Rara vez escribí una dedicatoria que excediese las dos o tres líneas. Ésta es distinta, y el motivo es muy evidente.
A mi afectuosa y comprensiva esposa, Mary, de cuarenta y tantos años; y a nuestros hijos, Michael, Jonathan y Glynis, que siempre demostraron fuerza, decisión e inquebrantable buen humor (un eje principal de nuestra familia). No podían haber sido mejores, ni yo pude haber expresado jamás en la medida necesaria mi amor y mi gratitud.
—Tu padre ha salido de la mesa de operaciones, y descansa en la planta destinada a la recuperación.
—¿Y quién lo ayudará a incorporarse?
Al brillante cardiólogo Jeffrey Bender, y al soberbio cirujano cardiotorácico, el doctor John Elefteriades, así como al equipo de cirugía y a todos los miembros del CTICU del Hospital de Yale–New Haven, que con su habilidad y responsabilidad superaron todos los límites conocidos. (Aunque podía argüirse que yo era un paciente famoso, por desgracia, no muy convincente).
A nuestro sobrino, doctor Kenneth M. Kearns, también cirujano extraordinario, que soportó a su tío ciertamente muy poco santo con una tolerancia propia sólo de los mártires. Y Ken, gracias por la «Listerine». Y a su hermano Donald Kearns, especializado en medicina nuclear. (¿Cómo es posible que yo contrajese matrimonio con un miembro de una familia tan completa?). Gracias, Don, por tus llamadas cotidianos y tus visitas. Y a sus colaboradores médicos, los doctores William Preskenis y David «el Duque» Grisé del equipo de enfermedades pulmonares. Los escucho cuando se aproximan, y hago todo lo posible para comportarme bien.
A nuestros primos, I. C. «Izzy» Ryducha y a su esposa Janet, que estuvieron siempre aquí cuando yo los necesitaba.
A los doctores Charles Augenbraun y Robert Greene, de la Clínica de Urgencias del Hospital Norwalk, de Connecticut, y a todas esas personas maravillosas que conseguían que un extraño muy enfermo percibiera la posibilidad de ver el comienzo de otro día. Lo cual fue no poca hazaña. Finalmente, y a pesar de todos los esfuerzos para mantener el asunto bajo un manto de reserva, a las veintenas de personas, amigos y a otros a quienes nunca vi, pero que por cierto son mis amigos, gracias por todas las tarjetas y las notas con sus manifestaciones de buenos deseos. Esas misivas fueron recibidas con agradecimiento y leídas con avidez.
Y ahora, alegrémonos; siempre hay algo divertido incluso en las peores situaciones. Durante un baño perfectamente normal con esponja, un día o dos después de la intervención quirúrgica, una bondadosa enfermera me ayudó a cambiar de posición, y con mucha dignidad y cierto destello en los ojos, dijo:
—No se preocupe, señor L., todavía lo respeto por la mañana.
Amén. Y otra vez a todos, mi profundo agradecimiento. Estoy dispuesto a participar en una maratón. Para cualquier persona cuerda siempre ha sido un misterio insondable la perversidad sistemática perpetrada por el régimen nazi. Como un agujero negro de carácter moral, parece desafiar las leyes de la naturaleza, aunque al mismo tiempo sea parte de esa misma naturaleza.