Cuando regresé a casa, habían pasado dos semanas desde el accidente. Mi madre había insistido en instalarme un cuarto en el piso de abajo, pero finalmente la había convencido para que me dejara en mi dormitorio. Necesitaba mi habitación, estar rodeada de mis cosas, mis fotos, mis libros… y mi terraza. Me había vuelto adicta al cielo después de pasar quince días sin poder ver más horizonte que el ala de enfrente del hospital que se divisaba desde la ventana de mi cuarto. No quería prescindir de ese espacio de libertad, pues aún me iba a llevar algún tiempo poder pisar la calle. Solo necesitaba un microondas para calentar la comida mientras mi madre y Eduardo trabajaban. Eso era todo.
—Tengo una sorpresa —dijo mi madre tapándome los ojos ante la puerta cerrada de la habitación—. No mires hasta que te avise, ¿de acuerdo?
Oí cómo entraba y colocaba algo en su interior.
—¡Tachán! —aun sin mirarla, supe que estaba sonriendo.
Al abrir los ojos, descubrí que habían instalado el televisor de la cocina enfrente de la cama. ¡Por fin! Llevaba siglos pidiendo uno para mi dormitorio.
—¡Gracias, mamá!
—Esto no es todo —continuó abriendo mucho los ojos—. Mira, te he subido el viejo vídeo VHS con todas mis pelis, ¿ves? Dirty Dancing, La chica de rosa, La joya del Nilo, Memorias de África, Regreso al futuro, El club de los poetas muertos, los musicales… ¡No pongas esa cara! Te aseguro que te van a encantar.
Sabía lo que significaban para ella esas películas. Las había visto cientos de veces. Eran una especie de tesoro. Me emocionó el gesto y se me inundaron los ojos.
—¡No llores, tontina! —me abrazó con cuidado de no golpear las muletas—. ¿No ves nada más? ¿No notas nada raro?
Hice un barrido general para descubrir de qué podía tratarse. Habían cambiado ligeramente la posición de la cama para facilitar el paso, pero… ¡La cama!
—¿Me habéis comprado una cama nueva? ¡Y encima es de las grandes! —exclamé emocionada. No podía creerme que la vieja cama de princesas Disney en la que había dormido desde que salí de la cuna hubiera desaparecido de mi cuarto.
—El médico nos recomendó un somier articulado y, ya que teníamos que comprar uno nuevo, mejor más grande, ¿no?
Sabía que la economía familiar no pasaba por sus mejores momentos, así que les agradecía muchísimo el esfuerzo. Avancé hasta sentarme en mi nuevo colchón y abracé efusivamente a mi madre. Mis lágrimas le hicieron llorar a ella, así que terminamos las dos con la nariz roja y un kleenex mojado en la mano.
***
Me levanté tarde, aunque cansada. Había pasado mala noche con la pierna y mi madre me había despertado antes de salir a trabajar para inyectarme la heparina y dejarme la comida junto al microondas. A pesar del sueño, el luminoso día de otoño me infundió buen humor. Estábamos a mediados de octubre y la mañana no era ni mucho menos tan resplandeciente como en verano. Más bien era como si hubieran sustituido una enorme y brillante lámpara de techo por una tenue y cálida luz indirecta, pero era más que suficiente para mí y mi adicción al sol. Me anudé la bata, guardé el móvil junto con los auriculares en uno de los bolsillos y me dirigí a la terraza. Ya desayunaría más tarde, porque, con las muletas, no tenía modo de llevar hasta allí el café y no quería perderme ni uno de esos rayos sobre mi piel.
Me senté en una silla y dejé descansar la pierna en otra. Desde donde estaba, solo alcanzaba a ver las copas de los árboles, algunas de las cuales ya habían empezado a amarillear y a perder las hojas. A pesar de que en el hospital el tiempo se me había hecho muy lento, ahora me parecía que todo había pasado demasiado rápido. Si no me recuperaba pronto, podía perder el curso, algo en lo que ni siquiera me atrevía a pensar.
Goodbye, My Lover comenzó a sonar a través de los cascos. El día me pedía algo un poco más movido, así que pasé unas cuantas canciones hasta escuchar Stay the Night. Era imposible no ponerse de buen humor y soñar con una preciosa historia de amor veraniego.
—¿Qué escuchas? —preguntó Oliver con su melodiosa voz asomándose por el muro que separaba nuestras terrazas. Había olvidado lo mucho que contrastaba con su torvo aspecto.
—James Blunt —desconecté los auriculares del móvil para que él también pudiera oírlo. Pareció extrañarse de la respuesta—. ¿Sabes quién te digo? Este cantante inglés que… —aclaré por si no lo conocía.
—Sé quién es —interrumpió—, pero no me gusta mucho…
Nos quedamos en silencio, con la música de fondo, él apoyado en el muro mirando al horizonte. Era evidente que la comunicación entre nosotros no fluía demasiado bien. No había tenido noticias suyas desde el accidente, a excepción de la firma que incluyó en la tarjeta con el resto de la gente y sobre la que escribió un lacónico «Que te mejores». Hasta entonces, nunca había tenido problemas para relacionarme con nadie, ni siquiera con desconocidos, pero había algo en Oliver que me turbaba y no me dejaba desenvolverme con naturalidad. A pesar de que me costara conectar con él, no podía olvidar que fueron él y Morgan los que llamaron al SAMUR, así que debía agradecérselo.
—Muchas gracias por ayudarme el día del… accidente —dije con una sonrisa algo forzada. No respondió. Giró la cabeza y se limitó a levantar apenas las cejas para desviar de nuevo la mirada hacia los árboles, que se balanceaban levemente mecidos por el viento.
Cuando ya había dado por hecho que la conversación había terminado y me disponía a leer, soltó:
—Pensé que ibas a morir.
Cerré el libro de golpe. Había intentado inútilmente reproducir lo ocurrido, pero lo único que venía a mi memoria era aquella oscuridad que no podía ser otra cosa que la muerte. Había estado a punto de dejarme llevar por ella. De no ser por esa voz y esa cansina canción que se repetían una y otra vez, ahora solo sería un triste recuerdo.
—¿Qué pasó? —noté la misma sensación de angustia que se apoderaba de mí cada vez que intentaba pensar en el accidente. Tal vez él pudiera darme las respuestas que necesitaba, así que le hice un gesto para que cruzara a mi terraza. Dudó un momento, pero finalmente saltó con agilidad y se sentó frente a mí, en la silla más alejada.
—No lo sé… Te vimos pasar. No ibas muy rápido, pero de repente la moto se aceleró y te pusiste sobre una rueda… Rebotaste contra el bordillo.
Arrugó la nariz y la frente en una expresión que dejaba entrever lo desagradable que debía de haberle resultado.
—¿Dije algo?
—No. Estabas blanca y no se te notaba el pulso… No sabíamos qué hacer, hasta que vino la ambulancia… —le temblaba un poco la voz y, tras sus extraños ojos grises, su mirada indicaba que su mente se encontraba muy lejos. Podía imaginarme la sensación de impotencia que debe de invadirte al pensar que alguien se está muriendo delante de tus narices y no puedes hacer nada.
—Pues yo te oía, ¿sabes?
—¿Me oías? —preguntó extrañado.
—Sí, la canción esa que silbabas.
—Pero ¿de qué hablas? ¿Crees que me iba a poner a silbar en esa situación?
La verdad es que no tenía mucho sentido, pero lo había escuchado perfectamente. Me angustié de nuevo al pensar que quizás a mi cerebro le pasaba algo. Lo peor de todo era que no podía achacarlo a la conmoción cerebral del golpe, porque ya venía de antes.
—¿Estás seguro de que no lo hiciste? Era la misma música que aquel día que estuviste aquí con Gabriela…
Dejé de insistir al ver cómo me miraba, como si mi piel se hubiera vuelto verde y estuviera llena de tentáculos. Quizás todo hubiera sido producto del golpe. Tal vez mi mente había asociado lo último que habían visto mis ojos, a Oliver y a Morgan, con aquella melodía.
—¿Por qué no estás en clase? —intenté cambiar de tema mientras me recolocaba nerviosa en la silla.
—Tenía Lengua a primera hora e Inglés a segunda. Ya he terminado por hoy.
De nuevo se hizo el silencio, un silencio tenso e incómodo. Hubiera preferido que se marchara, pero me sentía un poco en deuda con él. Al fin y al cabo, y aunque él no silbara aquel día, su canción me había salvado de una muerte segura.
El inalámbrico comenzó a sonar en mi dormitorio. Había olvidado meterlo en el bolsillo de la bata. Hice el amago de incorporarme, pero él se me adelantó.
—Yo te lo traigo —dijo mientras se dirigía a mi cuarto. Cuando depositó el teléfono en mi mano, a pesar de que llevaba una camisa de manga larga, pude observar que en el interior de la muñeca derecha tenía tatuada la palabra «muerte» en letras góticas.
Mientras hablaba con mi madre, él volvió a entrar en mi dormitorio para examinar detenidamente los viejos vídeos de VHS. Me alegró que no fuera muy hablador, porque no me hubiera hecho ninguna gracia tener que explicarle a mi madre que había un chico en casa, y más ese tipo de chico.
—¡Tienes Alta fidelidad! —exclamó cuando colgué el teléfono. Supuse que sería una de las películas de mi madre, aunque jamás había oído hablar de ella.
—¿Te gusta? Llévatela y ya me la devolverás —enseguida me arrepentí. Si mi madre se daba cuenta de que faltaba una de las piezas de su colección, me iba a cortar en cachitos.
—No tengo reproductor de VHS —respondió contrariado.
Dudé un momento. Tal vez lo correcto fuera invitarle a verla, aunque me preocupaba un poco el hecho de que hubiera estado dos años encerrado. Es verdad que no terminaba de creerme la versión de Gabriela ni mucho menos la de Álvaro, que además era muy peliculero y le gustaba adornar las historias; pero la idea de verme sola en casa con él me imponía más que respeto. Por otro lado, aunque le conocía poco y nuestros primeros encuentros más bien podían considerarse «encontronazos», algo en él me inspiraba confianza. Además, me había salvado la vida o, si no tanto, había contribuido a que siguiera viva.
—¿Te apetece que la veamos ahora? —esperaba no tener que lamentarme después.
—¿Qué hora es? —preguntó indeciso.
—Las once y media.
Dudó un momento, pero al final accedió. Es posible que enseguida se arrepintiera, porque, al meter el vídeo en el reproductor, descubrimos que la carátula no era la correcta. Probamos con algunos otros y en todos ocurría lo mismo. ¡Típico de mi madre! Le encantaba hacer esas cosas, cambiar todas las películas para que, al elegir una, fuera una sorpresa.
—Lo siento —me había rendido después de intentarlo con al menos diez—. A lo mejor ni siquiera está…
—¿Por qué no vemos esta misma? El título suena bien.
El cielo sobre Berlín. Al principio me pareció bastante lenta y extraña, pero poco a poco fue atrapándome con esas imágenes tan poéticas y misteriosas. Contaba la historia de dos ángeles que observan el mundo y a los humanos. No pueden materializarse, pero sí consolar a las personas e infundirles ganas de vivir, susurrándoles palabras de aliento. ¿Sería uno de esos ángeles lo que oí aquella noche?
—¿Tú crees que hay algo después de la muerte? —preguntó mientras aún desfilaban los títulos de crédito. Me sorprendió un poco la pregunta, porque, tras el accidente, le había dado muchas vueltas a ese asunto.
—No lo sé… —intentaba ordenar mis pensamientos—. Antes pensaba que sí, que todo esto tenía que ser obra de alguien y que era absurdo venir a este mundo para terminar muriendo sin más. Pero después del accidente…
Me observaba atento, como si mi opinión le importara mucho, con una mirada serena y transparente tras esos ojos grises que, a decir verdad, de extraños que eran resultaban incluso bonitos. Era un tanto absurdo que, sin conocernos ni saber nada el uno del otro, habláramos de algo tan profundo y trascendental. Pero por primera vez estábamos conectando. De repente me sentí cómoda, como si fuéramos viejos amigos, y tenía la impresión de que a él le ocurría lo mismo.
—¿Viste algo? —preguntó intrigado.
Asentí mientras intentaba poner en palabras lo que había experimentado.
—Era como… como algo oscuro que me atrapaba. No había túnel ni vi pasar mi vida en forma de diapositivas, no había luz, no había nada. Era como un abismo negro en el que me iba hundiendo. Sabía que, si quería vivir, debía mantenerme arriba, pero me resultaba demasiado doloroso como para esforzarme…
—¿Y había algo en esa oscuridad? ¿Crees que se podía atravesar?
Me esforcé en reconstruir lo que había vivido, pero resultaba demasiado perturbador. Tuve que tragar varias veces saliva para poder continuar.
—Creo… creo que no había nada más. Cuanto más me precipitaba, más lejos quedaba todo, hasta mi propio cuerpo. Me parece que, si me hubiera dejado caer del todo, habría dejado de sentir, de ver, de oír… Como si me hubiera disuelto y simplemente dejara de existir… Pero aunque por mí me hubiera dejado arrastrar, algo me hizo volver a la superficie.
—¿Algo? ¿Qué quieres decir?
—No lo sé… A lo mejor una especie de ángel de la guarda, como en la peli… Solo sé que hubo algo que impidió que muriera…
—¿De verdad crees que puede haber alguien que nos protege desde algún lugar sin que nos demos cuenta? —no supe descifrar si el tono de su voz indicaba escepticismo o simplemente curiosidad. Me encogí de hombros. No tenía respuesta a esa pregunta.
Él se mantenía pensativo, con la frente crispada, como si algo le inquietara.
—¿Sabes? —dijo después de un rato en que parecía debatir consigo mismo—. Yo estuve muerto.
En cualquier otra circunstancia, no habría podido reprimir una carcajada. Sin embargo, supe que decía la verdad y que no era imposible regresar de la muerte. Yo misma la había tocado muy de cerca.
—¿Cómo fue? —le veía tan desasosegado que estuve tentada de posar mi mano sobre la suya, aunque finalmente no me atreví.
Le llevó tiempo responder. Entendía que no le resultaba nada fácil hablar de ello.
—Parecido a como tú dices. Yo ya no estaba, no existía y de repente volví. Fue horrible. Me moría de dolor. Sentí como si cada músculo y cada hueso de mi cuerpo estuvieran generándose y colocándose de nuevo dentro de mí. Me dolían las venas, el corazón, el estómago. Me dolía al respirar, al pestañear, me dolía todo. Y de repente, poco a poco, volví a oír, a oler, a ver… Tardé un tiempo en entender que el dolor venía de las descargas… Me estaban reanimando.
Los músculos se habían tensado bajo la camisa y en su cuello. Sin duda estaba reviviendo aquello con mucha intensidad.
—Pero ¿qué te pasó? —me salió un hilo de voz.
Cerró los ojos durante el tiempo que realizaba una inspiración profunda y, al abrirlos de nuevo, enormes, volvió a su estado tranquilo y algo pasota. Miró su móvil.
—Tengo que irme.
Antes de que pudiera abrir la boca, ya estaba saltando de regreso a su casa.
***
Aunque mi madre me había dejado todo a mano, no fue sencillo organizarme para la comida, porque las muletas eran un incordio de marca mayor. Después de comer, me recosté un rato en la cama y estuve leyendo hasta que oí la cerradura de casa y, a lo lejos, a mi madre.
—¡Álex! Soy yo… —oí sus tacones acercándose por la escalera—. ¿Qué tal tu primer día en casa?
—Bien —sonreí al tiempo que ella se acercaba a darme un beso.
—¿Qué has hecho?
—He leído un rato y he visto una de tus pelis. Poco más… Tardo siglos solo en ir hasta la terraza… —preferí omitir la visita de Oliver.
—Bueno, no te preocupes —me acarició la frente—. Verás cómo poco a poco vas mejorando y cogiendo velocidad. Me ha llamado Gaby para decirme que se pasaría a traerte los apuntes, pero quería confirmar a qué hora iba a estar en casa porque como tú todavía no puedes bajar a abrir… Había pensado dejarle una copia de las llaves para estos días, así puede venir a verte aunque estés sola: ¿qué te parece?
—Genial.
—¿Necesitas algo? —negué con la cabeza—. Pues bajo los restos de tu almuerzo y a quitarme los zapatos, que me están matando.
Acababa de salir, cuando sonó el timbre y, segundos después, Gabriela y Laura irrumpieron en la habitación.
—Bueeenaaaas. ¿Cómo está mi lisiada favorita? —Gabriela desparramó por la cama un buen fardo de apuntes que Laura se encargó de ordenar. Le saqué la lengua, pero ella vino a darme dos besos.
—Contenta de estar en casa pero harta de las muletas. Me he dado cuenta de que estoy muy torpe…
—«Estoy» no es el verbo… —añadió burlona—. Anda, voy a dejar de meterme contigo porque estás convaleciente. Te hemos traído los apuntes del sex symbol de Tejeda, un par de libros de la biblio, dos paquetes de Donettes, bueno, en realidad traía tres pero uno se ha perdido por el camino —señaló su tripa— y, sobre todo, cotilleos frescos.
—Trae antes de que no los lleguemos a probar y cuenta… —le arranqué las dos cajas de la mano para repartirlas entre Laura y yo.
—¿De verdad te parece que está bueno Tejeda? —Laura, como siempre, no había pillado la ironía. Al ver mi cara y el gesto de Gabriela, que se metió los dedos en la boca como para vomitar, se puso roja y añadió—: Es que… como te gustan todos, yo ya no sé…
—Todos, todos, no, Laura. Reconozco que soy especialista en pillarle el punto a cualquiera, pero a Tejeda… como que no. Bueno, al lío. ¿Sabes con quién está enrollado tu vecino? —dijo bajando la voz.
—¿Con Morgan? —Gabriela negó con la cabeza. Era evidente que pretendía hacer otra de sus insoportables pausas, pero por suerte Laura se le adelantó.
—Con la Miss —dijo en un susurro.
—¡Anda ya, Laura! Te ha comido el tarro Gaby. Si lo lleva diciendo desde que empezó el curso…
—Que no —insistió Laura—, que es verdad. Se van juntos muchos días. Hoy, por ejemplo.
—¿Hoy? ¡Pero si ha estado aquí conmigo hasta la hora de comer! —si les hubiera dicho que había estado con Mario Casas, me habrían mirado con la misma cara.
—¿Y qué hacías tú con él? —preguntó Gabriela en un tono que no supe descifrar: ¿eran celos o solo picardía?
—Nada, ver una peli y charlar un ratín, así que no se ha podido ir con la Miss.
—Que sí, que lo hemos visto las dos con estos ojazos. Habrá sido después de salir de aquí. Lo gracioso es que no salen juntos del edificio —explicó Gabriela—. Él la espera detrás, en la callecita esa por la que no pasa nadie que lleva a los chalets, y ella le recoge en su coche y se van… imagino que a su casa.
—No sé… —me costaba creerlo. La Miss era guapa y no estaba mal, pero era muy mayor. Debía de rondar los cuarenta. Era muy hermética y nunca contaba nada de su vida, a pesar de que todos los años alguien le preguntaba si tenía hijos o si estaba casada. Durante un tiempo, corrieron rumores por el instituto de que estaba liada con Fran, aunque nadie pudo comprobarlo nunca. Me extrañaba que una tía como ella fuera a fijarse en Oliver. Al fin y al cabo, y aunque él pareciera más mayor, para ella era casi un crío—. ¿Lo ha confirmado Kobalsky?
Las dos se miraron contrariadas.
—No. Bueno…, no explícitamente —añadió Gabriela—. Dice que la intimidad de cada uno es la intimidad de cada uno y que a nosotras no nos gustaría que él fuera divulgando por ahí nuestras cosas, como si creyera que le íbamos a contar algún secreto. Pero no querer hablar de ello es como confirmarlo, ¿no? Si no fuera cierto, lo negaría. ¿Para qué se iba a andar con evasivas?
Laura asentía convencida. La verdad es que la teoría de Gabriela era bastante sólida.
—El caso es que te necesitamos, porque tenemos que seguirlos a ver si es verdad que van a la casa de la Miss, y no podemos hacerlo sin tu moto —continuó Gabriela.
—¡A saber cómo estará mi pobre moto!
—Mi padre se ha ocupado de eso —dijo Laura—. Fue él el que se encargó del atestado.
—¡Cómo se nota que tu padre es poli! —exclamó Gabriela asombrada—. Eso de «atestado» te ha quedado muy profesional.
—La ha llevado al taller donde arreglan los coches de la policía —prosiguió Laura después de responder con una mueca a Gabriela—. Dice que no tiene nada importante, que la peor parte te la llevaste tú…
—Pero no sé si quiero volver a conducir —intenté reprimir el escalofrío que me recorrió al pensar en el accidente.
—¡¿Pero qué estás diciendo?! Eres la única motorizada del grupo. Lo siento, pero el síndrome de estrés postraumático tendrás que dejarlo para más adelante, cuando hayamos confirmado que están juntos —sentenció Gabriela.
—¿Y qué más os da a vosotras? Que esté con quien quiera estar, ¿no?
—Esta niña se nos ha quedado lela con el golpe —dijo Gabriela dirigiéndose a Laura mientras me ponía la mano en la frente como si me tomara la temperatura.
—Pero hay más, aunque no tan jugoso —continuó Laura.
—Siguiendo con Radio Pasillo Instituto —interrumpió Gabriela, que esta vez no parecía dispuesta a permitir que Laura se le adelantara—, resulta que hay una niña, Carlota, que va a tercero. A lo mejor la has visto. Es morena, pequeñita, con ojos grandes y lleva unas mechas color rosa chicle. El caso es que también está coladita por tu vecino, aunque mucho hombre le veo yo para una niña tan pequeña, y no hace más que seguirle por el instituto. No creo que él se haya dado cuenta, ya sabes cómo son los tíos, pero ayer la vieron dejándole una nota en la mesa. Lo que nadie sabe es si él la llegó a leer.
—Pues sí que ha entrado con fuerza Oliver. Os tiene a todas locas —me parecía inconcebible.
—A mí no, que conste —replicó Laura—. De hecho, toda esa historia del incendio y de la cárcel o del loquero, que cada uno me contáis una cosa y no sé qué creerme —añadió mirando a Gabriela—, me da un poco de repelús.
—¿Y qué pasa contigo? —dijo Gabriela levantándose de la silla y poniendo los brazos en jarras—. ¿Resulta que el macizo de tu vecino ha estado aquí, en tu habitación, y nos lo cuentas así de tranquila, como si no pasara nada?
—Si es que no pasa nada, ya te lo he dicho. Hemos estado viendo una película y se ha marchado.
—Vale, pues ahora se lo comentamos a tu madre, ya que no tiene importancia…
—Mejor no. Si es que es tan raro… Ha venido, hemos visto la peli y se ha pirado casi sin despedirse.
—Porque había quedado con la Miss. Además, tú no te sabes manejar con él… Mañana, si viene a verte, le invitas por la tarde para que coincidamos… ¡Ay, no! Que quiere venir Hugo a verte también.
—Y no quieres juntar a tus hombres —la interrumpí haciendo hincapié en lo de «hombres».
—¡Qué dices! Si está con la guarra esa. Pero tu vecino quiero que sea mi amante YA.
—Pues nada, si te lo digo siempre: salta la barandilla y ahí justo debe de estar su cama.
La vimos salir hacia la terraza caminando en plan seductor hasta que se dio la vuelta.
—No. Hoy me quedo con mis amigas, que es a lo que he venido, y no hay macizo alguno que pueda mejorar vuestra compañía.