13

Llevaba tres días sin estudiar una línea y la pila de apuntes que se acumulaba sobre el escritorio crecía por momentos, así que opté por ponerme con ellos antes de que la cosa no tuviera remedio.

—¿Ocupada?

Era la voz de Oliver, cuya cabeza asomaba por la puerta de la terraza.

—Más o menos. Iba a estudiar un rato…

—Solo te molesto un minuto. Es que estoy componiendo y necesito uno de los papeles que dejé aquí el otro día…

No se atrevió a poner un pie dentro hasta que le hice un gesto para que pasara. Y debía de tener frío, porque llevaba una camiseta de manga corta y el aire que se colaba era helador. Mi padre era igual, le costaba saber cómo tenía que comportarse en cada momento. Si hubiera sido él, podría haber muerto congelado antes de decidirse a entrar.

—Puedes quedarte un rato, si quieres. No me apetece lo más mínimo estudiar. Así tengo excusa —intenté que se sintiera cómodo mientras me acercaba a la pata coja hasta el mueble para darle su carpeta.

—No, no puedo. Tengo cosas que hacer. Gracias por guardarme esto —respondió mientras agitaba el portafolios y se dirigía de nuevo a la puerta.

—Espera, tengo que contarte algo… Ya sé que no es asunto mío, pero estuvieron registrando tus cosas.

Se paró tan en seco que me sobresalté.

—¿Estuvieron? —su mirada se volvió tan dura que tuve que desviar la mía.

—Sí, el otro día, cuando dejaste…

—¿Cómo que estuvieron? ¿Quiénes? —me interrumpió. No sabría decir si estaba asustado o solo enfadado.

—Pues… tu abuelo y el otro hombre.

—¿Qué hombre?

—No sé quién es, no llegué a verlo. Buscaban algo en tu habitación…

Apretó tan fuerte los puños que los huesos le crujieron. Sin embargo, su cara no reflejaba rabia, sino abatimiento. Se dejó caer sobre la cama. No sabía muy bien qué hacer. Me deslicé hasta su lado.

—¿Estás bien? ¿Quieres beber algo?

Negó levemente con la cabeza y pasó un buen rato ordenando sus pensamientos en el que no me atreví a molestarle.

—¿Te importaría seguir guardándome esto? —dijo al fin tendiéndome el portafolios después de sacar unos documentos.

—No, claro que no —no tenía ni idea de lo que podía contener aquella vieja carpeta y no me hacía ninguna gracia guardársela, pero no podía negarme. Me sentía en la obligación de ayudar a alguien con una vida aparentemente tan complicada.

—Gracias —su sonrisa no sirvió para disimular su tristeza.

Iba a responderle cuando comenzó a sonar mi móvil con High de James Blunt como sintonía de llamada. Colgué en cuanto vi que era Álvaro.

—Ya veo que tienes a James Blunt para todo —se estaba burlando de mí, aunque sus ojos seguían tristes.

—Es que High es mi canción favorita —no sé por qué, pero me avergonzó un poco reconocerlo.

Otra vez sonó y de nuevo colgué. Él miraba intermitentemente al móvil y a mí, sin entender nada. Al momento, comenzó a llegar un aluvión de mensajes a través de WhatsApp. Desactivé el sonido y la vibración. Ya hablaría con Álvaro en otro momento.

Me hubiera gustado hacerle un montón de preguntas, pero no me atrevía. Era evidente que no le gustaba hablar de su vida y yo no quería incomodarle ni parecer cotilla. El silencio volvió a reinar entre nosotros.

Él permanecía sentado en la cama y no parecía tener intención de irse. Como estaba enfrascado en sus pensamientos, aproveché para examinar con detenimiento sus tatuajes. Las notas musicales de trazos sinuosos contrastaban con la dureza de las serpientes. Me preguntaba qué canción podría gustarle tanto como para grabársela permanentemente en el cuerpo. Bajo los dibujos se entreveían unas marcas blancas en la piel, iguales que las cicatrices que tenía en la cara. Nunca me habían entusiasmado los tatuajes, pero, después de la tórrida escena de la terraza, tenía que reconocer que aquel me parecía muy sexy. Al levantar la vista, nuestras miradas se cruzaron y no pude evitar sonrojarme.

—Voy a guardar esto —me levanté torpemente con el portafolios y me dirigí de nuevo dando saltos a la cómoda.

—Si andar a la pata coja fuera deporte olímpico, te llevabas la medalla de oro —me hizo sentir un poco ridícula, aunque me alegró verle de mejor humor—. ¿Qué tal sigues?

—Bien, bueno, no sé… quizá peor de lo que parece —me sinceré—. Noto que voy mejor, pero es muy lento y estoy muy, muy torpe. Además, llevo fatal depender de todo el mundo para cualquier cosa. Me siento como un estorbo.

Me miró en silencio. Tenía la sensación de que hablaba demasiado, como el pobre Charlie, al que el capullo de Álvaro le había puesto ese mote por lo «charlas» que era. O como algunas vecinas, que cuando les preguntabas qué tal, te soltaban un rollo de dos horas.

—Te entiendo —dijo finalmente con voz grave—. No duelen tanto las heridas como la frustración de no poder valerte por ti mismo. Tú tienes suerte, se ve que te cuidan mucho y que tus padres están encantados de ayudarte.

—¿Conoces a mis padres?

—Bueno, no mucho, en realidad. Me he cruzado algún día con ellos en el edificio y la noche del accidente esperé en Urgencias a que llegaran. Cuando vi que ya estaban hablando con la enfermera, me marché.

Tal vez fuese una tontería, pero agradecí que no me hubiera dejado sola.

—A quien has visto es a mi madre y a Eduardo. Es su marido. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía siete años.

Se revolvió como si hubiera dicho algo inconveniente, aunque no llegaba a adivinar qué podía ser.

—¿Y qué tal lo llevas?

—Ahora bien. Al principio no acababa de entender por qué no podíamos estar juntos toda la vida, pero con el tiempo me di cuenta de que era mejor que fueran felices cada uno por su lado que infelices juntos. Además, Eduardo es majo y cariñoso —no sin cierto temor, me animé a preguntar—. Aparte de tu abuelo, ¿no tienes más familia?

—Sí, tengo un tío, Rubén. Y…, bueno, también está Morgan. Para mí, es como si fuera de mi familia.

Me asaltó un flas de la escenita en la terraza y pensé que sus relaciones familiares eran realmente muy estrechas…

—Es normal que tu novia sea tan importante o más que alguien de tu sangre.

—¿Mi novia? —arrugó la frente.

—¿No lo es?

—En realidad, no. Solo somos buenos amigos. ¿Por qué lo piensas?

Por nada, ¡qué cosas más raras pregunto! Si lo más normal entre los amigos es meterles la lengua hasta la campanilla y otras cosas… Por la cara con la que me miró, que era una mezcla de complicidad y picardía, creo que los dos estábamos pensando en lo mismo. ¡Ay! ¿Sabría que los había visto?

—Tengo que irme —se levantó de la cama y fue hacia la puerta.

—Tal vez deberías dejarme tu número… por… por si vuelve a pasar algo y tengo que avisarte —¿por qué me sentía como si estuviera intentando ligar con él?

—Mejor no. No me gusta ir dando mi teléfono —ni siquiera se dio la vuelta para responder—. Además, ya has hecho bastante.

Si no me hubiera quedado tan cortada, le habría lanzado la única zapatilla que me podía calzar.

***

Las visitas matinales de Oliver se sucedieron los días siguientes. Siempre que venía, traía algo para que se lo guardase. De hecho, la colección de carpetas y portafolios se hizo tan grande que no tuve más remedio que dejar uno de los cajones solo para sus cosas.

Cada vez se quedaba más tiempo y daba la sensación de que iba tomando más confianza y sintiéndose más a gusto. Vimos algunas otras pelis de mi madre, como El silencio de los corderos y El resplandor. No sabía cómo Oliver podía quedarse después solo en su casa, porque yo, cada vez que iba al baño, tenía que mirar detrás de la mampara con el estómago hecho un nudo esperando que no hubiera nadie. En varias ocasiones jugamos al Guitar Hero. A Eduardo siempre le ganaba, pero a Oliver solo pude vencerle las dos primeras veces. Después le cogió el tranquillo y no hubo manera. También hablamos, y eso que estaba claro que no era el rey de la socialización. El tema más recurrente era la música: le fascinaba. Me hablaba de músicos que a mí ni me sonaban y, a veces, los buscaba en Spotify para que los oyera. Me hizo una lista que se llamaba «Canciones que Alexia debería escuchar antes de matarse en la moto» y enseguida perdí la cuenta de la cantidad de temas que había añadido de Pink Floyd, The Lovin’ Spoonful, Bob Geldof, Dire Straits, Led Zeppelin, Nirvana, The Cure, Rufus Wainwright, Noir Désir, Belle and Sebastian e infinidad de grupos más.

Cada vez estaba más cómoda con él, aunque seguía intrigándome mucho. Tenía miles de preguntas que hacerle, pero no me atrevía. Sin embargo, él no se cortaba en interrogarme acerca de cualquier cosa que le interesase.

—Tu amiga Laura… tiene novio, ¿verdad?

Siempre igual. No había tío al que no terminara gustándole Laura. ¿Sabría Oliver que su querido amigo Kobalsky estaba perdidamente enamorado de ella?

—Sí, tiene novio. ¿Por?

—No, por nada…

Oliver era hermético. Me recordaba a mi padre y, por mi experiencia, sabía que si le bombardeaba a preguntas se cerraría en banda y no podría sacarle nada, así que mejor esperar. Si mi madre hubiera sido capaz de hacer lo mismo, tal vez todo habría sido distinto.

—Su novio… ¿es un tío con el pelo castaño y con rizos? —preguntó al cabo de un rato.

Me limité a asentir con la cabeza sin levantar deliberadamente la vista del móvil. Él repasaba por enésima vez los títulos de la colección de mi madre. A base de probar y probar, casi habíamos conseguido guardar todas las películas en su carátula correspondiente.

—¿Y le conoces mucho?

—Bastante —respondí con total indiferencia.

—Y a ti… ¿qué tal te cae?

Me resultó tan rara la pregunta que dejé a un lado el móvil para mirarlo. ¿A qué venía eso? ¿Acaso era tan evidente mi problema con Álvaro que hasta Oliver se había dado cuenta? Él seguía concentrado buscando entre las películas con los ojos entornados, lo que acentuaba la cicatriz que se extendía por su sien derecha.

—Pues… me cae bien. Bueno, no sé… tiene sus cosas; pero… ¿a qué viene esa pregunta?

Se rascó dubitativo la cabeza, como si reflexionara sobre algo importante. No tenía ni idea de por dónde iban sus pensamientos.

—A mí no me cae bien —contestó al fin—. Bueno, al menos eso creo. En realidad, no sé si lo conozco. El caso es que me suena, pero no consigo acordarme…

Cada vez entendía menos de qué estábamos hablando, pero parecía que para él era importante. Intuía que quería contarme algo y no sabía muy bien cómo abordarlo.

—Tengo problemas para recordar ciertas cosas —dijo mientras se sentaba a mi lado en el borde de la cama—. Hace tiempo, yo… tuve un accidente.

Su nuez subió y bajó al tragar saliva y los músculos de su cara se tensaron.

—¿Cuando estuviste muerto y te reanimaron? —estaba tan expectante que casi ni respiraba.

Asintió con la cabeza y continuó:

—Desde que ocurrió todo, me falla la memoria. Hay cosas que sé que debería recordar, pero, por más que me esfuerzo, no soy capaz.

Era evidente que aquello le provocaba un gran sufrimiento. Tenía el ceño fruncido y la mirada muy lejos de allí.

—Hoy, cuando he visto al novio de Laura en el instituto, me ha dado mal rollo. Desde que he vuelto, creo que me he cruzado con él alguna que otra vez, pero hasta hoy no me había fijado en él. No puedo fiarme de mis recuerdos, así que tengo que hacerlo de mis sensaciones y no sé por qué, pero me ha dado muy mala impresión. Me pregunto si es solo una paranoia o si le conozco de algo…

Dudé un momento. No sabía exactamente qué relación podían tener más allá de haber sido vecinos de la misma urbanización. Además, Álvaro podía ser un poco capullo, pero tampoco era mala gente y, al fin y al cabo, a Oliver le acababa de conocer, y no es que sus antecedentes fueran de lo más recomendables. Sin embargo, me daba tanta pena verlo así de angustiado que no creía que tuviera sentido ocultarle lo poco que sabía.

—Lo conoces.

Al oír mi confirmación, abrió tanto los ojos que pude distinguir perfectamente aquella especie de pequeñas incrustaciones azules sobre el fondo gris.

—¿En serio? —estaba muy sorprendido—. ¿De qué? ¿Cómo lo sabes?

—Erais vecinos. Su casa está en la misma urbanización donde vivías tú. Me lo dijo el día que tocasteis en las fiestas.

Se tomó un instante para ordenar sus pensamientos. Parecía más tranquilo, incluso diría que contento. Es posible que se alegrara de que su intuición hubiera acertado.

—Creo que ya me acuerdo. Me parece que jugamos al fútbol alguna vez cuando éramos pequeños.

—¿Y qué es lo que te pasó exactamente? —como decía Hannibal Lecter, el culpable de que las últimas noches no hubiera podido pegar ojo, quid pro quo, «algo a cambio de algo». Si yo le había contado lo que sabía, tenía derecho a preguntar.

Me miró en silencio, como si estuviera decidiendo si contestar.

—No lo sé. Después del… accidente, empecé a tener problemas de memoria. Hay cosas que recuerdo que no han ocurrido, y de otras que sí han pasado no me acuerdo de nada.

—¿Tienes amnesia? ¿Como en las pelis?

La cara de condescendencia con la que me miró me hizo sentir de lo más tonta por ese comentario tan absurdo. Pero es que todo en él me resultaba fascinante: para empezar, había estado muerto y habían tenido que reanimarle y, desde entonces, tenía amnesia; sin olvidar que todo había ocurrido porque había incendiado su propia casa. Después, había pasado dos años en la cárcel o en un psiquiátrico, según las versiones, y, ahora que se había mudado enfrente, su abuelo registraba sus cosas buscando quién sabe qué. Y todo sin dejar aparte la ajetreada vida amorosa del chaval, que lo mismo se lo montaba con su «no-novia» en la terraza que se iba a casa de la Miss.

A su lado, mi vida resultaba totalmente insulsa y aburrida. Allí estaba yo, con mi pierna escayolada sin salir apenas a la calle, y con el pijama que me había regalado Álvaro. Lo más interesante (y patético) que me había pasado en los últimos dos años desde que volví de Estados Unidos es que estaba enamorada en secreto del novio de una de mis mejores amigas, que, además de conmigo, tonteaba con medio mundo, y que me había dado una leche en moto que casi me mato. Por no hablar de las extrañas voces que de vez en cuando oía en mi cabeza y que la tía Beatriz se empeñaba en relacionar con mi amnésico vecino.

—Se me acaba de ocurrir algo —tal vez no fuera la mejor idea del mundo, pero podía funcionar—. Mi tía Beatriz es psicóloga, además de estar metida en un montón de rollos extraños. Seguro que ella puede ayudarte a recordar.

—¿A qué te refieres con rollos extraños?

—Hipnosis, regresiones… Yo no me acabo de creer que funcionen pero, por intentarlo, no pierdes nada.

Nunca hubiera esperado una reacción tan entusiasta. Por un momento, levantó los brazos como si fuera a abrazarme, aunque al final no lo hizo. Comenzó a pasear por la habitación mientras golpeaba rítmicamente las manos contra sus vaqueros.

—¿En serio crees que querrá? Probé hace mucho con mi terapeuta y no sirvió de nada. Fue justo después del accidente y quizá era muy pronto… Pero ando fatal de pasta. No podré pagarle.

Era sorprendente ver cómo una persona pasa de la alegría al desánimo en cero coma.

—¿Pagarle? ¡Qué dices! Seguro que estaría dispuesta a pagarte ella a ti por usarte como cobaya. Estará encantada, ya lo verás. Déjame que hable con ella y lo organice.

Solo por esa sonrisa de agradecimiento que le llenaba la cara, merecía la pena intentarlo.