro que al viejo no quiero dejarle ni agua.
—A mí tampoco tienes que dejarme nada. Todo es de Darío y tuyo.
—Los dos estamos de acuerdo. Para nosotros eres como nuestro hijo, Oliver. Puedes estar seguro de que tanto con Darío como conmigo vas a tener siempre lo que necesites. Ya sé que no quieres nada —continuó al ver que Oliver hacía el amago de protestar—, pero es el modo de hacernos felices.
La comparación con témpanos de hielo de Darío era más que acertada. La emotividad de la conversación bien merecía un beso o un abrazo; un mínimo contacto al menos, por pequeño que fuera. Pero no, allí estaban los dos sentados frente a frente, tiesos como velas. Darío entró a toda velocidad.
—Pero ¿aún no habéis puesto la mesa? ¿Es que todo tengo que hacerlo yo? Amor, pon el mantel ese nuevo tan bonito que compramos en Guimaraes y así lo estrenamos, no haya muertes repentinas…
—¡Felicidades, Darío! —dijo Oliver mientras se levantaba de la silla y se dirigía hacia él—. Al final has conseguido cazar a mi tío.
—¡Ay! ¿Ya te lo ha dicho? ¡No aguantaba más! —exclamó mientras le abrazaba y le besaba repetidamente en la mejilla—. Estoy muy contento, y mi madre, ni te cuento. Mi padre es otra historia y muy larga. Pero ella ya pensaba que me iba a quedar para vestir santos y no sabes la ilusión que le hace ir a la boda de uno de sus hijos, ¡después del disgusto que le dio mi hermana cuando dijo que no se iba a casar! Aunque su novio no para de insistirle, pero a Lourdes a cabezota no hay quien la gane y, si es que no, es que no. Y es verdad que lo nuestro no puede ser en la catedral de Burgos, como a ella le gustaría, pero bueno, le hace muchísima ilusión. ¡Adora a Rubén! Es que estoy que voy a estallar de felicidad…
Mientras hablaba, había colocado el mantel que previamente le había quitado a Rubén de las manos, la vajilla, las copas, los cubiertos, las velas, la jarra de agua y dos cestas de pan. Solo hacía breves paradas para tomar algún sorbo del vaso de Rubén. Yo asentía y sonreía y, de vez en cuando, Oliver me lanzaba miradas cómplices. Me sorprendió verle tan cómodo. No solía estar así cuando había gente alrededor. Parecía sentirse a gusto y relajado.
—¡Uy! —exclamó Darío mirando el reloj—. Voy a terminar dos cositas en la cocina y finiquito la cena. Si es que me lío y me lío… —salió de nuevo en dirección a la cocina desde donde le escuchamos aún gritar—: Amor, ¿te ocupas de escoger el vino? Tú entiendes más de eso.
—Voy —contestó Rubén al tiempo que se levantaba—. Sé que no te gustan las celebraciones, pero vendrás a la boda, ¿verdad? —se dirigió a Oliver.
—Sí. No te preocupes, cuenta conmigo.
—Yo quiero que estés y a Darío le daría un infarto como no vinieses. Ya lleva taquicárdico desde que nos decidimos…
—Tranquilo, que voy. No me lo perdería por nada del mundo. Me gusta veros así de bien juntos.
—Sí. Somos felices.
Darío irrumpió como una exhalación. Le dio un beso en la mejilla y se marchó de nuevo. Rubén se quedó sonriendo y le dijo a Oliver en tono cómplice:
—Y lo que más me gusta de él es la poca pluma que tiene.
Ambos rieron. Era fabuloso ver así a Oliver. La cena transcurrió entre charlas, ampliamente monopolizadas por Darío, y risas. Fue una velada muy agradable que me hizo descubrir una faceta de Oliver que desconocía: la de un tipo que era capaz de relajarse y sonreír. Además, la comida estaba riquísima.
Cuando regresábamos hacia el coche, Oliver se dio cuenta de que se había olvidado los papeles que le dio Rubén. Dimos la vuelta y vimos a Darío saliendo del portal y corriendo hacia nosotros con el sobre en la mano. Íbamos a cruzar la calle Barquillo, pero él se adelantó. El semáforo estaba en ámbar y el chirrido de neumáticos se hizo oír en la noche. Una pareja que cruzaba en ese momento corrió en nuestra dirección y, al igual que Darío, alcanzaron la acera cuando el vehículo estaba a punto de echárseles encima. El chico, muy enfadado, se puso a gritarle al conductor, que ya estaba lo bastante lejos como para oírle.
—¡Si es que conducen como locos! Y vosotros, ¡vaya cabeza! Aquí tenéis todos estos papelotes. Cuidado con el coche a la vuelta, que ya veis cómo está el patio.
Darío se despidió de nosotros de nuevo y regresamos a casa.
Oliver me dejó delante de casa y se marchó sin dar muchas explicaciones. La verja del jardín estaba abierta y, al llegar al portal, reparé en que, con las prisas, me había dejado las llaves. Llamé al timbre, pero no había nadie y mi madre no cogía el móvil. Me acordé de que tenía la cena de empresa y de que Eduardo se había ido ese fin de semana a esquiar. ¡Genial! Estuve esperando un rato a ver si aparecía algún vecino y, al menos, me podía meter dentro del portal para cobijarme del frío, pero nada. A la desesperada, llamé a todos los timbres, a ver si de casualidad alguien me abría. Tampoco. ¿Es que había caído una bomba nuclear y había acabado con todo bicho viviente en el edificio? Probé a llamar a Oliver, pero nada; a Gaby, y tampoco. No podía intentarlo con nadie más, porque era tardísimo, pero me estaba congelando. Pensé en dirigirme el pueblo para meterme en algún bar, pero me daba miedo caminar sola a esas horas. Para remate, comenzó a llover. Solo quedaba que me fulminara un rayo. Me situé bajo una pequeña cornisa, pero el agua venía con tanto aire y fuerza que daba lo mismo. De pronto, vi que una de las ventanas del ático se iluminaba. ¡Mi salvación! Debía de ser Oliver, que había entrado por el garaje. Empecé a llamar como una desesperada al telefonillo. No lo cogía. Seguí intentándolo tanto tiempo que pensé que se iba a quemar, pero fue inútil. Volví a probar con el móvil. ¿Es que todo el mundo había decidido pasar del teléfono justo hoy? Ya no sabía qué hacer. Como la luz de la ventana seguía encendida, coloqué mi dedo índice en el botón y lo mantuve hasta que casi me dolía la falange. Alguien me tocó el hombro y di un respingo.
—¿Qué haces aquí todavía?
Era Oliver, que venía cubierto con un chubasquero oscuro que le daba un aire siniestro.
—Disfrutando de la apacible noche en el jardín. ¿Tú qué crees? Me he dejado las llaves.
—Anda, pasa —abrió la puerta.
Me sacudí un poco las botas en el felpudo y caminé chapoteando hasta el ascensor.
—¿No estabas en casa? —pregunté extrañada—. Tu luz está encendida.
—Me la habré dejado.
—No. Se ha encendido mientras estaba yo aquí.
Su gesto cambió.
—¿Estás segura?
—Completamente.
Me dejó en medio del portal y salió afuera a mirar la fachada. Regresó.
—No hay ninguna luz.
—Te juro que he visto una luz encendida y era en tu casa.
Me miró muy serio.
—Quédate aquí y ahora te aviso. Voy a ver si hay alguien.
Le vi desaparecer escaleras arriba hasta que sus pisadas se apagaron, amortiguadas por el golpeteo de la lluvia. Me pareció oír el sonido de una cerradura, pero no estaba segura. Desde la planta baja, apenas podía oír nada. Me inquietaba pensar que alguien hubiera entrado en la casa y pudiera hacerle algo. No debía dejarle solo. Subí en el ascensor. La puerta permanecía abierta, pero en el interior todo estaba a oscuras. Entré con sigilo, aunque no podía evitar que las gotas que caían de mi ropa empapada repiquetearan contra la madera del suelo.
—Oliver —susurré, pero no obtuve respuesta.
La luz del rellano apenas me permitía ver las sombras que proyectaban los muebles. Me asomé con cautela. Allí no parecía haber nadie.
—¡Oliver! —esta vez lo dije un poco más alto.
Creí percibir una sombra que se movía, pero, en ese momento, la lámpara del vestíbulo se apagó y ya no pude ver nada. Me estremecí con un escalofrío, mitad de frío mitad de miedo. Me quedé parada en medio de aquella negrura sin saber qué hacer. Cuando mis ojos se acostumbraron un poco, intenté avanzar hacia donde recordaba que debía de estar la escalera. A tientas, guiándome por la pared, alcancé el primer escalón. Subí despacio, pues a cada paso la madera crujía bajo mi peso. Tras una eternidad conseguí llegar al piso superior. Allí, la escasa luz que entraba por la cristalera de la terraza me permitió intuir la cama. Me acerqué despacio. Entonces, noté una presencia que se acercaba por detrás hacia mí. No me dio tiempo a volverme. Chocamos y dejé escapar un grito.
—¿Alexia? —reconocí la voz de Oliver a unos centímetros de mi cara.
—¡Eres tú! —balbuceé. El corazón me latía a mil por hora. Sentí que se movía. Un instante después había encendido la luz.
—¿Estás bien? Te dije que te quedaras abajo…
No podía responderle. La sangre me bombeaba demasiado rápido y la voz parecía haberme abandonado.
—¿Cómo iba a dejarte solo? —contesté cuando conseguí reponerme un poco.
Me miró de arriba abajo y torció el gesto burlonamente.
—¿Te has visto? Si hubiera un ladrón, huiría, pero de miedo al verte. ¿Por qué no pasas a casa a cambiarte?
—No tengo llaves, ¿recuerdas?
Me alegró que no mencionara la terraza. Podía haber cruzado perfectamente por allí, pero lo último que quería era quedarme sola o dejarle solo a él.
—He mirado por todas partes y no hay nadie en casa —dijo mientras buscaba entre sus cajones—. Te has debido de equivocar de ventana.
—¿Estás seguro? ¿Has mirado en todas las habitaciones? —asintió—. No sé… De verdad que pensé que era aquí. Por cierto, sin querer he dejado la puerta abierta abajo.
—Ahora la cierro. Estaba mirando a ver si tenía algo de ropa de Morgan, pero no hay nada. Date una ducha y pilla lo que necesites de los cajones. Vas a coger una pulmonía.
Desapareció por la escalera. Me fastidió ese tono paternalista, pero no me quedaba más remedio que hacerle caso. Si me hubiera metido vestida en el mar, no habría estado más empapada.
Fue muy reconfortante notar el agua caliente resbalándome por el cuerpo y, poco a poco, fui quitándome ese frío intenso que se me había clavado en los huesos. También la sensación de miedo iba poco a poco diluyéndose. Oliver tenía razón. Seguramente, con la lluvia, me habría equivocado y había pensado que la ventana iluminada era la suya cuando en realidad se trataba de la de algún vecino. No tenía por qué estar asustada.
No había champú, solo una pastilla de jabón, así que tuve que limitarme a mojarme el pelo. Como no encontré ninguna toalla, me sequé con su albornoz, que me quedaba enorme. Coloqué la ropa sobre el radiador para que se secara y bajé de nuevo al salón. Oliver se me quedó mirando de arriba abajo y debió de pensar que estaba totalmente ridícula. Al menos así me sentí yo, y también desnuda, a pesar de que aquella inmensa bata no podía dejar nada al descubierto.
—Es que no había toalla —dije abriendo los brazos.
Se limitó a sonreír, se levantó, subió a su cuarto y bajó al instante. Me tendió unos calcetines.
—Están limpios. Te quedarán tan grandes como el albornoz, pero al menos no andarás descalza. Te dije que pillaras lo que quisieras.
Me encogí de hombros.
—No me parece bien hurgar en tus cosas.
Nos sentamos en el sofá y puso la tele. Revisamos todos los canales pero no había nada interesante. Al final, dejamos un capítulo de House empezado que yo ya había visto hacía tiempo, pero que a él pareció interesarle. Era sobre un pianista discapacitado que, en medio de un concierto, pierde el control de sus dedos.
—¡¡Es Dave Mathews!! —dijo con entusiasmo.
—¿Un actor conocido?
—No, un músico increíble. Seguro que alguna vez has oído algún tema suyo… Ah, no, que tú solo escuchas a ese inglés con cara de no haber roto un plato. ¿Cómo se llamaba?
Le saqué la lengua y subí un poco el volumen de la tele. No recordaba que, al principio, House y el pianista tocaban I Don’t Like Mondays y luego un tema lento que me pareció precioso.
De vez en cuando, le miraba con disimulo. Se había colocado un pañuelo a modo de diadema para retirarse el pelo de la cara, tenía las gafas puestas y había cambiado la ropa que traía de la calle por un chándal con chaqueta de capucha y cremallera. Estaba descalzo, con las piernas sobre el sofá medio cruzadas. Si Gabriela le hubiese visto así, se habría lanzado en plancha, seguro.
Empezó a bostezar. Debía marcharme a casa, aunque con la que estaba cayendo no podía cruzar por la terraza y menos en albornoz, y mi madre seguía sin dar señales de vida. Podía pedirle a él que saltara a mi terraza y que me abriera. No sabía qué hacer. Lo cierto es que yo estaba muy a gusto, pero temía estar molestándole. Clarísimamente, no. Se había quedado frito.
Le quité el mando de la tele de la mano y bajé un poco el volumen para que no se despertase. Me parecía casi imposible que alguien se pudiera quedar dormido en esa postura.
Eché un vistazo a los papeles que aún se acumulaban sobre la mesa alta y vi que entre ellos estaba una de las fotos que encontramos en la caja de música, esa en la que su madre estaba abrazada a un chico que llevaba una camiseta amarilla como las de los futbolistas con una insignia verde que no se apreciaba bien. Le di la vuelta y encontré una nota manuscrita «Para siempre» y lo que debía ser una fecha que estaba medio borrada. ¿Sería aquel hombre su padre? El parecido era más que evidente y se diría que estaban muy enamorados. ¿Le habría ocurrido algo, o los habría abandonado? Si fuera lo segundo, no tenía mucho sentido que su madre guardara la foto. Yo, si el padre de mi hijo me dejara sin más, quemaría todas sus cosas haciendo una hoguera en medio de la calle y no conservaría ningún recuerdo.
Volví a dejarla en el mismo lugar antes de que Oliver se despertara y pensara que era una entrometida.
Apagué la tele, cogí un libro de la estantería y me puse a leer un rato.
Un ruido seco me despertó. Tardé unos segundos en procesar lo que había sido: era el libro que se había caído al suelo. Al estirar el brazo para cogerlo me di cuenta de que estaba recostada sobre Oliver. ¡Ay! Me quedé inmóvil. ¿Cómo había llegado a colocarme así? Tenía la cabeza apoyada en su pecho y su brazo derecho estaba sobre mi espalda. No me abrazaba, creo que simplemente lo había dejado ahí por comodidad. Tenía que quitarme enseguida. ¿Qué iba a pensar? ¿Y si se despertaba? En cuanto me moviera, seguro que se espabilaba. A lo mejor, con un poco de suerte cambiaba el brazo de sitio y podía soltarme sin que se diera cuenta… Mejor esperar. La verdad es que estaba cómoda. Notaba su respiración serena, sus latidos, el calor de su cuerpo bajo el mío… Me estaba resultando de lo más sensual y, después de mucho tiempo, regresaron a mi mente las imágenes de la terraza. Y yo estaba desnuda, solo con el albornoz. Debía salir de allí, ya mismo. Hice ademán de levantarme, pero él apretó el brazo y, para remate, cruzó una de sus piernas sobre las mías dejándome aprisionada. Empezó a subirme calor por la espalda y noté cómo las mejillas se me encendían. Uau. A lo mejor no pasaba nada si esperaba un ratito. Me quedé disfrutando de esa sensación en una especie de duermevela. De pronto, noté cómo me agarraba con ambos brazos y me subía hasta que mi cara estuvo a la altura de la suya, como si yo fuera una manta con la que arroparse. Tenía los ojos cerrados, pero ahora ya dudaba de que estuviera dormido. No podía ser. El calor era cada vez más intenso y tuve la sensación de que sus latidos también se aceleraban. Tenía mi boca a un milímetro de la suya y oí una voz lejana que me decía «bésale». Y yo, que me había jurado que nunca besaría a un chico antes de que él lo hiciera, me lancé sobre sus labios invocando ese mantra de «nunca digas nunca». Me pareció que respondía pero, entonces, abrí los ojos y vi que me estaba mirando con gesto de sorpresa. Me levanté casi de un salto.
—¿Me estabas besando?
—¡Yo! —«niégalo, niégalo, niega lo evidente, Alexia»—. ¡Ja! Más quisieras —«Dios, qué vergüenza, que me trague la tierra ya».
—Me estabas besando —aseveró con una sonrisa socarrona.
—Pero si estabas medio dormido.
—O sea, que lo admites.
—¡No admito nada! Digo que, como estabas dormido, habrá sido que tu mente te ha jugado una mala pasada.
Se rio. Yo no tenía la culpa, fue una pulsión irrefrenable y esa voz que me animaba a hacerlo… Y pensé que él me estaba respondiendo. Dios, qué vergüenza. Pero, claro, si había comenzado mi argumento negándolo todo, ahora no podía cambiarlo.
—Me voy a mi casa —dije mientras me dirigía hacia las escaleras.
—¿Y vas a saltar en albornoz?
—Saltaré como me dé la gana.
—¿Otro beso de buenas noches? —casi no pudo terminar la frase de la risa.
—Que te den.
Menos mal que mi ropa se había secado y ya no llovía, así que pude entrar en casa sin problemas. Ya le había dado suficientes argumentos para que se burlara de mí.