Pasaron varios días sin saber nada de Oliver, pero yo no podía quitármelo de la cabeza. A cada momento me asaltaban imágenes suyas: sus ojos grises, su sonrisa, sus tatuajes y esa gota de líquido resbalando por su cuello minutos antes de invitarme a meterme en su cama. Pero ¿qué me estaba pasando?
Por otro lado, estaba Álvaro, que si bien había pasado a un segundo plano, seguía rondando mis pensamientos. Sabía por Laura que las cosas no les iban muy bien y que él debía de seguir en la misma línea. No me había llamado ni escrito después de la conversación telefónica y, desde el día de la pelea, no habíamos vuelto a coincidir.
En el instituto todo el mundo estaba atacado con los exámenes. Yo no es que los llevara mejor que el resto, pero que te ocurran determinadas cosas en la vida hace que relativices bastante las prioridades, y una nota baja en Matemáticas o Física no parece algo tan grave.
Además, me encontraba de muy buen humor porque, al fin, me había podido desprender de la muleta. Aún debía realizar algunos ejercicios en casa y tener un poco de cuidado para no forzar la pierna, pero era un gran alivio no depender más de aquel artilugio metálico.
Llevaba estudiando toda la tarde y estaba harta, así que, aunque casi era la hora de cenar, aprovechando que mi madre y Eduardo aún no habían regresado, decidí hacer algo de limpieza en mi habitación. El armario estaba a reventar y mi madre había amenazado que, o quitaba algunas cosas que ya no me ponía, o escogería ella sin ningún miramiento lo que iba a llevar a la parroquia. Debía tomar medidas cuanto antes, porque sabía que, igual que la Mafia, cumplía sus amenazas. Además, era absurdo acumular ropa en la que no me iba a poder meter nunca más en la vida y debía asumir los cuatro o cinco kilos que había ganado en los últimos años y que, cómo no, se me habían concentrado en el culo y el pecho.
Estaba sumergida en un inmenso montón de ropa, con Los 40 a todo trapo, cuando oí que alguien llamaba a la puerta. Me encontré con un repartidor chino que debía de tener el mismo nivel de español que yo de mandarín. Me mostró la nota que llevaba, pero aquello se entendía tanto como las recetas de mi médico. Seguro que era la cena de Oliver, así que llamé a su puerta.
—¿Será esto para ti? —le pregunté cuando salió a abrir. ¡Vaya pintas! Llevaba un pañuelo en la cabeza y una camiseta zarrapastrosa con unos vaqueros igual de viejos.
—Sí. Qué rápidos son estos. Un momento.
Se limpió las manos en los pantalones y rebuscó en los bolsillos. Pagó y volvió a cerrar la puerta sin mediar palabra.
Quizá debía acostumbrarme a su poca amabilidad natural y asumirla como algo característico suyo que nada tenía que ver con los demás. Era un rasgo más de su persona, al igual que lo eran sus ojos grises o su voz profunda. Subí a mi cuarto para continuar con la ropa. Tony Aguilar seguía con la lista y ahora presentaba a Taylor Swift con We Are Never Ever Getting Back Together. Debería enviársela a Álvaro.
Decidí probarme algunas cosas antes de tomar la decisión de desprenderme de ellas de una vez por todas: el vestido repolludo para ir de boda que tanto le gustaba a mi madre lo descarté sin más. ¿Cómo habría tenido el valor de estrenarlo? Por fin encontraba la oportunidad de deshacerme de él sin que ella pusiera el grito en el cielo. Inexplicablemente, los vaqueros negros que compré en Estados Unidos me quedaban bien. Allí también había ganado unos cuantos kilos. La minifalda roja que Gaby se empeñó en que me comprara era muy bonita, pero un poco reventona y muy corta…
—Creo que te queda bien.
Di un respingo y vi en el espejo que mi cara adquiría el mismo tono que la falda.
—¡¿Es que no sabes llamar?!
Oliver sonrió divertido mientras yo trataba de estirarme la falda hacia las rodillas. Volví a mirarme en el espejo. Genial. Jersey de andar por casa, las pantuflas de osos y la dichosa minifalda. Se sentó sobre mi cama como si estuviera en su casa.
—Venía a decirte que, si no habías cenado, me han traído un plato de más del chino, pero casi mejor me quedo a ver el pase de modelos. Sigue, sigue, como si yo no estuviera.
No sé dónde le veía él la gracia. De nuevo, quería contestarle algo a su nivel, pero no me salían las palabras.
—Más quisieras —fue lo mejor que se me ocurrió. Cogí las primeras mallas que pillé y un jersey largo y me metí en el baño a cambiarme lo más rápido que pude. Cuando salí, me lo encontré cogiendo mi pijama de nubes azules que estaba en la pila de ropa para lavar.
—¿Este no te lo pruebas?
Se estaba burlando de mí en mi cara.
—No, yo duermo sin nada.
¡Pedazo órdago!
—¡Ja! No te lo crees ni tú. Con la colección de pijamitas de niña buena que he conocido durante tu convalecencia: el rosa, el de cuadros escoceses, el amarillo de flores… ¿Te vienes a cenar entonces? Se van a enfriar los tallarines.
—Bueno, vale.
Cruzamos a su casa por la terraza (yo con alguna dificultad) y bajamos al salón. Se veía claramente que estaba en proceso de organización y limpieza. Los plásticos que cubrían el sofá habían desaparecido y sobre la mesa de centro estaban los recipientes del chino. Todavía quedaban algunos muebles tapados con sábanas. Había una pequeña chimenea en la que el día anterior no había reparado.
—Siéntate donde puedas. ¿Qué quieres para beber? —me dijo mientras se dirigía a la cocina.
—Agua —grité.
Me acerqué a una de las estanterías, tan repleta de libros que las baldas comenzaban a combarse. Había bastantes títulos en francés o de autores franceses: Baudelaire, Molière, Camus, Balzac, Simone de Beauvoir… Otros no los había oído en mi vida. También había una zona que debía de ser de autores chinos o japoneses: Dai Sijie, Gao Xingjian, Mo Yan… pero no conocía a ninguno.
Regresó con una botella de plástico y un par de vasos.
—¿Son todos tuyos?
—Algunos sí, pero la mayoría eran de mi madre; así que supongo que también son míos. ¿Cenamos?
Hacía siglos que no tomaba comida china y lo cierto es que me gustaba. Traté de buscar algún tema de conversación, en vista de que él no parecía animado a hacerlo.
—¿Qué tal vas con los exámenes?
—Bien —respondió sin levantar la vista del arroz tres delicias.
—¿Y Morgan? ¿Qué tal está?
—Bien.
—¿Y con Fran?
—Bien.
Me rindo, me rindo. Seguro que si le preguntaba qué le parecería que un marciano nos llevara a su nave para usarnos como cobayas me contestaba que bien.
—¿Y la Miss?
No era lo del marciano, pero al menos esperaba alguna reacción.
—Bien.
Exasperante. Me concentré en los tallarines.
—¿Y tú qué tal? ¿Qué tal la pierna? —preguntó al fin.
—Bien.
Levantó la cabeza, le guiñé un ojo y me sonrió. Bonita sonrisa. No pude hacer otra cosa que convertir aquello en una conversación.
—Estoy mucho mejor. No tener que llevar la muleta ha sido una liberación. De exámenes solo me quedan tres. Estoy tranquila.
—¿Qué es de tu amigo ese que sale con Laura… el del día de la pelea?
Directo a la diana. Casi me atraganto con un guisante.
—¿Álvaro? —asintió—. Supongo que bien. ¿Por qué lo preguntas?
—Hace mucho que no le veo por el instituto. ¿Ya no os viene a ver a la salida?
—No viene a verme a mí, viene a ver a su novia. Además, no es mi amigo…; bueno, sí lo es, pero es más bien el novio de Laura.
—Si tú lo dices…
—No es que yo lo diga, es que es así.
No entendía adónde quería llegar.
—Ya. Pues dicen por ahí que mantienes una relación sórdida y clandestina con él —dijo con esa sonrisa burlona tan irritante.
—¡¿Quién te ha dicho eso?!
—Se dice, se comenta… ya sabes —su sonrisa se ampliaba al tiempo que crecía mi rabia.
—No me creo que nadie haya dicho eso. Te lo estás inventando —traté de mostrar tranquilidad.
—Relájate, se te está hinchando una vena de la frente y te va a dar un infarto —se concentró de nuevo en su plato y siguió comiendo como si no pasara nada. No tenía por qué darle explicaciones, pero necesitaba aclarar todo aquello.
—No me hace ninguna gracia que se comenten esas cosas —intenté que mi voz sonara serena—. Laura es una de mis mejores amigas y no me gustaría que tuviéramos un malentendido por un rumor…
Me miró en silencio, como si estuviera sopesando si delatar o no a sus fuentes.
—Es una broma —añadió finalmente—. Morgan me lo contó por un comentario que le hizo Charlie. Puedes estar tranquila, no es mi guerra.
Rebañó hasta el último grano de arroz y, mientras yo terminaba, se echó hacia atrás en el sofá para tener una panorámica del salón.
—Aún te queda mucho trabajo que hacer aquí —me aventuré a decir—. ¿Quieres que te ayude? Es lo menos que puedo hacer en compensación por la cena.
—Vale —¿eso era entusiasmo? Quizá sí—. Termina y te busco un trapo.
El polvo se había acumulado durante años y se había colado por todas las rendijas. Mientras él cambiaba cosas de sitio y apilaba cajas en un cuarto anexo a la cocina, yo iba limpiando. Algunas pesaban tanto que tuvimos que arrastrarlas entre los dos porque no había modo de levantarlas. No tardamos mucho en despejar el salón, en el que quedaron solamente el sofá, la mesa baja, una mesa de comedor con cuatro sillas, la librería y el piano. Cogí la escalera para ir sacando los libros de la zona más alta y fui bajándolos poco a poco. Oliver los iba cogiendo desde abajo. Debería haber usado guantes, porque las manos se me habían puesto negras.
Solo quedaban por bajar algunos gruesos diccionarios que estaban en el hueco entre la librería y el techo, pero yo no llegaba, así que fue Oliver quien tuvo que cambiarme el puesto.
Subió los peldaños mientras yo esperaba a su lado a que me fuera pasando los libros. Cuando llegó al último, mi cabeza quedó a la altura de sus rodillas. Con solo levantar un poco la vista, podía tener un perfecto primer plano de su trasero. Respiré hondo e intenté no mirar muy descaradamente. Para alcanzar los libros tenía que ponerse de puntillas y estirar los brazos hacia arriba y, al hacerlo, su camiseta se desplazaba dejando a la vista parte de sus abdominales y el ombligo. Por la espalda, ocurría algo parecido y el elástico del calzoncillo asomaba por los vaqueros, dejando a la vista el final de su espalda color canela. No era mucho más de lo que había visto el día de la terraza, pero la imagen me resultaba tremendamente seductora y sugerente.
—¿Sabes que pesa? ¿Lo coges y dejas de mirarme el culo? —me dijo al tiempo que me alcanzaba un par de gruesos volúmenes.
—Eh… ya lo co… ¡No te estaba mirando! —traté de mostrar indignación y de disimular, pero era difícil negar lo evidente—. ¿Adónde voy a mirar desde aquí?
Me lanzó una mirada condescendiente y me pasó los últimos libros.
—Bien. Primera parte concluida. ¿Hacemos un descanso?
Asentí. Mientras él se lavaba las manos en la cocina, yo me fui al baño que había en la entrada. ¡Mierda! No había espejo. Me lavé un poco la cara y me sacudí el polvo del pelo (debería haberme puesto un pañuelo, como él) y regresé al salón. Él estaba repantingado en una esquina del sofá y yo me senté en la otra. Sobre la mesa, había un pequeño cuenco con manzanas.
—Están buenas —dijo mientras le daba un mordisco a una—. Me las ha traído mi fisioterapeuta de su pueblo. Prueba, si quieres.
Probé. Estaba deliciosa.
—¿Tu fisio te hace regalos? Tienes buena relación con ella.
—¿Por qué has pensado que es ella? ¡Ah! Claro, crees que es un pago en especies por mis servicios sexuales, como con la Miss, ¿no?
Otra vez había metido la pata hasta la rodilla.
—No, porque, como la mía es chica y la que le da los masajes a mi madre, también, asumí que normalmente todas son chicas —pata sacada a medias.
—Pues es un tío enorme con bigote. Y sí, me llevo muy bien con él. Cuando estaba en el centro me ayudó muchísimo. Si no hubiera sido por él y sus consejos, quizá todavía estaría allí.
—¿Y eso?
—Buf, es complicado. Imagínate que un día te encierran en un sitio con un montón de gente con problemas más o menos graves, pero tú crees que estás bien y que no tienes ningún motivo para que te tengan ahí. ¿Qué harías?
—Protestar.
—Pues eso hice yo y algo más. Al principio protesté, luego me encerré y me negué a hablar o colaborar en nada: no comía, tiraba las medicinas, no participaba en las terapias de grupo… A veces, cosas peores. Y eso, en vez de jugar a mi favor, lo hizo en mi contra. Con mi actitud les estaba dando a entender que sí me pasaba algo. Y quizá fuera así, pero tampoco iba a ningún sitio. Él no solo me ayudó con mis lesiones, también me tendió una mano, creyó en mí y me ayudó a salir de ese agujero en el que estaba. Me refiero al mío propio, no al hospital. También trató de mediar con mi médico, aunque con escaso éxito. De todas maneras, se lo agradezco igual.
Me llamaba mucho la atención la serenidad y naturalidad con la que hablaba de ello. No sabía qué decir. Le di otro mordisco a la manzana.
—Están buenas, ¿verdad? Me alegro de que la dulce Alexia haya caído en la tentación y se coma una de mis manzanas, aunque crea que las he conseguido vendiendo mi cuerpo.
Me guiñó un ojo en un gesto que me pareció encantador… ¡Por Dios! ¿Qué me estaba pasando?
—Bueno, habrá que seguir o no podremos terminar de colocarlo todo —miré hacia la estantería—. Pronto llegarán mi madre y Eduardo y, como no esté en casa, se me cae el pelo. Por cierto, te has dejado un libro ahí arriba.
—¿Dónde?
—Ahí, a la izquierda, al fondo. ¿No lo ves?
Lo cierto es que no era sencillo reparar en él. Estaba muy al fondo y, con el ángulo que permitía la escalera, era imposible verlo. Desde el sofá, sí.
Se levantó y subió de nuevo los peldaños mientras yo escrutaba cada uno de sus movimientos. Metió una mano por el hueco.
—¿Aquí?
—Más hacia la izquierda —le indiqué—. Tu otra izquierda —sonreí. Casi estaba de puntillas y aun así no llegaba—. Espera.
Fui hasta él y coloqué bajo sus pies un par de guías de teléfono viejas que le hicieron ganar la altura suficiente para alcanzar aquel libro y dármelo.
—Si no pesa nada —comenté sorprendida. Mientras él bajaba, golpeé una de sus tapas de piel rojiza, como antigua, y sonó hueco—. No es un libro, aunque lo parece. Es una caja.
Se la tendí. Él la agitó y varios objetos resonaron en el interior. Se dirigió hasta la mesa y lo colocó sobre ella. Le dio varias vueltas antes de localizar el cierre, como si lo acariciara. Había algo en aquel objeto que le llamaba mucho la atención. Era como si, de pronto, se hubiera trasladado a otro lugar en el que aquel libro, sin título ni marca alguna, adquiriera todo su significado. Lo abrió.
En el interior de la tapa pude ver un dibujo similar al de su brazo, con dos serpientes entrelazadas. Me vino a la cabeza la sesión de hipnosis con Beatriz. ¿Sería este el libro que él recordaba?
Me mantuve enfrente, en silencio, al margen, para no interrumpir aquel momento que parecía tener suma importancia para él. Sonrió del modo más amplio que había visto nunca. Fue sacando algunos papelitos, como pequeñas notas, algunos sobres, una cinta de radiocasete sin caja siquiera, una púa de guitarra, un pañuelo bordado, un anillo y diversas fotos. Lo fue colocando todo sobre la mesa con sumo cuidado y, al fin, levantó la cabeza hacia a mí, sin dejar de lucir aquella sonrisa pero con los ojos ligeramente empañados, y habló.
—¡Son cosas que me guardaba mi madre! Ella me decía que era nuestra caja de los tesoros. Mira, ven —me senté a su lado—. Esta es una foto nuestra del primer día de cole.
Pero ¡qué niño más mono! Estaba para comérselo. Preferí ahorrarme el comentario. Su madre era rubia, angelical, del estilo de Laura, pero con la piel muchísimo más clara y el pelo muy largo. Parecía casi una niña. Debía de ser jovencísima cuando tuvo a Oliver. Siguió.
—Este es un pañuelo bordado por mi abuela. Mi madre decía que cuando estaba triste, lo sacaba y, por no mancharlo, evitaba llorar. Y mira, esto es un tique del Louvre. ¿Sabes? Pasó en Francia el último año de instituto y luego empezó a estudiar Filología Francesa. Siempre me hablaba de lo bonito que era París…
»¡Anda! ¡La entrada de mi primer concierto! —parecía entusiasmado con el descubrimiento, aunque su gesto cambió de repente—. ¿Cómo puede estar aquí? Si se supone que nadie ha abierto esta caja desde que murió mi madre… —parecía desconcertado.
Otra vez la frente crispada. Aunque había ido recuperando ciertos retazos de su vida, parecía que aún quedaban muchas lagunas.
—Tal vez fue tu abuela quien la guardó aquí, en tu caja de los tesoros.
Me miró extrañado, aunque luego asintió, como si diera por válida mi teoría.
—¡Mira! —continuó examinando uno a uno los objetos—. Este es el anillo que siempre llevaba mi madre. Pensé que se había perdido cuando murió.
Lo dejó sobre la palma de una de sus manos mientras que con la otra lo acariciaba. Era un anillo muy pequeño, sus dedos debían de haberlo sido, y tenía un engarce con una pequeña piedra gris, casi del color de los ojos de Oliver.
Lo puso de nuevo dentro de la caja y siguió apartando artículos que miraba como si le fueran ajenos.
—Y ¿sabes lo mejor de esta caja? Que es de música. Mira.
Tiró de una pequeña cuerda que había en un rincón, pero no sonó nada. Volvió a accionarla. Tampoco.
—Vaya, se habrá estropeado. Qué pena. Intentaré ver si encuentro a alguien que me la pueda arreglar.
—¿Y eso? —señalé unos sobres acolchados que había apartado.
—Ni idea.
Abrió el más pequeño del que cayó una llave al suelo. Revisó en el interior, pero no había nada más. La cogí. Era pequeña, como de un buzón.
—Tiene un número grabado —le informé al tiempo que se la devolvía.
—No sé de dónde puede ser. A lo mejor es una copia de repuesto de la otra casa.
La volvió a meter en el sobre y cogió otro del que salieron varias fotos. Las miró con extrañeza. En una aparecía un grupo de chicas ante la torre Eiffel, pero estaban tan lejos y la foto era tan mala que casi no se las identificaba. Otra era de su madre con él de bebé, envuelto en una manta. En otra estaba también ella, junto a un hombre negro bastante corpulento que a su lado parecía un gigante. A Oliver le cambió el gesto; había llegado a la misma conclusión que yo: era su padre. No había mucho espacio para la duda. Si hubieran hecho un montaje en Photoshop de las dos caras, el resultado habría sido él. Miró largo rato la fotografía sin hacer ningún comentario. Guardó todo de nuevo, a excepción de la entrada del concierto, y se dejó caer en el sofá. Yo hice lo mismo. Pasó un rato mirando al vacío sin soltar aquel trozo de papel hasta que se giró hacia mí.
—Gracias por ayudarme, pero sobre todo por encontrar esto.
Se acercó más. Sus ojos se clavaron en los míos. No podía moverme. Noté que mi respiración se aceleraba. «Tranquila, Álex, tranquila». Llevó una de sus manos hasta su boca y se humedeció dos dedos. Pero ¿qué iba a hacer? Finalmente, los llevó hasta mi nariz y la frotó con suavidad.
—Tenías una mancha oscura. Debe de ser de los libros —dijo sin parpadear y así se mantuvo, mirándome, durante un largo silencio—. Es tarde —añadió una eternidad después—. Creo que deberías irte a casa. Ya seguiremos otro día.
Se levantó y se dirigió a la puerta. Yo tardé en reaccionar y, como una autómata, le seguí. Me temblaban las piernas y, aunque no fui consciente en aquel momento, creo que casi me empujó para salir.
—Hasta mañana —susurré y, tras varios intentos para meter la llave en la cerradura, entré en casa y me deslicé hasta sentarme en el suelo tras ella. «Guay».
***
Me levanté de tan buen humor que podría haber ido al instituto dando saltos. Tampoco es que hubiera pasado nada especial en mi vida, pero estaba tan radiante como el sol que caldeaba la gélida mañana de diciembre. Decidí dar un rodeo y pasar por el parque grande. No había regresado allí desde el día del accidente y tampoco tenía motivo para no hacerlo. Era un lugar que me encantaba y más cuando se acercaba la Navidad. Algunas zonas de hierba umbrías todavía estaban cubiertas de escarcha y eso les daba una peculiar belleza. Habían instalado varios puestos de madera para el mercadillo y unos obreros estaban terminando de colocar las luces en uno de los abetos más grandes, el que estaba junto a la fuente. Estuve un rato contemplándolos antes de seguir en dirección al instituto.
—¡Llega la Navidad! —solté nada más entrar en clase, pero solo pudieron oírme Tejeda que, como siempre, estaba ya sentado en su sitio con el bolígrafo dispuesto; un par de amigos suyos de parecido corte, que me miraron como si me hubiera vuelto loca; y, por desgracia, Izquierdo. ¿Qué pintaba allí a esas horas el tutor? ¡Si hoy ni siquiera teníamos clase con él!
—Obvio, Alexia. No es necesario gritarlo como si hubieras localizado el bosón de Higgs.
Lo dijo sin levantar siquiera la vista del periódico que estaba leyendo. ¡Qué tío más seta! Me dio igual. Al sonido del timbre, un tropel de gente entró en el aula, momento en el que anunció que, debido a la gripe que se estaba extendiendo en el claustro de profesores, no tendríamos Matemáticas ni Dibujo Técnico y que íbamos a tener el «inesperado placer mutuo» de pasar la mañana juntos, así que a estudiar. Otra buena noticia. Un par de horas intensivas me vendrían bien para adelantar y tener la tarde libre.
Estaba concentrada en mis apuntes cuando noté que el móvil vibraba. Lo saqué disimuladamente y vi que era Gaby para proponerme visitar el mercadillo por la tarde. Contesté con un lacónico «sí».
A la salida de clase me estaban esperando ella y Kobalsky.
—El plan es: ver el encendido de las luces, paseo por los puestos y chocolate con churros —me soltó Gaby con una sonrisa de oreja a oreja.
—Me parece un planazo.
—Pues vámonos ya o nos lo perderemos. Laura vendrá más tarde, porque ha tenido que irse pitando a ayudar a su madre. Cuando esté llegando, nos llamará.
Me encantaba ver los adornos navideños y a los niños mirando ensimismados los juguetes. El olor a castañas asadas, las luces de colores, la gente con gorritos rojos y diademas algo ridículas… Me gustaba muchísimo.
En el bar del chocolate había una cola enorme y acabamos tomándonos los churros sentados en uno de los bancos del parque. Estaban deliciosos y Gaby se zampó una docena ella solita. ¿Dónde los metería? Estuvimos mirando el sinfín de figuritas que se alineaban en los puestos y Gaby y yo nos compramos unas orejeras con forma de astas de renos y guardamos otras para Laura, que llegó antes de lo previsto.
La temperatura estaba bajando, así que decidimos acercarnos al centro comercial. Nos paramos en casi todos los escaparates y, aunque Kobalsky odiaba ir de tiendas, la presencia de Laura le hacía olvidar su repulsión consumista. De todas maneras, no llegamos a comprar nada. Mi madre me había dado algo de dinero para ropa, pero era consciente de que habían tenido muchos gastos con lo del accidente.
—Es Álvaro —dijo Laura mientras tecleaba con el móvil—. Dice que, si le aceptamos, se viene un rato con nosotros y luego nos acerca a casa. ¿Os parece bien?
A Kobalsky la idea, obviamente, no le hizo mucha gracia, y Gaby puso cara de «vaya pereza». A mí, lo cierto es que me daba un poco igual; había caminado ya bastante y la pierna empezaba a dolerme. Asentimos todos.
Quedamos junto al gran abeto del parque. Mala idea, porque el lugar lo había escogido medio millón de personas más. Menos mal que Kobalsky sobresalía ampliamente entre las cabezas y Álvaro no tardó mucho en encontrarnos.
A pesar de mi estado zen y de buen rollo, tenía cierto miedo de volver a verle y que me alterara, aunque no fue así. Fuimos al bar de las tablas de patatas y estuvimos charlando con normalidad, a pesar de algunas pullas de Gaby. No sé si fue el espíritu navideño, pero el caso es que me alegré de verlos juntos tan felices, sobre todo a Laura. Era mi amiga y la quería mucho y le deseaba lo mejor. Y lo mismo para Álvaro. No era mal tío, algo golfo, pero no era malo. Y ¡qué narices! Debía dejar atrás todo lo ocurrido y mirar hacia el futuro, y cuanto antes me dejara invadir por los sentimientos positivos y me relajara, mucho mejor para todos. Kobalsky quizá debería hacer lo mismo. Tal vez fuera mejor buscarle algún otro objetivo para que se quitara a Laura de la cabeza cuanto antes.
—¿Qué vais a hacer en Navidades? —pregunté.
—Pues yo lo de siempre: cenar con mis padres y mis tíos en casa, y currar —dijo Laura, resoplando desanimada—. Cuando la gente más se divierte, nuestro horno echa humo, literalmente.
—Laura, si quieres, para Nochevieja yo os puedo echar una mano, pero la semana de Navidad no, porque nos vamos a Polonia a ver a mis abuelos.
—¡Gracias, guapo!
—De, de nada… Pero vamos, que te lo digo en serio, que lo hago encantado.
—A mí ya sabes que lo de la pastelería se me da fatal, pero si lo necesitas… —añadió Álvaro, un poco forzado.
—Ya, ya, seguro que te han pillado más de una vez con las manos en la masa. Eso no quiere decir que seas bueno amasando —le soltó Gaby con algo de retintín.
—Soy mejor de lo que te piensas…
Gaby hizo ademán de seguir, pero le di tal pisotón que se le quitaron las ganas. «Piensa en positivo, Alexia, hoy estás zen».
—Yo todavía no sé qué va a ser de mi vida. Mis padres no se han puesto de acuerdo. Lo único que tengo claro es que en Nochebuena cenaremos todos en casa de mi tía Beatriz.
Era lo que peor llevaba desde el divorcio: las Navidades cambiaron. Nunca sabía con quién iba a tocarme. Durante algunos años, cuando era más pequeña, el día de Reyes comíamos papá, mamá y yo, pero la cosa siempre solía acabar en trifulca, así que casi era mejor andar repartida y que, en estas fiestas llenas de amor y susceptibilidades, mis padres se mantuvieran a una prudencial distancia.
—Pues si está Beatriz y cocinas tú, yo me apunto —señaló Gaby—. En Navidad siempre comemos sobras de comida preparada de la noche anterior. Ya sabes que mi madre odia cocinar, mi padre recoger y mi hermano ni siquiera se levanta de la cama…
—Pues vente. Mi tía ha invitado a un «amigo», aunque yo creo que es un noviete. Como sea tan extraño como el último, te aseguro que no te vas a aburrir.
—¿Y en Nochevieja? ¿Hacemos algo? —preguntó Laura.
—Charlie me dijo que a lo mejor hacía algo en el piso con sus compañeros. Seguro que le apetece que vayamos y, cuantos más seamos, mejor —propuso Álvaro—. ¿Os apetecería? Le llamo mañana mismo y le pregunto.
—Mmm. No suena mal, pero no sé si me dejarán —replicó desanimada Laura.
—Yo hablaré con tu padre, preciosa. Ya verás como le convencemos —la animó Álvaro. La verdad es que el muchacho sabía ser encantador cuando se lo proponía. Laura le dedicó una mirada de amor incondicional.
—¡Fiesta con universitarios! ¡Mola! Aunque uno de ellos seas tú. ¿Algún macizo, mejorando lo presente? Y me refiero a Kobalsky, que conste —Gaby no podía disimular su entusiasmo.
—No lo sé. Eso deberás juzgarlo tú, pero dudo que encuentres algo mucho mejor que yo, o que Kobalsky.
—No me retes.
—¿Álex? ¿Contamos contigo? —me preguntó Álvaro con su sonrisa más seductora.
—¡Claro! Aunque espero que no pase como la última vez, cuando acabamos en aquel sitio espantoso y cutre y encima me dejasteis hablando con Tejeda…
—¡Uy! ¡Qué tarde! —dijo Laura mirando el reloj—. Me tengo que ir o mi madre me mata. Estos días la pobre está que no da para más. ¿Nos llevas entonces? —puso ojitos de cordero degollado a Álvaro.
—Claro, rubia. ¿Os quedáis u os llevo a todos?
—Yo me voy a ir dando un paseo. No te molestes, gracias —contestó Kobalsky mirando a Laura con cierta pena.
—¡Que no es molestia! Te acercamos en un momento.
Por supuesto, a Laura no podía negarle nada, así que allí estábamos, metidos como sardinas en el asiento trasero del coche de Álvaro de vuelta a casa.
A mí fue a la última que dejaron. Mientras Laura se quedaba en su asiento porque estaba aterida de frío, Álvaro se bajó para despedirse.
—Me alegra que me hayas perdonado —susurró—. Siento mucho todo lo ocurrido.
—No te preocupes. Ya está olvidado —contesté esbozando una sonrisa.
Se acercó y me abrazó fuerte, como si quisiera cobijarme entre sus brazos. Me hizo recordar por qué me gustaba y por qué había estado enamorada de él tanto tiempo. Ya no. Zen, Alexia.
Vi cómo, al entrar al coche, agarraba entre sus manos las de Laura para calentárselas antes de arrancar de nuevo. Los observé marcharse mientras cerraba la puerta del jardín y con ella, la de los rencores, la de la amargura y el resentimiento. Esperaba que, como dice el refrán, se abriera pronto alguna ventana.