17

Aquella noche dormí mal. Me desperté varias veces creyendo oír ruidos al otro lado de la pared; pero, cuando prestaba atención, no conseguía escuchar nada. Además, después de haber pasado el día de un lado a otro, me dolía bastante la pierna.

Cuando el despertador sonó por la mañana, de no haber quedado con Oliver, lo habría apagado sin el menor remordimiento y habría seguido en la cama. La ducha me desperezó un poco, lo suficiente para caer en la cuenta de que, con todo lo ocurrido la tarde anterior, había olvidado hacer los problemas de Matemáticas y Física y los análisis de la Miss.

Aún quedaba un rato para que apareciera Oliver. Era muy puntual. Intenté aprovechar el retraso para adelantar algo de Lengua, pero enseguida lo di por imposible: había que encontrar el complemento predicativo en una serie de oraciones y no sabía por dónde empezar.

Cuando por fin se presentó, era evidente que tampoco había pasado una buena noche. Las ojeras le llegaban casi hasta la mitad de la cara y tenía los ojos rojos e hinchados.

No hablamos mucho en el trayecto. Sin embargo, tuve la sensación de que se mostraba más cercano, como si se hubiera quitado una de las múltiples capas que formaban la coraza con la que se protegía del mundo. Tal vez, como decía Beatriz, fuera su lenguaje corporal; o a lo mejor era solo el sueño, que le impedía tener a punto todos los mecanismos de defensa; o quizás fueran imaginaciones mías y simplemente se debía a que el día soleado me infundía buen rollo.

Cuando después de tres horas por fin sonó el timbre que anunciaba el recreo, Laura y Gabriela me esperaban en la puerta. Salimos fuera para aprovechar los rayos de sol.

—¿Y Kobalsky? —me extrañaba no verlo junto a Laura, como era habitual.

—Está malo —respondió esta—. Y no me extraña. ¿Tú te crees que puede ir solo con jersey, con el frío que hace?

—Mirad —dijo Gabriela, ignorando a Laura y extendiendo un papel arrugado sobre sus vaqueros.

—¿Qué es esto? —pregunté mientras daba un sorbo al café que mis maravillosas amigas me habían pedido en la cafetería.

—Es una nota que la niña esta de las mechas, Carlota o como se llame, le ha dejado a Oliver. El muy capullo ha hecho una pajarita con ella y la ha tirado a la papelera.

—Y por supuesto tú la has cogido de la basura, ¿verdad? —el grado de cotilleo de Gaby empezaba a ser preocupante.

—¿Qué problema hay? Lo de la basura no tiene dueño, ¿no? Además, le hago un favor al medioambiente, porque no la había echado a reciclar.

—Bueno, ¿y qué pone? —intenté leerla.

—¡Ah, no! —la ocultó detrás de su espalda—. ¿No dices que te parece mal?

—¡Anda ya! Déjame verla.

El mensaje era bastante insulso, la verdad. Solo decía que necesitaba hablar con él y que la esperara a la salida de clase. Eso sí, estaba escrito con un cursi rotulador malva y los puntos de las íes los había convertido en corazones.

—Desde luego, este chico desata pasiones —exclamó Laura asombrada. Gabriela y yo nos miramos incrédulas: si alguien recibía notas, mensajes y cartas con declaraciones de amor, esa era Laura.

—¿No estaréis hablando de mí? —dijo Hugo con una gran sonrisa asomando sus rastas—. ¿Qué pasó ayer? —continuó dirigiéndose a Gabriela.

—Mi padre, que le dio por cortar el Wi-Fi.

—Pues tenemos una conversación pendiente. ¿A qué hora sales hoy?

—A las dos y veinte. No tenemos clase a última.

—Yo tampoco. ¿Comemos juntos? Podemos pillar algo en el McDonald’s y nos vamos a mi casa. Mis viejos no vienen hasta tarde.

—Okey —dijo Gabriela.

—Pues luego nos vemos, entonces.

—Sí que se lo pones difícil —me burlé cuando ya él no podía escucharme—. ¿Una hamburguesa en su casa? Sabes donde vas a terminar, ¿no?

—De eso nada —Gabriela se puso digna—. Va listo si se piensa que lo va a tener fácil. Aunque no os lo creáis, sé hacerme muy bien la dura.

Laura no pudo reprimir una carcajada, lo que hizo que Gabriela se enfadara de veras.

—¡Que os den! —dio media la vuelta, tiró la nota al suelo y se marchó airada en dirección a clase. Laura y yo aún nos reímos un buen rato. La conocíamos muy bien y sabíamos que en cinco minutos estaría como si nada hubiera pasado.

***

Parecía que seis horas de instituto no nos habían bastado, porque allí estábamos todos, aglomerados entre las vallas que protegían las zanjas de las obras. Álvaro había venido a buscar a Laura por sorpresa y yo traté de mostrarme natural. Cuanto antes normalizáramos la situación, mejor para todo el mundo. Por suerte, había conseguido un sitio en el único banco en el que no daba la sombra. A pesar del día soleado, hacía frío.

Como era de esperar, ya se había disipado cualquier atisbo de enfado en Gabriela, que ahora se debatía entre si debía o no ir a casa de Hugo. A unos metros, junto a la puerta, Oliver y Carlota hablaban. En realidad, era ella la que lo hacía, mientras que él escuchaba pacientemente con un pie apoyado en la pared, resoplando de tanto en tanto para apartarse el pelo de los ojos. La chica hacía tantos aspavientos al hablar y se movía con tal nerviosismo que en más de una ocasión Oliver tuvo que agarrarla para evitar que se cayera en la zanja.

Nadie los vio venir o, al menos, nadie se percató hasta que ya era tarde. Eran cuatro chicos con el pelo muy corto, llenos de piercings y tatuajes. Uno de ellos era bastante corpulento y musculoso. Sin embargo, el que más miedo daba era el más delgado, que parecía el jefe. Llevaba una cazadora de color blanco metálico. Enseguida caí en la cuenta de que se trataba del mismo tipo del vídeo de Charlie y, por la mirada que crucé con Laura, que andaba haciéndose arrumacos con Álvaro, supe que también ella lo había reconocido.

A medida que avanzaban, la gente se retiraba para dejarlos pasar. No sabía qué buscaban, pero estaba segura de que no era nada bueno. Finalmente, se detuvieron ante nosotros. El más corpulento se acercó y empezó a piropear a Laura mientras ella intentaba ocultarse detrás de Álvaro. El chico siguió acercándose y Álvaro trató de mediar:

—Eh, tío, que estás intimidando a mi chica. No sigas por ahí. ¿No ves que no le mola?

—¿Que no le mola? —le increpó mientras acercaba mucho su cara a la de Álvaro—. ¿Y quién lo dice? Porque a ella no le he oído decir nada…

Miró a Laura a la espera de que respondiera.

—Vámonos —es lo único que acertó a decir ella con la mirada baja.

—¿Nos dejáis salir? —Álvaro intentó mostrarse amable mientras daba un paso al frente, pero las vallas y aquel tipo con cara de pocos amigos le cerraban la salida—. Venga, colegas, que no queremos problemas.

Por un momento, pareció que aquel tipo iba a recular pero, en vez de eso, se encaró con Álvaro. Él hizo ademán de sacar el móvil, pero recibió un manotazo y el teléfono saltó por los aires. Aun así, Álvaro siguió apostando por la vía amistosa y levantó ligeramente los brazos con un gesto de quitarle importancia.

La gente comenzó a arremolinarse a su alrededor. Oliver contemplaba la escena desde el otro lado y pude ver cómo indicaba a Carlota que se metiera dentro del instituto.

Estaba claro que aquel macarra, por mucha bandera blanca que enarbolara Álvaro, quería bronca y, de pronto, le metió tal empellón que le hizo retroceder más de un metro. Detrás seguía Laura, a la que casi hace caer en la zanja. Oliver, que ya se estaba acercando, consiguió impedirlo, pero perdió el equilibrio y se precipitó con la valla por delante.

Me levanté como accionada por un resorte. El agujero no debía de ser muy profundo, pero podía haberse hecho mucho daño. Me equivoqué. Salió ágilmente de un salto, sacó a Laura por detrás de las zanjas y se dirigió enfurecido hacia ellos. Era tal la tensión de su cara que sus rasgos se veían mucho más afilados. Se le había desgarrado una pernera del pantalón y sangraba un poco.

El chico más gordo se echó hacia atrás al verlo venir, pero el de la cazadora blanca se interpuso entre los dos. Álvaro hizo lo mismo colocando los brazos abiertos e instándoles a que mantuvieran la calma. A pesar de mi lentitud, no tuve problemas en llegar hasta ellos, porque todo el mundo se había retirado formando un corro alrededor.

—Tssss, quieto, negrata —dijo el de la cazadora blanca con una inquietante sonrisa. Era bastante más bajito y menudo que Oliver, pero su falta de miedo indicaba que debía tener cuidado. No me equivoqué. Al ver que Oliver seguía avanzando, sacó una navaja.

—Marchaos —le indicó Oliver a Álvaro—. ¡Marchaos!

Álvaro se apartó llevándose a Laura de la mano. Trató de tirar de mí, pero no pudo. El tipo de la cazadora blanca hizo un movimiento tan rápido que solo me di cuenta de lo que pretendía cuando el sol se reflejó en la hoja plateada de la navaja. Oliver consiguió arquearse a tiempo y la cuchilla pasó a unos milímetros de su ropa y a unos centímetros de mi carpeta. Cuando se disponía a intentarlo de nuevo, Oliver le agarró por un brazo y se la quitó. El miedo se apoderó del chico al verse desarmado. Ahora era Oliver el que le apuntaba con el cuchillo. Se le notaba tan furioso que no estaba segura de si sería capaz de controlarse. Tanto los macarras como la gente del instituto le miraban expectantes.

—Oliver, no… —es lo único que pude decir y ni siquiera creo que llegara a oírme, pues apenas podía hablar. Su mirada era serena y fría, pero por la tensión de su cuerpo estaba convencida de que iba a atacarle.

—¡¿Qué pasa aquí?! —dijo una voz atronadora a nuestras espaldas. No me hizo falta volverme para reconocer a Fran. Supongo que Oliver no se lo esperaba, y aproveché ese instante de desconcierto para quitarle la navaja de la mano y guardármela en el bolsillo del abrigo—. Acabo de llamar a la policía —continuó, situándose entre Oliver y el otro chico. La verdad es que le estaba echando valor, porque seguramente cualquier de los dos habría podido con él—. Ya os estáis yendo de aquí —les ordenó a los macarras, que obedecieron y retrocedieron poco a poco sin darle la espalda a Oliver—. Tú y tú —dijo señalándonos cuando ya habían desaparecido de nuestra vista—. Ahora mismo quiero veros en mi despacho.

Oliver subió delante de mí las escaleras. A través del pantalón desgarrado, se le veía la pierna ensangrentada, aunque no parecía dolerle. A mí me temblaba todo el cuerpo y tenía la sensación de que me iba a caer en cualquier momento. Cuando por fin llegamos a la Jefatura de Estudios, Fran ya nos esperaba allí. Le hizo pasar a él solo, así que me quedé esperando en la silla de fuera.

—¿Se puede saber qué estabas haciendo? —aunque intentaba controlarse, era evidente que estaba fuera de sí. La puerta no impedía que pudiera escucharle como si estuviera en la misma habitación—. ¿Tú crees que te puedes andar con chorradas? ¿Quiénes eran estos tíos?

—No los conozco —respondió Oliver con sequedad.

—No hace falta que te recuerde en qué situación estás. Nuestro informe va a ser decisivo ante el juez, así que no hagas estupideces. Olivia y yo nos hemos involucrado personalmente en esto y estamos haciendo todo lo que está en nuestra mano, pero no vamos a tolerar ni una sola tontería, ¿entiendes?

Tras un instante, continuó:

—He confiado en ti, Oliver, y me has decepcionado. No pensé que fueras tan tonto como para meterte en una pelea de gallitos en la puerta del instituto.

¿Por qué no se defendía? ¿Por qué no le decía lo que había pasado?

—Dame la navaja —ordenó Fran.

—No tengo ninguna navaja.

—¡Dámela ahora mismo!

Oí el ligero chirrido que hizo la silla al levantarse Oliver y el ruido de unas monedas y otros objetos al golpear contra la madera. Supuse que estaba vaciando sus pertenencias sobre la mesa para demostrarle que no guardaba nada. Instintivamente me llevé la mano al bolsillo y sentí el frío tacto del metal. ¿Qué debía hacer? ¿Y si me registraba a mí también? El sonido de un whatsapp me sacó de mis pensamientos. Eran Gaby y Laura, que me estaban esperando fuera. Les dije que se marcharan, porque no sabía cuánto iba a durar aquello, que las llamaría después.

Nada más guardar el móvil y la navaja en la mochila, se abrió la puerta. Oliver salió serio, con las manos en los bolsillos y ese característico andar suyo, como si rebotara ligeramente a cada paso. Cruzó una mirada conmigo, aunque no supe descifrar qué significaba. Se marchó hacia las escaleras sin decir palabra.

—Alexia, pasa.

Opté por dejar la mochila en la sala de espera. Así tal vez conseguiría librarme. Fran estaba de pie junto a la ventana, muy serio y disgustado. Me senté despacio, intentando no hacer ruido, aunque con la muleta era imposible. Fran permanecía enfrascado en sus pensamientos y su silencio me estaba poniendo cada vez más nerviosa.

—Alexia —dijo sentándose tras la mesa y cruzando las manos—, es tu sexto año en el instituto, ¿verdad?

Me limité a asentir levemente.

—Siempre te he tenido por una chica madura, con la cabeza muy bien amueblada. Y no suelo equivocarme. Sabes que te aprecio, y mucho. Y aunque a Oliver solo hace unos meses que lo conozco, le aprecio también. Pero no sé si puedo confiar en él…

—Él no ha hecho nada, Fran —no sabía si era muy inteligente interrumpirlo, pero alguien tenía que contarle la verdad. Para mi sorpresa, él se quedó callado, a la espera de que le relatara lo sucedido—. Estaba tan tranquilo hablando con Carlota, la niña esa de las mechas, cuando de repente han aparecido estos chicos y uno de ellos ha empezado a meterse con Laura y su novio. La han empujado y Oliver ha conseguido pararla, pero él se ha caído en la zanja. ¿Has visto cómo tiene la pierna? ¡Se ha tenido que hacer daño!

Fran guardó silencio mientras se mesaba la perilla.

—Puede que no tuviera la culpa, pero no puede reaccionar como un loco, y menos en su situación. Está en la cuerda floja, ¿entiendes? Y la más mínima tontería puede ser determinante. Hay que saber controlar las emociones, y Oliver, aunque es muy listo para unas cosas, es un completo analfabeto emocional. Tú eres una persona muy serena, Alexia, así que no estaría de más que le echaras una mano para que termine el curso con éxito.

—¿Yo? —estaba desconcertada y no tenía muy claro a qué se refería.

—Sí, tú. Está muy bien eso de tener un novio para que te traiga en coche a clase, pero en la vida hay que estar a las duras y a las maduras. Seguro que a ti te escucha más que a mí. ¡El amor consigue esas cosas!

Estaba tan perpleja que no pude responder. Quería irme de allí cuanto antes y deshacerme de la navaja, así que no me molesté en sacarle de su error. Él había dado la conversación por zanjada, porque sacó una pila de exámenes para corregir.

—Cierra al salir, por favor —fue lo último que dijo.

Me marché casi arrastrándome. Tenía prisa por abandonar de una vez el instituto, pero los miembros no me respondían. Me pareció que había pasado una eternidad cuando por fin llegué a la calle. Para mi sorpresa, allí estaba Oliver, acompañado por Morgan. Me costó reconocerla. Solo la había visto dos veces y la última estaba desnuda. La otra fue el día de las fiestas de San Miguel, donde su ropa era muy diferente. Con el vestido camisero, las botas altas y el abrigo corto anudado a la cintura que llevaba, casi estaba más guapa. Al acercarse, me di cuenta de que Oliver cojeaba un poco.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Sí, no es nada. Me he cortado. Ahora me lo cura Morgan en casa.

—¡Una suerte que ya tengas puesta la antitetánica! Creo que no me conoces, soy Morgan —dijo sonriendo y abriendo mucho los ojos mientras me daba dos besos muy sonoros con sus grandes labios carnosos—. Yo a ti sí, de cuando te caíste en la moto. Por suerte, veo que estás muy bien.

—¿Nos vamos? —interrumpió Oliver.

Nos dirigimos los tres hacia el coche. Ella se movía con elegancia y soltura. Parecía tener mucha seguridad en sí misma; claro que, de otro modo, no podría subirse a un escenario.

Me metí como pude en el asiento de atrás, donde me sorprendió ver que no había cinturones. Ellos se acomodaron delante. Oliver se puso las gafas y arrancó.

—¡Pero qué guapo estás con gafas, Ol! —dijo pasándole la mano por el pelo—. ¡Deberías llevarlas siempre! ¿A que sí?

Se volvió hacia mí buscando confirmación. Me limité a sonreír tímidamente y a encogerme de hombros. Me sentía cortada allí detrás, con ellos dos. No pude evitar que me asaltaran ciertas imágenes de la terraza, lo que me cohibió aún más.

—¡Menudo lío se ha tenido que montar! Cómo os lo pasáis en el instituto. En mi facultad no se ven estas cosas… —me sorprendía que alguien tan alegre pudiera congeniar con Oliver.

—¿Qué estudias? —pregunté.

—Magisterio. Educación Infantil.

—Muy chulo —apenas la conocía, pero me daba la sensación de que le iba que ni pintado. Iba a decir algo cuando su móvil comenzó a sonar.

—Hola guapa. Sí, estoy con Ol… No sé. A lo mejor me quedo a dormir en su casa… Nena, arréglalo tú, que siempre me encargo yo… ¿Y qué pasa, que las demás no trabajamos? No, yo hoy no puedo… Trabajo esta tarde… No, ahora tampoco… Porque no, tengo que ir a casa de Oliver… Se ha caído y se ha hecho daño… No, nada grave. Una herida, pero, vamos, que no puedo ir… Vengaaaa… Hablamos luego… Okey. Ciao.

Colgó y se dirigió a nosotros.

—Mi compañera de piso —explicó negando con la cabeza—. Nos han hecho una gotera los vecinos de arriba y tienen que venir a arreglarlo. Quiere que me ocupe yo, pero ya estoy harta de que siempre me toque a mí. Le he dicho que me quedaba en tu casa. A ti no te importa, ¿no?

—Para nada —respondió mientras aparcaba.

—Ol, has manchado el asiento de sangre —dijo Morgan cuando Oliver bajó del coche mientras sacaba una toallita perfumada de su bolso para limpiarlo. Luego salió ella y se agachó para mirarle la herida—. ¡Menos mal que ha sido solo el muslo! Un poco más arriba y te estropeas este culo estupendo que tienes —le dio un azote cariñoso.

Oliver la miró con incredulidad sin poder reprimir una sonrisa. Parecía que estaba tranquilo, pero yo seguía inquieta.

—Oliver, ¿qué hago con…? —señalé el bolsillo de la mochila.

—Ahora mismo vamos a deshacernos de eso.

Cogió la navaja, la partió en dos golpeándola contra la pared y la tiró al contenedor después de frotarla minuciosamente con su camiseta.

—Es más lógico tirar una navaja rota —explicó al ver la cara de extrañeza con la que Morgan y yo le observábamos—. Pero, por si acaso, mejor borrar las huellas, ¿no?

—¡Ay, cuánto se aprende con CSI! —exclamó Morgan con gesto divertido—. ¡Ahora la policía nunca podrá pillaros!

Me sorprendió que fuera tan maja. Me la imaginaba más cerrada y distante, más como Oliver. Sostuvo amablemente las puertas para que yo pasara y se ofreció varias veces a ayudarme con la mochila y la carpeta. Oliver tenía suerte de haber encontrado a alguien tan atento; seguro que le trataba muy bien, además de esas otras cosas que también le hacía…

—Bueno. Ha sido un placer conocerte al fin —dijo cuando llegamos al rellano de casa, plantándome de nuevo dos grandes besos.

—Igualmente —era todo un desafío sacar las llaves de la mochila sin perder el equilibrio.

Oliver abrió su puerta, me guiñó un ojo y me dio las gracias sin hablar, solo moviendo los labios. Antes de meterme en casa, aún llegué a oír la risa cantarina de Morgan con la que le decía que se quitara los pantalones.

***

Esa misma tarde, mi padre me llamó para decirme que estaba de vuelta, así que fue él quien me llevó al instituto esa semana. Me gustaba poder verle todos los días, aunque solo fuera el poquito rato que tardábamos en llegar. Le quería mucho, pero llevábamos tantos años viviendo separados que mi relación con él era muy distinta a la que tenía con mi madre. Apenas sabíamos nada de nuestro día a día y, aunque en el trayecto tampoco hablábamos mucho, pudimos recuperar algo de lo que habíamos perdido.

Sin embargo, de alguna manera, echaba de menos a Oliver. No podía evitar pensar en él más de lo que me habría gustado. Resultaba complicado poner en palabras lo que sentía. No es que estuviera enamorada, ni siquiera creo que llegara lo que se dice a gustarme. Era más bien una mezcla de curiosidad y atracción. Me costaba reconocerlo, pero haberle visto con Morgan aquel día había despertado en mí una especie de deseo. No podía evitar buscarle en el instituto y, cuando sabía que no podía verme, le escrutaba minuciosamente, examinando cada centímetro de su cuerpo, como si aquello pudiera servir para saciarme. No obstante, eran muy pocas las ocasiones en que podía hacerlo. Después de lo sucedido, no nos quedábamos a la salida de clase en el instituto, por si a aquellos chicos les daba por volver, y Oliver rara vez coincidía con nosotras en los recreos. Con solo dos asignaturas, apenas paraba por el instituto.

Por lo demás, todo seguía igual. Gabriela estaba monotemática con Hugo y su «renovada relación». Ahora que sabía que él estaba colgado por ella, dudaba si era mejor dar un paso más o seguir como amigos, no fuera a estropearse su amistad. Así que, a pesar de quedar todos los días, ni siquiera se habían liado. Hugo se había convertido en una especie de amor platónico para Gabriela, lo había magnificado, y ahora tenía miedo de enrollarse con él.

Laura parecía un poco triste. Aunque le preguntábamos una y otra vez, insistía en que no le pasaba nada, que solo estaba un poco «plof» y que probablemente sería por el tiempo o porque le iba a venir la regla. Aseguraba que, aunque no le veía mucho, le iba bien con Álvaro. La verdad es que las cosas no eran muy fáciles para la pobre. La mayoría de las tardes iba a ayudar en la tienda y eran muy raras las ocasiones en las que la dejaban salir. Los fines de semana tenía toque de queda, y a las once como muy tarde debía estar en casa.

Tampoco yo veía a Álvaro, y eso suponía un gran alivio. Por suerte, había dejado de llamarme y mandarme mensajes. Tenía más que asumido que nunca iba a estar con él, pero todo resultaba más fácil estando alejados. Por mucho que me empeñara en evitarlo, Álvaro seguía moviéndome cosas por dentro, así que mejor guardar las distancias.