Al día siguiente, solo tuve la visita de mi padre. No estuvo mucho rato, aunque conversamos más de lo habitual. Tras el accidente, quería acercarse a mí; o, al menos, eso es lo que creí entender de su errático discurso, ya que siempre ha sido un hombre de pocas palabras, con una seria dificultad para mostrar sus sentimientos. Después de intentar expresar torpemente lo importante que yo era para él, quedamos en que, cuando estuviera recuperada, me iría unos días a su casa.
Entre sus líos de trabajo y los roces con mi madre, no le veía demasiado y la verdad es que le echaba de menos. Eduardo siempre se portaba muy bien conmigo y se esforzaba en caerme bien. De hecho, me consentía mucho más que mi padre; pero, aunque una persona pueda hacer las funciones de otra en un momento dado, lo que está claro es que nunca puede ocupar su lugar. Bien pensado, es bueno saber que las personas somos únicas e insustituibles.
Aproveché para ponerme al día con las asignaturas y estudiar un poco, aunque no tenía muchas ganas. Por la noche, me enganché durante un buen rato a Twitter siguiendo un hashtag bastante divertido, hasta que el sueño me rindió.
Por la mañana, me despertaron unos golpecitos en el cristal. Era Oliver. Tardé en desperezarme y llegar a abrirle. ¿Cuándo lograría hacerme con las muletas?
Le abrí sin poder reprimir un bostezo.
—Creo que te he despertado…
—Te lo confirmo: me has despertado.
Parecía nervioso. No dejaba de restregarse las manos por los vaqueros.
—Mira, necesito un favor —dijo clavando en mí una mirada suplicante. Sus ojos volvían a ser transparentes, incluso dulces—. Tengo que salir rápidamente de casa y quisiera que me guardaras una cosa…
Me froté los ojos en un intento de disipar la neblina que los empañaba. A pesar del frío que se colaba por la puerta abierta, Oliver llevaba una camiseta de manga corta que dejaba ver el tatuaje. Aquellas serpientes enroscadas tenían algo hipnótico que atraía mi mirada.
—¿Qué cosa? —no quería guardar nada «ilegal» en mi habitación. Supongo que él adivinó lo que pensaba, porque se apresuró a decir:
—No pienses mal. Son solo… unos papeles de trabajo. Unas cosillas que estoy haciendo y que necesito dejarte…
Todo aquello me parecía muy extraño, pero ¿qué no lo era en mi vecino? Sin embargo, no veía por qué razón no iba a hacerle ese favor, y más cuando parecía tan apurado.
—Claro. No hay problema. ¿No tienes tiempo ni siquiera para un café?
—¿Qué hora es? —la verdad es que para tener siempre tanta prisa no le hubiera venido nada mal un reloj.
—Las ocho y media —respondí contrariada después de mirar el despertador de mi mesilla. Era muy pronto. El día se me iba a hacer eterno.
—Dame un minuto, que cruzo a mi casa a coger las cosas.
—Ok. Dejo abierto, que tengo que ir al baño a… lavarme los ojos.
Cuando me vi en el espejo, casi me caigo al suelo. Tenía el pelo totalmente enmarañado, y encima se me había quedado marcado en la cara un doblez de la almohada. ¡Vaya pintas! No es que Oliver me importara, pero con esa facha no debería verme nunca nadie. Menos mal que, por lo menos, llevaba uno de los pijamas sueltos, de esos que se abotonan y parecen de chico, porque con otros resultaba más difícil disimular mi generosa talla de pecho. Me hice una coleta y traté de adecentarme un poco. No tenía mucha solución, pero bueno, lo peor ya lo había visto.
Al salir del baño, trastabillé con las muletas y casi me caigo. Por suerte, él ya había vuelto y se lanzó a sujetarme. Se había puesto una chaqueta de manga larga con la que tapaba los tatuajes. Me pregunté qué pensaría la Miss de ellos, si le gustarían o si él se los cubría por ella.
—Ten cuidado. No quiero tener que llamar al SAMUR, otra vez —me dijo divertido mientras me ayudaba a regresar a la cama—. No deberías forzar los movimientos todavía. Es importante que las fisuras se suelden y las heridas cicatricen bien. Si no te cuidas ahora, luego no tendrá solución y te pueden quedar secuelas.
No me pasó desapercibido que al tiempo que decía eso se tocaba las piernas. Estaba muy inquieto. No era el mismo de otras veces, parecía más débil y vulnerable.
—Si quieres desayunar conmigo, tendrás que ir a por otra taza a la cocina —dije con una sonrisa para intentar relajarle. Él sonrió también, aunque eso no hizo desaparecer las arrugas de su frente.
Cada mañana, mi madre me dejaba un termo con café y una jarrita de leche acompañados de magdalenas. Me encantaba desayunar en la cama y seguro que, cuando estuviera recuperada, lo iba a echar de menos.
Regresó con una taza y una cuchara.
—¿Hace mucho frío como para tomarlo afuera? —intenté inútilmente calcular la temperatura del aire que se colaba en la habitación.
—Si no te importa, prefiero estar aquí dentro —respondió, al tiempo que cerraba la puerta de la terraza y se afanaba en correr del todo la cortina. Por un momento, pensé que tal vez estaba ocultando sus verdaderas intenciones, pero me esforcé en sacar ese pensamiento de mi mente.
—¿Te pongo azúcar? —pregunté sentándome con torpeza en el borde de la cama.
Me contestó afirmativamente con la cabeza mientras buscaba algo en una mochila. Estaba tan concentrado en sus cosas que enseguida me relajé. Era evidente que no pensaba hacerme nada. Le puse una pequeña cucharada en su taza.
—¿Otra?
Repitió el mismo gesto, sonrió y añadió con la mano que quería otra más.
—¿¿Otra??
—Suficiente.
Y tanto que debía serlo. Yo tomaba el café sin nada de azúcar y aquello me parecía que debía ser una especie de almíbar. ¿Cómo un tipo con esas pintas de duro podía tomar algo tan dulce? Me pegaba mucho más que desayunara un whisky solo o algo así.
—Mira, es esto lo que necesito que me guardes —dijo depositando un portafolios con tapas de cartulina gruesa bastante desvencijado. Mi gesto interrogante debió de animarle a abrirlo.
—¿Ves? Ninguna hierba ni drogas duras ni nada similar. Son nada más que papeles.
Solo podía ver la hoja superior, que contenía una especie de partitura llena de anotaciones. No entendía por qué no los dejaba en su casa, pero no me atrevía a preguntar.
—¿Te importa guardarlo en el último cajón de ese lado? —señalé el lugar exacto al que me refería. Pareció más tranquilo después de dejarlo donde le había indicado. No sabía qué eran esos papeles, pero indudablemente tenían mucha importancia para él.
Debió de adivinar que mi curiosidad se mantenía porque dijo:
—Es documentación antigua y un tema que estoy componiendo, ¿sabes? Hago jingles, arreglos para canciones… ese tipo de cosas. Ahí tengo algunos de ellos —añadió señalando el cajón donde acababa de guardar las hojas.
—¡Qué chulo! Se te da bien la música, ¿no?
—Más o menos —respondió encogiéndose de hombros antes de terminarse el café de un trago—. Debo irme. Si no te importa, prefiero no pasar por casa y salir por tu puerta.
—A mí me da igual —no sabía qué podía haber en su casa para no querer volver—. Pero ahora soy yo la que tiene que pedirte un favor. ¿Te importaría lavar la taza y la cuchara y dejarlas donde las cogiste?
—No hay problema.
Si no hubiera salido a toda velocidad con la mochila y la taza, le habría explicado que no quería que mi madre se enterara de que había estado en mi habitación.
***
No había pasado ni una hora desde que Oliver se había marchado cuando oí ruido al otro lado de la pared. Después de ver su insólito comportamiento y su urgencia por salir de casa, me extrañaba que hubiera vuelto tan pronto. No era asunto mío, pero me picaba tanto la curiosidad que me puse la bata para salir a la terraza. Intenté no hacer ruido, aunque, con las muletas, resultaba complicado. Me senté pegada a la pared, donde Oliver no podía verme si no saltaba la valla. El brezo estaba bastante deteriorado y le faltaban algunas ramas, así que podía entrever la terraza al otro lado. La visibilidad no era demasiado buena entre los huecos y parecía que todo estuviera codificado, pero no quería exponerme más y arriesgarme a que pudiera pillarme.
No tardé mucho en advertir que no era él quien estaba allí. Del interior salían dos voces masculinas. Desde donde estaba no podía distinguir lo que decían, pero ninguna era la de Oliver. Lo que sí pude identificar es que una de ellas correspondía a un hombre mayor y el tono era bastante autoritario. Hacían mucho ruido, como si movieran muebles o arrastraran cosas pesadas.
La bata era demasiado fina para el aire fresco que corría esa mañana y me estaba quedando helada. Me disponía a entrar de nuevo en la habitación, cuando vi al abuelo de Oliver salir a la terraza. En ese momento caí en la cuenta de que la voz era la suya. Me quedé muy quieta. Las aberturas del brezo no eran lo suficientemente anchas como para que él reparara en mi presencia, pero si me movía, entre el ruido de las muletas y mi sombra desplazándose por la valla, seguro que se percataba de que estaba allí, y mi sexto sentido me decía que era mejor pasar desapercibida.
El abuelo continuó la conversación con el hombre que permanecía dentro, aunque a este no llegaba a entenderle bien.
—… no lo sé. Si lo supiera, no te habría llamado —dijo el abuelo con voz hosca mientras abría las cajas depositadas en la terraza. Estaba despeinado y dos enormes manchas de sudor ensombrecían la camisa a la altura de las axilas.
El otro hombre se acercó a la puerta. Aunque no llegaba a verle la cara, sí podía ver el humo que salía del cigarrillo que llevaba entre los dedos.
—Aquí no hay nada —dijo el fumador, que tenía una voz aguda—. A lo mejor la lleva encima. ¿Le has preguntado?
—¿Eres idiota? —respondió el abuelo visiblemente cansado—. ¿Cómo le voy a preguntar? Él no se acuerda de nada. Y tiene que seguir así. Si no, estamos perdidos.
—Siempre hay una salida para todo. Podemos solucionarlo de un solo golpe… —el tono con el que hizo ese comentario me heló la sangre. No sé a qué se refería, pero sin duda no era nada bueno.
—¡Ni se te ocurra pensar siquiera en ello! ¿Entendido? No quiero que vuelvas a liarla. ¿Tan difícil es hacer esto de un modo limpio, sin que nadie salga malparado? Apaga de una vez ese cigarro y sigue buscando. Y pon cuidado en dejar las cosas como estaban. No quiero tener que andar dándole explicaciones al juez… ¡Mira que vernos así a estas alturas!
El fumador lanzó el cigarrillo con dos de sus dedos por encima de la valla en dirección a la calle después de soltar un sonoro gruñido y desapareció en el interior de la habitación. Tras revisar cada una de las cajas, el abuelo también entró, momento que aproveché para regresar a mi cuarto a toda la velocidad que me permitía mi maltrecho estado físico. Mi primer impulso fue llamar a Oliver para decirle lo que acababa de presenciar, pero no tenía su móvil. Tal vez él estaba al corriente y por eso tenía tanta prisa por irse. En cualquier caso, debería pedirle su número cuando volviera.