Nos dirigíamos en el viejo coche a casa de Beatriz. Me había llamado poco después de volver del instituto para que fuéramos a verla y pudiera hablar con Oliver.
Por más que intentaba pensar en otra cosa, una y otra vez me asaltaban las imágenes de Oliver con Morgan; aunque mi mente, como si fuera Photoshop, la sustituía por la Miss en una escena grotesca. ¿Cuántos años se llevarían? Oliver tenía veinte y ella, tirando muy por lo bajo, como poco treinta y ocho. Es verdad que no eran los primeros. Ahí estaban Ashton Kutcher y Demi Moore. Pero, no sé por qué, estos tenían menos encanto.
—Voy fatal este año. Como no me ponga las pilas, no voy a poder presentarme a la PAU en junio. ¿Qué tal vas tú con el Inglés y la Lengua? —sutil y perspicaz. Ni mi propia madre lo habría enfocado mejor.
—Mejor en Lengua que en Inglés, la verdad —nada. Ni un gesto ni un cambio de entonación… Nada que lo delatara.
—¿En Lengua? ¿En serio? A mí se me da mucho mejor Inglés. Lengua no me gusta nada y la Miss es muy dura, y más con los de ciencias, que nos considera unos cenutrios. ¡Qué pena que una mujer tan guapa sea tan borde! Porque es guapa, ¿verdad?
—No está mal —no mostraba demasiado entusiasmo. ¿Por qué a mi madre le funcionaba y a mí no? ¿Cuál era el secreto que se me escapaba?
—¡Pero si tiene un tipazo! Además, se conserva fenomenal para su edad.
—¿De qué va esto? —preguntó, enarcando la ceja con extrañeza—. ¿Quieres confesarme algo sobre tu orientación sexual?
Aquello se me estaba yendo de las manos.
—No, no, para nada —intenté mantener la calma—. A mí la Miss no me gusta. Vamos, ni la Miss ni… Que a mí me van los tíos, vaya. Solo digo que es guapa y que me sorprende que a ti no te lo parezca.
—No niego que sea guapa, pero le pasa lo que a todos: desnuda pierde mucho.
Me quedé tan desconcertada que hasta me dio un ataque de tos. Pero al mirarle y ver la sonrisa burlona que llenaba su cara, comprendí que me estaba vacilando.
—¡¡¡¡Eres idiota!!!! —exclamé golpeándole en el brazo.
—¡Y tú una cotilla! —el muy imbécil no podía contener la risa—. Desde luego, la sutileza no es lo tuyo.
Me crucé de brazos fingiendo indignación, pero lo que de verdad sentía era una vergüenza extrema.
—Tú y tu amiga lleváis con este rollo desde principio de curso. Si queréis saber si me lo monto con la Miss, ¿por qué no me lo preguntáis directamente?
—Está bien —le lancé una mirada furibunda—. ¿Te lo montas con la Miss?
Tras tomarse un momento para contestar, acercó sus labios a mi oído y susurró con su melodiosa voz:
—Empieza a preocuparme este interés tuyo por mi vida sexual.
No sé si me enervó más el tonito de suficiencia con el que lo dijo o el que se me erizara la piel al sentir su aliento en la sien.
—¡Me da igual tu vida sexual! Es solo que hay cosas que están bien y cosas que no lo están.
—Y supongo que, según tú, estar con la Miss entra dentro de las cosas que están mal.
—Pues sí, no creo que sea muy, muy, muy… decente —¡horror! Esa palabra la usaba continuamente mi madre y me repateaba.
—¡Ah, es por eso! —dijo burlón—. Y yo que pensé que te preocupaba por si tenías alguna oportunidad…
—¡¿De estar contigo?! —me salió una voz tan aguda y chillona que me costó reconocer que fuera la mía—. ¡Tú estás pirado! No me interesas para nada, ¿entiendes? PA-RA NA-DA.
—¡Tú te lo pierdes! —me guiñó un ojo—. No pensé que fueras de esas a las que solo les gusta mirar…
Todas mis dudas se disiparon: me había pillado en la terraza. Por suerte, había cerrado a tiempo los ojos. Aunque mi vida dependiera de ello, jamás reconocería que estaba despierta y bien despierta.
—Aparca ahí delante —le indiqué con aspereza—. Es este portal.
Maniobró hábilmente, se quitó las gafas para guardarlas en la guantera y apagó el contacto. Seguía sonriendo, lo que me exasperó aún más.
—No pienses ni por un momento que tengo ningún interés en ti. Si no fuera por mi amiga, ni te…
No pude terminar, porque tropecé al salir del coche con la muleta y a punto estuve de caerme.
—¿Ves? —trataba de contener la risa sin hacer siquiera el amago de ayudarme—. Te ha castigado Dios, por mentirosa.
***
—¡Hola, cariño! ¡Qué bien te veo! —la tía Beatriz me saludó con un largo abrazo en el umbral de la puerta—. Estás empapada, ¿llueve mucho?
A mares. En condiciones normales, habría podido recorrer el trayecto que separaba el coche del portal en tres o cuatro zancadas, como había hecho Oliver, pero con la muleta hasta me habría adelantado un caracol. Él no se dignó a ayudarme, aunque tampoco habría aceptado. Después de la vergüenza que me había hecho pasar en el coche, no quería nada de él.
—Hola, Oliver. Encantada de que estés aquí. Entra, por favor —tal vez fueran imaginaciones mías, pero juraría que la voz con la que se dirigía a él era distinta, más armoniosa. Me sorprendió que vistiera unos sencillos pantalones de algodón negros, de esos que se ajustan con una cinta en la cintura, y una camiseta blanca. Suponía que, para ese tipo de cosas, usaría una túnica o algo similar.
Nos hizo pasar al salón. Había creado una atmósfera muy agradable, con luces indirectas y música oriental de fondo muy tenue. Olía a incienso, pero no como el de las iglesias. Era más floral, aunque también evocaba a brasas de madera o carbón. Por mucho que busqué, no fui capaz de encontrar la fuente de aquel olor.
—Sentaos, por favor —dijo al tiempo que dirigía una enorme sonrisa a Oliver. Este parecía bastante tenso y se frotaba nerviosamente las manos. Beatriz le indicó que se sentara en uno de los sofás y ella lo hizo en el otro, aunque muy cerca de él. A mí me había reservado un sitio junto a ella donde podía estirar la pierna. Sirvió tres tazas de té de su vieja tetera. Sus movimientos eran lentos y suaves, apenas hacía ruido.
—¡Cómo llueve! ¿Oís cómo la lluvia golpea los cristales?
Guardamos silencio para poder escuchar el repiqueteo de las gotas. El sonido del agua con la música de fondo resultaba muy relajante y daba sueño.
—Oliver, quiero que te fijes en la vela que hay sobre la mesa. Mira cómo tiembla y las sombras que proyecta. La llama se mueve con tu respiración: cada vez que coges aire, cada vez que lo sueltas, cuando inspiras, cuando espiras…
Hablaba con voz suave, casi en susurros, pero con cierta cadencia que, junto con la lluvia y la música de fondo, incitaba a relajarse.
—Álex me ha comentado por encima por qué querías someterte a una regresión hipnótica, pero me gustaría que tú me explicaras qué esperas sacar de todo esto.
—Bueno… Yo… No sé qué te ha contado Alexia exactamente… Hace tiempo tuve un accidente y, desde entonces, hay cosas que me cuesta recordar…
Mientras hablaba, mantenía la mirada fija en la vela. Yo también lo hacía. Era curioso: si la observabas con atención, te dabas cuenta de que la llama se movía de forma cíclica, como en una especie de bucle, que, llegado cierto punto, comenzaba de nuevo.
—Álex, cariño, necesito que me hagas un favor. Vete a la cocina y calienta un poco más de agua en la tetera. Mientras esperas a que hierva, ¿te importa sacar unos hojaldritos del armario y ponerlos en el horno? Seguro que en un ratito nos da hambre…
Me hubiera gustado quedarme, pero entendía que Beatriz quisiera estar a solas con él para poder hablar con más intimidad.
Intenté inútilmente escuchar lo que decían desde la cocina. Hasta allí solo llegaba el rumor de sus voces. Era imposible descifrar nada.
La vieja tetera de Beatriz tardaba muchísimo, y eso que ya había echado el agua caliente del grifo. Estaba impaciente por reunirme con ellos. Nunca había asistido a ninguna de sus sesiones. De hecho, no terminaba de creerme que fuera posible hipnotizar a alguien y, de serlo, no sabía cómo funcionaría.
Cuando por fin aquel trasto pitó, programé el horno para que se apagara automáticamente y me dirigí con torpeza de vuelta al salón.
Los dos seguían sentados donde los dejé, aunque a Oliver se le notaba mucho más cómodo. Acerqué el agua hasta la mesa baja y me senté de nuevo junto a mi tía.
—Ahora quiero que pienses en algo bonito de cuando eras niño, en algo que te haga sentir bien, feliz, tranquilo.
Oliver se tomó un momento, respiró hondo, y comenzó a hablar:
—Hace sol, pero el aire es frío. No me importa. Me gusta sentir el viento en la cara. Creo que… estoy en un parque.
Él hablaba con normalidad, pero me di cuenta de que había algo raro. Parecía estar allí, con nosotras, bebiendo su té, pero a la vez muy lejos.
—Mi madre está sentada muy cerca. El sol se refleja en su pelo rubio y salen como destellos de luz. Está leyendo. Es un libro rojo con dos serpientes enroscadas de color dorado en la tapa. Me mira y sonríe. Hace un gesto para que me acerque. Me coge las manos. Mis manos son mucho más pequeñas que las suyas. Las suyas son blancas y están muy frías. Mis manos son muy negras. No me gustan. Ella se las lleva a la boca y las besa. Me dice que son oscuras porque están hechas de fuego y por eso siempre las tengo calientes, que las suyas son manos de nieve y están siempre heladas. Ahora sé que tengo suerte de tener las manos morenas. Me da pena que las suyas no lo sean. Ella dice que el fuego gana siempre a la nieve, que consigue derretirla y que, si no le suelto las manos, terminarán estando tan calientes como las mías. Me abraza y hunde su nariz en mi cuello. Le encanta cómo huelo y a mí cómo huele ella.
Debía de ser un recuerdo muy bonito para él, porque una sonrisa le iluminaba la cara. Me pregunto qué me habría venido a la mente si yo hubiera estado en su lugar.
—Vamos a retroceder un poco menos, Oliver. Ahora quiero que pienses en algo bueno ya de mayor.
—Es domingo —continuó después de pensar un buen rato—. Es el día de las visitas, pero no espero a nadie. La única persona que suele venir a verme es mi tío Rubén y este fin de semana no puede. Oigo mi nombre por megafonía y me acerco a recepción. Me cuesta llegar. Aún no puedo andar bien del todo y me duelen las piernas. No sé por qué me han llamado y me angustia un poco. Espero que no sea nada malo. Todo está yendo mejor. No quiero volver a lo de antes. Cuando por fin llego, veo a Morgan. Está muy guapa. Me abraza. Por fin esta vez la han dejado entrar. Me duelen las heridas del pecho, pero no me importa. No quiero que deje de abrazarme. Está llorando. La abrazo más fuerte. Me siento feliz de tenerla allí.
No había duda de que Morgan era muy importante en su vida, aunque no reconociera que fuera su novia. Era muy triste que las únicas visitas que tuviera en el reformatorio, psiquiátrico o dondequiera que estuviera fueran las de ella y su tío.
—Muy bien, Oliver. Ahora quiero que te fijes en esta raya del suelo —dijo Beatriz señalando una línea blanca que parecía pegada al parqué con cinta aislante—. El principio es el recuerdo que tienes con tu madre, este punto intermedio es el recuerdo de Morgan y el final de la línea es el momento actual. Quiero que vayas hasta el instante en que todo ocurrió.
Oliver se levantó dócilmente y avanzó varios pasos por aquella línea blanca. Se situó en un punto intermedio entre el recuerdo de su madre y el de Morgan.
—Es verano —continuó mi tía—. Es el 3 de agosto. Estás en casa. Aún no ha ocurrido nada, faltan unas horas. Cuéntame qué ves.
¡Tres de agosto! Ese mismo día yo estaba sentada en un avión dirigiéndome a Estados Unidos. ¡Ya hacía más de dos años de aquello! Me fui triste por dejarlo todo y feliz porque pensaba que, a mi regreso, podría continuar mi vida igual que la dejé. ¡Qué distintas habían sido al final las cosas! Por mucho que fingiéramos y evitáramos hablar del pasado, era evidente que todo había cambiado con Álvaro y Laura. Qué casualidad que, el mismo día que la vida de Oliver iba a cambiar para siempre, lo fuese a hacer también la mía, aunque de un modo en absoluto comparable.
—Hace mucho calor y no me encuentro bien. Estoy empapado en sudor. Tengo la sensación de que algo va mal. No sé qué puede ser. Me doy una ducha, pero enseguida vuelvo a sudar. Estoy mareado. Me tumbo en el suelo del baño. Está frío. Creo… creo que me duermo.
Su frente se crispó y empezó a respirar más rápido.
—Me despierto. No sé cuánto tiempo ha pasado. Es de noche y no hay luz. Tengo los ojos abiertos, pero no puedo ver nada. Tengo tanto calor que me arde la piel. No puedo respirar. Los ojos me escuecen. El humo… Hay humo por todas partes. Intento aguantar la respiración, pero no puedo, me entra en los pulmones. Tengo que salir, tengo que salir como sea. No sé dónde está la puerta, estoy completamente desorientado. No puedo ver nada. Está oscuro y no encuentro la luz. Siento mucho miedo. Me arrastro hasta la pared. Busco la puerta con las manos. La tos me quita las fuerzas. El pecho me va a estallar. Es un dolor insoportable. Por fin doy con ella. Consigo incorporarme para llegar al pomo, pero no se abre. Intento tirar… No tengo fuerzas. Busco con la mano algo con lo que cubrir la rendija de la puerta. No veo nada. Al tacto cojo una toalla para taparla. No sirve y no deja de entrar humo. Me ahogo… Voy a morir… voy a morir solo y tengo mucho miedo.
Era tan angustioso que las lágrimas se me agolparon en los ojos. Mi tía me cogió de la mano sin mirarme. ¿Cómo podría escuchar sucesos tan terribles sin que le afectaran?
—No te mueres, Oliver, y no estás solo. Estás aquí, con Álex y conmigo. Dime, ¿por qué no puedes abrir la puerta?
—No lo sé…
—¿Puedes ver si el cerrojo está echado?
—Creo que no. Nunca lo echo en ese baño. Solo lo uso yo. Pero no llego a verlo, hay mucho humo.
—¿A qué huele, Oliver?
—No lo sé… Es algo asqueroso, como a plástico quemado.
—¿Qué oyes?
—Oigo una especie de zumbido y un chisporroteo. Son los cables de la luz, que se están quemando. Al otro lado de la puerta oigo que los cristales estallan y el ruido de los muebles al desplomarse sobre el suelo. Pienso en el gas, va a reventar la caldera. Fuera oigo un coche que arranca y a lo lejos, una sirena. Tienen que darse prisa, no puedo aguantar más.
Tenía la respiración tan agitada que me preocupé. Debía de ser horrible revivir todo aquello. ¿Y si no pudiera soportarlo?
Tal vez Beatriz estuviera pensando lo mismo, porque le dio la mano que le quedaba libre. Oliver la miró un momento, aunque con los ojos ausentes. Pareció relajarse un poco al contacto con mi tía.
—Tengo que salir, pero no puedo andar. Me quedo tumbado. Intento tomar aire. Ya solo respiro humo. Quiero que termine de una vez, no aguanto más la opresión en el pecho… Creo que estoy perdiendo la consciencia. Veo a mi abuela. Oigo la voz de mi madre y la canción que solía cantarme cuando era pequeño. Abro los ojos para ver si están allí y me parece entrever un reflejo. Hay un brillo, como una luz. Me arrastro como puedo. Es la cristalera del baño. Se está agrietando por el calor. Es mi única oportunidad. Ese baño no tiene ventana, solo ese cristal. Intento levantarme. Tengo que hacerlo como sea…
De repente, guardó silencio. Tenía los músculos en tensión y se le marcaban las venas de los brazos y la frente. Mi tía apretaba fuerte la mano de él y yo, la suya.
—Estoy en el aire. He atravesado el cristal. Me duele la cara, los brazos, el pecho. Creo que estoy lleno de cortes. Enseguida, me doy cuenta de mi error. He saltado desde el piso de arriba y hay muchos metros de altura. Me voy a matar. Cierro los ojos. No quiero ver cómo me precipito contra el suelo… —su nuez se movió arriba y abajo al tragar saliva—. El dolor al chocar es brutal. Siento como si todos mis huesos se hubieran roto dentro de mi cuerpo y mi cerebro estallara contra el cráneo. No me importa. Puedo aguantarlo, sé que todo va a acabar muy pronto. Estoy tranquilo. Una inmensa oscuridad me ciega. Dejo de sentir el calor que llega desde la casa y el suelo bajo mi cuerpo, que ahora me resulta ajeno. Creo que ni siquiera respiro. Oigo las sirenas, pero cada vez más lejos. Espero pacientemente a que todo termine… No me duele nada… Siento paz y como si me sumergiera en un líquido tibio. Es agradable. Ya no siento nada.
Supongo que dio por concluida su exposición, porque volvió a sentarse en el sofá y dio un sorbo de su té. Su cara ya no estaba crispada, pero tenía los ojos vidriosos.
—¿Cómo te encuentras ahora, Oliver?
—Estoy bien —su voz volvía a ser tranquila, al igual que su expresión.
—¿Quieres que todo lo que has visto hoy se quede fijado en tu mente?
—Sí —respondió.
—Así será, entonces. ¿Hay algo más que te gustaría recordar? ¿Crees que has dado respuesta a todas tus preguntas?
—Yo… no lo sé…
—Normalmente lleva varias sesiones conseguir los resultados que uno pretende. Oliver, ahora quiero que escuches los sonidos de tu alrededor. Ha dejado de llover. Escucha el sonido que llega de fuera: el viento, los coches, el perro que ladra… Mira la vela… La llama ya no se mueve con tu respiración. Coge aire y sopla para apagarla.
Oliver hizo lo que le indicaba. Beatriz se puso en pie y se dirigió al equipo de música para cambiar el disco.
—Voy a traer los hojaldritos —dijo tras subir el volumen—. No sé a vosotros, pero a mí estas sesiones me dan hambre.
—¿No tienes que despertarlo ni nada así? —susurré—. ¿No hay que contar hasta tres, dar una palmada o hacer algo?
—Acabo de hacerlo.
La sonrisa de Beatriz me desconcertó. Miré a Oliver asombrada. Sus ojos ya no estaban ausentes. Por lo demás, todo era normal, pero en ningún momento había dejado de serlo. Si yo hubiera tenido que contar mi accidente, también lo habría pasado mal, aun sin estar hipnotizada. Vamos, que seguía sin tener claro si aquello funcionaba de verdad.
—Necesitaría ir al baño un momento —dijo Oliver poniéndose en pie. Parecía algo aturdido.
—Es la puerta del fondo del pasillo —le indiqué.
Beatriz vino de la cocina con los hojaldritos aún humeantes. Olía a las mil maravillas.
—No se te ocurra cogerlos, que abrasan —me advirtió sentándose junto a mí—. ¡Pobre chico! Me alegra mucho que le invitaras a venir.
—No sé si habrá sido bueno para él. ¿Crees que le viene bien acordarse de todo eso?
—Si no recuerdas un hecho, no puedes enfrentarte a él. Es el primer paso para seguir adelante —respondió mientras se servía una nueva taza de té—. De todos modos, esto es solo el principio. Aún le queda un largo camino.
—¿A qué te refieres? —soplé uno de los bollitos. Por mucho que quemaran, no podía resistirme, se me estaba haciendo la boca agua.
—Es evidente que está bloqueado en muchos aspectos. La energía no fluye por él y, cuando se estanca, nunca se sabe por dónde va a terminar saliendo. Sin duda, tú le vienes bien, aunque también percibo ciertos puntos oscuros.
—¡Tú y tus teorías! ¿Qué puntos oscuros voy a tener yo? Todo va bien.
—Aún tienes que asimilar lo del accidente y la pierna. Y luego está lo de este chico…
—¿El qué de este chico?
—Pues ese continuo esfuerzo tuyo por negar tus sentimientos. Es inútil. Estáis conectados. ¿Por qué no dejas de luchar contra eso? Podrías enfocarlo en algo más provechoso.
—Pero ¿qué estás diciendo?
—Lo que oyes, Álex. Es evidente que sientes una gran atracción hacia él.
—¡Para nada! Y baja la voz, a ver si te va a oír.
Era lo que me faltaba, que encima él escuchara las absurdas teorías de mi tía.
—Pero si él ya lo sabe.
—¿¡El qué sabe!?
—Pues que te gusta.
—¡¡Que no me gusta!!
—Es una tontería que lo niegues. No hay más que fijarse en tu lenguaje corporal: la forma en que lo miras, cómo le hablas… Tal vez él no lo perciba de una manera consciente, pero su yo interno está completamente informado. Mantenéis una perfecta comunicación infrasensorial. Nunca había estado ante dos almas gemelas. ¡Es fascinante!
—¿Almas gemelas? ¡Tú no sabes lo que dices! ¡Si es bipolar! Unas veces está muy majo, otras se pone en plan vacilón y otras ni siquiera habla. Además, yo sigo enamorada de…
¡Mierda! Ya me había ido de la lengua otra vez.
—¿De quién?
—¡De nadie! Que no me gusta y punto. Además, si ves tan claro eso de la comunicación, ¿qué crees que piensa él?
—¡Mmmm! Es complicado. Como te digo, la energía no fluye por él. Tiene los sentimientos muy bloqueados. La gente así ha de pasar un largo proceso para abrir sus chacras. Espero que no te haga sufrir mucho en el camino, mi niña.
—¡Que te digo que no…!
Oí que la puerta del baño se abría y me callé. Mejor evitar la más mínima oportunidad de que escuchara las descabelladas ideas de Beatriz.
***
Llevábamos diez minutos sentados en el coche en silencio, cada uno absorto en sus pensamientos. Ni siquiera había hecho el amago de arrancar y, aunque se estaba haciendo tarde, no quería meterle prisa. Imaginaba que necesitaba algo de tiempo. Sin duda, estaba muy afectado por lo que había vivido esa tarde. Apenas había probado los bollos y no había parado de hacerle preguntas a Beatriz. Le preocupaba enormemente que esos recuerdos no fueran ciertos, que solo fueran una recreación de su mente y su débil memoria. Beatriz le explicó que era muy improbable que fueran inventados. Estaba segura de que eso era lo que había vivido, pero también de que le llevaría algún tiempo encajarlo en su vida. Tenía que ser paciente y flexible consigo mismo.
Estaba diluviando de nuevo. Las gotas resbalaban por el cristal. Era difícil constatarlo, pero daba la sensación de que, al igual que la llama al moverse, seguían un patrón, un ciclo que se repetía. ¿Sería posible que todo se ajustara a un orden preestablecido, que nada fuera producto del azar?
—La teoría del caos… —dijo como si me estuviera leyendo el pensamiento. Me volví extrañada. También él seguía atentamente la trayectoria del agua sobre el parabrisas.
—¿Cómo dices?
—Nada —sacudió la cabeza—. Solo pensaba en alto. ¿Nos vamos?
—Cuando quieras.
Llevó la mano al contacto, pero no arrancó. Sus movimientos eran muy lentos, como si estuviera terriblemente cansado. Se quitó las gafas, apoyó la nuca en el cabecero del asiento y cerró los ojos.
—¿Te encuentras bien? —estaba intranquila. Tal vez ese tipo de cosas tenían algún efecto secundario que a Beatriz se le había olvidado comentar.
—No lo sé… Ha sido un poco intenso, la verdad —respondió mientras se apretaba los lagrimales.
—Sí… Lo siento mucho. Tuvo que ser terrible. Menos mal que pudiste saltar, ¿no? Al final, hiciste lo correcto.
—Supongo que hice lo que debía hacer —así, con la frente crispada, la cicatriz de la sien derecha resultaba más visible.
—Piensa en lo que ha dicho mi tía. Dentro de unos días estarás mejor, cuando ya lo hayas asimilado. Al fin y al cabo, has conseguido recordar, que es lo que querías. Ahora te acuerdas por fin de todo.
—No lo sé… Tengo la sensación de que se me escapa algo, de que hay más…
—Date tiempo… —sentía tanta curiosidad que no podía dejarlo pasar—. ¿Puedo preguntarte algo?
Se volvió hacia mí con cierta reserva, aunque asintió.
—Es si… bueno… solo quería saber si de verdad te ha hipnotizado Beatriz. No sé…, ¿qué has sentido?
Se lo pensó un momento antes de contestar:
—En realidad, no lo sé. Ha sido extraño, porque no es que estuviera dormido, inconsciente ni nada parecido. De pronto, es como si mi mente se hubiera abierto, como si antes hubiera niebla y ahora se hubiese disipado. Pero no era solo un recuerdo, parecía que volvía a estar allí. Podía oler el humo, notar el calor, sentir el miedo…
—Mi tía dice que recordar algo es el primer paso para poder superarlo.
—Ojalá bastara solo con eso… —me conmovió la tristeza de su voz—. Por desgracia, algunas cosas son un poco más difíciles.
Otra vez se impuso el silencio. No me importó. También yo necesitaba digerir lo que había presenciado esa tarde. Permaneció en la misma posición un largo rato, hasta que por fin se incorporó, se puso de nuevo las gafas y encendió el contacto.
—Por cierto, gracias —dijo mientras con la manga del abrigo intentaba limpiar el vaho que se había acumulado en el cristal.
—¿Por qué?
—Por hacer esto por mí. Eres una tía muy legal.
—No tienes nada que agradecerme —evité mirarle, no fuera a ser que su disfraz de Clark Kent tuviera más poderes de los que me atrevía a reconocer.
Por fin iniciamos la marcha. Había mucho atasco, demasiado para deberse solo a la lluvia. De lejos llegaba el resplandor intermitente de unas luces de policía o de bomberos, aunque desde donde estábamos no alcanzábamos a ver si se trataba de un accidente. El sonido de mi teléfono rompió el silencio.
—¿Después de todo lo que te he metido en Spotify sigues con James Blunt en el móvil? —dijo con un gesto de incredulidad. Le respondí con una mueca antes de contestar a Gaby.
—¿Dónde andas, petarda? Te he llamado a casa y Eduardo me ha dicho que no sabe dónde estás.
—Por ahí…
—¿No puedes hablar?
—No.
—¿Estás con tu madre?
—No.
—¿Con tu padre?
—No.
—¿¿Con Álvaro??
—No —¿acaso no pensaba parar hasta enumerar a todas las personas que conocía?
—Mmmmm, bueno, es igual. Puedo hablar yo, ¿verdad? No estás haciendo nada que te impida escucharme.
—Cuéntame —sabía con total seguridad que iba a enrollarse, pero tenía la sensación de que Oliver necesitaba ordenar sus propios pensamientos y no le importaría que hablara con Gaby.
—Resulta que estaba aburrida en Facebook cuando Hugo ha empezado a mandarme mensajitos un poco raros por el chat: que cómo estoy, que hace mucho que no hablamos, que qué es de mi vida… El caso es que nos hemos puesto a charlar y la cosa se ha ido calentando, no en plan sexual ni nada así, sino más bien momento «exaltación de la amistad», ya me entiendes, que si yo siempre he estado a su lado, que si soy su mejor amiga, que si es una pena que nos hayamos distanciado… Ahí he entrado a saco, claro, porque ¿quién se ha distanciado de quién? Pues él, ¿o no? Y se lo he soltado tal cual, porque me toca un poco las narices que ahora venga con lo de «nos hemos distanciado» cuando claramente es «te has distanciado». Y todo por salir con la Tania esta. Que sí, que vale, que entiendo que si está con ella no podemos andar haciendo el idiota como siempre y la cosa cambie, pero de ahí a casi ni saludarme hay un abismo. Bueno, pues el caso es que después de cantarle las cuarenta (ya me conoces, tía, que no me callo ni debajo del agua), va y me dice que ha cortado con Tania. ¿Es fuerte o no es fuerte? Y entonces me cuadra todo, claro, y le digo que de qué va, que yo no soy segundo plato de nadie y que si se va a acordar de los amigos cuando ya no tiene a quién cepillarse, que le pueden dar por ahí. Y va y me dice que no, que no es eso, que de verdad me ha echado mucho de menos este tiempo y que sabe que se ha comportado fatal, pero que la Tania esta es muy celosa y no le dejaba ni respirar, que si le doy una oportunidad me va a demostrar que es un amigo en condiciones. Y, bueno, pues me he ablandado un poco y ya hemos empezado a hablar de los viejos tiempos, de cuando estuvimos juntos en clase en cuarto y de las chorradas que hacíamos, y los dos tirados de la risa. Y vuelve a empezar con lo de que soy muy especial, y muy guapa y que tal vez los dos deberíamos… Y cuando va por el «deberíamos», llega mi padre Y CORTA EL WI-FI ¿Te lo puedes creer? Se pone a gritar como un energúmeno que en esta casa no estudia nadie, que está hasta las narices de que mi hermano y yo estemos todo el día colgados en el ordenador y el móvil y que hasta las notas de Navidad nos hemos quedado sin Internet. ¿Cómo lo ves? ¿Es fuerte o no es fuerte? Así que este año me pido la tarifa plana de Internet para el móvil sí o sí, porque aunque el 3G sea una mierda y vaya a pedales, es mejor que estar incomunicada.
—Será el cabreo. Seguro que en un par de días lo conecta de nuevo —dije, aprovechando que se tomó un momento para respirar. Poco a poco habíamos avanzado. La policía había cerrado un carril porque la lluvia había desbordado una alcantarilla y los bomberos estaban succionando el agua—. Por cierto, si piensas salir, que sepas que se ha inundado la avenida de Europa y están los bomberos desaguando.
—¿Los bomberos? Con lo buenos que están… Saca una foto, anda.
—Paso. Además, van con los impermeables. Nada interesante.
—¡Pero qué sosa eres! Bueno, a lo que íbamos, ¿cómo lo ves? Yo creo que iba a declararse, tía. Ahora, te digo una cosa, si llega a hacerlo, le mando a la mierda.
—Déjame que me ría: ja-ja-ja. ¡No te lo crees ni tú! Te veo deshaciéndote por las esquinas.
—Bueno, vale, puede… pero no se lo voy a poner fácil. Que se lo curre, ¿o no? A ver si se piensa que voy a estar aquí esperando a que se decida. ¡Ni de coña!
—Que sí, Gaby, que sí, que se lo vas a poner muy dif…
De repente Oliver pegó tal frenazo que se me cayó el móvil al suelo.
—¿Qué pasa? —grité asustada. La misma sensación de vértigo del accidente me recorrió el cuerpo. Él miraba algo atónito por la ventanilla de su lado. No sabía qué podía ser. No había nada inusual, solo la policía, que estaba dirigiendo el tráfico en la otra dirección, donde también había llegado el agua. El coche de atrás pitó furioso, pero Oliver no reaccionaba.
—¿Estás bien? Pero ¿qué estás mirando?
—Es… es… ese policía de allí…
—¿Qué policía? —entre la oscuridad de fuera y las gotas del cristal, apenas llegaba a ver nada.
—Ese… —señaló a un agente que se alejaba de espaldas a nosotros.
—¿Quién es?
—No lo sé… Creo que le he visto antes, pero no me acuerdo. ¡Mierda! —dijo golpeándose la frente.
El coche de atrás pitaba con tal violencia que resultaba desquiciante.
—Avanza, anda —intenté que mi voz sonara calmada—. Ya estamos al lado de casa.
Como si de un robot se tratara, se puso en marcha de nuevo y unos metros más adelante giramos por fin en nuestra calle. A diferencia de la avenida principal, estaba desierta. Se detuvo delante del portal.
—¿No aparcas? —pregunté extrañada.
—No. Tengo que… ir a un sitio.
—¿Estás seguro? No parece que te encuentres del todo bien… ¿Quién era? ¿A quién has visto?
—Nos vemos mañana.
Su tono dejó claro que la conversación estaba zanjada. Recogí el móvil del suelo y salí del coche. Agradecí que esperara a que cruzara la verja antes de arrancar. Entre la oscuridad, la ausencia de gente en la calle y los extraños acontecimientos de aquella tarde, hasta me habría asustado de mi propia sombra.