El sonido del despertador me taladró el cerebro. Tenía que cambiar esa chicharra insoportable que hacía que me levantara de muy mal humor. No había dormido bien y tenía sueño. Mi primer pensamiento nada más despertarme fue para Álvaro. Lamentaba profundamente que lo nuestro no pudiera ser, pero me sentía relajada por haber aclarado por fin las cosas.
Otro pensamiento más alegre eclipsó a Álvaro: si todo iba bien, a lo mejor el doctor me daba al fin permiso para plantar el pie y podría empezar a hacer una vida un poco más normal. Aunque estaba nublado, el día se me presentaba de lo más luminoso.
No me había incorporado del todo cuando Oliver irrumpió en la habitación.
—¡Qué susto me has dado! ¿Qué haces aquí tan temprano? Mi madre está en casa.
Tenía que empezar a plantearme seriamente la posibilidad de cambiar mi vestuario nocturno. Para mi vergüenza, Oliver me había visto con todos y cada uno de mis pijamas, incluso con los de franela y los que tenían algún que otro agujerillo. Tampoco consistía en dormir con camisones de raso, claro está; pero si iba a seguir apareciendo por mi habitación sin avisar, tal vez debería llevar algo un poco más «maduro». Seguro que los pijamas de Morgan no eran como los míos, si es que usaba de eso.
—Perdona. Oí tu espantoso despertador y pensé que era la hora de todos los días…
—No. Tengo médico —volví a susurrar.
—Creí que era por la tarde.
La voz de mi madre proveniente de la planta de abajo nos interrumpió.
—¡Cariño! ¿Necesitas ayuda? Mira que no podemos llegar tarde. Te voy preparando el desayuno.
—¡Estoy bien, mamá! ¡Dame cinco minutos! —grité y me volví a dirigir a Oliver—. Tienes que largarte. Va a venir en cualquier momento para ayudarme a bajar las escaleras.
—Tranquila, que ya me voy.
Caminó hacia la terraza.
—¡Eh! Espera, coge eso, que es para ti.
Le señalé el paquete envuelto en papel de regalo que mi madre había dejado para él. Me miró intrigado.
—Te lo compró mi madre el otro día. Es para agradecerte… lo que hiciste por mí.
Lo abrió con sumo cuidado y sonrió.
—A lo mejor ya los tienes. Recordé que tenías muchas ganas de ver Alta fidelidad y pensé que tal vez el libro te gustaría. El otro, el de 31 canciones de Nick Hornby, se lo recomendó el librero… Si no te gusta, el tique está dentro.
Se mantuvo en silencio al tiempo que miraba los libros como si se trataran de algún objeto no identificado. Se acercó y se sentó a los pies de la cama. Sin levantar la cabeza dijo:
—Gracias.
No mostraba mucho entusiasmo. ¿Le habría gustado?
—De verdad que puedes cambiarlo por cualquier otra cosa. Es que no tenía ni idea de qué podías querer…
—No, no, está genial, pero no tenías que… En fin, gracias —igual que mi padre. Le costaba mostrar el más mínimo sentimiento.
—Dale las gracias a mi ma…
No pude terminar la frase porque ya había desaparecido y, menos mal, porque un segundo después, ella irrumpía en el cuarto.
—¿Todavía estás así? ¡Y la puerta medio abierta! Anda, que te ayudo a vestirte o vas a coger una pulmonía y encima vamos a llegar tarde.
***
Nada más salir de la consulta, en el coche, lo primero que hice fue cambiar mi estado en el WhatsApp por «Feliz porque puedo pisar el suelo» y no tardaron en llegar los primeros mensajes de las chicas y Kobalsky dándome la enhorabuena. Habría dado botes de alegría si pudiera saltar y el médico no me hubiera dicho que tuviera cuidado. Quién iba a pensar que volver al instituto me iba a hacer tanta ilusión. Aún tendría que ir a rehabilitación y seguir con una muleta un tiempo, pero la noticia había sido como una liberación.
Entró un nuevo mensaje:
¡Qué pena que se haya terminado la exhibición de saltos!
Era un número que no tenía guardado. Llegó otro:
¿No querías mi teléfono? Ahora ya lo tienes. Espero que tus intenciones sean buenas…
¡Era Oliver! No sé si me sorprendió más que tuviese mi número o que mostrara cierto sentido del humor, aunque lo hiciera para meterse conmigo.
***
Por la tarde vinieron a verme mi padre, Gabriela, Laura y Kobalsky. Casi a última hora, mi madre recordó que tenía que ir a la farmacia y, para sorpresa de todos, volvió con Oliver. Por la insistencia de mi madre, supuse que él había intentado resistirse a entrar, pero, como era de esperar, había resultado inútil. A partir de ese momento, toda la atención, y me temo que muy a su pesar, se centró en él. Gabriela se le adosó como una lapa, mi madre no paraba de interrogarle y Laura se mantenía a una distancia prudencial, sin acabar de fiarse. Kobalsky la miraba con devoción, como siempre, al tiempo que asistía divertido a la escena, igual que yo.
—¿No crees que tu amigo necesita que le rescatemos? —le pregunté a Kobalsky en voz baja.
—Puede. Pero todavía no. Es demasiado divertido verle lidiar con tu madre en plan Gestapo y con el acoso de Gaby.
—¿Crees que caerá en sus redes?
—¿En las de tu madre o en las de Gaby? —hice un gesto con la mano indicándole que ambas—. Tu madre seguro que ya le ha sacado hasta la talla de pantalón que usa. Gaby lo tiene más complicado. No es su tipo.
—¿Y cuál es su tipo?
—Mmmm. No sé. No lo tengo muy claro. Pero ella, creo que no.
Laura se acercó a nosotros. Intencionadamente, le indiqué que se colocara a mi derecha para así poder estirar la pierna, de tal modo que quedó encajada en el sofá, pegada a Kobalsky.
—No parece tan malvado tu vecino. Es bastante normal, a pesar de sus pintas —dijo Laura sin perderle de vista.
—Es un tío superlegal —terció Kobalsky—. Yo por él pondría la mano en el fuego.
—No creo que, dado lo que sabemos, sea la frase más acertada —no pude reprimir una carcajada con el comentario de Laura. Me sorprendió que fuera tan sarcástica.
—Laura, no sabéis nada. Son solo rumores. Además, no te puedes fiar de todo lo que te cuenta Álvaro.
—Es mi novio y confío en él. ¿Por qué no iba a creerle? ¿Qué interés tendría para mentirme?
Kobalsky hizo un gesto como si pretendiera ahogarla.
—No voy a entrar más en el tema. Solo te digo que Oliver es una buena persona. Lo sé y punto. Igual que sé que tú lo eres.
Laura le brindó una amplia sonrisa y él, como siempre, se ruborizó.
Poco después, mi padre, que había estado casi toda la tarde pegado al móvil, se despidió porque al día siguiente salía temprano de viaje. Mi madre saltó del sofá como un resorte para recordarle que había quedado en que él me llevaría al instituto durante los primeros días. Se enzarzaron en una discusión, bastante comedida, sobre las responsabilidades paternofiliales. Todos los observábamos en silencio, como si se tratara de un partido de tenis. Aunque intentaban mantener las formas, la tensión se podía cortar con cuchillo, así que nos quedamos pasmados cuando Laura, con su suave vocecilla, los interrumpió para decir:
—Puede ir con Oliver, ¿no? Viviendo al lado, es lo más fácil. Y además tiene coche…
Se hizo el silencio y todas las miradas se volvieron hacia él. Creo que era la primera vez en mi vida que veía ponerse rojo a alguien mulato.
—Bueno —respondió él después de carraspear varias veces—, es que no tengo clase a primera hora todos los días…
—Nos harías un gran favor… —mi padre le habría suplicado. Estaba metido en un buen lío con mi madre si no encontraba una solución—. Por supuesto, te pagaré la gasolina y algo más si hace falta.
—No es necesario —le interrumpió cortante. Parecía que el ofrecimiento le había molestado—. No me importa hacerlo durante unos días.
Mi padre respiró aliviado. Mi madre le dedicó una amplia sonrisa de agradecimiento a Oliver, pero no me pasó desapercibida la mirada con la que intentaba fulminar a mi padre.
***
Estaba seleccionando los libros para no ir muy cargada cuando escuche un bip:
Estás lista ya?
Era Oliver. Le contesté que en un minuto le esperaba en la puerta. El mensaje no había tenido tiempo de llegarle cuando apareció en la terraza.
—¿Vas a bajar sola las escaleras?
De no haber tenido el cerebro inoperativo por el sueño, le habría soltado alguna bordería.
—Puedo hacerlo —me limité a responder mientras me ponía el abrigo.
—No creo que tu cabeza pueda aguantar muchos más golpes. Anda, dame eso —dijo con tono burlón mientras cogía mi carpeta y mi mochila. ¿Por qué de repente se había vuelto tan graciosillo? Casi me gustaba más el tipo callado de antes. Resultaba menos molesto, sobre todo a esas horas.
Salimos a la calle, él unos metros por delante, porque yo iba a dos metros por hora. Me sentía como House: balanceándome con mi muleta y de mal humor.
Allí estaba su coche. Era lo más viejo que había visto en mi vida, tanto, que parecía sacado de un capítulo de Cuéntame: de color rojo reluciente, en vez de techo, tenía una especie de lona. ¿Arrancaría? Por un momento, hizo el amago como de ayudarme a acomodarme, pero le pisé intencionadamente con la muleta. Si íbamos a ir juntos todos los días, más le valía darse cuenta de que, por las mañanas, no estaba para bromas. No tenía dos butacas delanteras como los coches normales, sino un asiento corrido, como un sofá. A pesar de lo viejísimo que era, estaba impecable. Todo lo contrario al de Eduardo, donde estaba segura de que había un microcosmos propio entre periódicos viejos, botellas de agua vacías, envoltorios de chicles y mil cosas más. Se sentó a mi lado después de quitarse la cazadora, el jersey y la camisa, hasta quedarse en camiseta de manga corta.
—¿Te gusta conducir desnudo? ¿No quieres quitarte nada más? —dije mientras me ponía el cinturón.
—¿Te importa abrirme el retrovisor de ese lado? —estaba claro que había decidido obviar mi pregunta.
Evidentemente, no había botón para bajar la ventanilla y la manivela estaba tan dura que solo pude girarla media vuelta. Entonces, él se cruzó ante mí. Su brazo izquierdo, moreno y libre de tatuajes, al contrario que el otro, pasó ante mis ojos y, dado lo angosto del espacio, su cuerpo quedó muy cerca del mío sin llegar a tocarme. No llevaba colonia, pero desprendía un olor a jabón muy agradable. Tiró hacia sí de la manivela y esta casi giró sola, de tal modo que la ventana quedó abierta de par en par. Con un pequeño empujón, desplegó el espejo.
—Es que tiene truco —dijo mientras sacaba algo del lateral de su puerta—. No te rías —me indicó muy serio.
—¿Lo dices por el coche?
—¿Qué le pasa al coche?
Glups, trágame tierra.
—Nada. Es, es, muy, muy… ¿retro? —me hubiera dado de golpes contra el salpicadero para evitar la risa, pero no pude contenerme—. Lo siento. Es que nunca había visto un coche tan, tan, tan viejo. No me lo esperaba.
Me miró con cierta reprobación pero, enseguida, cambió su gesto por una sonrisa.
—No hace falta recalcar lo de «tan, tan, tan». Le vas a ofender. Es antiguo, pero no viejo. Era de mi tío Rubén. Se lo compró a finales de los ochenta, poco antes de que dejaran de fabricarse, y solía viajar con él a Ibiza todos los veranos. Es un dos caballos con mucha historia. Lo dejó durante unos años parado y, cuando me estaba sacando el carné de conducir, me lo regaló y estuvimos arreglándolo juntos —¿dos caballos? ¿Qué era eso? Ya había metido la pata bastante, así que preferí ahorrarme la pregunta. Ya lo buscaría en San Google—. Y aunque tú te lo tomes a risa, que sepas que lo he alquilado varias veces para vídeos musicales, alguna peli y una vez me lo pidieron para una boda. Quedan muy pocos en tan buenas condiciones y que, además, anden.
—Vale, vale. Me parece chulo, pero entiende que no es corriente.
Su gesto de condescendencia lo decía todo: estaba claro que él era aún menos corriente que su coche.
—Bueno. Ahora sí que me tienes que prometer que no te vas a reír.
Asentí. ¿De qué narices hablaba? Sacó unas gafas de una funda y se las puso. Giró la cabeza hacia mí y… flipé. ¿Cómo le podían quedar tan bien unas gafas? Le daban un aspecto de chico bueno y listo. Encantador. Dulcificaban sus rasgos y, contra todo lo previsible, resaltaban sus intensos ojos grises. Estaba imponente y me quedé sin habla. ¿Tendría que darle la razón a Gaby y a mi madre? Porque así, con esas gafas, el pelo recogido, la camiseta gris… Era como Superman y Clark Kent, solo que al revés.
—Estoy horroroso. Lo sé. Y debería darme igual, pero no sé por qué llevo tan mal lo de las gafas. Me veo cara de pardillo con ellas. Pero es que, de lejos, no veo nada. Anda, te doy permiso para que te rías de mí un poco y hagas cualquier comentario sarcástico.
¿Reírme? ¿Comentar? No podía articular palabra. ¿Sería esa la razón por la que el primer día de instituto no me saludó?
—Vaya, es peor de lo que pensaba. ¡Qué le vamos a hacer! —giró la llave del contacto.
—No. Te quedan bien, de verdad —dije en un hilo de voz, intentando no mirarle para no delatarme.
Ese «te quedan bien» realmente era un «estás impresionantemente guapo con esas gafas. Tanto que me gustaría que fuera lo único que llevaras puesto en este momento»… ¡Dios! Tenía que hacérmelo mirar: empezaba a parecerme demasiado a Gaby.
***
Llegamos enseguida. El instituto estaba a diez minutos andando, así que en coche no debimos de tardar ni cinco. Íbamos en silencio, escuchando la música que salía del reproductor de MP3. Era extraño ver un coche tan viejo con un equipo tan moderno, como un abuelo con gorra y patines.
Estaba lloviznando y hacía bastante frío, aunque no sabría decir cuántos grados, porque el salpicadero, como era de esperar, no tenía termómetro. El calefactor sonaba mucho, pero apenas conseguía echar un pequeño chorrito de aire caliente.
Era absurdo, pero después de tanto tiempo en casa estaba un poco nerviosa y notaba un ligero movimiento en el estómago. Me arrebujé en el abrigo y le miré de reojo. ¡Qué guapo estaba con gafas! Por un momento, dudé si mi inquietud vendría exclusivamente por volver a clase o si él tendría algo que ver. Enseguida deseché ese pensamiento: le sentaban bien las gafas, sí, pero seguía sin ser para nada mi tipo.
Al llegar, me sorprendió ver que las aceras que rodeaban el viejo edificio estaban llenas de vallas.
—No sabía que estaban haciendo obras.
—Creo que será mejor dejar el coche en el parking de profesores. No creo que nos digan nada. Con la calle así, te vas a matar.
Se equivocó. Nada más atravesar la barrera, el conserje salió malhumorado a regañarnos. Por suerte, Fran entraba con su coche detrás de nosotros y le dio permiso para que me dejara en la puerta de profesores, aunque tendría que aparcar fuera.
Es increíble lo rápido que se impone la rutina. A tercera hora ya tenía la sensación de no haber faltado nunca. Cuando por fin sonó el timbre para salir al recreo, estaba tan cansada como si me hubiera pasado toda la mañana corriendo.
Me llevó lo mío llegar hasta la cafetería sana y salva. Venía de la clase más alejada y el pasillo estaba lleno de gente a la que mi muleta no le parecía razón suficiente para no empujarme. Allí me esperaba Gabriela.
—¿Estás sola? —me senté en el taburete que me había guardado. Los días en casa me había acostumbrado a tomar varios cafés durante la mañana y tenía verdadera necesidad de cafeína.
—Es que, como no ha venido el profe de Historia, Laura y Kobalsky se han acercado un momento a una agencia. Se están encargando de lo del viaje de fin de curso. Estarán a punto de volver, a no ser que él haya decidido raptarla y se la haya llevado a Polonia, ¿te imaginas? ¡Sería un punto! ¿Y tú, qué? ¿Al final has venido con Oliver?
Asentí con la cabeza.
—Así que el buenorro de tu vecino te recoge por las mañanas y te trae a clase en el cascajo ese de coche que tiene; algunos días queda con la Miss y otros Morgan viene a verle y se piran juntos… Es evidente que no puede estar conmigo por problemas de agenda, nada más —concluyó Gabriela.
—Obviamente, Gaby.
—No te lo tomes a guasa, que es muy serio. Estoy aprovechando los apuntes de estadística para calcular probabilidades interesantes.
—A mí puedes sacarme de la ecuación ya mismo. Y creo que a la Miss, también.
—Holaaaaa. Ya estamos aquí —dijo Laura al tiempo que se quitaba los guantes, la bufanda, el abrigo, dos chaquetas… Kobalsky, como buen europeo del norte, solo llevaba un fino jersey—. Nos han dado bastantes folletos. Hay ofertas que no están mal. Habrá que decidir el destino.
—Y conseguir la pasta —apostilló Gabriela—. Mis padres no pueden poner tanto dinero ahora y, por mucho que ahorre, con la paga no me da.
—Ya, por eso también hay que pensar en alguna idea para recaudar fondos —Laura torció el gesto al ver el precio que figuraba en los panfletos—. Espero que mi padre me deje. Si no, os juro que me escapo.
—Si decides hacerlo, siempre tendrás un sitio para ocultarte en mi casa de Polonia —añadió Kobalsky sonriente, tras lo que Gabriela me dirigió una mirada triunfal de «te lo dije».
—Yo no sé si podré ir, al paso que llevo… —en casa todo resultaba más fácil. Pensaba que ya estaba mejor, pero después de tanta escalera y tanto subir y bajar, sentía la pierna muy dolorida e inestable.
—¿Tú estás tonta? —Gabriela me golpeó con uno de los guantes de Laura—. De aquí a junio, tú estás corriendo como una loca, te lo digo yo. Y si no, te llevamos en silla de ruedas. ¡Seguro que nos hacen descuento!
—¡Dejaos de chorradas y poneos a pensar! —era tan extraño que Laura hablara en ese tono que nos callamos inmediatamente.
—Siempre está el recurso de las papeletas —propuso Kobalsky.
—Con eso no hacemos nada. La mitad de los padres están en paro y no van a comprar papeletas para algo que nunca toca. Tiene que ser otra cosa… —por su cara de concentración, era evidente que Laura se estaba devanando los sesos.
—¿Y por qué no seguimos con la idea de la fiesta? —dijo Gabriela.
—Pues porque ya vimos que no funciona. Tendríamos que hablar con el dueño de algún garito y subir el precio de las copas para llevarnos un porcentaje. No iría ni dios —Kobalsky tenía toda la razón. La situación era tan mala que nadie estaba dispuesto a pagar un euro de más.
—Pero ¿y si hubiera algo especial? ¿Algo que normalmente no hay? No sé…, en plan una fiesta de disfraces, o de la espuma, o un concierto… Algo así. Podríamos cobrar la entrada y luego las copas estarían al precio de siempre —dije. Quizás resultara un poco complicado de organizar, pero tal vez funcionara.
—¡Un concierto sería genial! —Gabriela parecía entusiasmada—. Ojalá pudiera venir David Guetta, seguro que sacábamos pasta suficiente para irnos a Tailandia.
—Mejor Pablo Alborán —a Laura se le iluminó la cara.
—No. Mejor James Blunt —puestos a soñar…
Gabriela sacó la lengua a nuestras propuestas e impuso su dosis de realismo.
—Aunque los convenciéramos, no podríamos asumir el caché de ninguno de ellos. Seguro que cobran un pastizal. Hay que buscar alternativas.
—¿Y si contratamos a un mago? Quizás no saldría muy caro y… —dijo Laura y Gabriela la interrumpió.
—¡Ya lo tengo! ¡Un boy! Musculoso, sexy, sudoroso…
Kobalsky puso cara de asco y añadió.
—Prefiero el mago. Me parece una idea MUCHO mejor.
—A mí no me convence. Es como de fiesta de críos —contestó Gabriela enfurruñada por que su propuesta de striptease hubiera quedado descartada.
—¿Y por qué no tocáis vosotros? —dijo Laura dirigiéndose a Kobalsky.
—¿Nosotros?
—Sí, lo hacéis fenomenal. Me haría mucha ilusión veros otra vez.
—B-bu-bueno, no sé… Si tú me lo pides… —se ruborizó—. Puedo intentar convencer a los demás, a ver si quieren hacerlo gratis. La verdad es que en las fiestas vino bastante gente y parece que les gustaron las cuatro canciones que tocamos. De hecho, ya nos han preguntado varias veces si tenemos algún disco grabado.
Nos miramos las tres en silencio.
—¡Es genial! —dijo Laura al tiempo que abrazaba el recio brazo de Kobalsky. Este se puso tan tenso que parecía que hubiera crecido diez centímetros de repente.
—Tendrás que hablar con Oliver y los demás… —no sé por qué, pero me daba que no iban a estar muy por la labor.
—No os preocupéis —dijo Gabriela—. A Oliver ya me ocupo yo de convencerle.
***
A última hora recibí un whatsapp de Eduardo en el que me decía que vendría él a buscarme. La clase de Izquierdo se me hacía insoportable. No me estaba enterando de nada y el empollón de Tejeda no paraba de hacer preguntas con el único fin de demostrar todo lo que sabía. Por fin sonó el timbre. Salí todo lo rápido que me dejaba la muleta y me dirigí hacia la puerta. Cuando quise llegar, ya estaban esperándome Gabriela y Laura bajo el porche, porque estaba lloviendo a mares.
—Hoy Oliver se va con la Miss —susurró Gabriela. Ante mi expresión de incredulidad, añadió—: Siempre es igual. Los martes tenemos Lengua a última. Al terminar la clase, esperan a que salgamos todos y luego se ponen a hablar. ¡Son tan monos los «Olivos»! Como las dos últimas aceitunillas en un aperitivo… —Gabriela era la única que se reía de su propia broma. A mí no me hacía ninguna gracia y Laura no parecía haberlo pillado—. Imagino que quedan o lo mismo se dicen guarradas para ir calentando el tema, yo qué sé. Ella tarda bastante en salir, supongo que para disimular. Aunque él sea mayor de edad, no creo que esté muy bien visto que se lo tire una profe, ¿no?
—No me creo nada, Gaby. A lo mejor él tenía una duda de Lengua y por eso se ha quedado para hablar con ella.
—Te apuesto lo que quieras a que la está esperando en la callecita de detrás.
No me dio tiempo a responder. Eduardo me pitó desde el coche.
—Me voy a empapar… —era frustrante. No podía llevar la mochila, la carpeta, la muleta y encima un paraguas.
—Nosotras te cubrimos.
Gabriela con su abrigo y Laura con el suyo hicieron una especie de capota sobre mi cabeza bajo la que nos cobijamos las tres hasta que llegamos al coche.
—¡Subid, chicas! —Eduardo estaba visiblemente nervioso. Parecía tener bastante prisa—. Os acerco en un segundo, que está diluviando.
—¡Gracias! —dijeron a un tiempo mientras se sentaban en el asiento trasero.
—¿Te importa pasar un momento por la callecita de atrás? Es que he olvidado darle una cosa a una amiga que vive en esos chalets y a lo mejor la vemos de camino… —¿cómo podía echarle tanto morro Gabriela?
Eduardo miró el reloj contrariado. Debía de ser su hora de la comida y, aunque no trabajaba lejos, no le sobraba mucho tiempo.
—Está bien —dijo resignado—. Pero si la ves, no te enrolles. Hoy ya no creo que me dé tiempo a comer…
—Será solo un momento —respondió Gabriela con la mejor de sus sonrisas.
Unos segundos más tarde, no tuve más remedio que darles la razón. Llegamos en el instante justo en el que la Miss detenía el coche y Oliver salía del suyo, donde se resguardaba de la lluvia, para montarse a su lado. Desgraciadamente, el cristal trasero estaba cubierto de gotitas y no pudimos ver si se besaban. Seguimos al coche durante parte del trayecto, aunque después ellos giraron a la derecha para entrar en la urbanización de la Miss y nosotros continuamos recto.
No necesitaba volverme a verlas para adivinar la sonrisa triunfal en sus caras. Sin embargo, a mí aquello me había molestado más de lo que me atrevía a admitir. Intenté pasar por alto mi propio malestar para pensar en la pobre Morgan. Hacía apenas dos semanas que los había visto en la terraza y era evidente que tenían una gran complicidad. Aunque él afirmara que no era su novia, no era una escena de sexo entre dos extraños, sino entre dos personas que se conocen y se entienden bien. ¿Sabría ella lo que había entre Oliver y la Miss?