Capítulo 38

—¿Cuándo entró? —preguntó Latham, elevando la voz para ser oído a pesar de la lluvia.

—Hace unos veinte minutos contestó el oficial alemán bilingüe en el vehículo del servicio de inteligencia, estacionado fuera de los terrenos de la propiedad, con los faros apagados.

—Dios mío, ¿estuvo allí tanto tiempo? ¿Y usted le permitió ingresar sin un aparato de radio, sin que tuviese un modo de comunicarse con usted?

—Ella entendió la situación, señor. Le aclaré que no podía entregarle un aparato de radio, y sus palabras textuales fueron: «Comprendo».

—¿No le parece que debió preguntarnos antes de permitirle que pasara? —preguntó Witkowski en alemán.

—¡Mein Gott, nein! —replicó irritado el alemán—. El propio director Moreau se comunicó conmigo y trazamos un plan de modo que atravesara la zona patrullada con el menor peligro posible.

—¿Moreau? ¡Estrangularé a ese hijo de perra! —explotó Latham.

—Para responder más exactamente a su pregunta, mein Herr —dijo el oficial de inteligencia alemán—, la Fräulein no estuvo tanto tiempo en el cottage; nuestro hombre en la primera línea informó por radio que entró en la casa hace apenas doce minutos.

—Creo que es hora de que mi ayudante y yo —interrumpió el capitán Christian Dietz, que estaba a pocos metros de distancia bajo la lluvia, acompañado por el teniente Anthony— entremos en acción y nos apoderemos de los guardias. —El capitán se adelantó y continuó hablando en alemán, dirigiéndose al oficial—. Mein Oberführer —comenzó—, ¿cuántas patrullas hay allí, y existe un esquema de distribución? Le habló en alemán porque no deseo que haya malentendidos.

—Señor, mi inglés es tan bueno como su alemán.

—Pero es un poco más vacilante. Y su gramática…

—Me abstendré de pagar a mi profesor la semana próxima —interrumpió el oficial, sonriendo—. Para alcanzar un nivel más alto, necesito compartir el té de la tarde con ingleses de Oxford.

—¡Abfall! Jamás los entendería. Yo no lo consigo. ¡Hablan como si tuviesen ostras crudas en la boca!

—Sí, eso oí decir.

—¿Qué están diciendo? —grito Drew.

—Están conociéndose —contestó Witkowski—. Es lo que se denomina llegar a confiar el uno en el otro.

—¡Es lo que se denomina perder el tiempo!

—Son los detalles, chlopak. Escuche a un hombre hablar en su propio idioma aunque sea un minuto, y sabrá cuáles son sus puntos débiles. Dietz solo desea asegurarse de que no hay ambigüedades ni vacilaciones.

—¡Dígales que se apresuren!

—No necesito decirlo, casi han terminado.

—Hay solamente tres patrullas —continuó diciendo el oficial en alemán, y dirigiéndose al capitán de comandos—, pero existe un problema.

—Cuando un guardia regresa a la puerta que se abre sobre el extremo izquierdo del sendero, otro se acerca poco más tarde, pero sólo después que el primer guardia retorna. Y debo decirle que hemos identificado a dos, y son asesinos patológicos, siempre equipados con un arsenal de armas y granadas.

—Comprendo. Es una posta. El bastón pasa al hombre siguiente en presencia del primero.

—Exactamente.

—De modo que tenemos idear la forma de conseguir que los otros no intervengan.

—Sí, ¿pero cómo?

—Déjelo a nuestro cargo. Nos arreglaremos. —Se volvió hacia Latham y Witkowski—. Esa gente está loca —dijo Dietz—, lo cual no nos sorprende. Como dijo nuestro amigo: «Asesinos patológicos». Estos tipos prefieren matar más que comer; los médicos tienen una palabra para designarlos, pero eso no debe preocuparnos en este momento. Entraremos en acción.

—¡Y esta vez iré con ustedes! —dijo enfáticamente Drew—. Ni siquiera contemple la posibilidad de formular objeciones.

—Caramba, jefe —dijo el teniente—, sólo le pido que nos haga un favor.

—¿Y cuál es?

—No represente el papel de Errol Flynn, como en las viejas películas. Ése no es el modo de comportarse.

—¿Y usted me lo enseñará, jovencito? —indíquenos la distribución exacta— dijo Witkowski, volviéndose hacia el oficial alemán.

—Sigan el camino de losas en dirección a un cantero destruido…

Diez segundos después, el cuarteto avanzó, saliendo de su refugio, detrás de la pared semidestruida de la vieja propiedad, los comandos adelante y Drew a cargo de la radio. Llegaron a la pista de croquet y esperaron la señal luminosa desde el árbol. Llegó casi enseguida: tres luces, apenas entrevistas bajo ése horrendo aguacero.

—Vamos —dijo Latham—, ¡el terreno está libre!

—¡No! —murmuró Dietz, y su fuerte brazo derecho bloqueó los movimientos de Latham—. Queremos a la patrulla.

—¡Karin está allí! —exclamó Drew.

—Unos pocos segundos no importan —dijo el teniente Anthony, mientras él y su capitán se adelantaban corriendo—. ¡Permanezcan allí! —agregó mientras los dos atravesaban tropezando la pista de croquet y se zambullían en la lluvia y la oscuridad. No llegó ninguna señal; no había nada. Y de pronto la vieron: dos luces. Un guardia patrullando. De pronto, desde lejos, llegó un grito, un alarido brusco y breve. Y después otro, y tres golpes de luz; el terreno estaba libre. Latham y Witkowski atravesaron a la carrera la pista de croquet y descendieron por el camino de lajas; la linterna del coronel iluminaba el camino. Llegaron a la brusca curva hacia la izquierda y corrieron hasta el extremo del sendero, a cierta altura sobre el viejo cobertizo de botes. Sobre la izquierda, los comandos se veían en dificultades para someter a dos guardias que habían salido corriendo de la casa.

—Vaya a ayudarles —ordenó Drew, mirando hacia el porche lateral con la luz roja, lo cual correspondía a la descripción del oficial de la inteligencia alemana—. Éste es mi turno.

—¡Chlopak…!

—Salga de aquí, Stosh, ellos necesitan ayuda. ¡Esto es mío! —Latham descendió por la pendiente cubierta de pasto, la automática en la mano. Llegó al pequeño porche, iluminado por la tenue luz roja, el techo batido por la lluvia, y de pronto oyó los gritos que venían del interior. ¡Los gritos de Karin! Sintió que el mundo estallaba en mil pedazos. Descargó su cuerpo sobre la puerta, arrancándola de los goznes, y enviando todo el panel hacia el sector iluminado del altar, con su reluciente crucifijo de oro. En el piso, desnudo desde la cintura, vio al rubio Führer, su cuerpo encima de Karin, que gritaba y se debatía, y movía las piernas furiosamente tratando de liberarse del apretón de Frederik. Drew disparó la automática, y perforó el techo. Jäger, impresionado, se apartó de su esposa, y ahora mostró una cara y un cuerpo temblorosos; estaba tan aturdido que no atinaba a decir una palabra.

—De pie, basura nazi —dijo Latham, con voz helada, letal a causa de la concentración de su odio.

—¡Usted no es Harry! —dijo de pronto Jäger, mientras se incorporaba lentamente, como hipnotizado—. Se le parece algo… pero no es él.

—Me sorprende que pueda decir tal cosa con esta luz. —Drew se apartó del resplandor—. ¿Estás bien? —preguntó a Karin.

—Con algunos golpes, pero nada más.

—Quiero matarlo. —Latham habló con voz serena y fría—. En vista de todo lo que pasó, tengo que matarlo. —Alzó la automática, y apuntó a la cabeza de Jäger.

—¡No! —exclamó Karin—. Siento lo mismo, pero no podemos, ¡de veras no podemos!… La operación «Rayo en el Agua», Drew. Afirma que no podemos impedirla, que no conoce los detalles; pero hay que recordar que este hombre mintió toda su vida.

—¿Drew…? —la interrumpió Günter Jäger, y en su cara se dibujó una malévola sonrisa de alivio—. Drew Latham, el estúpido hermano de Harry. ¿Cómo lo llamaba? Mi hermanito el campesino. Sí, así decía. Y después de escucharlo muchas veces tuve que preguntarle a qué se refería. De manera que Hans Traupman se equivocó. El grupo de la Blitzkrieg en efecto mató a Harry, pero lo reemplazó el hermano. Mein Gott, ¡estuvimos persiguiendo al hombre equivocado! Después de todo, Harry Latham murió, y nadie lo sabía.

—¿Qué significa que nadie lo sabía? —preguntó Drew—. Recuerde que tengo el arma en la mano, y en vista de mi propio nerviosismo, fácilmente podría volarle la cabeza. Repito ¿qué quiso decir?

—Pregúnteselo al doctor Traupman. ¡Oh, olvidé que ya no está con nosotros! Y la policía, incluso los que están de nuestro lado, no pueden interceptar todas las frecuencias utilizadas desde el embarcadero, y conocer nuestros códigos urgentes. Lo siento, amigo, no podemos ayudarlo.

—Dijo que Harry era parte de un experimento —se apresuró a intervenir Karin al ver que Latham de nuevo alzaba su arma—, un experimento médico.

—Sorenson y yo llegamos más o menos a la misma conclusión. Podemos verificarlo; el cadáver de Harry continúa en una morgue… Está bien, muchacho encantador, empiece a caminar hacia la puerta.

—Mis ropas —protestó Jäger—, ¿seguramente permitirá que me vista? Llueve a cántaros.

—¿Me creerá si le digo que en realidad no me importa si usted se moja? Además, no sé qué guarda entre sus ropas; por ejemplo, en el cuello de la camisa. Aquí, mi amiga se ocupará de transportar las prendas de vestir.

—¿Amiga? ¿Se refiere a su amante–prostituta? —gritó el nuevo Führer.

—¡Hijo de perra! —Latham descargó el cañón de la automática sobre la cabeza de Jäger, pero de pronto el nazi adelantó el brazo izquierdo bloqueando el golpe con la pistola, y su puño derecho golpeó el pecho de Drew con tanta fuerza que éste fue despedido hacia atrás. Después, Jäger se arrojó sobre la automática, arrancándola de la mano de Drew, y se puso de pie, disparando dos veces mientras el norteamericano giraba primero hacia la derecha y después hacia la izquierda, los dos pies sobre los costados de las piernas del alemán; enganchó el tobillo derecho de Jäger, y descargó un puntapié sobre la rodilla del nazi, con toda la fuerza desesperada que pudo reunir. Jäger gritó de dolor mientras arqueaba el cuerpo, y disparaba dos veces más; las balas atravesaron las paredes. Karin se acercó rápidamente, aferrando la automática de Drew, la que había tenido que soltar obedeciendo la orden de Jäger. Karin se puso de pie y gritó.

—¡Basta, Frederik! ¡Te mataré!

—¡No podrías, esposa! —gritó Günter Jäger, rechazando los golpes de Latham y tratando de apuntar con su arma al pecho de Drew, mientras Latham intentaba inmovilizarle la muñeca al lado del orificio cuadrado, que permitía ver las olas del río que corría debajo—. ¡Tú me adoras! ¡Todos me adoran, me veneran! —El nazi echó hacia atrás su propio brazo derecho, de modo que Drew no pudiera alcanzarlo. Arqueó la mano hacia la izquierda, y después hizo lo mismo con la derecha; estaba libre, y podía disparar.

Karin apretó el gatillo de su pistola.

Los comandos irrumpieron por la puerta abierta, y pisándoles los talones llegó Witkowski. Se detuvieron bruscamente, mirando la escena que tenían ante ellos, bañados en el resplandor espectral del reflector que apuntaba al altar. Durante unos pocos segundos los únicos sonidos fueron los de la lluvia más allá de la puerta, y la respiración jadeante de los cinco individuos de la unidad N–2.

—Supongo que tuvo que hacerlo, chlopak —dijo finalmente el coronel, mirando el cuerpo de Jäger, con la cabeza destrozada.

—¡Él no lo hizo, fui yo! —exclamó Karin.

—Yo tuve la culpa, Stanley, yo fui la causa de este desenlace —intervino Latham, mirando al veterano oficial del G–2; la muerte de Günter Jäger era una derrota de inmensas proporciones—. Perdí el control, y él aprovechó la ventaja. Estaba dispuesto a matarme con mi propia arma.

—¿Su propia arma?

—Quise golpearlo con la pistola. No debí hacerlo, era un recurso peligroso.

—Stanley, no fue su culpa —exclamó Karin—. Aunque las circunstancias hubieran sido distintas, yo lo habría liquidado. Trató de violarme, y si Drew no hubiese aparecido, habría tenido éxito, y habría dejado aquí mi cadáver. Él mismo lo dijo.

—Lo incluiremos en nuestro informe —dijo el coronel—. Las cosas no siempre funcionan bien, y en realidad no me habría agradado asistir al funeral de Latham. ¿Pudo enterarse de algo, Karin?

—Principalmente cómo llegó al lugar en que estaba —el acuerdo con la Stasi, su nueva identidad, y sus cualidades como orador descubiertas por Hans Traupman. Con respecto a la operación «Rayo en el Agua», afirmó que nadie podía impedirla, ni siquiera él, porque no conocía los detalles técnicos ni cuál era el personal concreto comprometido en la tarea. Pero por otra parte, siempre fue un consumado mentiroso.

—¡Maldición! —gritó Latham—. ¡Soy un tremendo estúpido!

—No sé, muchacho. Si yo hubiese descubierto a alguien intentando cometer un acto tan obsceno con una buena amiga, no creo que me hubiera comportado de manera muy distinta… Vamos, revisaremos toda la casa, y veremos si es posible descubrir algo.

—¿Qué les parece si pedimos la ayuda del grupo alemán que está allí afuera? Algo podrán aportar.

—No lo creo, capitán —se apresuró a decir Karin—. Frederik aclaró que la policía, incluso los que simpatizan con los nazis, no podían supervisar todas las frecuencias de radio. Eso significaría que los neos han infiltrado a las autoridades, como hicieron con el Bundestag. Sugiero que nos encarguemos solamente nosotros.

—Será una larga noche —agregó el teniente Anthony—. Empecemos de una vez.

—¿Qué pasa con los dos guardias restantes? —preguntó Drew—. O para el caso, ¿qué sucede con el primero?

—Están maniatados y adormecidos —contestó Dietz—. De tanto en tanto los inspeccionaremos, y cuando hayamos concluido los entregaremos a quienes ustedes indiquen.

—Ustedes revisen el resto de la casa; nosotros nos concentraremos en las habitaciones utilizadas como vivienda —ordenó el coronel—. Aquí hay tres cuartos y un baño, una oficina, un dormitorio y este lugar tan desagradable. Uno para cada uno de nosotros.

—¿Qué estamos buscando, señor? —preguntó Gerald Anthony.

—Todo lo que pueda relacionarse con la operación «Rayo en el Agua»… y cualquier otra cosa que incluya números o nombres… y uno de ustedes busque una sábana y cubra el cadáver.

No dejaron nada al azar, y cuando el día rompió sobre la orilla oriental del Rin, algunas cajas, descubiertas en la habitación destinada a depósito, fueron ocupadas con materiales y llevadas a la capilla. La mayor parte del contenido probablemente era inútil, pero en la Unidad N–2 había expertos sumamente experimentados que podían resolver esa cuestión. Excepto, quizá, Karin de Vries.

Flugzeug… gebaut… no hay nada más; el resto de la hoja ha sido arrancado —dijo Karin, después de examinar un pedazo de papel que mostraba la escritura de su esposo—. Todo lo que dice es: «Aeronave terminada».

—¿Nada acerca de «Rayo en el Agua»? —preguntó Witkowski, mientras inspeccionaba otras cajas.

—Parece que no.

—Entonces, ¿por qué perdemos tiempo con esto?

—Porque escribió estas palabras cuando estaba muy excitado, las «l» y las «b» se parecen; el resto está garabateado, pero escrito con mucha fuerza. Conozco ese tipo de escritura. Él solía dejarme listas de cosas que yo debía comprar u obtener antes de que él pasara a la clandestinidad. Cuando escribió esto se sentía muy nervioso.

—Si estás sugiriendo lo que yo pienso, me temo que carece de sentido —dijo Drew, de pie al lado del orificio cuadrado en el piso, la vía de acceso al submarino en miniatura que flotaba en el río—. No hay nada en esto que se refiera a «Rayo en el Agua», Sorenson, que por lo que sé es hasta cierto punto un experto en depósitos de agua, excluyó la posibilidad de una máquina aérea.

—Es cierto —dijo el coronel, mientras inspeccionaba la última de las tres cajas—. El número y la altura impedirían utilizar ese método. Sería una estrategia destinada a fracasar.

—Wes mencionó que a menudo se contempló la posibilidad de sabotear los depósitos y otras fuentes de agua. Yo no lo sabía.

—Porque nunca se hizo, excepto en el caso de la guerra en el desierto, en que se envenenaron los oasis. En primer lugar, están las preocupaciones humanitarias… los vencedores tienen que convivir con los vencidos una vez finalizadas las hostilidades. Y segundo, la logística es casi insoluble.

—Stanley, idearon un modo. Estoy convencido de eso.

—¿Por qué debemos ir más allá de lo que ya hicimos? —preguntó Karin—. Restan menos de veinticuatro horas.

—Enviemos este material a Londres, y apelemos a todos los analistas del MI–5, él MI–6 y el Servicio Secreto. Que inspeccionen todo con microscopios múltiples; cuanto más elevado el número tanto mejor.

—Estas cosas pueden llegar allí en cuarenta y cinco minutos —dijo Witkowski, extrayendo el teléfono portátil y marcando un número.

—Quiero el modo más rápido de regresar a París, para reunirnos con quien esté a cargo de la vigilancia de las fuentes de agua, dondequiera estén.

—¿Por qué no descubrimos dónde están, y aterrizamos en las cercanías? —preguntó de Vries—. Claude puede facilitarnos los medios necesarios.

—¡Si vive después que yo lo encuentre! —explotó Latham—. Él te envió aquí. ¡Tu lo llamaste, y él te envió aquí sin avisarnos!

—Tenía muy buenos motivos para proceder así, pues yo se lo rogué… ¿me oyes? Se lo rogué.

—Podría agregar que con resultados maravillosos —dijo Drew—. Casi te violaron y mataron, y el poderoso Günter Jäger está muerto, y ya no nos servirá de nada.

—Por lo cual yo jamás me perdonaré. No por haberlo liquidado —había que matarlo, o tú habrías perecido— sino por el hecho de que yo fui la causa de todo.

—¿En qué estabas pensando? —continuó colérico Latham—. ¿En que lo ibas a inducir a que hablase y lo revelara todo?

—Algo por el estilo, pero en realidad más que eso. Harry habría entendido.

—¡Explícate, porque yo también quiero entender!

—A pesar de todos sus defectos, Frederik otrora profesaba profundo afecto a sus padres y sus abuelos. Como muchos niños que pierden ese afecto a través de la separación o la muerte, era un temperamento apasionado en relación con esos vínculos. Si yo podía encender el fuego de esos recuerdos, era concebible que bajara la guardia, aunque fuese brevemente.

—Ella tiene razón —interrumpió tranquilamente el coronel mientras devolvía el teléfono al bolsillo de su chaqueta—. Los psiquiatras que oyeron la grabación afirmaron que era un hombre sumamente inestable. Entendí que eso significaba que podía pasar de un extremo al otro en condiciones de extrema tensión. Ella lo intentó con un coraje que yo he visto pocas veces; no funcionó, pero hubiera podido tener éxito. En nuestra profesión todos los días afrontamos riesgos de esa clase, y con frecuencia la iniciativa corresponde a personas a quienes rara vez se les reconoce el mérito, incluso si fracasan.

Stosh, eso fue hace años, no hoy.

—Le recuerdo, estimado Latham, que hoy es el presagio sobre mis peores proyecciones. Usted no estaría aquí, a orillas del Rin, si no pensara lo mismo.

—Está bien, Stanley, aceptó eso. Sucede únicamente que deseo tener mejor control sobre mis hombres.

—Le informo que todo está arreglado en París. Moreau tiene dos jets alemanes en el aeropuerto; uno de ellos se dirigirá a Londres, y el otro descenderá en Francia. El lugar de destino se determinará en el curso del viaje.

El capitán Dietz y el teniente Anthony entraron en la capilla por la puerta que la comunicaba con el resto de la casa.

—Allí solamente quedan la vajilla y los muebles —dijo el capitán. Si hay papeles reveladores, están en esas cajas.

—¿Adónde vamos ahora, gran jefe? —preguntó el teniente.

Latham se volvió hacia Witkowski.

—Stanley, sé que no le agradará esto, pero quiero que usted lleve estas cajas a Londres. Allí están los mejores especialistas, y usted es uno de nuestros mejores jefes, y nadie puede manejar el látigo mejor que usted. Que nadie descanse, que nadie duerma, que todos continúen trabajando, leyendo, tratando de hallar pistas. Karin y nuestros dos nuevos amigos irán a Francia conmigo.

—Es cierto, lo que usted dice no me agrada, pero la lógica está de su lado. Sin embargo, Drew, necesitaré ayuda. Como usted sabe, no soy miembro del Alto Mando. Necesito contar con más fuerza que la que puedo movilizar ahora.

—¿Qué me dice de Sorenson, o Talbot de la CIA, o el presidente de Estados Unidos?

—Me encantaría contar con la ayuda de esto último. ¿Usted puede hacerlo?

—Ciertamente, puedo… o mejor dicho, Sorenson puede. Comuníquese con la inteligencia alemana y consiga que traigan un automóvil en cinco minutos.

—Nunca se fue, está en el camino. Vamos, muchachos, que cada uno transporte una caja.

Mientras los dos comandos cruzaban la habitación para apoderarse de las cajas, el teniente Gerald Anthony vio un fragmento de papel en el piso, al pie del altar. Obedeciendo al instinto, se inclinó para recogerlo y lo desplegó. Encontró solo unas pocas palabras en un alemán ilegible. De todos modos, metió el papel en el bolsillo.

El jet a Londres, con los motores relativamente silenciosos pero funcionando sin descanso, se aproximó a la costa de Inglaterra. Witkowski estaba pegado al teléfono internacional, comunicándose primero con Wesley Sorenson, después con Knox Talbot, director de la CIA, con Claude Moreau del Deuxième Bureau, y finalmente, poseído por cierto asombro, con el presidente de Estados Unidos.

—Witkowski —dijo el comandante en jefe—, usted controla ahora la operación en Londres. Tiene el acuerdo total del primer ministro. Bastará que usted imparta una orden, para que ellos obedezcan.

—Sí, señor. Es lo que deseaba escuchar. Puede ser un poco embarazoso que un coronel del ejército imparta órdenes, sobre todo a civiles de elevado rango. Esa clase de cosas les molesta.

—No habrá resentimiento, sólo gratitud, créame. A propósito, usted puede comunicarse con el conmutador de la Casa Blanca y hablar conmigo cuando lo desee. Apreciaría un informe cada hora o cosa así, si está a su alcance.

—Señor, intentaré hacerlo.

—Buena suerte, coronel. Varios centenares de miles de personas cuentan con ustedes, aunque no lo sepan.

—Comprendo, señor, pero si es posible, ¿no debería informarse de las posibilidades a la gente?

—¿Y presenciar el pánico en las calles, el atascamiento de las autopistas, los transportes públicos desbordados cuando la gente empiece a huir de Washington? Si se propaga la alarma y se anuncia que es posible que los terroristas envenenen toda la provisión de agua de la ciudad, ¿qué sucederá después? ¿Los alimentos contaminados, las enfermedades difundidas a través de los equipos de aire acondicionado, la guerra microbiana?

—No había pensado en eso, señor.

—Y puede agregar la destrucción al por mayor de la propiedad, el saqueo y las pandillas de merodeadores, el estallido de hostilidades incontroladas. Además, nuestros expertos nos dicen que la reserva principal está armada hasta los dientes, y que se han contemplado todas las posibilidades de infiltración. No creen posible que suceda nada por el estilo de esta operación «Rayo en el Agua».

—Ojalá tenga razón, señor presidente.

—Más vale que así sea, coronel.

Cuando habían pasado veinte minutos desde la partida del aeropuerto de Bonn, Latham recibió una llamada de Claude Moreau.

—Drew, por favor no pierda el tiempo estúpidamente criticándome. Podemos discutir después mi decisión, y evaluar el riesgo que afronté.

—Le aseguro que lo discutiremos. En fin, ¿qué tiene ahora?

—Ustedes aterrizarán en un aeródromo privado del distrito de Beauvais; está a unos treinta kilómetros del principal depósito de agua de París. Los recibirá mi segundo comandante, Jacques Bergeron… supongo que usted lo recuerda.

—Lo recuerdo. ¿Y qué?

—Él lo llevará a la torre del depósito de agua y lo presentará al comandante militar a cargo de las defensas. Él responderá a las preguntas que usted formule y visitará con usted las fortificaciones.

—El problema es que a decir verdad no sé nada de los depósitos de agua, fuera de lo que me dijeron Sorenson y Witkowski.

—Bien, por lo menos usted fue preparado por expertos.

—¿Expertos? Ni siquiera son ingenieros.

—Todos nos convertimos en expertos y en ingenieros cuando el sabotaje de los servicios es una posibilidad.

—¿Y qué hace usted?

—Superviso un ejército de agentes, soldados y policías que están investigando cada metro cuadrado de territorio en un radio de quince kilómetros de los depósitos de agua. No sabemos qué buscan, pero algunos de nuestros analistas han sugerido la posibilidad de que se utilicen misiles o cohetes.

—No es mala idea…

—Otros afirman que la idea es absurda —lo interrumpió el director del Deuxième—. Afirman que utilizar lanzacohetes con la exactitud necesaria implicaría el uso de un par de toneladas de equipo con potencia eléctrica suficiente para iluminar una pequeña ciudad, o volarla por el aire. Además, necesitarían plataformas de lanzamiento, y hemos fotografiado cada centímetro de terreno mediante aviones y satélites.

—¿Plataformas subterráneas?

—Es lo que tememos, pero contamos con más de dos mil hombres distribuidos por toda la región, preguntando si alguien comprobó la presencia de equipos de construcción especiales. ¿Usted tiene idea de la cantidad de hormigón que se utiliza en una sola plataforma? ¿O del cableado eléctrico requerido para extraer energía de una instalación industrial?

—Seguramente usted está muy atareado.

—No bastante atareado, mon ami. Sé que usted está convencido de que esos cerdos encontraron un modo, y coincido con esa idea. Francamente, fue la razón por la cual permití que Karin me convenciera… pero no entremos en eso. Tengo la desagradable sensación de que hemos omitido algo, un aspecto que es más bien obvio, pero que de todos modos se me escapa.

—¿Qué le parece una cosa tan sencilla como un lanzacohetes del tipo bazooka con carga agregada?

—Una de las primeras cosas en las cuales pensamos, pero el uso de tales armas exigiría la participación de muchos centenares de hombres todos apostados con miras especiales para ver claramente el terreno. Es imposible caminar veinte pasos en los bosques alrededor de los depósitos de agua sin tropezar con un soldado. Una docena de lanzacohetes, y con mayor razón si son centenares, sería identificado en un instante.

—¿Podría tratarse de un engaño? —preguntó Drew.

—¿Para engañar a quién? Ambos vimos esa grabación. El Führer Günter Jäger no estaba hablándonos, ni amenazándonos; estaba recitando ante sus fieles, algunos de ellos los hombres más acaudalados de Europa y Estados Unidos. No, él cree que puede hacerlo. De modo que es necesario que continuemos pensando. Quizá los analistas de Londres descubran algo, Dios mediante. Digamos de pasada que usted tuvo razón al enviar esos materiales a los británicos.

—Me sorprende que usted diga eso.

—No debería ser así. No sólo son gente de mucho profesionalismo, sino que el Reino Unido nunca fue ocupado. Concedo que la mayoría de los especialistas franceses que leerán el material probablemente no participaron en la Segunda Guerra Mundial, pero las heridas infligidas por la ocupación persisten en la psiquis nacional. Los franceses nunca pueden ser completamente objetivos.

—Es un verdadero reconocimiento.

—Es la verdad, tal como yo la veo.

Aterrizaron en Beauvais a las 6:47 de la mañana; el aeródromo privado estaba iluminado por la luz enceguecedora del sol que había aparecido poco antes. La unidad N–2 desembarcó y fue llevada directamente a un anexo del aeropuerto, donde recibieron ropas limpias y secas. Se cambiaron rápidamente, y vistieron las livianas ropas de fajina del ejército. Karin fue la última en terminar. Cuando surgió, vinieron del cuarto de baño de las damas, ataviada con el overol azul del ejército, Drew observó:

—Tienes mejor aspecto que lo que yo pensaba —dijo—. Ahora recoge tus cabellos y cúbrelos con la boina.

—Será incómodo.

—Más incómoda será una bala y si alguno de los miembros del grupo alemán que llegó a la casa de Jäger está con los nazis, se difundirá la noticia de que hay que liquidar a la mujer. Vamos, en marcha. Nos queda poco tiempo. ¿Cuánto tardaremos en llegar a… cómo se llama eso, Jacques?

—El complejo de la torre de agua de la reserva —replicó el agente del Deuxiéme mientras se acercaban al automóvil que los esperaba en el estacionamiento—. Son unos quince kilómetros desde aquí, de modo que nos llevará sólo unos diez minutos. Francois es nuestro conductor; recuerda a Francois ¿verdad?

—¿De la feria de diversiones? ¿El hombre con las dos hijas que lloraban porque las envió a su casa?

—El mismo.

—Mi presión sanguínea lo recuerda muy bien, sobre todo el episodio en que manejaba a toda velocidad.

—Es un hombre muy hábil con el volante.

—Otro modo de decirlo es afirmar que cuando está al mando de un automóvil enloquece.

—El director envió varios centenares de fotos aéreas con el fin de que usted las examine, y vea si encuentra algo que nos pasó inadvertido.

—No es probable. Mientras yo estaba en la universidad conseguí mi licencia de piloto, y volé unas treinta horas completamente solo, pero sin el receptor de radio no podía encontrar el camino de regreso al aeródromo. Todo me parecía lo mismo.

—Lo compadezco. Pasé dos años desempeñándome como oficial piloto en la flota aérea francesa, y me sucedía lo mismo.

—¿No bromea? ¿La fuerza aérea francesa?

—Si, pero sobre todo no me agradaban las alturas, de modo que renuncié y estudié idiomas. La mística del piloto militar que domina diferentes lenguas todavía existe. El Deuxiéme me aceptó.

Llegaron al vehículo del Bureau; era el mismo vehículo anónimo, con un motor diseñado para correr en Le Mans o en Daytona; Latham lo recordaba muy bien. Francois lo saludó efusivamente.

—¿Sus hijas lo perdonaron? —preguntó Drew.

—¡De ningún modo! —exclamó Francois—. Le Parc de Joie está clausurado, y me echan la culpa del asunto.

—Quizá alguien lo compre y lo reabra. Vamos, viejo amigo, démonos prisa.

La unidad N–2 embarcó en el vehículo, despegó… podría decirse que literalmente, a juzgar por la expresiones de Karin y los dos comandos que viajaban detrás. Los ojos de de Vries estaban completamente abiertos, y las caras de los veteranos de la Tormenta en el Desierto mostraban la típica palidez del miedo, mientras Francois tomaba las curvas a gran velocidad y apretaba el acelerador hasta el piso en los tramos rectos, hasta que el velocímetro llegó a los ciento cincuenta kilómetros por hora.

—¿Qué hace este loco? —preguntó el capitán Dietz—. ¿Es una carrera suicida? Porque en caso afirmativo quiero descender.

—¡No se preocupe! —gritó Drew, meneando la cabeza entre Francois y Jacques, y tratando de hacerse oír a pesar del rugido del motor—. Era conductor de automóviles de carrera antes de pasar al Deuxiéme.

—Deberían quitarle el carnet —exclamó el teniente Anthony—. ¡Esta loco!

—Es excelente —contestó Latham—. ¡Miren!

—Prefiero cerrar los ojos —murmuró Karin.

El sedan del Deuxième Bureau frenó bruscamente en el estacionamiento de una enorme estructura de ladrillo, la planta de filtro y depuración de la reserva de Beauvais. Mientras la unidad descendía nerviosamente del automóvil, un contingente de dos pelotones de soldados franceses confluyó sobre el vehículo, apuntando con las armas.

—¡Arrêtez! —grito Jacques Bergeron—. Somos del Deuxiéme; y aquí está mi identificación oficial.

Se acercó un agente, examinó el vehículo y la tarjeta de plástico.

Por supuesto, sabíamos que era usted —dijo en francés—, pero no conocemos a sus acompañantes.

—Están conmigo, y es todo lo que ustedes necesitan saber.

—Por supuesto.

—Avise a su comandante, y dígale que entraré con unidad N–Dos.

—Enseguida —dijo el oficial, desprendiendo del cinturón un walkie–talkie y anunciando a los recién llegados—. Adelante, señor, el comandante del sector lo espera. Dice que por favor se de prisa.

—Gracias.

Jacques, Latham, Karin y los dos comandos pasaron frente a una hilera de fusiles que vigilaban la entrada de la planta. Adentro los cuatro recién llegados se sobresaltaron ante lo que vieron. Era como las entrañas de un viejo castillo, despojado de adornos, oscuro y oliendo a humedad. Todo era muy viejo; las paredes culminaban en altos techos; en el centro, flanqueada por dos anchas escaleras de piedra, la enorme área abierta se elevaba hasta el punto más alto de la estructura.

—Vengan —ordenó en inglés Jacques Bergeron—, el ascensor está al fondo de este corredor, a la derecha.

La unidad caminó detrás del francés, mientras el teniente Anthony hablaba.

—Este lugar seguramente fue construido hace más de trescientos años.

—¿Con el ascensor incluido? —interrumpió Dietz con una sonrisa.

—Al ascensor lo instalaron mucho después —replicó Bergeron—, pero su colega tiene razón. Esta planta, con sus viaductos toscos pero prácticos, fue construida por la dinastía de Beauvais con el fin de recoger el agua y enviarla a sus campos y jardines. Eso fue a principios del siglo XVI.

El enorme y antiguo ascensor cuadrado era del tipo que aparece en los depósitos en que es necesario enviar equipo pesado de un piso a otro. Crujía y gemía mientras se elevaba, con el metal frotándose contra el metal, hasta que llegó al último piso. Jacques abrió el pesado panel vertical con un esfuerzo tan evidente que el capitán Dietz lo ayudó a elevar la hoja metálica. En el acto apareció la figura imponente de un general con el uniforme del ejército francés. Habló rápidamente, con apremio, dirigiéndose al hombre del Deuxiéme Bureau. Jacques frunció el entrecejo y Después asintió; murmuró unas pocas palabras en francés y se alejó rápidamente con el soldado.

—¿Que dijeron? —preguntó Drew, volviéndose hacia Karin mientras los cuatro salían del ascensor—. Hablaron demasiado rápido para mí pero entendí algo acerca de las «terribles novedades».

—En esencia, se trata de eso —contestó de Vries, entrecerrando los ojos para protegerlos de la luz muy intensa, mirando a los dos franceses que descendían por el oscuro corredor de ladrillos—. El general dijo que tenía noticias terribles, y que necesitaba hablar a solas con Jacques.

De pronto se oyó un grito desesperado.

—¡Mon Dieu, non! ¡Pas vrai! —Siguió el gemido doloroso de un hombre herido que sufría. Como un solo individuo, la unidad N–2 se abalanzó sobre el corredor en sombras.

—¿Qué sucedió? —preguntó Karin en francés.

—Contestaré de modo que nuestro amigo Drew comprenda —dijo Bergeron, que apoyó el cuerpo contra la pared de ladrillos, mientras las lágrimas descendían por sus mejillas—. Claude fue asesinado hace veinte minutos en el estacionamiento subterráneo del Deuxième.

—¡Oh, Dios mío! —gritó de Vries, adelantándose y aferrando el brazo de Jacques.

—¿Cómo pudo suceder? —rugió Latham—. Ese lugar está muy bien vigilado… ¡por los propios miembros del Deuxième Bureau!

—Los nazis —murmuró el agente del Deuxième, y sintió que las palabras mismas lo sofocaban—. Están por doquier. La amplia ventana rectangular daba a la vasta extensión del depósito de Beauvais. Estaban en el enorme complejo de oficinas perteneciente al gerente de la entidad y a su personal, que había sido provisionalmente desplazado por el comandante militar que supervisaba las defensas. De todos modos, el general tenía inteligencia y sensibilidad suficientes para requerir el consejo del gerente civil, y rehusar el uso de su escritorio. Jacques Bergeron había hablado más de quince minutos por teléfono con París, a veces conteniendo la respiración, y otras enjugándose las lágrimas.

El general había desplegado un mapa y una serie de fotografías sobre una enorme mesa frente a la ventana, y con la ayuda de un puntero describía detalladamente sus defensas. Sin embargo, el veterano soldado veía que su público de cuatro personas no le dispersaba toda su atención, y que miraban y escuchaban al hombre del Deuxième Bureau instalado frente al escritorio. Finalmente, Jacques cortó la comunicación, se levantó de la silla y se acercó a la mesa.

—Me temo que el asunto es mucho peor de lo que imaginábamos —dijo con voz neutra, respirando hondo para recuperar el control. Aplicando un criterio macabro, diré que quizá es mejor que Claude muriese en este momento, si así tenía que ser. Pues si hubiese sobrevivido, habría hallado a su amada esposa muerta a tiros en su propio hogar.

—¡Maldición! —gritó Drew, y después su voz se convirtió en un murmullo gutural—. No hay cuartel —dijo—, ¡no hay cuartel para esos hijos de perra! Donde los veamos y los encontremos, los matamos.

—Hay otra cosa, y la considero completamente fuera de lugar, pues Claude Moreau era mi mentor, mi maestro y mi padre en tantas cosas; pero se trata de un hecho concreto. Por orden del presidente de Francia, soy el director provisional del Deuxième, y debo regresar a París.

—Jacques, sé que usted jamás habría deseado recibir esa designación de este modo —dijo Latham—, pero de todos modos felicitaciones. Usted no habría sido elegido si no fuera el mejor. Su mentor lo educó bien.

—No importa. No importa lo que suceda durante las próximas dieciséis horas, renunciaré y encontraré otro empleo.

—¿Por qué? —preguntó Karin—. Usted podría llegar a ser el director permanente. ¿Quizá hay otros candidatos?

—Usted es muy amable, pero yo me conozco. Soy un discípulo, un excelente discípulo, pero no un jefe. Uno tiene que ser sincero consigo mismo.

—Odio lo que sucedió —dijo Latham—, pero debemos regresar al trabajo. Usted se lo debe a Claude, y yo se lo debo a Harry. General comience por el principio —continuó—. Lo hemos ignorado durante unos minutos.

—Debo regresar a París —repitió Bergeron—. No lo deseo, pero ésas son mis órdenes, las órdenes del presidente; y debo obedecerlas. Es necesario obedecer las órdenes.

—Hágalo —dijo amablemente Karin—. Nosotros desarrollaremos nuestros mejores esfuerzos, Jacques.

—Muy bien. Vaya a París, y permanezca en contacto con Londres y Washington —dijo Latham con voz enérgica—. Pero Jacques… manténganos informados.

Au revoir, mes amis. —El hombre del Deuxième se volvió y salió de la habitación.

—General, ¿dónde estábamos? —preguntó Drew, inclinándose sobre la mesa. Dietz y Anthony estaban uno a cada lado, Karin frente a ellos.

—Éste es el personal armado, lo dispersé en toda el área —comenzó el veterano soldado, señalando el enorme mapa del depósito y los bosques circundantes—. Sobre la base de muchos años de experiencia, incluso la guerra en el sureste asiático, donde la guerrilla enemiga realizaba los mismos intentos de infiltración, no concibo otras defensas adicionales que no hayamos contemplado. Un escuadrón de aviones de caza está en posición de alerta en una base que se encuentra a treinta kilómetros de aquí, y están completamente armados. Tenemos mil doscientos hombres distribuidos en los bosques y los caminos, todas las unidades en contacto permanente una con otra, además de veinte emplazamientos antiaéreos con aparatos para guiar instantáneamente la trayectoria de los proyectiles. Diecisiete brigadas de explosivos estuvieron trabajando sin descanso estudiando las orillas, tratando de hallar explosivos con mecanismos de relojería. Hay también una lancha patrullera con un equipo de análisis químico, que recorre constantemente las áreas próximas a los principales caudales. Ante los primeros signos de toxicidad, se enviarán señales de alarma, y se abrirán las válvulas para obtener el aporte de las fuentes de agua de otros distritos.

—Si fuera necesario —preguntó Drew—, ¿cuánto tiempo necesitaríamos para recibir el agua de las fuentes alternativas?

—De acuerdo con el administrador, que regresará en poco tiempo más, el lapso más prolongado que se conozca fue de cuatro horas y siete minutos a mediados de los años treinta… como consecuencia de una falla en las máquinas. Pero el primer problema importante es la reducción drástica de la presión del agua en todas partes, seguida por el aflujo inicial de grandes cantidades de impurezas de los flujos no aprovechados.

—¿Impurezas? —interrumpió Karin.

—No me refiero a los venenos y las toxinas; más bien al lodo o la tierra, o los residuos de las cañerías. Quizá en la cantidad suficiente para provocar trastornos gástricos, vómitos y diarrea, pero nada fatal. El auténtico peligro proviene de los caudales subterráneos; el descenso de la presión puede impedir que se los utilice en caso de incendio.

—En tales circunstancias, la posible crisis alcanzará proporciones geométricas —dijo de Vries—. Porque si «Rayo en el Agua» obtiene siquiera un mínimo de éxito, y aunque nuestras soluciones sean activadas, la presión de todos modos descenderá, y pueden provocarse incendios en todos los rincones de París. Günter Jäger utilizó la frase «fuego y rayos»… fuego. Podría ser importante. Si recuerdo mi historia, la última orden de Hitler a sus comandantes que evacuaban la ciudad fue: «¡Incendien a París!».

—Todo eso es muy cierto, Madame, pero yo me pregunto, y le preguntaré de nuevo después que visite nuestras defensas, ¿usted puede creer realmente en el éxito de esta Operación?

—No quiero creerlo, general.

—¿Qué sabemos de Londres y Washington? —preguntó Latham—. Moreau… Moreau me dijo que usted estaba en contacto con las dos ciudades.

—¿Ve a ese hombre calvo sentado frente al escritorio, con el teléfono rojo? —El veterano soldado señaló con la mano a un mayor del ejército instalado en el extremo opuesto de la habitación, con un teléfono rojo junto al oído—. No solo es mi ayudante de mayor confianza, sino mi hijo. La calvicie le viene por el lado de la madre, pobrecito.

—¿Su hijo?

—Sí, Monsieur Latham —replicó el general, sonriendo—. Cuando los socialistas se instalaron en el Quai d’Orsay, muchos oficiales de las fuerzas armadas practicamos el nepotismo con fines defensivos, hasta que descubrimos que no eran tan malos.

—Una actitud muy francesa —dijo Karin.

—También eso es cierto, Madame, la famille est éternelle. Sin embargo, mi hijo calvo es un oficial muy distinguido, por lo cual debo agradecer a mi rama de la familia… somos gente muy sagaz. Ahora mismo está hablando por teléfono con Londres o con Washington. Las líneas están siempre abiertas; un simple botón cambia la capital. —El mayor depósito el teléfono sobre la horquilla, y el general gritó—: Mayor ayudante, ¿hay alguna novedad?

—No, mi general —contestó el mayor de expresión severa, volviéndose para responder a su padre—. Y apreciaría que usted no insista en formular a cada momento la misma pregunta. Le informaré cuando haya algo inesperado, o se proponga un cambio de táctica.

—También es descarado —dijo en voz baja el general—. También eso es influencia de su madre.

—Mi nombre es Latham —dijo Drew, interrumpiéndolo.

—Sé quién es usted. Mi nombre es Gastón. —El mayor se puso de pie y estrechó la mano de cada miembro de la unidad N–2. Hubo un intercambio general de saludos, como si el mando hubiese pasado del padre al hijo—. Debo decirles que el general ha desplegado defensas extraordinarias, como sólo puede hacerlo un hombre que tiene su experiencia en las maniobras de ataque e infiltración; y todos nos sentimos agradecidos. Él ya ha vivido este tipo de campaña, y nosotros no; por lo menos, yo no realicé la misma experiencia, pero como la tecnología ha cambiado, también las reglas varían. Londres y Washington han reforzado sus fortificaciones, lo mismo que nosotros, utilizando la última palabra de la electrónica.

—¿Por ejemplo? —preguntó Drew.

—Sensores infrarrojos en los bosques, así como redes de hilo de plástico tendidas a lo largo de los caminos; cuando alguien los penetra o activan nubes de vapor, inmovilizando a todos los que están cerca. Por supuesto, nuestros hombres tienen máscaras. Además, señales de, radar y de radio que se proyectan sobre los árboles en todas direcciones, que pueden interceptar misiles que están incluso a doscientos kilómetros de distancia; son armas que disparan sus propios contramisiles orientados mediante las ondas térmicas…

—Como en el caso de los Patricios en la Tormenta del Desierto —lo interrumpió el capitán Dietz.

—Cuando funcionaban —dijo el teniente, con voz apenas audible.

—Exactamente —convino el mayor, que en su entusiasmo no escuchó la frase de su subordinado.

—¿Qué puede decir del propio depósito? —preguntó Karin.

—¿A qué se refiere, Madame? Anticipándome a una de sus preguntas posibles, si hay veintenas de enormes tambores repletos de toxinas y unidos a explosivos preparados para volar los recipientes, nuestros nadadores no lo descubrieron. Le aseguro que han buscado incansablemente, y en vista de la enorme masa de metal que sería necesaria, el sonar submarino tampoco encontró nada. Por último, incluso en tiempos normales, el depósito está constantemente sometido a observación, los perímetros protegidos, de modo que conocemos al instante una posible infiltración. ¿Como podrían conocerlo?

—Es evidente que no podrán, pero por mi parte sólo trato de pensar en todo. Y no dudo de que ustedes ya recorrieron el mismo camino.

—Eso no es necesariamente así —discrepó el veterano general— ustedes son expertos en inteligencia y conocen al enemigo; estuvieron luchando contra él. Cierta vez —eso fue antes de Dien Bien Phu— un espía cuya cobertura era su función como contador, un cargo que en efecto desempeñaba en Lyon, me dijo que las fuerzas contrarias al gobierno tenían poder de fuego mucho más elevado que todo lo que París admitía. París se burló, y perdimos un país.

—No veo la relación entre las dos cosas —dijo Karin.

—Tal vez no haya ninguna. Pero también es posible que ustedes hayan visto algo que nosotros omitimos.

—Eso es lo que me dijo Moreau —intervino Drew.

—Lo sé. Hemos hablado. De modo que suban a un camión y todos realicen una inspección personal. Analicen nuestras posiciones, examinen todo lo que hicimos, y encuentren fallas, en el supuesto de que existan.

La «gira» a través de los bosques y los campos, así como los caminos adyacentes, fue no sólo agotadora en el camión sin techo que parecía atraído por todas las zanjas y las depresiones menores, sino que insumió más de tres horas. Todos redactaron notas, en esencia afirmativas; sólo los dos comandos formularon opiniones negativas, y se refirieron a la posibilidad de una incursión subrepticia entre los arbustos.

—Yo, podría enviar a cincuenta hombres que se arrastren sobre el vientre a través de un sector de este follaje, se apoderasen de los soldados y se pusieran los uniformes —exclamó el capitán Dietz—. ¡Esto es un absurdo!

—Y una vez que se pongan los uniformes —agregó el teniente Anthony—, pueden continuar actuando y crear una larga y ancha vía de acceso.

—Los caminos están protegidos por hilos de plástico, y activan las alarmas.

—General, se las desactiva con rociadores de nitrógeno frío —dijo Dietz—. Bloquean los impulsos eléctricos.

—Caramba…

—Miremos de frente el asunto, amigos —dijo Latham cuando regresaron al depósito de agua—, las teorías que ustedes formulan pueden ser valiosas, pero están pensando en muy pequeña escala. No habría cincuenta hombres; tendrían que ser quinientos para alcanzar cierto grado de eficacia. ¿Entienden a qué me refiero?

—Señor Latham, el general pidió críticas —replicó el capitán Dietz—, no soluciones.

—Examinemos las fotografías —dijo Drew acercándose a la mesa y advirtiendo que se las había distribuido en hileras, respondiendo a un orden más o menos exacto.

—Las he distribuido de arriba abajo por referencia a dos extremos, la mayor y la menor distancia respecto del depósito —explicó el hijo del general. Todas fueron tomadas mediante cámaras infrarrojas instaladas a alturas relativamente bajas, de acuerdo con un radar aéreo, y allí donde había imágenes sospechosas, se las repitió con frecuencia, a lo sumo a pocos centenares de pies sobre los objetivos.

—¿Qué es esto? —preguntó Dietz, señalando varios círculos oscuros—. Silos agrícolas —replicó el mayor—. Para asegurarnos, los hicimos examinar por la policía local.

—¿Y ésos? —preguntó Karin, y su dedo índice apuntó a una serie de tres fotografías que mostraban imágenes rectangulares, largas y oscuras, con tenues luces a un costado—. Se parecen peligrosamente a plataformas de misiles.

—Estaciones ferroviarias. Ustedes están viendo las lámparas encendidas bajo los aleros, cerca de las vías —contestó Gastón.

—¿Y éstos? —Latham utilizó el puntero y señaló una fotografía que mostraba los perfiles de dos grandes aviones en lo que parecía ser un campo, junto al camino privado que comunicaba con un aeródromo privado.

—Aviones comprados por Arabia Saudita, esperando que se los transporte a Riad. Verificamos con el Ministerio de Exportación, y comprobamos que todo estaba bien.

—¿Compraron máquinas francesas, no norteamericanas? —preguntó Gerald Anthony.

—Muchos lo hacen, teniente. Nuestra industria aeronáutica es soberbia. Se afirma que los Mirage se cuentan entre los mejores aviones de caza del mundo. Asimismo, se ahorran millones de francos porque se los traslada de Beauvais, y no, por ejemplo, desde Seattle, en Washington.

—Reconozco eso, mayor.

Y así pasó el resto de la mañana, y cada fotografía fue examinada con lupas, se formularon muchas preguntas y obtuvieron la correspondiente respuesta. Todo eso no llevaba a ninguna parte.

—¿De qué se trata? —exclamó Latham—. ¿Qué es lo que ellos saben y nosotros ignoramos?

En el salón restringido y penumbroso instalado en las entrañas de la inteligencia británica, los analistas y criptógrafos más experimentados del MI–5, MI–6 y el Servicio Secreto de Su Majestad, examinaban las cajas de material retiradas de la casa de Günter Jäger a orillas del Rin. De pronto se oyó una voz firme y controlada que se elevó sobre el zumbido de las máquinas próximas.

—Tengo algo —dijo una mujer que estaba frente a una de las computadoras distribuidas de un extremo al otro de la enorme sala—. No sé qué significa, pero estaba sepultado en lo más profundo del código.

—Explíquese, por favor. —El director del MI–6 a cargo del grupo llegó corriendo, acompañado por el silencioso Witkowski.

—«Dédalo volará, nada puede impedirlo». Éstas son las palabras descifradas.

—¿Qué demonios significan?

—Algo acerca del cielo. En la mitología griega, Dédalo escapó de Creta con alas emplumadas unidas a los brazos con cera, pero su hijo Ícaro voló demasiado alto y el sol fundió la cera, de modo que Ícaro cayó al mar y murió.

—¿Y qué demonios tiene que ver eso con «Rayo en el Agua»?

—Francamente, no lo sé, pero hay tres categorías de códigos: A, B y C. C es la más compleja.

—Si, conozco eso, señora Graham.

—Bien, esto pertenecía a la categoría C, equivalente a nuestra clasificación de «muy secreto», lo cual significa que es el cifrado más restringido. Otros miembros del movimiento neo podían interceptarlo, pero es muy dudoso que lograran descifrar el contenido. El mensaje estaba destinado a muy pocos ojos.

—¿Tiene idea del lugar de origen? —preguntó el coronel norteamericano. ¿Hay una fecha, una hora?

—Felizmente, puedo contestar afirmativamente a las dos preguntas. Fue un fax originado aquí, en Londres, y se lo despachó hace cuarenta y dos horas.

—¡Magnífico! ¿Puede rastrearlo?

—Ya lo hice. Es uno de los miembros de su personal. El MI–6, División Europea, sección alemana.

—¡Mierda! Disculpe, muchacha. Hay más de sesenta oficiales en esa sección… ¡un momento! Cada individuo tiene que incorporar un marcador de dos dígitos, la máquina no transmite sin él. Tiene que estar allí.

—Está, señor. Es el oficial Meyer Gold, jefe de la sección.

—¿Meyer? ¡Imposible! En primer lugar, es judío, y perdió a sus cuatro abuelos en un campo. Solicitó la sección alemana precisamente por ese motivo.

—Señor, quizá en realidad no es judío.

—Entonces, ¿por qué todos asistimos al bar mitzvach de su hijo, el año pasado?

—Entonces, la única explicación que resta es que otra persona utilizó su señal de identificación.

—El manual aclara bien que cada individuo mantiene cuidadosamente oculta su propia marca.

—Me temo que no puedo ayudarlo más —dijo la señora Graham, una mujer de mirada luminosa y cabellos grises, mientras retornaba a su pila de materiales.

—Quizá pueda hacer algo… y quizá no —dijo otro analista que estaba varios lugares más lejos, un hombre de raza negra nativo de Indias Occidentales, y erudito educado en las Bahamas.

—¿De qué se trata, Vernal? —preguntó el director del MI–6, acercándose deprisa a la mesa del oficial.

—Otra entrada que se caracteriza por el código C. Aparece el nombre Dédalo, sólo que no hay marcador, no hay indicación de que su origen sea Londres, y fue enviado hace unas treinta y siete horas desde Washington.

—¿Qué dice la comunicación?

—«Dédalo está en posición, comenzó la cuenta regresiva». Y concluye así… lo digo en alemán: «Ein Volk, ein Reich, ein Führer Jäger». ¿Qué le parece?

—¿Rastreó el origen del fax? —preguntó Witkowski.

—Por supuesto. El Departamento de Estado norteamericano, la oficina de Jacob Weinstein, subsecretario de asuntos del Medio Oriente. Es un negociador muy respetado.

—Santo Dios, están utilizando como cobertura a un personal judío muy respetado.

—Eso no debería sorprendernos —comentó el nativo de Bahamas—. Lo único que podría superarlo sería que nos utilizaran a los negros.

—Es cierto —convino el norteamericano—. Pero el color no se transmite por fax.

—Los nombres sí, señor, y el hecho de que Dédalo aparece dos veces en dos mensajes cifrados muy secretos con nueve horas de diferencia, tiene que significar algo.

—Ya nos lo dijeron. La cuenta regresiva comenzó, y tienen mucha confianza en el éxito de la operación, lo cual no me agrada en absoluto. —El oficial del MI–6 caminó hasta el centro de la amplia sala, y batió palmas—. ¡Escuchen, todos! —exclamó—. Por favor, escuchen. —La habitación se sumió en el silencio, excepto el suave zumbido de las computadoras—. Parece que hemos descubierto una información importante relacionada con esa maldita operación. Es el nombre Dédalo. ¿Alguno de ustedes lo ha visto?

—Sí, hay algo —replicó un hombre de edad madura, un individuo delgado con perilla y provisto de lentes con montura de alambre, el aspecto muy profesional—. Hace más o menos una hora. Supuse que era el nombre en código de un agente o varios agentes nazis. Sin duda, eran Sonnenkind, y no vi que hubiese relación con la operación «Rayo en el Agua». Vean, Dédalo fue el constructor del gran laberinto de Creta, y como todos sabemos, la palabra laberíntico implica un pensamiento retorcido, vías de acceso ocultas, ese tipo de cosas…

—Sí, sí, doctor Upjohn —interrumpió el impaciente director del MI–6, pero en este caso puede referirse al vuelo mitológico que emprendió con su hijo.

—¿Con Ícaro? No, lo dudo. De acuerdo con lo que dice la leyenda, Ícaro era un individuo caprichoso y poco inteligente. Lo siento, amigo, pero mi interpretación es mucho más válida desde el punto de vista académico. ¿Dónde demonios encaja el tema de «Rayo en el Agua»? Simplemente no tiene nada que ver, ¿no le parece?

—Por favor, profesor, muéstreme ese maldito texto, ¿quiere?

—Muy bien —dijo el académico, y su voz estaba cargada de superioridad—. Está por aquí, en la pila de los mensajes desechados. Creo que era una fotocopia. Sí, aquí está.

—Por favor, léala. Desde el principio.

—El lugar de origen fue París, y la enviaron ayer a las 11:17 horas. El mensaje dice así: «¡Señores, Dédalo se encuentra en excelente condición, preparado para atacar en nombre de nuestro glorioso futuro!». Sin duda, la persona o las personas que enviaron este mensaje son fanáticos extraviados que cumplen funciones relacionadas con esta operación de «Rayo en el Agua». Muy posiblemente asesinos.

—O también pueden ser otra cosa —dijo la señora Graham, la mujer de los cabellos grises.

—¿Por ejemplo, querida señora? —preguntó el profesor Upjohn, con aire superior.

—Acábela, Hubert, ahora no está en un aula de Cambridge —rezongó la mujer—. Todos estamos buscando.

—Sin duda, usted tiene una idea —dijo Witkowski con sinceridad—. ¿Cuál es?

—A decir verdad, no lo sé, simplemente me llama la atención que el plural francés dice «señores», no «señor» no uno sino más de uno. Es la primera vez que la operación —si se trata de eso— ha sido descrita de ese modo.

—Los franceses son siempre muy exactos —dijo agriamente el doctor Hubert Upjohn—. Engañan con tanta frecuencia, que lo llevan en su propia naturaleza.

Caramba —dijo la señora Graham—, todos hemos tenido nuestra ración de mentiras. Le recuerdo las batallas de Plassy, así como el matrimonio de Enrique II con Eleanor de Aquitania.

—¿Podríamos suspender este coloquio que nos confunde a todos? —dijo el director del MI–6 volviéndose hacia un ayudante—. Recoja los materiales, llame a Beauvais y a Washington y comuníqueles el contenido de todos estos fax. Alguien tiene que aclarar lo que pasa.

—Si, señor.

—Deprisa —agregó el coronel norteamericano.

En el depósito Dalecarlia de Georgetown, los analistas de la CIA, el G–2 y la Agencia Nacional de Seguridad estudiaron los fax originados en Londres. Un subdirector de la CIA elevó las manos al cielo.

—¡No hay nada para lo cual no estemos preparados! No me importa en absoluto que nos ataquen desde todos los ángulos del cuadrante, los volaremos en pedazos. Lo mismo que Londres y París, hemos cubierto todo el terreno, y nuestros cohetes orientados por ondas térmicas liquidarán los misiles que lleguen por aire. ¿Qué demonios queda?

—Entonces, ¿por qué se muestran tan confiados? —preguntó un teniente coronel del G–2.

—Porque son fanáticos —contestó un joven intelectual de la Agencia Nacional de Seguridad—. Seguramente creen lo que se les enseñó a creer, lo que les inculcaron. Es lo que se llama el Imperativo de Nietzche.

—¡Se lo llama basura! —dijo el brigadier general a cargo de Dalecarlia—. ¿Esos canallas viven en el mundo real?

—A decir verdad, no —replicó el analista de la Agencia Nacional de Seguridad—. Tienen su propio mundo, sus parámetros son los del compromiso total, y otras cosas no les importan ni pueden interferir.

—¡Usted está diciendo que son locos!

—Son locos, general, pero no locos estúpidos. Coincido con ese hombre de Operaciones Consulares que está en Beauvais. Los neos creen haber encontrado un camino, y no puedo desechar la posibilidad de que lo hayan logrado.

Beauvais, Francia. Tres horas para la hora cero. Exactamente la una y media de la madrugada. Todos los ojos se volvían constantemente hacia los relojes de pared y personales, y la tensión crecía a medida que pasaban los minutos y se aproximaban las cuatro y media.

—Volvamos a las fotografías, ¿quieren? —dijo Latham.

—Las hemos repasado mil veces —replicó Karin—. Drew, todas las preguntas que formulamos tuvieron respuesta. ¿Qué más quieres encontrar allí?

—No sé, solamente quiero verlas otra vez.

—¿Qué fotos, Monsieur? —preguntó el mayor.

—Bien… por ejemplo, esos silos. Usted dijo que la policía local los investigó. ¿Eran policías veteranos? Los silos pueden estar cargados de avena o heno, y tal vez debajo haya cosas completamente distintas.

—Se les dijo lo que había que buscar y uno de mis oficiales los acompañó —dijo en general—. Se procedió a estudiar todo lo que estaba a nivel del suelo.

—Cuanto más pienso en los misiles, más plausibles me parecen.

—Hemos alcanzado el máximo nivel posible de preparación —dijo el hijo del general—. Como ya le dije, hay unidades móviles con lanzacohetes están distribuidas alrededor del depósito.

—Entonces, regresemos a los mensajes provenientes de Londres. Por Dios, ¿quién es este señor Dédalo?

—Puedo explicárselo de nuevo —propuso con fatigada paciencia el teniente Anthony—. Vez, de acuerdo con el mito, Dédalo, que era artista y arquitecto, estudió los pájaros de Creta… la mayoría gaviotas marinas, según creo, e imaginó que si un hombre podía agregar plumas a sus propios brazos, como éstas tenían una densidad parecida a la de aire, y en movimiento son tan livianas como el aire…

—Por favor, Gerry, si escucho otra vez eso, terminaré odiando a los pájaros por el resto de mi vida.

—Pero siempre volvemos al aire, ¿no es verdad? —dijo de Vries—. Misiles, cohetes, lo que hizo Dédalo.

—Hablando del aire —interrumpió el mayor calvo con cierto acento de irritación—, un misil, un cohete o un avión no pueden penetrar en nuestro espacio aéreo sin que lo detectemos con mucha anticipación y lo derribemos, mediante fuego antiaéreo o con nuestros propios misiles. Y como todos sabemos, para alcanzar el objetivo de «Rayo en el Agua», es necesario contar con varias cargas aéreas muy considerables, o con docenas de otras pequeñas, que provengan de los campos cercanos para contar con el factor sorpresa.

—¿Controlaron los aeropuertos de París? —insistió Latham.

—¿Por qué cree que todos los aviones de las líneas aéreas están retrasados?

—No sabía que sucedía tal cosa.

—Así es, y la situación provoca mucho enojo en los pasajeros. Sucede lo mismo en Heathrow y Gatwick, de Inglaterra, y en Dulles y el Nacional de Washington. No podemos explicar la causa sin correr el riesgo de que haya disturbios o cosas peores, pero se inspeccionan todos los aviones antes de permitirles que salgan a la pista.

—No lo sabía. Discúlpeme. Pero entonces, ¿por qué los neos están tan seguros de que resolvieron el problema?

Monsieur, eso está fuera de mi alcance.

Londres. Dos horas y ocho minutos para la hora cero. Era la 1:22 horas de la madrugada, hora de Greenwich, y el director del MI–6 en Vauxhall Cross hablaba por teléfono con Washington.

—¿Allí hay novedades?

—En lo más mínimo —contestó una irritada voz norteamericana—. ¡Comienzo a pensar que toda esta operación es un montón de basura! Alguien se está riendo de nosotros en Alemania.

—Me inclino a coincidir con usted, amigo, pero usted vio esa grabación y los materiales que le enviamos. Yo diría que son muy convincentes.

—Y yo diría que son una pandilla de paranoicos, que están ejecutando una suerte de Ocaso de los dioses, la versión que Wagner no quiso ofrecer.

—Ya lo veremos en poco tiempo, mi estimado yanqui. Manténgase alerta.

—Lo que tengo que hacer es evitar que se me cierren los ojos a causa del sueño.

Washington, D. C. Cuarenta y dos minutos para la hora cero. Eran las 21:48 horas, estaba nublado y la lluvia era inminente; el brigadier general a cargo de los depósitos de Dalecarlia se paseaba de un extremo al otro de su despacho.

—Londres no sabe nada. París tampoco, y nosotros esperamos sin el más mínimo resultado, y nos preguntamos si hemos sido víctimas de un engaño. Es una broma de pésimo gusto que está costando millones de dólares a los contribuyentes, ¡y finalmente nos atribuirán la culpa! Dios mío, detesto este empleo. ¡Si no es demasiado tarde, volveré a la universidad y estudiaré odontología!

Doce minutos para la hora cero. Eran las 4:18 horas en París, las 3:18 horas en Londres, las 10:18 horas en Washington, D. C. A varios kilómetros de distancia de los depósitos de agua de las tres ciudades, y sincronizando al minuto, seis poderosos jets se elevaron en el aire, e instantáneamente se apartaron de sus blancos.

—¡Activités inconnues! —dijo el especialista de radio en Beauvais.

—¡Unidentified aircraft! —dijo el especialista en Londres.

—¡Two blips, unknown! —dijo el especialista en Washington—. No están coordinados con las comunicaciones de Dulles o del Nacional.

Y después, a pesar de que estaban separados por pequeñas y grandes distancias, cada operador habló pocos segundos más tarde.

Superflu —corrigió París.

False alarm —corrigió Londres.

Forget it —corrigió Washington—. Enfilaron en dirección contraria. Probablemente jovencitos ricos con sus jets privados, individuos que olvidaron los planes de vuelo. Ojalá estén sobrios.

Seis minutos para la hora cero. En el cielo oscuro de las afueras de Beauvais, Georgetown y el norte de Londres, los jets continuaron sus maniobras, apartándose de los tres blancos, elevándose con increíbles aceleraciones, cada milisegundo registrado por las computadoras. Las pautas de vuelo precomputadas fueron activadas instantáneamente. Los jets se volvieron, los motores reducidos al mínimo, y con la misma rapidez con que se habían elevado descendieron, ingresando en corredores aéreos elegidos porque allí las poblaciones eran mínimas, y de ese modo podían enfilar hacia los aeródromos donde soltarían los cables de la cola, equipados con ganchos, para conectar con los pesados cables de acero que arrastrarían y elevarían en el aire a los grandes Messerschmitt ME 323.

Cada piloto estaba dispuesto a impartir una última orden cuando la desaceleración fuese total. La comunicaría en determinada frecuencia radial a cada planeador, y su señal sería una luz roja en su panel computarizado. Llegaría en un minuto y siete segundos, con pequeñas variaciones, a causa de la velocidad en el aire y los vientos de proa o de cola. Ahora, todo estaba determinado por la distancia.

Beauvais. Cuatro minutos para la hora cero. Drew miró a través de la enorme ventana desde la cual podía dominarse el depósito de agua, mientras Karin estaba sentada frente al escritorio y el mayor hablaba por un segundo teléfono rojo, ambos conectados con Londres y Washington. Los dos comandos estaban junto al general, detrás del especialista en radar y su pantalla.

De pronto, Latham se apartó de la ventana y habló en voz alta.

—Teniente, ¿qué dijo acerca de las alas de Dédalo?

—Las fabricó con plumas…

—Sí, ya lo sé, pero después menciono algo acerca de las plumas. ¿Qué fue?

—Solamente dije que eran plumas, señor. Algunas personas —la mayoría poetas— comparan su densidad con el aire, explican cómo flotan en el viento, su desplazamiento en el aire, y afirman que en ese sentido poseen una estructura ideal, precisamente es la razón por la cual aparecen en los pájaros.

—Y los pájaros descienden en silencio, y de ese modo las aves rapaces dominan a su presa.

—¿De qué estás hablando, Drew? —preguntó de Vries, el teléfono rojo pegado al oído, lo mismo que hacía el mayor con su aparato. El militar francés miró al hombre de Operaciones Consulares.

—¡Esos artefactos planean, Karin, planean!

—¿Y qué hay con eso, Monsieur?

—¡Maldición, los planeadores! ¡Puede ser ése el recurso distinto! ¡Están usando planeadores!

—Tendrían que ser muy grandes —dijo el general—, o utilizar docenas, quizá más, muchos más.

Monsieur, el radar los habría descubierto —agregó el mayor—. Sobre todo el radar montado en un avión.

—¡Están en las fotografías! Esos dos aviones destinados a Arabia Saudita… ¿cuántas veces se han manipulado los certificados de usuario final? Pero los misiles guiados por el calor no podrían identificar a los planeadores. ¡No tienen motores, y por lo tanto no producen calor! Probablemente también tienen muy escaso metal.

—¡Dios mío! —exclamó el general, los ojos grandes e intensos, como si de pronto hubiese recuperado la memoria—. ¡Planeadores! Los alemanes eran los expertos, la autoridad definitiva en la materia. A principios de los años cuarenta crearon los prototipos de todos los planeadores de carga existentes en el mundo, mucho más avanzados que los modelos británicos o norteamericanos. A decir verdad, todos robamos sus diseños. Las fábricas Messerschmitt produjeron el Gigant, un pájaro enorme e infernal que podía flotar silencioso sobre las fronteras y los campos de batalla, descargando su mortífera mercancía.

—¿Es posible que hayan quedado algunos? —preguntó el mayor.

—¿Por qué no? Todos, amigos y enemigos, hemos conservado nuestras flotas navales y aéreas.

—Y después de tantos años, ¿sería posible devolverles su carácter operativo? —preguntó Karin.

—Aunque se trate del enemigo —dijo el veterano soldado— reconozco que las compañías Messerschmitt producían materiales muy duraderos. Sin duda, sería necesario remplazar o actualizar algunas piezas, pero ¿por qué no?

—De todos modos, aparecerían en la pantalla —insistió el especialista en radar.

—Pero ¿con qué intensidad? ¿Qué imagen determinaría en su pantalla un objeto volador que tiene poco metal, que carece de motores, con el bastidor de bambú, quizá, lo que en el Lejano Oriente utilizan para levantar patíbulos…?, aseguran que es más fuerte y más seguro que el acero.

—Mi inglés es bueno, señor, pero usted habla con tanta rapidez…

—Que alguien le explique lo que acabo de decir.

El mayor se encargó de eso, y el especialista en radar replicó, sin apartar los ojos de la pantalla:

—La imagen sería menos nítida que la de un avión convencional, eso es cierto.

—Por otra parte, incluso las nubes pueden producir una imagen, ¿no es verdad?

—Sí, pero uno puede percibir la diferencia.

—Y la gente que maneja lanchas lleva a bordo reflectores de radar, para el caso de que se vean en dificultades y quieran que el radar los encuentre.

—También eso es normal.

—De modo que el radar es en esencia cuestión de interpretación, ¿verdad?

—Lo mismo que las radiografías médicas. Un médico verá una cosa, y otro una cosa diferente. Y después están los expertos, y con el radar yo soy uno de ellos.

—Magnífico. ¿Sería posible que usted se desorientara?

—¿Cómo? Usted me insulta, si se me permite decirlo.

—Se le permite, y sinceramente mi intención no fue insultarlo.

—¡Un momento! —dijo Karin, buscando febrilmente en sus bolsillos y finalmente extrayendo un pedazo de papel—. Esto pertenecía a una caja que encontramos, según creo, en la sala de estar de Jäger. Conservé este pedazo porque no lo entendía; habían anotado sólo una sentencia parcial. Tiene únicamente dos palabras en alemán. «Aeronave terminada» arrancaron el resto.

—Santo Dios —murmuró Gerald Anthony, hundiendo la mano en el bolsillo de la chaqueta militar francesa y extrayendo un pedazo de papel arrugado—. Yo hice lo mismo. Encontré esto en la capilla de Jäger, al pie de un altar que no debía estar allí. Desde entonces, estuve mirándolo de tanto en tanto, tratando de adivinar la escritura. Lo conseguí, y concuerda con la información de la señora de Vries. Éstas son las palabras: «Aus Stof und Holz», es decir, «de lienzo y madera».

—Aeronave fabricada con lienzo y madera —dijo de Vries.

—Planeadores —agregó tranquilamente Latham—. Planeadores.

—¡Un momento! —exclamó el especialista en radar, interrumpiendo la conversación—. ¡El avión acaba de reingresar en nuestro espacio! ¡Están a unos cuarenta kilómetros del agua!

—¡Prepárense para activar los misiles! —gritó el hijo del general hablando por un tercer teléfono.

Londres, Tres minutos y diez segundos para la hora cero.

—¡Avión no identificado reaparece en la pantalla! ¡Dirección, Código Intolerable!

Washington, D. C. Dos minutos cuarenta y nueve segundos para la hora cero.

—¡Hijo de perra! ¡Los desconocidos han regresado y vienen hacia aquí!

Beauvais. Dos minutos veintiocho segundos para la hora cero.

—¡Aviones militares en todas partes! ¡Comuníquenlo a Washington y Londres!

—Pero los misiles —exclamó el hijo del general.

—¡Hay que detonarlos!

—En ese caso, ¿por qué los aviones de caza?

—¡Por si los misiles fallan! Informe a Londres y Washington. ¡Hágalo!

—Ya está.

En los cielos oscuros sobre Beauvais, Londres y Washington los jets neonazis computadorizados descendieron veloces hacia sus respectivos campos, los ganchos de la cola liberados para realizar la aproximación final.

—¡Disparen los cohetes!

—¡Disparen los cohetes!

—¡Disparen los cohetes!

Debajo, en tres sectores distintos en que se había cortado el pasto, hubo explosiones instantáneas de fuego balístico bajo las alas de los seis planeadores de carga Messerschmitt. Cada uno alcanzó un impulso preestablecido de seiscientos cincuenta kilómetros por hora mientras los jets pasaban sobre ellos, y los ganchos aferraban los cables, y los enormes planeadores instantáneamente igualaban la aceleración de las máquinas que estaban elevándose. En pocos segundos todos estaban en el aire, y apenas a unos treinta o cuarenta metros los cohetes fueron liberados apuntando a los campos. Sin estorbos, los planeadores de Londres, Beauvais y Georgetown fueron llevados a la altura prescrita y computadorizada de novecientos metros. Soltaron los cables, los planeadores liberados comenzaron a describir círculos en su descenso hacia los blancos.

De pronto, a mayores alturas, los cielos se iluminaron como surcados por los rayos de una tormenta, y los jets se despedazaron en el aire, cada uno estallando en resplandores erráticos e irregulares. Pero abajo, el piloto de cada planeador, con la ayuda de sus propias computadoras, conocía muy bien su propia misión. ¡Ein Volk, ein Reich, ein Führer!

Beauvais. Hora cero.

—¡Los tenemos! —gritó el general cuando las manchas blancas aparecieron en la pantalla del radar—. ¡Los hemos destruido por completo! ¡Hemos derrotado a «Rayo en el Agua»!

—¡Londres y Washington coinciden! —gritó el mayor—. Los resultados son los mismos. ¡Hemos vencido!

—¡No, no vencieron! —rugió Drew—. ¡Observen el radar! Esas explosiones aparecieron muchos metros por encima del punto inicial de entrada. ¡Miren eso! Digan a Londres y a Washington que hagan lo mismo… Ahora, observen más abajo, las imágenes mucho menos visibles como estructuras desnudas. Miren. ¡Son los planeadores!

—¡Dios mío! —dijo el capitán Dietz.

—¡Caramba! —exclamó el teniente Anthony.

—¿Qué cálculo asigna a la altura? —preguntó Latham al especialista en radar.

—Puedo hacer algo más que calcular, amigo. Estas «imágenes» están entre seiscientos y novecientos metros. Giran describiendo círculos lentos y anchos, que cubren de cien a ciento treinta metros…

—¿Por qué hacen eso?

—Cabe suponer que para tener más exactitud.

—¿Y qué le parece si ahora reaccionamos? ¿Puede indicarnos una cifra aproximada?

—Los vientos cambian, de modo que yo formularé una estimación. Entre cuatro y seis minutos.

—Por referencia al jet, equivale a un período de cuatro a seis horas. ¡Mayor, avise a Londres y a Washington, y dígales que ordenen a sus aviones de caza que describan círculos en el perímetro de los depósitos, a partir de los quinientos metros! Nosotros también. ¡Ahora mismo!

—Si están allí, los destruiremos —afirmó el hijo del general, apoderándose de su teléfono rojo.

—¿Usted está loco? —gritó Latham—. Esos planeadores están cargados con veneno, probablemente líquido, y las envolturas se autodestruirán instantáneamente cuando toquen el agua o el suelo. Maniobre a los cazas de modo que los jets que suministran la propulsión desvíen de su curso a los planeadores, con el fin de que estos lleguen a áreas despobladas, campos o bosques, pero por Dios, no donde haya gente.

¡Que Washington y Londres hagan lo mismo!

—Sí, por supuesto. Tengo las dos ciudades en una línea combinada.

Los pocos minutos siguientes fueron como esperar una matanza en gran escala, cuando todos los presentes eran parte de la población amenazada. Todos los ojos estaban en la pantalla del radar, cuando de pronto las imágenes se desviaron en diferentes direcciones, violentamente hacia la izquierda y hacia la derecha, fuera de la zona del blanco, el depósito de Beauvais.

—Verifique Londres —dijo Drew—, verifique Washington.

—Ahora están en la línea —replicó el mayor—. Están realizando exactamente la misma experiencia que ya hicimos nosotros. Los planeadores ya fueron apartados de la reserva de agua, y ahora se los obliga a aterrizar en zonas alejadas.

—Todo estaba calculado para que se desarrollase en el espacio de minutos, ¿no es así? —dijo sin aliento Latham el rostro pálido—. Bendita sea la alta tecnología, que permite cocer mediante microondas un emparedado de carne, y funde un envase de plástico. Ahora, quizás, hemos vencido; pero sólo una batalla, no la guerra.

—Tú has vencido, Drew. —Karin de Vries caminó hacia él y apoyó las manos sobre los hombros de Drew—. Harry se habría sentido tan orgulloso de ti.

—Aún no hemos terminado, Karin. Harry fue muerto desde adentro, y lo mismo sucedió con Moreau. Ambos fueron traicionados. Lo mismo sucedió conmigo, pero yo tuve suerte. Alguien tiene un telescopio que le permite examinar el corazón de nuestras operaciones. Y ese individuo sabe más acerca del movimiento nazi y la herencia de un general loco en el valle del Loira que todos los demás reunidos… Y lo extraño del caso es que de pronto creo que sé cuál es su identidad. Beauvais. Hora cero más veinte minutos. El hijo del general consiguió un vehículo militar para llevar a Latham, a Karin y a los dos comandos de regreso a París. Y como algunas cosas insignificantes continuaban sucediendo en medio de los cataclismos, comprobaron que el equipaje había llegado allí, enviado por el Hotel Konigshof de Bonn. En la parte trasera de una camioneta llegaron a la Ciudad de las Luces, un lugar que hasta unos veinte minutos antes habría podido convertirse en la imagen misma de una ciudad dominada por el pánico.

—Nos alojaremos en el mismo hotel —dijo Drew, mientras se despedían de los colegas franceses en el depósito de agua de Beauvais, y echaba a andar en dirección a la puerta y el viejo ascensor—. Y ustedes dos —continuó, dirigiéndose al capitán Dietz y al teniente Anthony, pueden dedicarse a promover la destrucción de París, con todos los gastos pagos.

—¿Con qué? —preguntó el capitán—. No creo que entre los dos tengamos doscientos francos; y las tarjetas de crédito, así como los restantes medios de identificación, están en Bruselas.

—En unas cuatro horas, el agradecido gobierno de Francia les suministrará efectivo, unos cincuenta mil francos por cabeza. ¿Les parece que es una suma inicial suficiente? Por supuesto, después recibirán más.

—Usted está loco —dijo Anthony.

—No, nada de eso. Estoy chiflado, chiflado como el demonio.

—¡Monsieur, Monsieur Latham! —exclamó uno de los muchos ayudantes militares que salió del edificio de la planta purificadora de aguas y se acercó al corredor de piedra oscura—. Lo llaman por teléfono. ¡Es urgente!

—Esperen aquí —dijo Drew—. Si es la persona que yo creo, la conversación será cortés pero terminará muy pronto. —Latham regresó con el ayudante y utilizó el teléfono que estaba más cerca de la puerta—. Aquí Operaciones Consulares. —La voz ronca al extremo de la línea le dijo que no era el hombre que él había esperado.

—¡Bien hecho, amigo! —gritó el coronel Witkowski desde Londres—. Harry se habría sentido orgulloso de usted.

—Stanley, eso ya lo escuché dos veces; pero de todos modos gracias. Fue un trabajo de equipo, lo mismo que en el hockey.

—No me venga con esa tontería.

—Pero sí, Stosh. Y comenzó con Harry, cuando dije al tribunal reunido en Londres: —Traje los datos, pero a ustedes les corresponde evaluarlos. Y no lo hicimos bien.

—Dejaré pasar eso hasta que estemos frente a frente.

—Buena idea. El hilo de la pista estaba allí, y lo ignoramos.

—Más tarde —lo interrumpió Witkowski—. ¿Qué opina de Bonn?

—¿Qué quiere decir? ¿Qué pasa con Bonn?

—¿No se lo dijeron?

—¿Si me dijeron qué?

—¡Incendiaron el Bundestag! Hay más de un centenar de autobombas tratando de sofocar las llamas. ¿Moreau no lo llamó?

—Moreau está muerto, Stanley.

—¿Que?

—Lo mataron en el estacionamiento subterráneo de su empresa, un lugar supuestamente impenetrable.

—¡Dios mío, no lo sabía!

—¿Cómo podía saberlo? Usted está en Londres, imagino que bajo nombre supuesto.

—¿Cuándo fue?

—Hace horas.

—De todos modos, el Deuxième es su control sustituto. Hubiera debido informarle acerca de lo que pasó en Bonn.

—Imagino que alguien lo olvidó. Fue una noche absurda.

—¿Qué le sucede, Drew? Usted parece diferente.

—Es natural, después de lo que viví esta noche… Usted me preguntó qué pensaba acerca del incendio del Bundestag, de modo que se lo diré. Ese hijo de perra Jäger estaba redactando sus propias memorias. Tengo que irme, Stosh, todavía debo hablar con alguien antes de que se apague el incendio. Le hablaré en París.

El grupo de cuatro tenía suites contiguas en el Hotel Plaza–Athénée, donde el sol de la mañana temprano se filtraba entre las cortinas de las altas ventanas. Eran las 6:37 de la mañana; Karin de Vries dormía profundamente cuando Latham se levantó con movimientos silenciosos. Había colgado sus ropas civiles antes de desnudarse. Ahora se las puso y salió del dormitorio para pasar a la enorme sala de estar común, donde los dos comandos esperaban, ambos con sus ropas civiles.

—Uno de nosotros tiene que permanecer aquí, ya les avisé —dijo Drew—. ¿Recuerdan?

—Tiramos a la suerte —replicó Dietz—, y tendrá que arreglarse con este hombre, aunque me parece una mala solución. Por Dios, yo soy el oficial superior.

—Y quizás su tarea sea más dura que la nuestra. La unidad de infantes de marina de la embajada está afuera, pero no pueden entrar en el hotel sin alertar a los neos, en el supuesto de que haya alguno. Si ellos intervienen, usted dispone solo de su propio poder de fuego y de una radio para conseguir que nuestros hombres suban a toda prisa al segundo piso.

—¿Usted cree en realidad que los neos se han infiltrado tan profundamente? —preguntó el teniente.

—Mi hermano fue muerto cuando se encontraba protegido por medidas de máxima seguridad; Claude Moreau fue liquidado en su propio ambiente secreto. ¿Qué le parece?

—Creo que debemos ponernos en marcha —dijo Anthony—. Vigile a esa dama, capitán. Es una mujer muy especial… por supuesto, lo digo en un sentido académico.

—Por favor, no me destroce el corazón —dijo Drew, mientras él y el teniente recogían sus armas—. El automóvil está detrás; saldremos por el sótano.

—¡Monsieur Latham! —El guardia del estacionamiento subterráneo del Deuxième Bureau reconoció el nombre en la lista de personas autorizadas, y pareció estar al borde de las lágrimas—. ¿No es una tragedia terrible? ¡Y nada menos que aquí, donde jamás hubiera podido suceder!

—¿Qué dice la policía? —preguntó Drew, la mirada fija en la cara del hombre.

—¡Están tan desconcertados como nosotros! Nuestro maravilloso director, ojalá esté en paz con el Todopoderoso, fue baleado en el interior del recinto, ayer por la mañana. Encontraron su cuerpo al fondo del estacionamiento. Todas las personas que trabajan en este edificio fueron interrogadas por la Sureté, y se examinaron las actividades de cada uno; el asunto se prolongó horas enteras. ¡El nuevo director parecía un tigre furioso!

—¿Verificaron las listas de visitantes?

—Por supuesto. Todo el personal que había salido fue puesto en custodia. Dicen que por el momento no hay ninguna pista clara.

—¿La mayoría de la gente ya está aquí? Sé que es temprano.

—Casi todos, Monsieur. Me dicen que hay conferencias en cada piso. Vea, ahí detrás de ustedes, hay tres automóviles que esperan entrar. ¡Todo está realmente tohu–bohu!

—¿Qué?

—El caos —dijo en voz baja el teniente Anthony—. El desorden general.

—Gracias. —Latham apretó el acelerador del automóvil alquilado y entró en las sombras cavernosas del estacionamiento subterráneo—. Teniente, mantenga la mano sobre el arma —dijo mientras dirigía el automóvil hacia un espacio vacío.

—Ya lo estoy haciendo, gran jefe.

—Vea, ése es un título irritante.

—No sé por qué, ¿acaso usted no se lo ganó?… ¿Usted cree que un neo o dos todavía están por aquí?

—Si yo pudiera llamar al hotel y hablar con su compañero, le ofrecería una respuesta más exacta.

—¿Por qué no lo hace? Tiene el teléfono celular.

—Porque no quiero despertar a Karin. Se metería aquí, y es lo que menos deseamos.

—Entonces, creo que tendré que decírselo —afirmó Anthony.

—¿Decirme qué?

—Hace pocas horas, cuando entramos en ese hotel tan lujoso y usted telefoneó a la seguridad del Deuxième para informar dónde estábamos, Dietz inspecciono todos los teléfonos del lugar con un pequeño Artefacto que nosotros tenemos siempre y que identifica las intercepciones. No encontró ninguna, de modo que enchufó su teléfono en el dormitorio…

—¿Qué hizo?

—Ambos coincidimos en que ustedes dos necesitaban dormir. Quiero decir que somos más jóvenes que ustedes, y sin duda tenemos mejor estado físico…

—¿Ustedes dos podrían cesar en sus intentos de ayudarme a cruzar la calle? —exclamó Drew extrayendo de un bolsillo interior el teléfono celular y marcando—. ¿Recuerdan que yo todavía dirijo esta operación? Si llegaba una llamada importante, no habríamos despertado. ¿Le parece un método absolutamente inaceptable?

—Suite doscientos diez y doscientos once —dijo Latham cuando se comunicó con el conmutador del hotel. Del otro lado atendieron instantáneamente.

—¿Sí?

—Dietz, habla Latham. ¿Cómo están las cosas?

—Creímos que usted estaba al tanto —replicó el capitán en voz baja—. Hace un par de minutos los hombres de la embajada me llamaron desde la calle. Un vehículo bastante pesado apareció en la esquina Éste y dos hombres descendieron y se dirigieron por separado a la entrada principal. Acaban de ingresar…

—¿Son neos? —Todavía no lo sabemos, pero los recepcionistas están cooperando… ¡Un momento! La luz del ascensor está encendida—. Los segundos parecieron minutos, hasta que Dietz volvió a la línea. —A menos que todas las estadísticas mientan, usted acertó. Apretaron el botón del segundo piso.

—¡Llame a los infantes de marina!

—¿Usted cree que necesito su recomendación para hacerlo?

De pronto, una bocina estridente resonó detrás de Latham.

—Creo que usted ocupó el estacionamiento de otra persona —dijo el teniente.

—¡Dígale que se busque otro lugar!

—Eh, ¿por qué no movemos el coche?

—En ese caso, atienda el teléfono. ¡Cristo, los neos acaban de entrar en el hotel! ¡El segundo piso! —Drew abandonó el espacio.

—No veo la dificultad. El capitán es un tipo que tiene muchos recursos. Si se acercan a la puerta, desearán no haberlo hecho.

—¿No hay comunicación? —preguntó Latham, mientras maniobraba para ocupar otro lugar.

—Corto la comunicación, si a eso se refiere.

—¡Comuníquese de nuevo!

—No es buena idea, señor. En este momento está atareado.

—¡Caray! —estalló Drew—. Ahora sé que tengo razón.

En el ascensor se reunieron con cinco hombres y dos mujeres, y todos hablaban nerviosamente en francés. Latham examinó cuidadosamente una cara tras otra, los rasgos a veces sonrosados, otras huidizos, y los ojos saltones, las voces tensas, y las venas del cuello hinchadas, todo eso se convirtió en una suerte de caricatura de animales pegando alaridos, cada uno tratando de imponerse al resto. Sin pensarlo, Drew extendió la mano sobre un hombro y pulsó el botón del piso que recordaba indefinidamente haber apretado en una ocasión anterior, siguiendo las instrucciones de Moreau. Hubo dos paradas antes del botón presionado por Latham; cuando llegaron al último piso él y el teniente estaban solos.

—¿Qué decían? —preguntó Drew—. Entendí una parte, pero no mucho.

—No saben qué demonios sucede, pero si usted quiere conocer lo esencial de lo que decían, lo cierto es que están preocupados por sus empleos.

—Supongo que eso es natural. Cuando suceden estas cosas, nadie está a salvo de la sospecha; y en ese caso, los encargados de imponer orden eliminan a los empleados que les parecen superfluos.

—¿Usted quiere decir que desechan a un montón de pequeños junto con el agua sucia de la bañera?

—Eso es exactamente lo que quiero decir. —El ascensor se detuvo, se abrió la puerta y los dos hombres entraron en la antesala, donde se abrían varias puertas que conducían a los corredores y las oficinas del organismo de operaciones clandestinas. Latham se aproximó a la recepcionista de mediana edad y dijo—: Je m’appelle Drew…

—Sé quién es usted —dijo amablemente la mujer hablando en inglés.

—Usted estuvo aquí para ver al señor director hace varios días. Me temo que todavía estamos muy conmovidos.

—También yo. Era mi amigo.

—Informaré a nuestro nuevo director que usted está aquí. Vino directamente de Beauvais…

—Prefiero que no le informe —la interrumpió Latham.

—¿Como dice?

—Considerando lo que sucedió, debe estar atareado con muchísimos problemas, y no necesita que yo interfiera. Mi visita no tiene mucha importancia; dejé algunas cosas en el automóvil del Deuxième Bureau. ¿Está aquí el agente llamado Francois? Creo que él trajo al director desde Beauvais.

—Sí, está. ¿Llamó a su oficina?

—¿Para qué molestarse? Probablemente llamará a Jacques… perdóneme, al nuevo director… y le repito que no deseo interrumpirlo. Ciertamente, no por un par de zapatos.

—¿Zapatos…?

—Zapatos franceses. Los mejores, y muy caros; pero valen lo que pagué por ellos.

—Naturalmente. —La recepcionista apretó un botón en su escritorio; sonó la chicharra correspondiente a una puerta sobre la derecha, y se oyó el chasquido de una cerradura—. Su oficina está al final de ese corredor es la tercera a la izquierda.

—Gracias. Discúlpeme. Éste es mi colaborador, el mayor Anthony, de las Fuerzas Especiales, del ejército de Estados Unidos. —El teniente miró sorprendido a Drew cuando Latham continuó diciendo—: Si no le importa, permanecerá aquí. Habla bien el francés… y probablemente muchos otros idiomas, por lo que sé.

Bonjour, Madame, Mon plaisir.

Je vous en prie, Major.

Drew abrió la puerta de la antesala y pasó al estrecho corredor gris y avanzó deprisa hacia la tercera puerta de la izquierda. Llamó una vez, y abrió en el acto la puerta, sorprendiendo a Francois, que estaba dormido, la cabeza apoyada en el escritorio. Francois se irguió rápidamente, y se acomodó en el sillón.

—¿Qu’est–ce que se passe?

—Hola amigo —dijo Latham, mientras cerraba la puerta—. ¿Durmiendo una breve siesta? Lo envidio, yo estoy cansado como el diablo.

Monsieur Latham, ¿qué está haciendo aquí?

—Francois, tengo la sospecha de que usted lo sabe.

—Dios mío, ¿qué es lo que sé?

—Usted estaba muy próximo a Claude Moreau, ¿no es cierto? Él conocía a su esposa, cómo se llama, Yvonne… a sus dos hijas.

—Sí, aunque no había una relación muy familiar. Todos nos conocemos, y cada uno conoce la familia del colega, pero desde cierta distancia.

—Y usted es bastante íntimo también con Jacques Bergeron, el principal ayudante de Moreau.

—¿Intimo?

—Usted y Jacques y usted, el principal ayudante y el principal chófer, siempre junto al jefe, el intrépido trío unido por años de cooperación. Tres auténticos mosqueteros. Fáciles de aceptar, porque uno los ve todos los días.

—¡Está diciendo adivinanzas, Monsieur!

—Caramba, sí. Porque se trata de una adivinanza, basada en el mecanismo más sencillo del mundo. ¿Quién dudará del espectáculo representado por los tres, o el dolor de los dos que evitaron la muerte? Hace un par de horas, cuando llamé aquí para hablar con Jacques, y decirle dónde estábamos, ¿adivina con quién me comuniqué?

—No necesito adivinar. Usted habló conmigo, Monsieur Latham.

—Todos ascienden un poco, ¿verdad?

—¡No sé de qué está hablando! —dijo Francois, inclinándose hacia adelante y la mano derecha deslizándose hacia el borde del escritorio, para llegar a un cajón. De pronto abrió el cajón, pero Drew se abalanzó, y lo cerró con tanta fuerza sobre la muñeca del chófer que éste comenzó a gritar, y el alarido fue interrumpido por el puño de Latham al caer sobre la boca de Francois. El francés cayó hacia atrás, y la silla y el cuerpo golpearon el piso. Drew lo atacó de nuevo, aferrándolo por el cuello y obligándolo a incorporarse. Lo arrojó contra la pared, y el arma del cajón estaba ahora en la mano de Drew.

—Vamos a conversar, amigo, y mas vale que su conversación me aclare las cosas, porque de lo contrario terminaré con su vida.

Monsieur, tengo familia, esposa e hijos. ¿Como puede hacer esto?

—Usted tiene idea del número de familias… padres, madres, hijos y nietos… destruidos en los malditos campos de concentración, obligados a entrar desnudos en los edificios de cemento, para salir como cadáveres, ¡hijo de perra!

—¡En ese momento yo ni siquiera vivía!

—¿Nunca se enteró de lo que sucedía? ¡Millares eran franceses, apresados y enviados a la muerte! ¿Eso nunca lo molestó?

—Usted no comprende, Monsieur. Tienen modos de obligarnos a cooperar.

—¿Por ejemplo? Y si miente, no me molestaré en usar su arma. Sencillamente, le cortaré la carótida a ambos lados del cuello, y su vida se acabará. Vea, como el especialista de radar en Beauvais cuando mira en su pantalla, adivino por la expresión de los ojos el sentido de lo que usted dice… Ojalá no cometa un error… Jacques Bergeron es un neo, ¿verdad?

—Sí… ¿Cómo pudo saberlo?

—Cuando uno está cansado desorientado, repasa todo lo que sabe. Debía tratarse de alguien que tenía acceso a toda la información, de alguien que sabía donde se encontraban los jugadores a cada momento. Al principio pensamos que era Moreau; estaba incluido en una lista de sospechosos, de modo que temíamos cooperar con él; demonios yo no me atrevía a decirle nada. Después demostró su inocencia el único hombre que podía serlo, mi jefe. ¿Entonces? ¿Quién sabía dónde me encontraba fuese un restaurante de Villejuif con mi hermano o alguno de los hoteles que visité mientras me trasladaba de un lugar a otro? ¿Quién sabía que Karin y yo estábamos en un café cierta noche, con Claude, la vez que casi nos liquidan, y nos salvamos porque el dueño nos obligó a salir de allí? ¿Quien armó el incidente del Metro con el doctor Kroeger, los disparos, el hombre que afirmó haber visto a «Harry Latham» en el tren que salió de la estación? ¡No había Harry Latham, porque yo era Harry y yo no estaba allí! La respuesta a cada una de esas preguntas era un hombre llamado Jacques.

—Nada sé de todo eso; ¡juro que yo no sé nada!

¿Pero usted sabe que es un neo, verdad? Un infiltrado profundo… quizás el principal nazi infiltrado en Francia. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí. —Francois respiró hondo—. Yo no tenía más alternativa que guardar silencio y hacer lo que él me ordenaba.

—¿Por qué?

—Maté a un hombre y Jacques me vio.

—¿Como?

—Lo estrangulé. Trate de comprender, trabajo muchas horas a veces me ausento varios días seguidos, descuido a mi familia… ¿Qué más puedo decir?

—Mucho mas —dijo Drew.

—Mi esposa encontró un amante. Lo adiviné, como le sucede a cualquier marido cuando las sombras caen sobre el lecho. Utilicé los recursos del Deuxiéme para descubrir quien era.

—No era precisamente un asunto oficial, ¿verdad?

—En efecto. Pero lo que yo ignoraba era que Jacques seguía de cerca cada uno de mis pasos, mis llamadas telefónicas… Preparé un encuentro con este individuo, un peluquero inescrupuloso con antecedentes de deudas y quiebras, y nos reunimos en un callejón de Montparnasse. Hizo referencias obscenas al comportamiento de mi esposa y todo en medio de risas. Me enfurecí y lo ataqué, y lo asesiné cruelmente. Cuando salí del callejón, Bergeron me saludó.

—De modo que lo tenía atrapado.

—La alternativa era el resto de mi vida en prisión. Había tomado fotografías con una cámara de rayo infrarrojos.

—Sin embargo, usted y su esposa se reconciliaron, ¿no es así?

—Yo tampoco soy un santo. Hicimos las paces, y nuestro matrimonio ahora es sólido. Tenemos a nuestros hijos.

—Pero usted trabajó con Bergeron, que es nazi. ¿Como puede justificar eso?

—El resto de mi vida en la cárcel… ¿como justificaría eso? Mi esposa, mis hijos, mi familia. Y le aclaro que jamás maté para él… ¡nunca! Tenía a otros que se encargaban de esas tareas. Yo me negué.

Latham soltó al hombre y con un gesto le ordenó que se sentara.

—Está bien, amigo, usted y yo concertaremos un trato… A menos que esté realmente equivocado, y no creo que sea el caso, usted y Jacques son los únicos neos infiltrados aquí; y usted cumple esa función pero de mala gana. Algo más que eso sería excesivamente peligroso. Un amo y un esclavo, una combinación perfecta. Usted después puede comprobar su buena voluntad haciendo lo que le diga; si se resiste, puede considerarse hombre muerto, y yo lo destruiré con mis propias manos. ¿Entendido?

—¿Qué quiere que haga? Y si acepto, ¿qué garantía tengo de que esas fotografías no me enviarán a la cárcel?

—En realidad, ninguna, pero las probabilidades están de su lado. Sospecho que Bergeron se sentirá mucho más interesado en salvarse del pelotón de fusilamiento que en condenarlo a usted a comparecer ante la justicia.

—Amigo, en Francia no tenemos esa clase de ejecuciones.

—En verdad, usted es un inocente, ¿no es así? Esas cosas no son formales, Francois, sencillamente suceden.

—Pues bien, ¿de qué se trata? —preguntó el chófer, tragando saliva.

—Jacques está en otra ala de este piso, si lo recuerdo bien.

—Lo recuerda. Esta sección está destinada a los subordinados.

—Pero usted tiene acceso a la otra, ¿verdad? Quiero decir que usted dirige el lugar, ¿no es así?

—Si lo que quiere saber es si puedo llevarlo a la oficina de Bergeron, la respuesta es afirmativa.

—¿Sin que seamos anunciados?

—Por supuesto, estoy asignado personalmente a Bergeron. En esta sección hay un corredor donde se entra utilizando un código especial; conduce a las oficinas de los altos jefes. Por cierto, conozco el código.

—Muy bien. En marcha.

—¿Y qué debo hacer después?

—Volver aquí, esperar y pedir a Dios que todo salga bien.

—¿Y usted, Latham?

—Yo también rogaré a Dios que todo salga bien.

El capitán Christian Dietz depositó la radio de mano fuera de la vista, en un estante, y se apostó a la izquierda de la puerta principal de la suite. Su oído agudo recogió el sonido apagado de los pasos en el corredor, y después reinó el silencio. Con el arma preparada, se preguntó si los presuntos intrusos habrían conseguido una llave maestra, o si correrían el riesgo de una ofensiva frontal sobre la puerta.

Al parecer, esto último. El silencio se vio quebrado por un tremendo estampido cuando la puerta saltó de sus goznes y salió despedida hacia el comando. Los dos hombres irrumpieron en la habitación, con las armas en la mano, mirando a derecha e izquierda, inseguros de lo que debían hacer enseguida. Dietz resolvió el dilema gritando:

—¡Suelten las armas o son hombres muertos!

El primer hombre se volvió bruscamente y un chasquido brotó del cañón de su arma. El comando se arrojó al piso y respondió al disparo, alcanzando al intruso en el estómago, de modo que se dobló sobre sí mismo se derrumbó. El segundo atacante, desconcertado, bajó su arma cuando tres infantes de marina irrumpiendo por la puerta abierta.

De pronto, Karin de Vries salió del dormitorio en camisón.

—¡Regrese allí! —rugió Dietz.

Cuando Karin pretendió retornar por la puerta del dormitorio, el segundo intruso levantó el arma y disparó. La sangre brotó del hombro derecho de la mujer, mientras los infantes de marina apuntaban con sus armas.

—¡Alto! —grito Dietz—. ¡Muerto no nos sirve de nada!

—¡Amigo, tampoco nosotros somos muy útiles si perdemos la vida! —exclamó un sargento de marina, su Colt 45 apuntando a la cabeza del neo—. ¡Suelte ese arma, canalla, o lo mato!

El neo dejó caer el arma al suelo, mientras Dietz se incorporaba y atravesaba deprisa la habitación hacia Karin de Vries, que estaba inclinada y sangraba. En el camino descargó un puntapié sobre el arma del nazi, alejándola.

—No se mueva —ordenó, abriendo el camisón en el hombro, y sosteniendo a Karin—. No es grave —dijo, después de examinar la herida—. La bala arañó el cuerpo, pero eso es todo. Quédese quieta y traeré algunas toallas.

—Yo iré a buscarlas —dijo el infante de marina que estaba más cerca—. ¿Donde?

—Pase por esa puerta y entre en el cuarto de baño. Traiga tres toallas pequeñas y únalas.

—¿Aplicará un torniquete?

—No precisamente, pero algo parecido. Necesitamos mantener lisa la piel. Después, traiga un poco de hielo del bar.

—Allá voy.

—No me diga que usted también es médico —observó Karin, sosteniendo el extremo de su camisón y sonriendo apenas.

—Señora de Vries, esto no es cirugía de cerebro, apenas una herida superficial. Tuvo suerte; un segundo o dos antes y habría sido un problema mucho más grave. ¿Le duele?

—Capitán, más bien está entumecido.

—La llevaremos al médico de la embajada.

—¿Dónde está Drew? Eso es más importante. ¿Y Gerry?

—Vamos, señora de Vries, no provoque dificultades. El señor Latham impartió sus órdenes. Él y Anthony fueron al Deuxième Bureau… Tiramos la suerte con Gerry, y él ganó.

—¿Al Deuxième? ¿Por qué?

—Operaciones Consulares nos dijo que imaginaba quién era la rata en el desván.

—¿La rata en el desván?

—El topo nazi que estaba informando todo lo que hacíamos.

—¿En el Deuxième?

—Eso es lo que dijo.

—Mencionó algo en Beauvais, pero cuando le pregunté en la camioneta, no quiso contestar, y me dijo que era sólo una conjetura. ¿Pero usted sabía?

—No creo que él aceptara que usted participase.

—¡Aquí están las toallas, señor! —dijo el infante de marina, que salió por la puerta del dormitorio, y después retornó deprisa para ayudar a sus colegas con los dos neos, uno de los cuales estaba muerto o desmayado, y el otro se mostraba hostil, lo cual exigió que le asestaran varios golpes—. Capitán, nos mantendremos en contacto… usted es el capitán, ¿verdad, señor?

—Cabo, el rango no importa mucho aquí. Lo veré después.

—Tenemos que salir cuanto antes de aquí; usted lo sabe, ¿verdad?

—¡Entonces, márchense! —ordenó Dietz mientras la unidad de infantes de marina descendía los cinco pisos para llegar al vestíbulo con los dos prisioneros. Sonó el teléfono—. La descenderé hasta la planta baja —dijo el comando, mientras envolvía el hombro con toallas y depositaba a Karin sobre la alfombra—. Debo atender el teléfono.

—Si es Drew, ¡dígale que estoy furiosa!

No era Latham; era la gerencia del hotel.

—¡Tienen que marcharse! —gritó el portero en francés—. ¡Cooperaremos con el Deuxième sólo hasta aquí! ¡Hemos recibido muchísimas llamadas para quejarse de los golpes y los disparos!

—Clausure las entradas —replicó firmemente Dietz—, y nosotros lo cubriremos. Deme cinco minutos y llame a la policía, pero necesito cinco minutos.

—Haremos lo posible.

—Vamos —dijo el capitán, cortando la comunicación y volviendo a Karin—. La sacaré de aquí…

—En realidad, puedo caminar —interrumpió de Vries.

—Me alegro de saberlo. Descenderemos por la escalera; es sólo un piso.

—¿Qué dice de nuestras ropas y nuestro equipaje? Seguramente no querrá que queden allí y que la policía los encuentre.

—¡Caray!… Discúlpeme, señora, pero tiene muchísima razón. —El capitán volvió al teléfono, y marcó inmediatamente el número de la portería—. Si quiere que salgamos de aquí, envíe a su mejor botones con la orden de que prepare las maletas y las descienda hasta la salida. ¡Además, dígale que si no roba demasiado recibirá una propina de quinientos francos!

—Por supuesto.

—De acuerdo.

—¡Vamos! —dijo el comando, cortando la comunicación y volviendo adonde estaba Karin. De pronto se detuvo, y se apoderó de un impermeable de hombre depositado sobre una silla—. Póngase esto, la ayudará. Incorpórese con movimientos lentos, el brazo sobre mi hombro… Muy bien, ¿puede caminar?

—Sí, por supuesto. Solamente duele el brazo.

—Y continuará doliendo hasta que el médico la atienda. Él se ocupará de arreglar eso. Ahora, con cuidado.

—Pero ¿qué sucede con Drew y Gerry? ¿Qué está pasando?

—No lo sé, señora de Vries, pero le diré lo siguiente. Ese amigo suyo, el hombre de Operaciones Consulares, que no me inspiraba mucha confianza, francamente es un individuo de primera calidad. Sabe ver a través de la neblina, ¿me entiende?

—En realidad, no, capitán —dijo Karin, sostenida por el comando mientras se dirigían hacia la escalera—. ¿Cuál es la neblina?

—El humo que envuelve la verdad. Dispara a través de la bruma porque tiene ese instinto que le dice que allí está el blanco.

—Es muy eficaz, ¿verdad?

—Es más que eficaz, señora de Vries, tiene talento. Estoy dispuesto a realizar tareas confidenciales cuando él lo decida. Es la clase de control que me agrada.

—A mí también, capitán. Aunque yo preferiría asignarle otro título.

Drew se aproximó a la puerta sin leyendas del director recientemente designado en el Deuxième Bureau. Sin llamar abrió rápidamente, entró en la oficina y cerró con fuerza la puerta. Jacques Bergeron estaba de pie junto a una ventana, mirando hacia afuera; se volvió en redondo asombrado al ver a Latham.

—¡Drew! —exclamó desconcertado—. ¡Nadie me dijo que estaba aquí!

—No deseaba que usted lo supiera.

—¿Por qué?

—Porque podría haber encontrado una razón para impedir que yo lo viese, como hizo cuando lo llamé hace un par de horas para decirle dónde estábamos y me comunicaron con Francois.

—¡Por Dios, hombre, tengo que afrontar mil problemas! Además, Francois es por ahora mi ayudante principal; mañana se trasladará a las oficinas ejecutivas.

—Qué agradable.

—Discúlpeme… Me excuso si lo ofendí, pero realmente creo que usted debería tratar de entender. Me vi obligado a impedir que me pasen las comunicaciones, salvo que se trate del presidente y unos pocos miembros de la Cámara, pues sencillamente no puedo atender a todos. Hay tantos interrogantes a los cuales no puedo responder hasta que los equipos de investigadores comiencen a trabajar. ¡Debo tener tiempo para pensar!

—Eso está muy bien, Jacques, pero me parece que usted estuvo pensando mucho, y durante largo tiempo. En realidad, durante años. Digamos de pasada que Francois me lo confirmó. Usted probablemente urdió la relación de ese peluquero, ese Romeo, con la esposa de Francois… en definitiva, otro ser humano prescindible.

La cara suave y sensible del jefe del Deuxième de pronto se convirtió en granito, y los ojos de mirada amable fueron dos puntos de fuego y odio.

—¿Qué hizo usted? —preguntó en voz baja, en voz tan baja que apenas podía escuchársele.

—No lo molestaré con los caminos complicados que seguí para llegar a usted, aunque debo reconocerle que lo que hizo fue brillante. El Sancho Panza del Don Quijote que era Moreau, el lacayo sumiso que adoraba a su amo, que se insinuó en la confianza y el afecto del maestro, ayudándolo a cumplir sus tareas cotidianas… mañana, tarde y noche. Solamente usted podía saber dónde yo estaba en determinado momento, dónde estaba mi hermano, dónde se encontraban Karin y la pobre secretaria de Moreau; y en sus intentos usted cosechó éxitos y fracasos. Mató a Harry y a la secretaria de Moreau, pero echó a perder las cosas con Karin y conmigo.

—Usted es hombre muerto, Drew —dijo el director del Deuxième, con voz casi amable—. Usted está en mi territorio y es hombre muerto.

—Yo no extraería conclusiones apresuradas si estuviese en su lugar. El teniente Anthony (usted lo conoce) está afuera con su recepcionista. A estas horas estoy seguro de que usó el teléfono para comunicarse con el embajador Courtland, quien ha solicitado un encuentro urgente con el presidente de Francia y su gabinete. Yo diría que puede llamárselo un desayuno de trabajo.

—¿Pobre, qué sabe?

—Porque después de ver a Francois, yo no salí para dar contraorden a Anthony convinimos en que esperaría ocho minutos, una cifra segura. Vea, usted realmente arruinó su propia posición cuando envió al hotel a esos matones. En París nadie sabía dónde estábamos… sólo usted y por extensión Francois.

—¿Una unidad de infantes de marina…?

—Jacques, yo no creo en la muerte heroica. Cuando uno piensa en ello, es una situación estúpida, salvo que sea inevitable afrontarla.

—¡Usted tiene solo su palabra, y contra la mía de nada sirve! ¡El propio presidente me designó!

—Canalla, usted es un Sonnenkind.

—¡Absurdo! ¿Qué pruebas puede esgrimir en favor de una mentira tan absurda?

—Reconozco que es circunstancial, pero unida con otras cosas resulta bastante convincente. Vea, cuando comencé a interesarme en usted, le otorgué el beneficio de la duda. Anoche, en esa camioneta militar que nos trajo desde Beauvais, me comuniqué con un joven investigador llamado Joel que trabaja en la supercomputadora de la embajada, y le pedí que me preparase un informe acerca de usted. Hace cincuenta y un años usted fue adoptado legalmente por una pareja sin hijos, el señor y la señora Bergeron, de Lauterbourg, cerca de la frontera con Alemania. Usted fue un alumno notable, y recibió todas las becas que le interesaron, hasta llegar y cursar en la Universidad de París y en su escuela de graduados. Usted habría podido dedicarse a una docena de profesiones que lo habrían convertido en un hombre muy rico; pero no lo hizo. Eligió el servicio civil, el sector de inteligencia. Lo cual no es precisamente lo mejor en el área de las recompensas financieras.

—Me interesaba, y muy profundamente.

—No lo dudo. Con tiempo y con el paso de los años usted estuvo en el lugar adecuado y en el momento oportuno. No pudo hacer nada para evitar el desastre porque salió antes de que adivináramos lo que pasaría con los planeadores, ¿pero cómo reaccionó cuando «Rayo en el Agua» fue un fiasco? ¿Qué le pareció la fórmula: Ein Volk, ein Reich, ein fiasco?

—¡Usted está loco! ¡Todo lo que dice es mentira!

—No, no es mentira. Todo eso estaba contenido en sus propias palabras, en su humilde confesión en Beauvais. Usted sabía que de un modo o de otro tenía que salir de todo esto; más tarde o más temprano la cuerda se cerraría alrededor de su cuello. Usted no esperaba realmente que lo designaran director del Deuxième; fue la única cosa sincera que usted dijo, y lo dijo porque sabía que había hombres mejores en otros organismos de inteligencia. De modo que declaró a todos los que estábamos cerca: «No soy un líder, soy un seguidor que obedece órdenes». Usted estaba repitiendo, hasta las náuseas, las palabras terribles que oímos con demasiada frecuencia, el credo nazi. Eso es lo que me indujo a pedir el informe a nuestra supercomputadora… por las dudas.

—Le repito —dijo fríamente Jacques Bergeron—. Fui huérfano de guerra, mis padres fueron franceses, y murieron en una incursión aérea; y mis antecedentes académicos están a disposición de quien quiera examinarlos. Usted no es más que un intrigante norteamericano, un paranoico. Y lograré que lo expulsen de Francia.

—No podrá ser, Jacques. Usted mató a mi hermano, o mejor dicho ordenó que lo matasen. No le permitiré escapar. Clavaré su cabeza cortada sobre la pica más alta del Pont Neuf, exactamente como les agradaba a los revolucionarios franceses partidarios de la guillotina. A pesar de todos sus logros escolásticos, usted omitió algo. Lauterbourg nunca fue bombardeada, ni por los aliados ni por los alemanes. Usted fue llevado de contrabando a través del Rin para iniciar una nueva vida… en la condición de un Sonnenkind.

Bergeron permaneció inmóvil, examinando a Latham, y en su Rostro suave se dibujó una sonrisa fina y fría.

—Drew, en realidad usted es talentoso —dijo con voz serena—. Pero por supuesto, no saldrá vivo de aquí, de modo que malgastó su talento, ¿no le parece?

—Un norteamericano paranoico, un hombre con antecedentes de violencia, viene a asesinar al director del Deuxième… ¿Quién es el Sonnenkind? Después de todo, mi predecesor Moreau nunca confió en usted. Me dijo que usted le mintió repetidas veces, y eso está en sus anotaciones, las mismas que yo trascribí debidamente a su computadora.

—¿Usted las transcribió?

—Allí están, y eso es todo lo que importa. Soy el único que tiene acceso a ese material secreto. Lo que está allí, le pertenece exclusivamente.

—¿Por qué lo mató? ¿Por qué ordenó matar a Claude?

—Porque como usted, había comenzado a descartar las diferentes capas de mentiras, y a centrarse en la verdad. Todo comenzó con la muerte de Monique, su secretaria, y esa ridícula noche en el café, cuando un estúpido fanático baleó al chófer del vehículo norteamericano. Fue un error gigantesco, imperdonable, pues Moreau llegó a comprender que yo era el único que sabía donde estaba usted… Monique podía haber suministrado falsa información, y eso era lo que ella había hecho.

—Qué extraño —dijo Latham—, también para mí la cosa empezó allí. Fue ese episodio y el hecho de que cuando mi hermano vino en avión desde Washington supuestamente estaba bajo la protección y la vigilancia del Deuxième.

—En realidad, un incidente que puede corregirse con facilidad —dijo Bergeron, y ahora su sonrisa se ensanchó.

—Una pregunta —lo interrumpió irritado Drew—. Cuando Moreau, y usted, supieron que yo estaba personificando a Harry, ¿por qué no avisaron a Berlín o a Bonn?

—Ahora usted tiene una actitud absurda —replicó Bergeron—. El círculo era extraordinariamente estrecho, sobre todo aquí, en el Deuxième.

Sólo Claude y yo sabíamos, y no había modo de explicar qué restringido era el círculo fuera de nosotros mismos. Una filtración que llegase a conocimiento del Deuxième me habría comprometido.

—Jacques, eso es bastante débil —dijo Drew, mirando al Sonnenkind.

Monsieur, de nuevo se manifiesta aquí su talento. Es mejor que otros cometan errores, y uno avance tropezando, cegado por las brumas de los errores con la realidad, proclamándose uno mismo la auténtica valquiria… Muy sencillamente, yo estaba esperando el momento apropiado. Sus políticos norteamericanos saben muy bien a qué atenerse en relación con esa técnica.

—Muy bien, muchacho. Y supongamos que yo le dijera que todo lo que se dijo aquí ha sido grabado, en una frecuencia que armoniza con la máquina del teniente Anthony, en el vestíbulo. La elevada tecnología es maravillosa, ¿verdad? Jacques Bergeron, Sonnenkind, gritaba histéricamente mientras se inclinaba hacia su escritorio y se apoderaba de un pesado pisapapeles; lo arrojó contra su ventana, rompiendo el vidrio. Después, con una fuerza que no condecía con su físico de medianas proporciones, alzó la silla y la arrojó sobre Latham, que extrajo del cinturón el arma de Francois.

—¡No haga eso! —gritó Drew—. ¡No quiero matarlo! ¡Necesitamos su información! ¡Por Dios, escúcheme!

Era demasiado tarde. Jacques Bergeron extrajo de su sobaquera un arma pequeña y disparó indiscriminadamente. Latham se arrojó al suelo, y Bergeron corrió hasta la puerta, la abrió bruscamente y salió al corredor.

—¡Deténganlo! —rugió Drew abalanzándose hacia el corredor—. ¡No, esperen! ¡No lo detengan! ¡Tiene un arma! ¡No se crucen en su camino!

En el corredor reinaba el caos. Hubo dos disparos más mientras la gente salía de las oficinas. Un hombre y una mujer cayeron heridos o muertos. Latham se puso de pie y corrió detrás del nazi, atravesando los pasadizos laterales, mientras gritaba:

—Gerry, tendrá que pasar por allí. ¡Dispárele a las piernas no lo mate!

Esa orden también llegó tarde. Bergeron entró por la puerta de la sala de recepción, mientras un timbre ensordecedor arrancaba ecos a las paredes y el teniente Anthony emergía del segundo ascensor. Bergeron disparó; era la última bala de su cargador, como lo demostraron los chasquidos siguientes, pero el proyectil penetró en el brazo derecho del comando. Anthony se aferró el codo, lo soltó, y con movimientos forzados, afectado por el dolor, buscó su arma mientras la mujer que estaba detrás del escritorio se arrojaba al piso.

—Usted no irá a ninguna parte —aulló el teniente, tratando de alcanzar su arma con la mano derecha—. ¡Porque tampoco esos ascensores se moverán! Me encargué de bloquearlos a ambos.

—¡Se equivoca por completo! —gritó el neo, que corrió hacia el ascensor más próximo; en pocos segundos las puertas comenzaron a cerrarse y la campanilla ensordecedora calló bruscamente—. ¡Usted es quien no irá a ninguna parte! —fueron las últimas palabras del francés.

Drew apareció en la puerta de la antesala.

—¿Dónde está? —preguntó furioso Latham.

—En ese ascensor —repitió el comando estremeciéndose—. Pensé que había paralizado los dos aparatos, pero creo que no fue así.

—Dios mío, ¡usted está herido!

—Puedo afrontar esto, ocúpese de la empleada.

—¿Está bien? —preguntó Drew, corriendo hacia la recepcionista, que estaba poniéndose lentamente de pie.

—Estaré mejor cuando entregue mi renuncia, señor —contestó, temblorosa y jadeante. Latham la ayudó a incorporarse.

—¿Podemos detener el ascensor?

—No. Los directores y sus representantes tienen códigos de emergencia que movilizan a los ascensores. No se detienen hasta que llegan al piso requerido.

—¿Podemos impedir que ese hombre abandone el edificio?

—¿Con qué autoridad, señor? Él es el director del Deuxième Bureau.

—¡Él es un alemán nazi! —exclamó el teniente.

La recepcionista miró a Anthony.

—Lo intentaré, mayor. —La mujer extendió la mano hacia el teléfono depositado sobre su escritorio y presionó tres números—. Ésta es una situación urgente. ¿Han visto al director? —preguntó en francés—. Merci. —Cortó la comunicación, marcó de nuevo y repitió la misma pregunta—. Merci. —La recepcionista cortó la comunicación y miró a Drew y al comando—. Primero llame al estacionamiento, donde Monsieur Bergeron guarda su auto deportivo. No pasó por allí. Después hablé con la recepción del primer piso. El guardia dijo que el nuevo director acaba de salir con mucha prisa. Lo siento.

—Gracias por intentarlo —dijo Gerald Anthony sosteniéndose el brazo derecho que sangraba.

—Si me permite la pregunta —dijo Latham—, ¿por que lo intentó? Somos norteamericanos, no franceses.

Monsieur, el director Moreau les tenía mucho aprecio. Me lo dijo él mismo cuando usted vino a verlo.

—¿Y eso le parece suficiente?

—No. —Jacques Bergeron era todo sonrisas y cortesía cuando estaba en compañía de Monsieur Moreau, pero cuando estaba solo era un cerdo arrogante. Prefiero creer en la explicación que ustedes ofrecen; y después de todo, hirió de un balazo a este encantador mayor.

Regresaron a las habitaciones privadas del embajador Courtland, en la embajada. Allí se reunieron Drew, Karin con el hombro vendado y el brazo sostenido por un pañuelo, y Stanley Witkowski, que había llegado de Londres. Los dos comandos, el teniente con el brazo curado y en cabestrillo, estaban en el hotel, y dedicaban el tiempo a descansar y a enviar órdenes generosas a la cocina del establecimiento.

—Desapareció —dijo Daniel Courtland, sentado en un sillón, cerca del coronel y frente a Drew y a Karin, que ocupaban el diván—. Todos los hombres de la policía y los servicios de inteligencia de Francia están buscando a Jacques Bergeron, pero hasta ahora no han conseguido nada. Todos los aeropuertos públicos y privados y los puestos aduaneros europeos tienen su fotografía, con una docena de variantes computarizadas de sus posibles disfraces… pero nada. No cabe duda de que ha regresado a Alemania, y está con su gente quien sabe donde.

—Tenemos que descubrir donde está, señor embajador —dijo Latham—. Esta operación «Rayo en el Agua» fracasó, pero ¿cual es la próxima? ¿Y fracasará igualmente? Es posible que hayamos conseguido frenar algunos planes de largo alcance; pero el movimiento nazi no se ha detenido. En alguna parte hay registros y antecedentes, y necesitamos encontrarlos. Esos canallas están en diferentes lugares de nuestro mundo, y no han suspendido sus actividades. Ayer mismo una sinagoga en Los Ángeles y una iglesia negra en Missisipi fueron incendiadas y destruidas. Varios senadores y representantes que se atrevieron a denunciar estos incidentes fueron acusados de actuar en función de sus simpatías. ¡Es un verdadero embrollo!

—Lo sé, Drew. Todos lo sabemos. Aquí en París, en los distritos principalmente judíos, rompieron las vidrieras de muchas tiendas, y la palabra Kristallnacht (La Noche de los Cristales) apareció pintada en las paredes. Este mundo está convirtiéndose en un lugar muy feo. Sumamente desagradable.

—Esta mañana, cuando salí de Londres —dijo en voz baja Witkowski—, los diarios dedicaban mucho espacio la muerte de varios niños originarios de Indias Occidentales; aparecieron con las caras cortadas con bayonetas… las caras. La palabra alemana Neger (negroide) apareció escrita con rotuladores de color en los cadáveres.

—¡En nombre de Dios, cuándo terminará este asunto! —exclamó Karin.

—Cuando descubramos quiénes son y dónde están —replicó Drew.

Sonó el teléfono depositado sobre la mesa del embajador, la que él usaba como escritorio.

—Señor, ¿desea que atienda? —preguntó el coronel.

—No gracias, yo atenderé —dijo Courtland, y se levantó del sillón y cruzó hasta la mesa—. Es para usted, Latham, un hombre llamado Francois.

—Es la última persona de quien hubiera creído que podría tener más noticias —dijo Drew, poniéndose de pie y caminando deprisa hacia la mesa. Recibió el teléfono de manos del embajador—. ¿Francois…?

Monsieur Latham, debemos reunirnos a solas en algún sitio.

—Este teléfono es el medio más seguro, créame. Usted acaba de hablar con el embajador norteamericano, y su teléfono es el medio más estéril que pueda concebirse.

—Le creo, pues usted fue fiel a su palabra. Están interrogándome pero solo por lo que sé, no por lo que fui.

—Usted se encontraba en una posición incómoda e insostenible, y en la medida en que coopere a fondo podrá volver a su hogar y a su familia.

—Se lo agradezco mucho, señor, y lo mismo puede decirse de mi esposa. Lo hemos discutido todo —yo no le oculto nada— y juntos decidimos hacer esta llamada, por lo que pueda servir.

—¿De qué se trata?

—Debo recordarle la noche en que el anciano Jodelle se suicidó en el teatro donde estaba actuando el actor Jean–Pierre Villier. ¿Lo recuerda?

—Jamás olvidaré el episodio —dijo Drew con firmeza—. ¿Qué sucedió esa noche?

—En realidad, eran las primeras horas de la madrugada, y el subdirector Bergeron me ordenó que fuese inmediatamente a su oficina en el Deuxième. Obedecí, pero él no estaba. De todos modos supe que se encontraba en el edificio, pues los guardias de la puerta formularon comentarios sarcásticos acerca de la dureza con que los trataba, y del modo en que había interrumpido mi descanso, sin duda para ayudarle cuando tenía que ir al cuarto de baño. En ese momento temí retirarme. Esperé hasta que él apareció; llegó trayendo una carpeta muy antigua, extraída de los archivos del sótano. Un material tan viejo que no había sido incorporado a las computadoras. La carpeta misma amarilleaba a causa de su vejez.

—¿Eso no es desusado? —preguntó Latham.

—Hay millares y millares de carpetas en los archivos. Se ha trabajado mucho trasladándolas a la computadora, pero tendrán que pasar años antes que se complete la tarea.

—¿Por qué?

—Los expertos, entre ellos los historiadores, tienen que justificar su incorporación, y como sucede con los gobiernos de todo el mundo, los fondos son limitados.

—Adelante. ¿Qué sucedió?

—Jacques me ordenó que recogiera la carpeta y la entregase personalmente en un castillo del valle del Loira, y que viajara en un vehículo del Deuxième con documentos que él firmó personalmente, para evitar cualquier interferencia policial en caso de que me detuvieran por exceso de velocidad; pues en efecto, me ordenó que llegase al lugar de destino con la máxima rapidez posible. Como a la pasada le pregunté por qué era tan necesario ir a esa hora, ¿ese asunto no podía esperar hasta la mañana? Se enfureció y me gritó, y dijo que nosotros… él y yo… lo Debíamos todo a ese lugar y ese hombre. Que era nuestro santuario y nuestro refugio.

—¿Qué lugar? ¿Qué hombre?

—El castillo se llama Le Nid de l’Aigle y el hombre es el general André Monluc.

—¿Algo relacionado con el «águila»…?

—El Nido del Águila. El general Monluc, según me han dicho, fue un gran general de Francia, honrado por el propio De Gaulle.

—Entonces, ¿usted cree que Bergeron puede haberse refugiado allí?

—«Santuario» y «refugio» son las palabras que vienen a mi memoria. Además, Jacques es un experto en inteligencia; conoce los muchos obstáculos que debe superar para salir del país. Necesitará la ayuda que le pueden prestar algunos colaboradores dotados de muchos recursos, y la combinación de un gran general y un castillo en el Loira al parecer concuerda con su situación. Abrigo la esperanza de que mi información le parezca útil.

—Así será, y ojalá que no necesitemos volver a vernos o hablarnos. Gracias, Francois. —Latham cortó la comunicación y se volvió hacia los otros—. Tenemos el nombre del general a quien Jodelle estaba buscando, el traidor que según él decía había engañado a De Gaulle. Asimismo, dónde vive, en el supuesto de que aún viva.

—Ésa fue una conversación unilateral bastante extraña, amigo. ¿Por qué no nos aclara las cosas?

—Hace poco, Stanley, concerté un trato. Ese hombre estuvo viviendo en su propio infierno personal más tiempo que lo que merecía, y jamás mató a nadie en beneficio de los nazis. Era un mensajero y ayudante, mientras el enemigo apuntaba con un revólver a la cabeza de los miembros de su familia. En resumen, concerté un trato.

—Por mi parte, he llegado a más acuerdos que los que podría enumerar —dijo el embajador—. Díganos lo que sepa, Drew.

—El nombre del general es Monluc, André Monluc…

—André —interrumpió Karin—. De allí vino el nombre en código.

—En efecto. El castillo se llama el Nido del Águila, en el valle del Loira. Francois cree que Bergeron puede haber huido allí porque cierta vez, en un momento de cólera y quizá de miedo, declaró que era un santuario.

—¿Cuándo?: —interrumpió Witkowski—. ¿Cuándo le asignó ese nombre?

—Muy inteligente, Stanley —replicó Drew—. Cuando Bergeron ordenó que entregasen allí la vieja y polvorienta carpeta acerca de Monluc… la noche que Jodelle se suicidó en el teatro.

—De ese modo eliminaba cualquier posible relación entre Jodelle y el general —dijo el embajador—. ¿Alguien sabe algo acerca de este Monluc?

—No por su nombre —contestó Latham—, porque los materiales muy secretos relacionados con el asunto también fueron retirados de Washington. Pero la documentación preliminar acerca de Jodelle detallaba su acusación, la que carecía de evidencia, y menos todavía se basaba en pruebas. Por eso la inteligencia de Washington consideró que Jodelle estaba loco. Afirmaba que un general francés, un líder de la Resistencia, en realidad era un traidor que trabajaba para los nazis. Por supuesto, era Monluc, el hombre que ordenó ejecutar a la esposa y los hijos de Jodelle, y el envío de Jodelle a un campo de la muerte.

—El hijo menor que sobrevivió se convirtió en Jean–Pierre Villier —agregó Karin.

—Exactamente. De acuerdo con el padre de Villier —el único padre que él llegó a conocer— las sospechas de Jodelle sin duda llegaron a oídos del general desconocido, que protegió su cobertura al mismo tiempo que se enriquecía con los regalos de oro y objetos de valor de los nazis.

—Creo que tendré que celebrar esa mítica reunión con el presidente francés —dijo Courtland—. Drew, escriba un informe completo acerca de todo. Díctelo a una secretaria o dos, lo que le parezca mejor, para ahorrar tiempo. Lo necesito en una hora o cosa así. Deposítelo sobre mi escritorio, en la planta baja.

Latham y Witkowski se miraron. El coronel asintió a Drew.

—Eso no funcionará, señor —dijo Latham.

—¿Qué?

—En primer lugar, no hay tiempo. Y además, ignoramos con quién conferenciará el presidente, pero sabemos que hay neos en el Quai d’Orsay, quizá en el círculo interior del presidente. Ni siquiera sabemos a quiénes podemos pedir ayuda, o a quiénes el propio presidente convocará.

—¿Está sugiriendo que actuemos por nuestra propia cuenta, que el personal de la embajada norteamericana actúe en un país extranjero? Si es eso, Drew, usted ha perdido la cabeza.

—Señor embajador, si hay información en ese castillo, registros, papeles, números telefónicos, nombres, no podemos correr el riesgo de que los destruyan. Olvídese de Bergeron por el momento; si ese lugar es un santuario o un refugio, allí seguramente hay algo más cerveza y salchichas y variaciones de la canción Horst Wessel. Aquí no hablamos sólo de Francia; nos referimos a Europa entera y a Estados Unidos.

—Comprendo, ¡pero nosotros no podemos adoptar medidas norteamericanas unilaterales en un país anfitrión!

—Si Claude Moreau viviese, la situación sería distinta —interrumpió Witkowski—. Podría aceptar y aceptaría la cobertura de una operación clandestina francesa en beneficio de Francia. ¡Nuestro FBI acepta constantemente esas clase de cosas!

—Coronel, Moreau no está vivo.

—Lo comprendo, señor, pero tal vez haya un modo. —Witkowski se volvió hacia Latham—. Ese Francois, de quien habló hace un momento, contrajo una deuda con usted, ¿no es verdad?

—Deje eso, Stosh, no lo implicaré en este asunto.

—Ignoro por qué no. Usted acaba de argumentar bien la posibilidad de una interferencia diplomática grave, tan grave que puede llevar al reemplazo de un embajador.

—¿Cuál es su idea? —dijo Drew mirando al coronel.

—El Deuxiéme colabora con el Service d’Estranger, es decir el servicio exterior francés. Las líneas de autoridad de estas dos entidades a menudo chocan, más o menos como sucede con nuestra CIA, el FBI y otras entidades de inteligencia. Eso es comprensible, ¿verdad?

—Adelante coronel.

—Tanto una ventaja como los graves problemas que agobian a todas las burocracias de la inteligencia se reflejan en la confusión que es el resultado de esos conflictos…

—¿Adónde demonios quiere ir a parar, Stanley?

—Muy simple, amigo. Pida a este Francois que llame a alguien a quien conoce bien en el Service d’Estranger y le repita, por ejemplo, la mitad de la historia que él le contó.

—¿Qué mitad?

—Que de pronto recordó que Bergeron, a quien todos están buscando, lo envió con una vieja carpeta a ese castillo del Loira. Es todo lo que necesita decir.

—¿Por qué no suministra esa información a su propia gente del Deuxiéme?

—Porque nadie está cargo de la entidad. Moreau fue muerto ayer, Bergeron desapareció hace pocas horas, y Francois no sabe en quien confiar.

—¿Y qué?

—Yo me ocuparé del resto —dijo Witkowski con voz suave.

—¿Cómo dice? —preguntó Courtland.

—Bien, señor, siempre hay cosas que un hombre que está en la posición que usted ocupa puede negar sinceramente porque no está enterado.

—No me diga —interrumpió el embajador—. Parece que yo dedico bastante tiempo a enterarme de esas cosas que supuestamente desconozco. ¿Qué puede decirme ahora que venga a confirmar mi desconocimiento?

—Muy poco, señor. Tengo amigos, digamos colegas profesionales, en los niveles más altos del Service d’Estranger. Hubo épocas en que los delincuentes norteamericanos, por ejemplo los miembros del delito organizado o los hombres del narcotráfico estaban en Francia, y nosotros conocíamos sus andanzas mejor que los franceses… en fin, en aquellos tiempos yo he sido muy generoso con nuestra información.

—Coronel, su posición es especialmente oblicua.

—Gracias, señor embajador.

—Repitamos —dijo nervioso Latham—. ¿Cuál es su idea?

—Mientras la información provenga de una fuente de la inteligencia francesa, yo puedo actuar. Los franceses se arrojarán ávidamente sobre el asunto, y nosotros dispondremos de todo el personal de apoyo que podamos necesitar en una situación urgente. Sobre todo, tendremos el secreto que es fundamental, porque necesitamos actuar deprisa.

—Coronel, ¿cómo puede estar seguro de todo eso?

—Porque señor, los miembros de los servicios clandestinos difundimos con verdadero placer el mito de nuestra invencibilidad. Nos agrada especialmente aparecer con resultados sorprendentes de cuya existencia nadie tenía la más mínima idea. Es propio del oficio, señor embajador, y en este caso eso no favorece. Vea, monopolizamos la información, orquestamos todos y los franceses se benefician con el mérito de la operación. Es un regalo del cielo.

—No estoy seguro de haber entendido una palabra de lo que usted dijo.

—No tiene por qué entender nada, señor —dijo el veterano oficial del G–2.

—¿Y yo? —preguntó de Vries—. Por supuesto, los acompañaré.

—Sí, nos acompañará, querida. —Witkowski sonrió amablemente, y miró de reojo a Drew—. Estudiaremos los mapas de la zona, el Service d’Estranger tiene el catastro gráfico de cada metro cuadrado del suelo francés, y encontraremos algún terreno alto desde donde pueda dominarse el castillo. Usted se ocupará de la radio.

—Eso es una tontería. Merezco estar con ustedes.

—No seas injusta, Karin —dijo Latham—. Estas herida, y por muchos analgésicos que consumas no alcanzarás un nivel de eficacia del ciento por ciento. En pocas palabras, en la escena de los hechos serás una molestia más que una ventaja. Ciertamente, para mí.

—Saben —dijo de Vries, mirando a Drew—, puedo comprender esa posición y aceptarla.

—Gracias. Además, nuestro teniente será muy poco útil, y también tendrá que ocupar un lugar en la retaguardia. Está peor que tú; el único modo en que puede disparar un arma es si se la aseguran con cemento a la mano.

—Puede atender la radio, con Karin, una suerte de equipo de retaguardia —agregó el coronel—. Coordinadores, de modo que no tengamos que mantenernos en comunicación constante.

—Stanley, eso parece dicho con un terrible aire de superioridad.

—Quizá es así, Karin, pero uno nunca sabe.

El principal subdirector del Service d’Estranger era un ambicioso analista de cuarenta y un años, cuya buena suerte era conocer a Francois. Había sido un pretendiente de Yvonne, la esposa de Francois, antes del matrimonio de ésta, y aunque había ascendido más rápido y más alto que Francois en la jerarquía oficial, continuaban siendo amigos, y Francois sabía por qué. El analista, un hombre de carácter oportunista, nunca cesaba de explorar los secretos del Deuxième Bureau.

—Conozco al hombre adecuado —había dicho Francois respondiendo al pedido de Latham—. Es lo menos que puedo hacer por usted, e imagino que también por él, después de tantos almuerzos y cenas muy caros en el curso de los cuales no se enteró de nada. Como usted sabe, gana muy bien; se diplomó en la universidad y es inteligente. Creo que acogerá con entusiasmo la idea.

Todos sabían que los analistas no eran combatientes de primera línea, ni pretendían serlo. Pero aun así, en el marco de una operación concreta y con circunstancias hipotéticas, podían suministrar precedentes y tácticas que a menudo eran muy valiosos. El director adjunto Cloche se reunió con la unidad N–2 en el Plaza–Athénée.

—¡Ah, Stanley! —exclamó, entrando en la suite con un portafolios. Cuando usted telefoneó poco después de la llamada, un tanto histérico de Francois, me sentí muy aliviado. Todo es tan trágico, tan catastrófico, pero con su sentido del control, bien… me sentí aliviado.

—Gracias, Clément, me alegro de verlo. Me encargaré de las presentaciones. —Hubo presentaciones, y todos se sentaron alrededor de la mesa circular del comedor—. ¿Pudo traer lo que le pedí? —continuó diciendo el coronel.

—Todo, pero debo advertirle que lo hice sobre la base de los fichiers confidentiels.

—¿Qué es eso? —preguntó Drew en un tono que rozaba la descortesía.

—Las copias fueron preparadas para Monsieur Cloche por referencia a la extrusión confidencial —explicó Karin.

—¿Qué es eso?

—Creo que los agentes norteamericanos lo llaman «solo» —aclaró el alto funcionario del Etranger—. No expliqué los motivos de mi pedido… en concordancia con lo que me dijo mi amigo Stanley. ¡Caramba, el tema de los neonazis constituye una de las áreas más secretas del gobierno! El propio Deuxième. ¡Increíble! Corrí considerables riesgos, pero si podemos hallar a este traidor, Bergeron, mis superiores no tendrán más remedio que aplaudirme.

—¿Y si no lo encontramos? —preguntó el teniente Anthony, con el brazo vendado extendido sobre la mesa.

—Bien, procedí para ayudar a un subordinado nervioso del Deuxième, una organización que en este momento carece de dirección, y también para colaborar con nuestros queridos aliados, los norteamericanos.

—Señor, ¿alguna vez participó en una incursión clandestina? —preguntó el capitán Dietz.

—No, capitán, soy analista. Yo dirijo, no participo en esas actividades.

—Entonces, ¿no vendrá con nosotros?

—Jamás.

C’est bon, señor.

—Muy bien —interrumpió Witkowski, dirigiendo una mirada desagradable a Dietz—. Pasemos a los detalles concretos. Clément, ¿trajo los mapas?

—Más que meros mapas. Las elevaciones que usted solicitó, enviadas por las oficinas topográficas del Loira. —Cloche abrió su portafolios extrajo varias páginas dobladas y las extendió sobre la mesa—. Éste es El Nido del Águila. Abarca ciento setenta y cinco hectáreas, y sin duda no es la más grande pero tampoco la más pequeña de las propiedades heredadas.

Fue entregada inicialmente por decreto real a un duque de jerarquía inferior en el siglo XVI, y la familia…

—Señor, no necesitamos la historia —interrumpió Latham—. ¿Cómo está ahora? Perdóneme, pero tenemos muchísima prisa.

—Muy bien, pero le advierto que la historia es importante en vista de sus fortificaciones, naturales y artificiales.

—¿Qué fortificaciones? —preguntó Karin poniéndose de pie, la mirada clavada en el mapa.

—Aquí, aquí, aquí y aquí —dijo Cloche, también de pie, lo mismo que el resto del grupo, y señalando las secciones en el mapa desplegado.

—Son canales profundos, de lecho blando, que rodean tres quintas partes del castillo y están alimentados por el río. Están atestados de juncos y pastos silvestres, como sugiriendo que cruzar esas fosas es sencillo; pero esos antiguos nobles que guerreaban constantemente unos contra otros conocían los modos de defenderse cuando afrontaban los ataques. Cualquier ejército de arqueros y artilleros que se metiera en esos cursos de agua aparentemente poco profundos se hundía en el lodo y se ahogaba, llevándose consigo su artillería.

—Un recurso notable como estrategia —dijo Witkowski.

—Notable, por tratarse de una técnica utilizada hace siglos —coincidió el capitán Dietz.

—¿Cuántas veces le dije que había de volver los ojos hacia el pasado? —preguntó el teniente Anthony, tocando el pecho del capitán con el brazo derecho y estremeciéndose a causa del dolor—. Usaban lo que tenían, y la historia se repite.

—Gerry, creo que eso es una esquematización —se opuso Karin, los ojos todavía fijos en el mapa—. Esos canales con agua se habrían secado hace muchos años, por desgaste y acumulación de sedimentos, porque no eran naturales. Se los excavaba y recanalizaba constantemente. Pero usted tiene razón, teniente, quien sea el propietario de este castillo estudió y reabrió los canales, limpiando el curso hasta las antiguas fuentes del río Loira. ¿Estoy en lo cierto, Monsieur Cloche?

—Es la conclusión a la cual yo llegué, Madame, pero nadie me permitió explicarla.

—Ahora puede hacerlo —dijo Latham—, y me disculpo. Aceptaremos lo que usted desee aportarnos.

—Muy bien, gracias. Hay esencialmente dos vías de acceso; por supuesto, los portones del frente, y los del lado noreste. Por desgracia, al nivel del suelo un muro de piedra de cuatro metros de alto rodea todo el castillo, con una sola interrupción, además de los portones. Está al fondo, y es un sendero que conduce a un amplio patio abierto, desde el cual se dominan sectores del valle. Es la pared que les opondrá más dificultades. Digamos de pasada que fue construida hace cuarenta y nueve años poco Después de la liberación de Francia.

—Probablemente está reforzado en el borde superior con alambres de púa, quizá electrificado —murmuró el capitán Dietz.

—Sin duda, capitán. Debe partirse de la premisa de que toda la propiedad, incluidos los terrenos, están muy bien defendidos.

—¿Incluso los antiguos canales? —interrumpió el teniente.

—Quizá un poco menos, pero si nosotros nos hemos enterado de sus características, otros pudieron hacerlo.

—¿Y qué sabe del sendero? —preguntó Drew—. ¿Cómo puede llegarse a él?

—De acuerdo con las elevaciones —replicó Cloche señalando un sector del mapa teñido de verde y gris—, hay un promontorio, para ser exacto el borde de una colina empinada, desde el cual se domina el sendero, que corre más o menos unos trescientos metros más abajo. Un modo de acercarse consiste en descender por allí; pero incluso si no hay cables que activan algún sistema de alarma, los cuales probablemente existen, siempre debe recordarse la existencia del muro.

—¿Qué altura tiene el promontorio? —preguntó Latham.

—Ya se lo dije, alcanza una altura de trescientos metros sobre el sendero.

—Lo que quiero saber es esto: desde ese lugar, ¿uno podría ver más allá del muro?

El hombre del Service d’Estranger se inclinó hacia adelante y estudió la geometría del mapa.

—Yo contestaría afirmativamente, pero esa conclusión se basa en la exactitud de lo que estoy leyendo. Si uno traza una línea desde la altura de la colina hasta la elevación de la pared, es decir una línea recta hacia abajo, parecería que la respuesta a su pregunta es afirmativa.

—Gran jefe, leo sus intenciones como si estuviera mirando un libro abierto —dijo el teniente Gerald Anthony—. Yo podría encaramarme allí.

—En efecto, joven —coincidió Drew—. El Puesto de Observación número uno, o como quiera que ustedes los militares lo designen.

—Creo que ese lugar debería ser mío —afirmó Karin muy convencida—. Si hay problemas, puedo disparar un arma, y en cambio Gerry apenas puede sostenerla.

—Vamos, señora de Vries, usted también está herida.

—En el hombro derecho, y soy zurda.

—Discutiremos eso entre nosotros —observó Witkowski, volviéndose hacia Latham—. Ahora me toca el turno de preguntar cuál es la idea que usted propone.

—Me sorprende que sea necesario explicarla, coronel y Gran Maestro del Espionaje. Hemos retornado al agua, solo que esta vez en lugar de un gran río, vemos el angosto canal de una antigua acequia, en que los juncos y los altos pastos silvestres disimulan nuestra presencia. Alcanzamos la orilla bajo el sendero, y nuestro experimentado explorador que está en el terreno alto nos informa en qué momento podemos trepar a la pared porque no hay guardias patrullando el sector.

—¿Con qué escalaremos?

—Con ganchos de abordaje —contestó el capitán Dietz. ¿Acaso podría pensarse en otra cosa? El tipo de ganchos gruesos y sólidos, con puntas de goma dura. Son silenciosos, más fuertes que el acero, y las cuerdas pueden ser cortas, con una longitud de sólo dos a dos metros y medio.

—¿Y si los ganchos tocan el alambre de púa? —preguntó Witkowski, los ojos brillantes—. Esa pared es una basura.

—No son los ricos de la playa Omaha, Stanley. Tiene una altura de sólo cuatro metros. Si estiramos los brazos sobre nuestras propias cabezas, las manos quedarán a un metro y veinte de la cima. En diez o doce segundos Dietz y yo podemos estar arriba, en suelo firme, dedicando el tiempo necesario a evitar las alambradas.

—¿Usted y Dietz?

—Coronel, discutiremos eso más tarde. —Latham se volvió rápidamente hacia Cloche—. ¿Qué hay detrás de la pared? —preguntó.

—Mire usted mismo —dijo el representante sel Service d’Estranger, de nuevo señalando el mapa e inclinándose hacia adelante, el dedo índice apuntando a determinadas áreas—. Como usted puede ver, la pared avanza en todas direcciones unos ochenta metros, a partir de los cimientos del castillo, lo cual permite la existencia de una piscina, varios patios y una pista de tenis, todo rodeado por prados y jardines. Un ambiente muy civilizado, además de seguro, con lo que debe ser un hermoso paisaje con las colinas que se elevaban detrás del muro.

—¿Qué hay en el sector que se extiende detrás del sendero?

—De acuerdo con estos planos, está la piscina con una serie de cabañas a los costados, y después tres entradas que conducen a la estructura principal… aquí, aquí y aquí.

—Derecha, centro e izquierda —dijo el teniente Anthony—. ¿Adónde conducen las puertas?

—La que está a la derecha parece abrirse sobre una enorme cocina, la de la izquierda lleva al pórtico cerrado que está al norte, y la puerta central corresponde a una sala común muy espaciosa.

—¿Una especie de sala de estar muy grande?

—Sumamente grande, teniente —dijo Cloche.

—Estos planos, como usted los llama, ¿están actualizados? —preguntó Drew.

—Corresponden a dos años atrás. Debe recordar, Monsieur, que en un régimen socialista los ricos, y sobre todo los muy ricos, están expuestos al examen continuó de la Oficina de Impuestos, que basa sus gravámenes en la evaluación.

—Dios los bendiga —dijo Latham.

—¿Y las cabañas? —murmuró Dietz.

—Serán las primeras que inspeccionaremos, con las armas en posición de fuego rápido —dijo Anthony.

—Después, cuando hayamos sobrepasado el muro, el capitán y yo enfilaremos hacia las puertas de la derecha y la izquierda, protegiéndonos con las sombras que podamos hallar después de arrojar los ganchos de abordaje sobre el muro.

—¿Y yo? —dijo Witkowski.

—Acabo de decirle, coronel, que eso lo conversamos después. ¿Cuál será nuestro respaldo, Monsieur Cloche?

—De acuerdo con lo que resolvimos, serán diez experimentados agentes du combat escondidos exactamente a unos cien metros del costado del camino, y dispuestos a atacar el castillo cuando reciban la orden por la radio.

—Asegúrense de que esos hombres estén bien ocultos. Conocemos a esta gente; incluso el más leve indicio de la presencia de intrusos los induciría a quemar todos los documentos existentes en la casa. Es fundamental que nos apoderemos de todo lo que guardan allí.

—Comparto su preocupación, Monsieur, pero una operación de dos hombres me parece… ¿cómo dirían ustedes?… lo contrario del exceso de personal.

—La escasez —dijo Dietz—. Estimado representante de Operaciones Consulares, él tiene razón.

—¿Quién habló de una operación con dos hombres? —interrumpió Witkowski.

—Por Dios, Stanley. —Latham miró con un aire de arrogante superioridad al veterano del G–2—. Estuve viendo su foja de servicios. Usted tiene más de sesenta años, y no quiero ser responsable de que le alojen una bala en el cerebro porque no se agachó a tiempo.

—Amigo, cuando usted lo desee podemos probar y veremos cuál de los dos es más rápido.

—Ahórreme el machismo. Le haremos señales de que se acerque cuando sea lógico.

—Permítanme repetir mi objeción —interrumpió el subdirector del Service d’Estranger—. He organizado ataques como éste en Medio Oriente, en Omán, Abu Dabi, Barhein y otros lugares, cuando utilizábamos a los hombres de la Legión Extranjera. Como mínimo, usted debería contar al menos con dos personas más… aunque sea únicamente para proteger sus flancos.

—Tiene muchísima razón, señor —dijo el teniente Anthony.

—Menos que eso sería ridículo, o incluso suicida —agregó Karin.

Drew apartó los ojos del mapa y miró a Cloche.

—Quizá no he pensado con suficiente claridad —dijo—. Está bien, dos más. ¿A quiénes proponen?

—Cualquiera de los diez sería eficaz; pero hay tres que provienen de la Legión, y que trabajaron para las Fuerzas de Seguridad de las Naciones Unidas.

—Elija a dos de ellos y dígales que estén aquí en un par de horas… Ahora bien, pasemos al equipo, y en eso, Stosh, usted puede ayudarme.

—Además de los ganchos de abordaje y las cuerdas, esos nuevos fusiles con silenciador, treinta proyectiles por cargador, cuatro cargadores por hombre —comenzó a decir Witkowski—. También una balsa negra de goma, y pequeñas linternas que emiten luz azul, radios militares de ultrafrecuencia, ropas de fajina camufladas, binoculares para visión nocturna, cuchillos de caza, cachiporras, cuatro pequeñas automáticas Beretta, y en caso de complicaciones, tres granadas por cabeza.

—¿Puede conseguir esas cosas, Monsieur Cloche?

—Si lo repite lentamente, sabré a qué atenerme. Ahora, con respecto al momento…

—Esta noche —lo interrumpió Latham—. En la hora de oscuridad más densa.

El antiguo chateau era un resto gótico, con su silueta impresionante recortada contra el límpido cielo nocturno, la luz de la luna del valle del Loira reflejándose en sus torres y sus agujas. En esencia, era más bien un pequeño castillo, la manifestación egocéntrica de un noble de rango menor que aspiraba a un linaje más excelso. Estaba construido con piedra labrada a la cual se había agregado retazos de ladrillo; los siglos habían dejado sucesivos estratos, remodelados constantemente al compás del paso de las generaciones. Había algo hipnótico en la yuxtaposición de las amplias y altas antenas de televisión con las paredes de piedra construidas en el siglo XVI, algo que incluso era sobrecogedor, como si la civilización constituyese un proceso inevitable desde la tierra hasta el cielo desde los arcos y los cañones a las estaciones espaciales y las cabezas nucleares. ¿Qué era mejor y dónde concluiría?

Poco antes de las dos de la madrugada, las brisas soplaban suavemente y se acallaban los sonidos de los animales nocturnos; fue entonces que la unidad N más dos hombres que antes habían pertenecido a la Legión Extranjera francesa, fueron a ocupar sus posiciones. Ateniéndose a un mapa del terreno, apenas revelado por la escasa luz azul del lápiz–linterna, el teniente Gerald Anthony guió a Karin de Vries a través de los arbustos, ascendiendo la empinada colina, en dirección al promontorio. En el camino, de pronto Karin murmuró:

—¡Gerry, deténgase!

—¿Qué sucede?

—Vea, allí. —Extendió la mano hacia las ramas de un arbusto grande y se apoderó de un gorro viejo y sucio, que parecía un trapo más que otra cosa. Lo volvió en las manos, y la luz azul de la pequeña linterna iluminó el forro roto. Ella contuvo una exclamación cuando vio algo.

—¿Qué pasa? —murmuró el teniente.

—¡Mire! —Karin entregó el gorro a Anthony.

—¡Dios mío! —exclamó el comando. El nombre Jodelle aparecía escrito en letras de imprenta, con mano temblorosa, la escritura cargada de tinta como un acto intensamente posesivo—. El anciano sin duda estuvo aquí —murmuró el teniente.

—Sin duda, este hallazgo permite llenar algunos huecos. Démelo, lo guardaré en mi bolsillo… ¡Vamos!

Mucho más abajo, en los pantanos poco profundos, ocultos por los altos pastos, los cinco hombres estaban agrupados en el escaso espacio de la balsa de goma. Latham y el capitán Dietz estaban en la proa y, designados sencillamente con las palabras Uno y Dos, un soldado francés detrás de cada uno de ellos; ese personal prefería el anonimato. En la popa de la pequeña embarcación estaba el irritado coronel Stanley Witkowski; y si las miradas hubieran podido provocar una explosión en el ambiente, todo el grupo habría sido despedido del área cubierta por el pantano.

Drew apartó los juncos, y fijó la mirada en el promontorio de la empinada colina. Llegó la señal. Dos chispazos de luz azul no muy viva.

—¡Vamos! —murmuró—. Ya están en sus respectivos lugares.

Utilizando los dos remos negros en miniatura, los agentes franceses impulsaron la balsa entre los juncos hacia un lugar relativamente abierto, al sector de aguas poco profundas del antiguo canal. Lentamente, golpe tras golpe, se abrieron paso hacia la orilla opuesta que estaba a unos cincuenta metros de distancia, después de pasar al lado de un túnel circular de ladrillo que permitía que el agua desviada del río Loira llegase al pantano.

—Usted tenía razón, Operaciones Consulares —dijo el capitán comando, en voz baja—. Mire allí, dos cables de alambre sostenidos por y cruzando la entrada. Estoy completamente seguro de que se encuentran conectados con campos magnéticos. Los desechos que flotan en el río pueden pasar, pero no un cuerpo que tiene la densidad de un ser humano.

—Así tenía que ser, Dietz —murmuró Latham—. De lo contrario, habría existido un camino abierto a lo largo de la orilla, para llegar a esa absurda construcción que es medio castillo medieval medio propiedad señorial.

—Como le dije a la señora de Vries, usted es un tipo muy inteligente.

—Al demonio con eso. Tuve un hermano que me enseñó a estudiar un problema, a estudiarlo de nuevo y después otra vez, y finalmente a examinarlo para imaginar lo que había omitido.

—Ése es el «Harry» de quien oímos hablar, ¿no es verdad?

—Ése es el Harry capitán.

—Y por eso usted está aquí ¿no es así?

—Ésa es parte de la verdad, Dietz. La otra parte es lo que él descubrió.

La balsa de goma se acercó a la orilla. En silencio, la unidad preparó las cuerdas y los ganchos de abordaje que estaban en el fondo de la embarcación, y se acercó a la orilla lodosa del canal. Drew extrajo la radio de ultrafrecuencia del bolsillo lateral de su ropa de fajina camuflada, y presionó el botón de la trasmisión.

—¿Si? —llegó el murmullo de Karin por el minúsculo altavoz.

—¿Cuál es tu visibilidad? —preguntó Latham.

—Del setenta al setenta y cinco por ciento. Con nuestros binoculares podemos explorar la mayor parte del sector de la piscina, pero solo una parte del costado norte.

—No está mal.

—Yo diría que está muy bien.

—¿Hay signos de movimiento? ¿Luces?

—Sí para las dos cosas —intervino el murmullo del teniente—. Como un mecanismo de relojería, dos guardias se pasean por el sector posterior, y después describen un círculo para regresar a los puntos medios de los costados norte y sur. Llevan pequeñas metralletas, probablemente Uzi o adaptaciones alemanas, y están equipados con radios que cuelgan del cinturón…

—¿Qué visten? —interrumpió Drew.

—¿Qué más? Camisas y pantalones negros, paramilitares, y esos brazaletes rojos absurdos con los rayos que atraviesan la svástica.

Seguramente delincuentes que juegan a los soldados, con el correspondiente corte de cabello. No puede confundirlos, gran jefe.

—¿Luces?

—Cuatro ventanas, dos en el primer piso, una en el segundo y otra en el tercero.

—¿Actividad?

—Fuera de los dos guardias, sólo en el sector de la cocina… sobre el lado sur, en el primer piso.

—Sí, recuerdo los mapas. ¿Ideas acerca de nuestra infiltración?

—Sí, ciertamente. Las dos patrullas enfilan hacia las sombras del sector medio, y desaparecen por lo menos durante trece segundos, y a lo sumo durante diecinueve. Ustedes pasan el muro, yo les envío dos señales por el transmisor, y ustedes saltan… ¡deprisa! Hay tres cabañas abiertas, de modo que retiro lo que dije antes; divídanse y vayan a ellas. Esperen el regreso de los guardias, aprésenlos como puedan, y arrojen los cuerpos por encima del muro, o arrástrenlos a las cabañas, lo que sea más rápido y más fácil. Hecho esto, tendrán un limitado acceso libre, y podrán hacer señas al coronel.

—Excelente, teniente. ¿Dónde están ahora los delincuentes?

—Separándose y volviendo hacia los costados. ¡Suban al muro!

—¡Con cuidado, Drew! —dijo de Vries.

—Todos tendremos cuidado, Karin… Vamos. —Como hormigas disciplinadas que suben a un montículo de tierra, los cinco hombres se acercaron al elevado muro de ladrillo y al portón de hierro todavía más alto que estaba cerca del sendero. Latham se adelantó, y examinó el lugar; el «portón» estaba construido con una lámina de acero gruesa y pesada, que superaba la altura del muro, sin rendijas ni espacios para insertar llaves. Podría abrírselo sólo desde adentro. Drew volvió adonde estaban los otros, meneando la cabeza bajo la luz de la luna. Todos asintieron, aceptando la conclusión prevista de que había que escalar el muro.

De pronto, oyeron el ruido de las botas sobre la piedra, y después dos voces que flotaron sobre ellos.

—¿Zigarette?

—¡Nein, ist schlecht!

Unsinn.

El repiqueteo de las botas continuó; los soldados franceses se incorporaron, retrocedieron y levantaron del suelo los ganchos de abordaje y las cuerdas cortas. Se prepararon y esperaron; en silencio, sin respirar, todos esperaron. Y entonces llegaron los dos golpes cortos y sofocados de la radio de Latham. Los franceses arrojaron sobre el muro los ganchos de plástico macizo, tiraron, y sostuvieron tensas las cuerdas mientras Drew y el capitán Dietz se desplazaban como monos, las armas colgadas de los hombros, trepando una mano sobre la otra, golpeando con las rodillas el ladrillo, hasta que los cuerpos de los dos desaparecieron en la cima. Apenas lo lograron, los soldados franceses iniciaron el ascenso, en pos de los norteamericanos; cuatro segundos después los ganchos de abordaje retornaron volando, y se hundieron en la tierra húmeda de la orilla, y por poco llegaron a golpear al enfurecido Witkowski.

Del otro lado del muro, Latham hizo un gesto en dirección al comando norteamericano y al grupo francés de protección, con el fin de que se acercaran a la cabaña más alejada que estaba abierta, mientras él y su hombre corrían hacia la primera. Las cabañas eran simples estructuras de madera, parecidas a tiendas, y cubiertas con lienzos de rayas de vivos colores; las entradas no eran más que solapas que podían ser recogidas y que se mantenían abiertas con fines de ventilación. La piscina misma estaba oscura, y el sonido de los filtros del agua apenas era un zumbido distante. En la primera cabaña, Drew se volvió hacia el francés número Uno.

—Usted sabe lo que haremos ahora, ¿verdad?

—Sí, lo sé —dijo el francés, mientras desenvainaba su cuchillo de hoja larga, y Latham hacía lo mismo—. Por favor, no —agregó el agente, aferrando la muñeca de Drew—. Usted es valiente, pero mi colega y yo tenemos más experiencia en estas cuestiones. El capitán y nosotros ya discutimos esto. Usted es demasiado valioso para arriesgarlo en este asunto.

—¡No le pediré nada que yo no esté dispuesto a hacer!

—Usted ya demostró que puede hacerlo; pero sabe lo que es necesario buscar, y nosotros no.

—¿Ustedes discutieron eso…?

—¡Silencio! —murmuró el agente—. Aquí vienen.

Los minutos siguientes fueron como un espectáculo de marionetas que se desarrolló en tres velocidades: movimiento lento, detención y avance rápido. Los dos agentes franceses salieron con gestos cautelosos de sus respectivas cabañas, realizaron un movimiento envolvente y permanecieron inclinados, hasta que cada uno estuvo detrás de su blanco, como dos animales al acecho. De pronto, el guardia que venía del norte vio al agente que venía del sur y cometió un error. Entrecerró los ojos para asegurarse de que su mirada sobresaltada no lo engañaba. Desprendió del hombro la metralleta, y se disponía a gritar cuando el Número Dos cayó sobre él, y cerró la mano izquierda sobre el cuello del guardia, mientras el cuchillo se le clavaba en la espalda. El otro guardia, sorprendido, giró en redondo cuando el Número Uno se abalanzó, el cuchillo en alto, cortando el sonido cuando la hoja se hundió en el cuello del nazi.

Todo movimiento cesó, y esos segundos fueron necesarios para evaluar el momento. Silencio. Resultados positivos. Ahora, los franceses comenzaron a arrastrar a los guardias muertos hasta el borde de la pared más próxima a cada uno, dispuestos a arrojar los cuerpos al otro lado, cuando Latham salió corriendo de la primera cabaña.

—¡No! —murmuró, en voz tan alta que parecía un rugido—. ¡Tráiganlos aquí!

Adentro, los tres hombres estaban alrededor de Drew, desconcertados y un poco irritados.

—¿Qué demonios quiere hacer? —preguntó el comando Dietz—. No necesitamos que nadie encuentre a estos tipos, ¡caramba!

—Capitán, creo que a usted se le escapó algo. Las proporciones de los cuerpos.

—Uno es bastante corpulento, el otro no. ¿Y qué?

—Usted y yo, capitán. No encajarán a la perfección, pero apuesto a que podemos calzarnos estos estúpidos uniformes… sobre nuestra de fajina. Incluso las camisas… allí afuera está oscuro.

—Caramba —dijo Dietz con voz pausada—. Tal vez usted tenga razón. Con esta luz será mejor camuflaje que lo que usamos ahora.

—¡Dense prisa! —dijo el francés Número Uno, mientras él y su colega se arrodillaba y comenzaban a despojar a los cadáveres de los uniformes ensangrentados.

—Hay un problema —interrumpió el capitán, los ojos fijos en Drew—. Yo hablo alemán, y ellos también, pero usted no.

—No me propongo jugar bridge o beber una copa con nadie.

—Pero si nos detienen, éstos no son los únicos que están de guardia aquí, se lo aseguro, y poco importa que esté oscuro o no.

—Un momento, por favor —dijo el Número Dos—. Monsieur Latham, ¿puede pronunciar la palabra Halsweh?

—Por supuesto, halls–vay.

—Pruebe de nuevo —dijo Dietz, asintiendo con gesto aprobador para beneficio de los franceses—. Notable, amigos… adelante, Halsweh.

Halls–vay —murmuró Latham.

—Está bastante bien —dijo el comando—. Si alguien nos detiene, yo hablaré. Si ellos le dirigen la palabra, tosa y fuerte la voz, llévese la mano al cuello, y escupa la palabra Halsweh, ¿entiende?

—¿Y qué demonios significa?

—En alemán, que le duele la garganta. Ya sabe, la estación del polen. Mucha gente sufre dolores de la garganta y le lloran los ojos.

—Gracias. Si necesito un médico, lo llamaré.

—Suficiente, pónganse las ropas.

Cuatro minutos después, Latham y Dietz se parecían bastante a las patrullas neonazis, con las armas, las manchas de sangre y el resto. No podrían engañar a nadie bajo una luz intensa, pero en las sombras y la semioscuridad ambos podían inducir a error al enemigo. Desechando las metralletas alemanas, las reemplazaron con su propio equipo dotado de silenciadores, y pasaron al tiro individual, en caso de que una situación exigiera un solo disparo, no el fuego rápido.

—Uno de ustedes llame a Witkowski —ordenó Drew—. Imiten la llamada de un pájaro, y cuidado, no sea que un gancho de abordaje les caiga sobre el cuello. A Witkowski no le agrada la vida de campamento.

—Yo iré —dijo Dietz, saliendo de la cabaña.

—No, usted no —dijo Latham, cerrando el paso al comando—. Si ve ese uniforme, quizá le vuele la cabeza. Vaya usted, Número Uno. Usted habló con él bastante esta tarde, de modo que reconocerá su voz.

—Muy bien.

Noventa y seis segundos después, la imponente figura del coronel Stanley Witkowski ingresó en la cabaña.

—Veo que estuvieron ocupados —dijo, mirando a los dos cadáveres despojados de sus ropas—. ¿Para qué son esos estúpidos uniformes?

—Saldremos a cazar, Stosh, y usted permanecerá aquí, con nuestros amigos franceses. Cubrirá nuestra retaguardia, y nuestras vidas dependerán de ustedes tres.

—¿Qué se proponen hacer?

—Empezar a mirar. ¿Acaso tenemos otra alternativa?

—Pensé que podrían echar a perder el asunto sin referencias específicas —dijo Witkowski, y extrajo una ancha hoja de papel plegado de su chaqueta, y lo abrió, lo depositó sobre la espalda de uno de los cadáveres. Encendió el lápiz luminoso; era un diagrama reducido del Nido del Águila—. Conseguí que Cloche me preparase esto en París. Por lo menos no buscarán a ciegas.

—¡Condenado Stanley! —Drew miró agradecido a Witkowski—, de nuevo se me adelantó. Todas esas páginas que estaban manipulando se resumen en este diagrama. ¿Cómo pensó en ello?

—Usted es bueno, chlopak, pero está un poco retrasado. Necesita una pequeña ayuda de los viejos mastodontes, y eso es todo.

—Gracias, Stosh. ¿Por dónde empezamos? ¿Qué opina?

—Lo mejor sería apoderarse de un rehén y enterarse de todo lo que el otro sabe. Ustedes necesitan más que planos preparados dos años antes, sobre un pedazo de papel.

Latham metió la mano en la camisa negra del nazi y extrajo la radio.

—¡Karin! —murmuró después de pulsar el botón de la trasmisión.

—¿Dónde están? —dijo de Vries.

—Adentro.

—Lo sabemos —interrumpió el teniente—, vimos ese pequeño ejercicio en que intervinieron los nuevos reclutas. ¿Continúan alrededor de la piscina?

—Sí.

—¿Qué necesitan? —preguntó Karin.

—Queremos capturar un prisionero y formularle algunas preguntas. ¿Hay gente a la vista?

—No a campo abierto —dijo Anthony—, pero en esa cocina hay dos o tres hombres; pasan a cada momento frente a la ventana del fondo. Parecen muy atareados, lo cual resulta un tanto extraño a esta hora.

Berchtesgaden —dijo Witkowski en voz baja.

—¿Qué? —dijo Dietz mientras él y los otros miraban al coronel.

—Es una reproducción de la Berchtesgaden, de Hitler, donde los pardillos nazis y sus múltiples amantes se divertían noche y día, sin saber que Hitler tenía micrófonos en todos los cuartos, y que estaba atento a la posibilidad de que hubiese traidores.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Drew.

—Testimonio de los juicios de Nuremberg. Esa cocina no descansará; los muchachos de la guardia necesitan un descanso de tanto en tanto, y siempre tienen apetito.

—Fuera —dijo Latham a la radio, y la devolvió al bolsillo de su camisa—. Muy bien, amigos, ¿cómo capturamos a algunos de esos tipos?

—Ésa es mi tarea —replicó Dietz, que encendió su lápiz luminoso y estudió los planos del castillo—. Quien está allí es alemán o francés. Usted no habla alemán, y su francés es casi incomprensible; los demás no están vestidos en forma apropiada… Hay una puerta sobre el costado. Asomaré la cabeza y pediré una taza de café, rogando que alguien me la acerque. En alemán… los dos hombres que patrullaban eran alemanes.

—¿Y si ven que usted no es el mismo guardia?

—Diré que el otro se enfermó, y que yo estoy relevándolo. Por eso necesito el café, todavía estoy medio dormido. —Dietz abandonó deprisa la cabaña y caminó con paso rápido por el sector sur, en dirección a la puerta de la cocina. Latham y Witkowski se agazaparon frente a la entrada de la tienda, observando a Dietz. El comando se detuvo bruscamente, como paralizado, cuando de pronto se encendieron dos focos que estaban al costado del castillo. Dietz quedó completamente expuesto, y la camisa negra y los pantalones revelaron que eran meros injertos. Una pareja entró en la zona iluminada, viniendo de las sombras cavernosas que cubrían el sector más alejado; eran una joven con minifalda y un hombre alto de mediana edad. El hombre reaccionó al ver al capitán; primero manifestó alarma, y después enojó. Hundió la mano bajo la chaqueta; el comando no tuvo alternativa. Disparó una sola bala de su arma con silenciador y alcanzó al hombre en la cabeza, mientras corría hacia la mujer cuyo grito fue interrumpido por el golpe que Dietz le dirigió al cuello. Cuando ella se desplomó, el comando apuntó con su arma; dos chasquidos más anularon las luces. Después, alzó a la mujer, la cargó al hombro, y regresó a la cabaña.

—¡Traigan al hombre! —murmuró ásperamente el coronel, volviendo a cerrar la cabaña y dirigiéndose hacia el francés.

—Yo iré —dijo Drew, y se abalanzó hacia afuera. Se hundió en las sombras; el cuerpo del muerto estaba apenas marcado por la luz de la luna, que se proyectaba sobre el terreno a causa del obstáculo de las paredes del castillo. Corrió hacia el cadáver cuando la puerta de la cocina se abrió bruscamente. Latham se apartó hacia un costado, fuera de la línea de visión, sosteniendo firmemente su arma, la espalda contra la pared. Una cara coronada por un sombrero de chef se asomó, y espió hacia la oscuridad; el cocinero se encogió de hombros y regresó a la cocina. Transpirando, Drew colgó el arma del hombro, y corrió hacia el hombre caído; se inclinó, lo aferró de los pies y comenzó a arrastrar el cuerpo hacia la cabaña.

—¿Qué hace? —dijo una voz femenina que venía de la oscuridad.

Halls–vay —contesto Latham con voz entrecortada, sin aliento. Agrego con un acento áspero—: Demasiado whisky.

—¡Ah, un alemán! Su francés es mediocre. —Una mujer ataviada con un vestido diáfano, largo y blanco, apareció en la semipenumbra. Se rió, trastabillando un poco, y continuó diciendo en francés—: ¿Dice que demasiado whisky? ¿Quién no? Tengo ganas de arrojarme a la piscina.

Gut —dijo Drew, que había entendido la mitad de las palabras de la mujer.

—¿Quiere que lo ayude?

Nein, danke.

—Oh, ése que usted lleva allí es Heinemann, un alemán bruto, y muy aburrido. —De pronto, la mujer lanzó una exclamación cuando Latham salió a la zona abierta con el hombre llamado Heinemann; allí la luz de la luna era más intensa, y ella vio la cabeza ensangrentada. Drew soltó los pies del muerto y extrajo del bolsillo la pequeña Beretta.

—Si usted levanta la voz, tendré que matarla. ¿Me comprende?

—Comprendo perfectamente —dijo la mujer, en un inglés fluido, ahora sin vacilar gracias al terror que la poseía.

Los dos agentes franceses corrieron para auxiliarlos. Sin hablar, el Número Dos llevó el cadáver al costado de la pared, y empezó a retirar objetos de los bolsillos, mientras el Número Uno se acercaba por detrás a la mujer y la empujaba hacia la cabaña, aferrándole el cuello. Latham los siguió, y se sobresaltó al ver que los cuerpos de los dos guardias neos muertos ya no estaban adentro.

—¿Qué sucedió…?

—Nuestros visitantes anteriores tuvieron citas urgentes —replicó Witkowski—. Se fueron.

—Excelente trabajo —dijo el capitán Dietz, sentado al lado de su cautiva, ambos ocupando sillas de tela rayada, el pequeño recinto apenas iluminado por las lapiceros–linterna—. Aquí se está cómodo, ¿verdad? —agregó, mientras el francés Número Dos entraba.

Las dos mujeres se miraron.

—¿Adrienne? —dijo la prisionera de Latham.

—Hola, Elyse. —La prisionera de Dietz respondió desalentada—. Estamos acabadas, ¿verdad?

—¡Ustedes son prostitutas nazis! —acusó el Número Uno.

—¡No sea idiota! —dijo Elyse—. Trabajamos donde nos pagan, la política nada tiene que ver con nosotros.

—¿Sabe quiénes son estas personas? —dijo el Número Dos—. ¡Bestias inhumanas! ¡Mi abuelo murió combatiéndolos!

—Historia —dijo fríamente Elyse—. Décadas antes de que cualquiera de nosotros hubiese nacido.

—¿No escucharon las historias? —escupió el Número Uno. También son parte de la historia, y son la verdad. Éstos son fascistas, y masacran a pueblos enteros. Me matarían y liquidarían a toda mi familia si pudieran, ¡sencillamente porque somos judíos!

—Y nosotros no somos más que acompañantes ocasionales, que estamos aquí alrededor de una semana cada pocos meses. Jamás discutimos esas cuestiones. Además, a menudo viajo a muchas ciudades europeas, y la mayoría de los alemanes que he llegado a conocer son caballeros encantadores y corteses.

—No lo dudo —interrumpió Witkowski—, pero éstos no son así… Estamos perdiendo el tiempo. Buscamos a un hombre que trabajó aquí, y en cambio terminamos con dos mujeres que están de visita en este sitio. No es muy alentador.

—No sé, coronel. —Drew apretó el brazo de su prisionera—. Elyse dijo que ella, y supongo que lo mismo vale para su amigo, visitan este lugar alrededor de una semana o cosa así cada pocos meses, ¿no es así, amiga?

—Sí, ése es el arreglo —dijo la mujer, desprendiéndose bruscamente de la mano de Latham.

—¿Y qué? —insistió Drew.

—Después de recibir adecuada atención médica, vamos a otros lugares. No sé nada… nosotras no sabemos nada. Nuestro trabajo es ofrecer compañía, y confío en que ustedes no tendrán el mal gusto de pedir los detalles.

—No confío en nada, amiga. Mataron a mi hermano, de modo que no me queda mucha confianza. —Latham aferró de nuevo el brazo de la mujer, ahora con más brutalidad. Los planos del castillo fueron desplegados sobre una mesa traída a toda prisa del borde de la piscina. Drew empujó a la mujer hacia la mesa, tomó un lapicero luminoso y apuntó a los diagramas—. Usted y su amiga nos dirán exactamente quién está en cada habitación, y qué hay allí, y ahora mismo les explicaré por qué les conviene abstenerse de mentir o apelar a evasivas… A menos de un minuto de distancia, junto al camino, hay un equipo francés de inteligencia dispuesto a volar el portón principal, allanar la residencia y detener a todas las personas que se encuentren en ella. Les aconsejo que nos ayuden, y quizá vivan lo suficiente para salir bien libradas de todo este embrollo. ¿Entendieron?

—Su francés está mejorando, Monsieur —dijo la cortesana, mirando fríamente a Latham—. Todo es cuestión de supervivencia, ¿verdad? Vamos, Adrienne, estudia conmigo estos planos. —La muchacha de minifalda y aspecto inocente que estaba al lado de Dietz abandonó la silla y se unió a su compañera—. A propósito, Monsieur —dijo Elyse—, puedo interpretar fácilmente estos planos. En la Sorbona estudié arquitectura.

—Caray —exclamó por lo bajo el capitán Dietz.

Pasaron varios minutos mientras la ex alumna de la Sorbona examinaba los diagramas. Finalmente, habló:

—Como pueden ver, el primer piso no ofrece mayores dificultades… ahí tienen el pórtico del lado norte, la habitación común amplia en el centro; se la utiliza también como comedor; y la cocina, tan espaciosa que podría satisfacer las necesidades de un restaurante popular de la Margen Derecha. Los pisos segundo y tercero son suites para los dignatarios visitantes, y Adrienne y yo podríamos describirlos hasta en los más mínimos detalles.

—¿Quiénes están allí ahora? —preguntó Witkowski.

Herr Heinemann estaba contigo, Adrienne, ¿no es así, querida?

—Sí —dijo la muchacha—. ¡Un hombre muy malo!

—Otras dos suites de ese piso están ocupadas por Colette y Jeanne, y sus compañeros son empresarios de Munich y Baden–Baden; y en el tercer piso estoy yo misma y un hombre terriblemente nervioso, tan inquieto que se emborrachó completamente, y no pudo hacer nada. Por supuesto, yo me sentí agradecida, y decidí salir a dar un paseo… allí me encontré con usted, señor. Las otras habitaciones no están ocupadas.

—El hombre que estaba con usted, ¿qué apariencia tiene? —preguntó Latham. Elyse lo describió, y Drew dijo en voz baja—: Ése es nuestro hombre. Es Bergeron.

—Algo lo aterroriza.

—Una reacción lógica. Su persona ya no interesa a nadie, y él lo sabe… Usted describió tres pisos; hay cuatro. ¿Quién está en el cuarto?

—El acceso a ese lugar está completamente prohibido a todos, salvo una pequeña minoría que usa prendas negras y brazaletes con la Service d’Estranger roja. Son todos individuos altos, como usted, y adoptan actitudes típicas de los militares. Los servidores, incluso los guardias, les temen mortalmente.

—¿El cuarto piso?

—Señor, parecería que eso es una tumba, el sepulcro de un gran faraón; pero en lugar de estar sepultado en las entrañas de una pirámide, se encuentra en el lugar más alto, cerca del sol y el cielo.

—¿Quiere aclararme lo que acaba de decir?

—Dije que estaba fuera de los límites autorizadas, verboten, pero también debería agregar que es un lugar aislado. Esa tumba habitada incluye la totalidad del último piso, y todas las puertas son de acero. Allí entran únicamente los hombres de traje oscuro. Insertan las manos en espacios de las paredes, y presionan hacia abajo con el fin de que se abra determinada puerta.

—Cerraduras con las huellas palmares reproducidas electrónicamente —dijo Witkowski—. No hay modo de engañar a esas células fotoeléctricas.

—Si nunca estuvo allí, ¿cómo sabe todo esto? —preguntó Drew.

—Porque las escaleras del frente y el fondo que llevan al último piso así como los corredores, son patrullados a cada momento. Incluso los guardias necesitan descansar, y algunos son muy atractivos.

—Ah, si —canturreó la joven de la minifalda—. El rubio Erich me pide que lo complazca siempre que estoy libre, y yo accedo.

—Éste es un mundo injusto —masculló Dietz.

—¿Quien es el faraón que reside en el último piso? —insistió Latham.

—Ése no es un secreto —contestó Elyse—. Un hombre muy anciano a quienes todos veneran. Solamente pueden hablarle sus ayudantes vestidos de negro, pero todas las mañanas lo bajan en un ascensor, la cara protegida por un grueso velo, y lo llevan en silla de ruedas hasta el «sendero de la meditación», poco más allá de la piscina. Abren el portón, y él despide a todos, les ordena que se alejen. Entonces, abandonan la silla de ruedas, se mantiene erguido, como negando su edad, y literalmente marcha hacia un sitio que ninguno de nosotros ha visto jamás. Dicen que él lo denomina su «nido del águila» donde puede meditar y adoptar decisiones sensatas, mientras bebe café y el coñac de la mañana.

—Monluc —dijo Drew—. Dios mío, ¡todavía vive!

—Quienquiera sea, es el tesoro que ellos mantienen vivo.

—¿Es un tesoro? —preguntó Witkowski—. ¿O en realidad es un figurón manipulado para los fines que interesan a otros?

—No estoy en condiciones de ofrecerle una respuesta —dijo la prostituta educada y cara—, pero dudo de que nadie lo manipule. Así como la servidumbre teme a los ayudantes de este hombre, estos mismos ayudantes parecen aterrorizados frente al anciano. Constantemente los critica, y cuando los amenaza con el despido de hecho se humillan ante él.

—¿Es posible que estén representando sus papeles? —Latham estudió la cara de la cortesana apenas iluminada por la luz azul.

—Si fuera así, lo sabríamos, pues constantemente tenemos que representar nuestros propios papeles. Los impostores rara vez pueden engañar a otros impostores.

—¿Ustedes son impostores?

—En mas sentidos que los que usted puede imaginar.

—De todos modos, tiene que haber comentarios. Ese tipo de conducta no pasa inadvertido.

—Murmuraciones, sí. El rumor mas persistente es que el anciano controla una riqueza enorme, fondos extraordinarios que sólo él puede asignar. Dicen además que bajo sus ropas tiene artefactos electrónicos que examinan constantemente su estado físico, y envían señales al equipo médico del cuarto piso, las cuales a su vez son retransmitidas a lugares desconocidos de Europa.

—A su edad, comprendo. Seguramente tiene más de noventa años.

—Dicen que más de cien.

—¿Y todavía tiene el pleno dominio de sus facultades?

—Señor, si juega ajedrez, yo no apostaría mucho contra él.

—Las máquinas retransmisoras —intervino el coronel—. Si están programadas para retransmitir, es posible desarmarlas e identificar esos lugares desconocidos.

—En todo caso, de ese modo podríamos llegar a las fuentes financieras, los centros de transferencia. Por eso vigilan todos sus pasos. Si cae muerto, los depósitos de dinero se cierran hasta el momento en que reciben nuevas órdenes.

—Y si podemos encontrar los lugares, sabremos de donde vienen dichas órdenes —agregó Witkowski—. ¡Tenemos que llegar a esos sitios!

Drew se volvió a Elyse, una mujer fría pero en ese momento asustada.

—Si usted miente, pasará el resto de su vida en el calabozo.

—¿Por qué tendría que mentir en un momento como éste? Usted aclaró que en todo caso tendré que negociar mi libertad.

—No sé. Usted es inteligente, tal vez imagina que podemos morir en el intento de llegar allí, y ustedes podrán alegar que son prostitutas caras que no saben absolutamente nada. Ése podría ser su argumento.

—No viviría para ver eso, amigo —dijo el francés Número Dos—. La sujetaré al portón del muro con un poco de plástico entre las piernas, y lo haré volar mediante mi control electrónico.

—¡Cristo, no sabía que tenía esa clase de cosas!

—Yo agregué unos pocos recursos, chlopak.

—Le ofrezco una solución mejor —dijo la cortesana, extendiendo la mano y aferrando el hombro de la más joven—. Nuestra ayuda. Si ustedes quieren entrar en el Nido del Águila, sugiero que será más fácil con nosotras que sin nuestra ayuda.

—¿Por que? —preguntó Latham.

—Estamos familiarizadas con muchos auxiliares y la mayoría de los guardias. Podemos atravesar con ustedes la cocina y entrar en el gran vestíbulo, donde se encuentra la escalera principal. Como pueden ver los planos, la escalera del fondo pasa por los salones menos importantes de la derecha. Podemos hacer esto y algo más, algo que es realmente esencial. Ustedes necesitarán que uno de los ayudantes del anciano les permita entrar en el último piso… si es que llegan allí. Son cinco, todos armados, y sus habitaciones están También en el cuarto piso; pero uno de ellos siempre está de guardia. Se instala en la biblioteca, al frente del castillo, donde puede recibir instantáneamente las órdenes del patrón o de otro miembro del personal. Yo les mostraré la puerta.

—¿Y nosotros? —dijo el Número Uno—. ¿Cómo explica nuestra presencia?

—Estuve pensando en eso. Aquí, la segunda es inmensa y variada. Vienen y van los técnicos que verifican el funcionamiento de los equipos. Diré que ustedes son patrullas externas enviadas para cubrir el terreno que se extiende frente al muro. Las prendas que visten confirmarán la mentira.

Sehr gut —dijo Dietz.

—¿Usted habla alemán?

Einlgermassen.

—En ese caso, conteste a los que puedan preguntar; eso le asignará más autoridad.

—No estoy vestido como ellos.

—Es evidente que usted usa las prendas que vestían los guardias.

—¡Jean–Pierre Villier…! —exclamó Drew, como si de pronto hubiese recordado el nombre—. Las ropas distinguen al camaleón, o algo por el estilo.

—¿De qué está hablando, Drew?

—Estamos haciendo mal las cosas… ¡Desvístase, capitán, conserve únicamente los shorts!

Cuatro minutos más tarde, Latham y Dietz, despojados de sus ropas de fajina, vestían los uniformes paramilitares mucho más elegantes de los guardias neonazis. El lienzo negro cubría las manchas de sangre y el desgarrón en la espalda del comando, mientras que los cinturones sostenían los cuchillos, las cachiporras y las pequeñas Beretta automáticas.

—Metan los faldones de las camisas, especialmente detrás —ordenó el coronel—. De ese modo parecen más naturales.

Heil Hitler —dijo Dietz, mirando con aprobación lo que alcanzaba a ver de su propia persona a la escasa luz azul de los lápices luminosos.

—Usted quiere decir Heil Jäger —lo corrigió Drew, igualmente complacido con su propia apariencia.

—Lo único que usted tiene que decir es Halsweh.

—Los miembros de la policía francesa deben recordar que yo soy su jefe —dijo Witkowski—. Si hay preguntas que formular, yo las contestaré.

—Muy bien, coronel —dijo el Número Dos.

—¿Preparados todos? —preguntó Dietz, recogiendo las dos semiautomáticas y entregando una a Latham.

—Estamos más dispuestos que nunca. —Drew se volvió hacia las mujeres, que se pusieron simultáneamente de pie, la joven Adrienne asustada y temblorosa, y Elyse, que era la mayor, pálida y resignada—. No formulo juicios, me limito a realizar observaciones prácticas a medida que llego a ciertas conclusiones —continuó Latham—. Ustedes están atemorizadas, y lo mismo digo yo, porque ésta es una situación completamente nueva para mí. Créanme, alguien tenía que tomar la iniciativa, y eso es todo lo que puedo decirles. Recuerden que si salimos de esto, las autoridades se mostrarán complacientes con ustedes… En marcha. Los primeros ayudantes de la cocina que vieron a Latham y Dietz uniformados entrando por la puerta fueron dos hombres que estaban frente a una larga mesa de trinchar; uno cortaba verduras, el otro estaba filtrando un líquido. Sobresaltados, se miraron, y después volvieron los ojos hacia Drew y el capitán, que instantáneamente se separaron en actitud militar, permitiendo que Witkowski avanzara y se detuviese entre ellos.

Con el rostro severo, doblaron rápidamente los codos en una suerte de saludo nazi informal, como si el coronel fuese un hombre de considerable jerarquía, impresión reforzada por el propio veterano del G–2.

—¿Sprechen Sie Deutsch, Falls nicht, parlez–uous francais? —ladró.

—¡Deutsch, mein Herr! —dijo el asombrado ayudante que estaba trabajando en las verduras, y continuó diciendo en alemán—: Señor, éste es el lugar en que se preparan las comidas, y sólo en nosotros se puede confiar… Si puedo preguntarle, señor… ¿quién es usted?

—¡Es el Oberst Wachner del Cuarto Reich! —anunció Dietz en un alemán entrecortado, los ojos clavados al frente de la cocina—. Berlín ordenó que sus ayudante de seguridad inspeccionaran el sector exterior sin notificación previa. ¡Kommen Sie her!

—Obedeciendo a la orden, los agentes franceses, sujetando los brazos de las dos cortesanas del Nido del Águila, entraron por la puerta abierta.

—¿Pueden identificar a estas mujeres? —casi rezongó Witkowski.

Las encontramos caminando libremente alrededor de la piscina y la pista de tenis. ¡Aquí la seguridad es muy endeble!

—¡Estúpido, estamos autorizadas a recorrer las instalaciones! —exclamó Elyse—. ¡No me importa quién es usted, dígale a sus gorilas que me quiten las manos de encima, o que empiecen a pagar por el manoseo!

—¿Y bien? —gritó el Oberst Wachner, volviendo los ojos hacia los ayudantes de la cocina.

—Oh, sí, señor —dijo uno de los chefs—, son invitadas en la residencia.

—¡Y nuestro contrato no incluye atender a extraños, sólo a los invitados, a quienes hemos sido debidamente presentadas! —Elyse miró hostil a Witkowski. El coronel asintió; el agente francés retiró la mano, y otro tanto hizo Uno con Adrienne, la muchacha de la minifalda—. Creo que nos deben una disculpa —dijo la prostituta de más edad, y mucho más inteligente.

Madame. —El coronel chocó los talones e inclinó apenas la cabeza, e inmediatamente se volvió hacia los cocineros—. Como ustedes habrán advertido, nuestra misión consiste en analizar las medidas de seguridad sin tolerar la interferencia de los que intentarían disimular las fallas si supieran que estamos aquí. Si lo desean, llamen a Berlín para comprobar nuestra presencia.

—¡Ach, nen, mein Herr! Esto sucedió antes, hace varios años, y ciertamente comprendemos. Aquí somos nada más que ayudantes de cocina, y jamás interferiríamos.

—¡Sehr gut! ¿Ustedes son las únicas personas que están de guardia?

—Por el momento, sí, señor. Nuestro colaborador Stoltz se retiró a su habitación nace una hora. Debe levantarse a las seis de la mañana con el fin de preparar las cosas del desayuno… lo que nosotros aún no hicimos cuando él vuelva a la cocina.

—Muy bien, continuaremos nuestra inspección fuera de aquí. Si alguien pregunta por nosotros, ustedes no saben de qué les hablan. Recuérdenlo, porque de lo contrario Berlín recordará lo que ustedes hicieron.

Wir hoben verstanden —dijo temeroso el hombre de las verduras, asistiendo repetidas veces—. Pero si puedo aclararle una cosa, mein Herr, pues deseo cooperar absolutamente con Berlín, conviene que sepa que los guardias de la casa están entrenados para disparar sobre los intrusos que no fueron anunciados. No me agradaría que la vida de ustedes pese sobre mi conciencia… o sobre mi foja de servicios. ¿Entiende?

—No se preocupe —replicó Stanley Witkowski, extrayendo su identificación norteamericana y afirmando con la desenvoltura de un antiguo miembro de las fuerzas polacas—: En todo caso, esta credencial los obligará a guardar las armas. —Volvió a embolsar rápidamente las credenciales de la embajada norteamericana—. Además, las damas vendrán con nosotros. Esa perra de elevada estatura tiene una lengua fuerte y afilada. ¡Estaremos bien!

Encabezada por Latham y Dietz, la procesión de invasores franco-norteamericanos atravesó las puertas dobles y llegó al gran salón del castillo. Una escalinata circular, apenas iluminada por lámparas pegadas a las paredes, partía del centro del enorme vestíbulo de madera lustrada. Había un arco que permitía acceder a otras habitaciones penumbrosas, de techos elevados; y a la derecha, a la izquierda de las grandes puertas dobles de acceso, había una puerta más pequeña, con una luz encendida que iluminaba el espacio entre el dintel y el panel más bajo.

—Ésta es la biblioteca, señor —murmuró Elyse a Drew—. Si uno de los ayudantes está de guardia, lo encontrarán aquí; pero deben proceder con rapidez y prudencia. Hay alarmas por todas partes. Lo sé, porque a menudo contemplé la posibilidad de usarlas yo misma.

—¡Alto! —exclamó la voz de una figura que apareció en el primer descanso.

—¡Formamos una fuerza especial que llegó de Berlín! —exclamó Dietz, hablando por lo bajo en alemán, mientras subía deprisa la escalera.

—¿Qué pasa? —El guardia levantó el arma mientras el comando disparaba dos veces en rápida sucesión, los estampidos acallados por el silenciador; y sin interrumpir sus movimientos, llegaba al guardia caído, lo arrastraba hasta el comienzo de los peldaños, y lo enviaba hacia abajo rodando por la escalera.

Se abrió la puerta de la biblioteca, revelando la presencia de un hombre alto de traje oscuro, en la mano izquierda una larga boquilla con un cigarrillo.

—¿A qué se debe tanto escándalo? —preguntó en alemán—. Latham extrajo la cachiporra de su cinturón, e instantáneamente la arrojó a la cabeza del ayudante de Monluc, girando el cuerpo de tal modo que quedó detrás del nazi. Aflojó la correa de cuero y habló.

—¡Haga exactamente lo que le digo, o ajustaré las correas y lo mataré!

—¡Amerikaner! —dijo con voz ahogada el neo, soltando la boquilla. ¡Usted es el que está muerto!

Oberst Klaus Wachner —dijo Witkowski, aproximándose al ayudante y mirando la cara contorsionada—. Las historias acerca de su indecente sistema de seguridad parecen ciertas —continuó en un alemán áspero—. ¡Berlín… incluso Bonn… están al tanto! Hemos superado sus defensas, ¡y si nosotros pudimos también lo lograrán nuestros enemigos!

—Usted está loco, y es un traidor. ¡El hombre que está estrangulándome es un norteamericano!

—Un buen soldado del Cuarto Reich, mein Herr. ¡Un Sonnenkind!

—¡Ach! ¡Neim!

Doch. Usted cumplirá sus órdenes, o yo le permitiré que haga lo que se le antoje. Este hombre detesta la incompetencia. —Witkowski asintió, indicando a Latham que aflojara un poco las correas del garrote.

Danke —tosió el ayudante de Monluc, tocándose el cuello.

—Dos —dijo Drew, dirigiéndose al segundo agente francés—. ¡Hágase cargo de este individuo! Suba la escalera; están en los otros cuartos…

—Sé donde están —lo interrumpió el francés—. Pero no sé quiénes son.

—Lo acompañaré —dijo Dietz—. Hablo el idioma, y mi semiautomática nos ayudará.

—Póngala en posición de tiro rápido —ordenó Latham.

—Ya está.

—De acuerdo con los planos —continuó Drew—, hay un corredor que rodea todo el piso. Una vez que esté allí, llévelo hasta el centro.

—Salvo que todos estemos en dificultades —observó el comando.

—¿Qué quiere decir, capitán?

—Usted no sabe qué hay al final de esas escaleras, lo mismo que yo no lo sé. Digamos que nos reciben con fuego graneado, uno de los dos tendrá que volar este lugar. Obligaré a este bastardo a meter la mano en la ranura de la puerta, abrimos el acceso y arrojamos granadas.

—¡Usted no puede hacer eso, y se trata de una orden!

—Es el procedimiento estándar. ¡No arriesgamos la vida para llegar a un resultado nulo!

—¡Maldición, tenemos que conseguir lo que hay allí, no podemos destruirlo! Antes de llegar a eso, llamaré por radio a la unidad de ataque que está en el camino.

—¡Por Dios, no habrá tiempo! ¡Los neos tomarán la iniciativa!

—¡Basta los dos! —exclamó Elyse—, les ofrecí los servicios de las dos, y la oferta se mantiene. Adrienne precederá a su capitán y al nazi cuando suban por la escalera del fondo, y yo iré delante de usted, señor. Las patrullas vacilarán en disparar sobre nosotras, porque aquí hay citas permanentes entre los hombres y las mujeres.

—Berchtesgaden —dijo en voz baja Witkowski—. Un prostíbulo alpino dirigido por un Führer que afirmaba ser más puro que un cordero recién nacido… Ella tiene razón. La aparición de las muchachas nos concede esa ventaja de una fracción de segundo, adelante y detrás. Debemos aprovecharla.

—¡Muy bien!… Vamos, y ojalá yo esté impartiendo la orden apropiada.

—No tiene alternativa, joven —dijo tranquilamente el coronel—. Ahora es el jefe, y como todos los jefes usted escucha a su gente, evalúa y adopta su propia decisión. No es fácil.

—Stanley, acabe con toda esa basura militar. Por mi parte, preferiría jugar hockey.

Elyse, ataviada con su diáfano vestido blanco, comenzó a ascender majestuosamente la escalinata circular; Drew, el coronel y el soldado Uno seguían diez pasos detrás, protegidos por las sombras.

—¡Liebling! —murmuró un guardia que estaba en el corredor, después del descanso, con voz exuberante—. Consiguió separarse de ese borracho que vino de París, ¿no?

Ja, Liebste, vine sólo por usted. Estoy realmente hastiado.

—Todo está tranquilo, venga conmigo… pero ¿quiénes son ellos? ¡Detrás suyo!

El francés Número Uno disparó un solo tiro con silenciador. El guardia se desplomó sobre la baranda, y cayó al piso de mármol de la planta baja.

La escalinata del fondo estaba oscura; la única luz, mucho más arriba, originaba sombras contenidas en otras sombras más oscuras. La aterrorizada Adrienne ascendía un paso tras otro por la empinada escalinata, el cuerpo tembloroso, los ojos grandes colmados de temor. Llegaron al segundo piso.

—¿Quién es? —llegó la voz estridente desde lo alto, y el súbito resplandor de una poderosa linterna barrió toda la escalera—. ¿Querida?… ¡No!

El francés Número Dos disparó; el guardia nazi cayó hacia adelante, y la cabeza descansó sobre la baranda.

—¡Vamos! —ordenó el capitán Dietz—. Necesitamos subir dos pisos más.

Continuaron avanzando, y la joven llamada Adrienne lloraba copiosamente, limpiándose la nariz con la tela de su blusa.

—No falta mucho, querida —murmuró amablemente el soldado Número Dos a la joven—. Usted es muy valiente, y nosotros se lo diremos a todos.

—¡Por favor, dígaselo a mi padre! —murmuró la joven—. ¡Si supiera cómo me odia!

—Se lo diré personalmente. Pues usted es una auténtica heroína francesa.

—¿De veras?

—Adelante niña.

Latham, el soldado Número Uno y el coronel se detuvieron bruscamente en la escalinata, al ver la mano de Elyse que les hacía señas; era una advertencia. Volvieron a descender varios peldaños, protegidos por la pared sumida en sombras, y esperaron. Un guardia rubio descendió deprisa hasta el descanso del tercer piso; estaba nervioso e irritado.

Fräulein, ¿vio a Adrienne? —preguntó en alemán—. No está en la habitación con ese cerdo de Heinemann. Tampoco él está, y la puerta quedó abierta.

—Erich, probablemente salieron a pasear.

—Elyse, ¡ese Heinemann es un tipo desagradable!

—Querido, usted seguramente no está celoso. Sabe lo que somos, y lo que hacemos. Sólo participan nuestros cuerpos, no nuestros corazones ni nuestros sentimientos.

—¡Dios mío, ella es demasiado joven!

—Yo misma se lo dije.

—Usted sabe que Heinemann es un pervertido, ¿verdad? Obliga a una mujer a hacer cosas terribles.

—No piense en eso.

—¡Odio este lugar!

—¿Por qué se queda?

—No tengo alternativa. Mi padre me incorporó cuando yo estaba en el colegio secundario, y entonces me sentí muy impresionado. Los uniformes, la Camaradería, el hecho de que todos éramos proscriptos y ahora estábamos fuertemente unidos. Decían que yo era especial, y me elegían para llevar los estandartes en las asambleas. Me tomaban fotografías.

—Amigo, todavía puede irse.

—No, no puedo. Pagaron mis años de estudio en la universidad, y sé demasiado. Me perseguirían para matarme.

—¡Erich! —gritó una voz masculina desde un corredor que estaba después del descanso—. ¡Kommen Sie her!

—Ese siempre grita. ¡Haz esto, haz aquello! No simpatiza conmigo porque yo fui a la universidad y a decir verdad no creo que él sepa leer.

—Cuando vea a Adrienne, dígale que está… preocupado. Recuerde, joven, participa sólo el cuerpo, no el corazón.

Fräulein, usted es una buena amiga.

—Espero ser algo mejor un día.

El guardia llamado Erich se retiró del descanso mientras Elyse descendía varios peldaños y murmuraba a los tres intrusos que estaban contra la pared:

—No maten a ése. Puede serles útil.

—¿De qué está hablando esta mujer? —preguntó Drew.

El coronel respondió a la pregunta mientras Elyse continuaba ascendiendo la escalera.

—Dijo que no lo liquidemos, y tiene razón.

—¿Por qué?

—Ese hombre quiere abandonar esto, y sabe mucho. ¡Adelante!

El descanso del cuarto piso no era un lugar muy alentador. Un amplio arco de unos siete metros era el espacio abierto en el muro que rodeaba la totalidad del último piso. Podía presumirse que era idéntico al que se veía en la escalera del fondo. Dos guardias estaban de pie a poca distancia, y detrás podía verse otro, sentado en un banco. De nuevo Latham, el Número Uno y el coronel se mantuvieron fuera de la vista mientras Elyse se acercaba a los guardias.

—¡Alto! —rugió el guardia neo de la derecha, desenfundando la pistola y apuntando a la cabeza de la prostituta—. ¿Qué está haciendo aquí? ¡Está prohibido subir por esta escalera!

—Entonces será mejor que verifique con el hombre que está en la biblioteca. Me ordenó que me separase del recién llegado de París y que viniese aquí cuanto antes. ¿Qué más puedo decir?

—¿Qué pasa? —aulló el guardia que estaba detrás, poniéndose de pie y adelantándose entre los dos hombres—. ¿Quién es usted? —gritó.

—Como usted sabe, conocemos únicamente los nombres de pila —replicó irritada la cortesana—. Yo soy Elyse, ¡y no toleraré su descortesía! ¡Ese hombre que está en la biblioteca me ordenó que viniese aquí, y lo mismo que usted, obedezco órdenes! —De pronto, Elyse se apartó de la línea de fuego y gritó—: ¡Ahora!

Los chasquidos de las explosiones apagadas resonaron en la zona alta del castillo y los tres guardias cayeron al suelo. El equipo de ataque, encabezado por Drew, subió deprisa la escalera, inspeccionando cada cuerpo en busca de signos de vida. Satisfechos, esperaron, la espalda pegada contra la pared interior.

—¡Salga de aquí! —ordenó Latham, dirigiéndose a Elyse, que había subido los últimos peldaños hasta llegar al arco—. Amiga, usted se ganó la libertad, aunque tenga que volar el Quai d’Orsay para lograrlo.

—Gracias, Monsieur, su francés mejora con cada hora que pasa.

—Vuelva a la cocina —dijo Witkowski—. Cuénteles cualquier historia acerca de nuestra intervención, y mantenga la calma.

—Eso no es problema, coronel. Me sentaré sobre una mesa y me levantaré la falda. Se mostrarán calmados por fuera, e inquietos por dentro… Hasta luego.

—Como dijo el capitán, ciertamente éste es un mundo injusto —masculló el Número Uno mientras Elyse desaparecía.

—¿Dónde están? —preguntó Drew—. ¡Ya deberían encontrarse aquí!

En la estrecha escalera del fondo, el Número Dos, sujetando con el garrote al ayudante del general Monluc, lo empujó en pos de Dietz y la prostituta más joven. Finalmente se detuvieron.

—¿Eres tú, Adrienne? —dijo la voz tranquila en el tercer piso—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Deseaba verte, Manfried —gimió la joven—. Todos se muestran muy malos conmigo, y yo sabía que estabas aquí.

—¿Como pudiste saberlo, querida? Las asignaciones son secretas.

—Los ayudantes hablan cuando bebieron mucha cerveza.

—Yo los corregiré, pequeña. Ven aquí, tengo una alfombra mullida y la usaremos. ¿Te dije que me pareces más hermosa cada vez que te veo?

—¡Mátenlo! —grito Adrienne, pegándose contra la pared de la escalera.

Dos disparos atenuados por el silenciador y el guardia llamado Manfried cayó al suelo. Con el garrote más apretado que antes, comenzaron a acercarse al último piso. A primera vista el intento parecía imposible. A la vuelta de una esquina había un arco de tres metros; un solo guardia ocupaba el centro, y detrás había otro, que dormitaba en un banco.

—¿Lo conoce? —murmuró Dietz en francés al oído de Adrienne.

—No señor. Es nuevo. Lo he visto, pero nada más.

—¿Sabe si es alemán o francés?

—Es alemán, señor. Casi todos los guardias son alemanes, pero los más educados hablan francés.

—Haré algo que quizá la impresione, pero quiero que mantenga la calma y guarde silencio. ¿Me comprende?

—¿Qué hará?

—Habrá un incendio súbito e intenso, pero no durará mucho. Fue idea del coronel.

—¿El coronel?

—El hombre corpulento que habla alemán.

—Ah, sí. ¿De qué se trata?

—Es una especie de bengala —dijo Dietz, y desenfundó un tubo corto recubierto con cartón del bolsillo derecho de su chaqueta, y encendió la mecha con un fósforo. Espió alrededor de la esquina, se detuvo un momento, la mirada fija en la mecha, y después arrojó el artefacto más allá del cuerpo del guardia. Asombrado, el neonazi se volvió bruscamente ante el chisporroteo que pasó a su lado y cayó al piso; antes de que pudiese adaptarse, la explosión enceguecedora de mil chispas candentes penetró sus ojos y su cuerpo. Gritó mientras el guardia que dormitaba detrás se incorporaba de golpe, consternado, la figura destacándose más allá de las llamas móviles. Presa de pánico, disparó repetidas veces con su semiautomática, y las balas salpicaron la estrecha escalera. La joven Adrienne gritó de dolor. Había recibido una bala en la pierna. Dietz la obligó a retroceder, mientras el ayudante de Monluc, sostenido con fuerza por el Número Dos, exhalaba bruscamente el aire, la cabeza cayendo hacia adelante; había recibido un disparo en el cráneo. El comando apuntó con su arma, puesta en posición de tiro rápido, y regó de balas la abertura. El segundo guardia giró en círculos, y finalmente se desplomó sobre la propia bengala. El humo negro lo inundaba todo, mientras Dietz aferraba por las piernas a la joven, y subía con ella los peldaños, sosteniéndola con cuidado.

—¡Traigan aquí a ese hijo de perra! —ordenó al Número Dos.

—Está muerto, capitán.

—No me importa, solamente quiero su mano, y que no esté demasiado fría.

En el corredor del cuarto piso, el grupo que había subido por la escalera del fondo corrió en dirección a su propia izquierda. Dietz llevaba al hombro a Adrienne, y el comando francés arrastraba al nazi. Seis segundos después llegaron al arco central que interrumpió la pared. Latham, Witkowski y el Número Uno estaban esperando. Dietz depositó suavemente a la muchacha sobre el piso; felizmente, estaba inconsciente.

—No es muy agradable —dijo el coronel, examinando la herida—. Pero no hay hemorragia. —Usó las correas de su garrote para rodear la pierna de la muchacha, y ajustó las tiras de cuero—. Esto servirá por lo menos un rato.

El Número Uno y el Número Dos habían apoyado al nazi muerto contra la pared interior, a la izquierda de lo que debía ser el mecanismo electrónico de apertura, un espacio apenas iluminado que permitía la inserción de una mano, con la palma hacia abajo. Si la impresión palmar correspondía a una entrada anterior computarizada, cabía suponer que la enorme puerta de acero se abriría. Sin embargo, si se realizaba el intento con una impresión palmar que no correspondía, se encendería una alarma en todo el sector interior protegido por gruesas paredes.

—¿Está preparado, señor? —preguntó el Número Dos, sosteniendo la muñeca derecha del neonazi.

—¡Un momento! —dijo Latham—. ¿Y si este hombre es zurdo?

—¿Qué hay?

—Las células fotoeléctricas rechazarán el intento, y darán la alarma. Así funcionan estas cosas.

—Amigo, no podemos despertarlo para preguntárselo.

—La boquilla… la sostenía en la mano izquierda… Veamos los bolsillos. —Procedieron a revisar al muerto—. Monedas y billetes… en el bolsillo de la pierna izquierda —continuó Drew—. Un atado de cigarrillos, en el bolsillo de la izquierda; dos bolígrafos…

—No comprendo…

—Los zurdos prefieren depositar los lápices sobre su costado derecho, y en cambio las personas diestras como yo, buscan a la izquierda. Es más fácil, y eso es todo.

—Y bien, ¿qué decide, amigo?

—Tengo que obedecer a mi instinto en este asunto —dijo Latham respirando hondo—. Muévalo hacia el otro lado, y yo le apoyaré la mano izquierda en ese hueco.

El francés arrastró el cadáver a lo largo de la pared, hasta el costado derecho del espacio. Drew aferró la muñeca izquierda, y como si hubiese estado desmantelando una bomba complicada insertó la mano, y poco a poco, con mucha prudencia, presionó sobre la superficie interior. Nadie respiró hasta que la gran puerta de acero se abrió silenciosamente. El nazi muerto cayó al piso, y los cuatro hombres entraron. La cámara en la cual ingresaron parecía más una horrorosa pesadilla que la vivienda de una persona.

La amplia habitación era octogonal, con una cúpula de vidrio que permitía la entrada de la luz de la luna. La cortesana Elyse había dicho que era la tumba de un faraón, un sepulcro habitado, y en cierto sentido había tenido razón. Reinaba allí un extraño silencio, y no se permitía que llegasen sonidos desde el exterior; en lugar de las posesiones de un faraón destinadas a permitirle el cruce del río de la muerte, había una pared atestada de equipos médicos, que le impedían precisamente sumergirse en esas aguas. Había ocho puertas, una para cada panel inmenso del octógono. Elyse les había dicho que los ayudantes del general Monluc tenían sus cuartos en el interior mismo de la tumba; cinco puertas seguramente pertenecían a los hombres de ropas oscuras, de modo que quedaban tres sin destino conocido: cabía presumir que una era un cuarto de baño, y dos… eran otros tantos interrogantes.

Los visitantes pudieron registrar todo esto a medida que pasaron los minutos; pero lo que primero se imponía a los ojos del que veía el espectáculo por primera vez eran las fotografías grotescamente ampliadas que cubrían todas las paredes, bañadas en una luz rojiza que venía de los zócalos. Eran un registro de las atrocidades nazis; algo parecido a un corredor oscuro en un museo del Holocausto, los horrores infligidos a los judíos y los «indeseables» por los locos de las hordas mesiánicas de Hitler, con fotografías de los cadáveres desnudos formando altas pilas. Junto a éstos había imágenes de hombres y mujeres rubios —presumiblemente traidores— que habían sido ahorcados, las caras deformadas por el sufrimiento, el recordatorio de que cualquier discrepancia, por mínima que fuera, estaba prohibida. Sólo una mente muy enferma podía despertar durante la noche y sentirse instantáneamente gratificada por ese obsceno despliegue.

Sin embargo, la imagen más hipnótica era la figura ataviada con un camisón y acostada en la cama. Estaba envuelta en una sorda luz blanca, en contraste con el resplandor rojo magenta que iluminaba las paredes. Un hombre muy viejo, sumamente viejo, reclinado sobre los almohadones que empequeñecían su cuerpo, la cara arrugada reposando sobre el acolchado de seda, como si estuviese en un ataúd. Y esa cara. Cuanto más uno miraba, más acentuado el efecto hipnótico.

¡Las mejillas hundidas, lo mismo que los globos oculares! Todo esquelético a causa de la edad. El corto bigote bajo las fosas nasales, ahora blanquísimo, pero recortado con exactitud; la cara pálida, fácilmente recordada en las imágenes en que aparecía encendida por la cólera de la oratoria… ¡allí estaba todo! Incluso el famoso tic del ojo derecho que había aparecido después del intento de asesinato en Wolfschanze. ¡Todo estaba allí! ¡Era la cara envejecida de Adolfo Hitler!

—¡Dios mío! —murmuró Witkowski—. ¿Es posible?

—Stanley, no es imposible. Respondería a una serie de interrogantes que han sido formulados a lo largo de más de cincuenta años. Sobre todo dos: a quiénes pertenecían realmente los huesos calcinados que fueron hallados en el pozo del búnker, y como comenzó el rumor de que el Führer había conseguido llegar al aeropuerto disfrazado de anciana. Es decir, cómo y por qué… Ahora no tenemos tiempo, Stosh, tenemos que adueñarnos de esta tumba faraónica, antes que se convierta en un auténtico sepulcro.

—Llamemos a la unidad francesa.

—Sí, pero después de verificar que nada de lo que hay aquí puede autodestruirse. Pues si en este castillo hay algo, está en esas habitaciones… Ante todo, hay que dominar a los cuatro ayudantes del faraón.

—¿Y cómo se propone hacerlo?

—Coronel, una cosa por vez. Las puertas tienen picaportes y puede tener la certeza de que no están cerradas por dentro. Eso no puede suceder en el Cuarto Reich, donde la intimidad no es una prioridad en los niveles mas altos, sobre todo si Monluc —o quienquiera sea— tiene que convivir con esta gente.

—Es cierto —reconoció Witkowski—. Muchacho, usted está madurando, y tiene algunos pensamientos muy inteligentes.

—Recordaré siempre ese comentario. —Latham indicó con un gesto a Dietz y a los agentes franceses que se reuniesen con él y el coronel junto a la puerta de acero. Murmuró sus instrucciones, y los tres hombres comenzaron a trabajar en equipo. Una tras otra las puertas fueron abiertas y cerradas, y los haces de luz de las lapiceros que emitían rayos azules se entrecruzaron mientras se cerraban las puertas. Después de visitar el último de los ocho cuartos, el capitán Dietz informó a Drew.

—Ninguno de esos individuos se moverá durante un par de horas.

—¿Está seguro? ¿Están bien maniatados, y no hay vidrios o cuchillos o navajas cerca?

—Están perfectamente maniatados, pero en realidad eso no sería necesario.

—¿Qué quiere decir?

El comando retiró del bolsillo una aguja hipodérmica y un frasquito de líquido.

—Aproximadamente medio centímetro cada uno, ¿eh, Coronel?

—¿Eh?

—Bien, usted no puede pensar en todo. Fue nada más que un refuerzo… En la arteria del brazo izquierdo, ¿no es así Capitán?

—Sí, señor. El Número Dos les apretó el brazo, de modo que yo no pudiese equivocarme.

—Stanley, usted nos presenta muchas sorpresas. ¿Algo más que no me haya dicho?

—Después de pensarlo le contestaré.

—Por favor, déjelo así —murmuró Latham, moviéndose hacia el comando—. ¿Qué había en las tres habitaciones restantes?

—La que está más cerca de la cama es el cuarto de baño más espacioso que usted haya visto jamás; hay barras cromadas a lo largo de todas las paredes, de modo que el anciano pueda moverse.

Las otras dos en realidad son una sola habitación. El tabique ha sido demolido, y hay una serie de computadoras.

—Ahí está —dijo Drew—. Ahora lo único que necesitamos es un experto que conozca ese equipo.

—Creía que teníamos uno. Se llama Karin, por si lo olvidó.

—¡Dios mío, tiene razón! Ahora, escúcheme, Dietz. Usted, el coronel y los Números Uno y Dos acérquense a los costados de la cama del anciano Monluc…

—Usted dice que es Monluc —lo interrumpió Dietz—, pero yo afirmo que es otra persona, ¡y ni siquiera deseo pensar en ello!

—Entonces, no lo piense. Póngase al costado, y si despierta, no le permita tocar nada. Ni un botón, una llave, un cable que él pueda arrancar… ¡nada! Tenemos que entrar en esas computadoras e informarnos de lo que hay allí.

—Amigo Latham, ¿por qué no utiliza la aguja mágica del coronel?

—¿Qué?

—En lugar de medio centímetro, quizá un centímetro.

—No sé, capitán —dijo Witkowski—. No soy médico. A la edad que tiene este hombre, quizá el líquido no contribuya precisamente a restablecerlo.

—Entonces, volvamos a medio centímetro. ¿Qué le parece?

—No es mala idea —murmuró Drew—. Si pueden hacerlo.

—Eh, el Número Dos es un mago con las venas. Creo que hubiera debido ser médico.

—Todos los miembros de la Legión Extranjera han recibido enseñanza en primeros auxilios —explicó el coronel—. ¿Qué piensa hacer, Latham?

—Lo que usted quiera que yo haga. Voy a cerrar esa puerta de acero y a convocar a la unidad de ataque. Después me comunicaré con Karin y nuestro teniente, y les diré que vengan. —Latham extrajo su radio, pasó a las frecuencias militares, y ordenó a la unidad francesa que volase los portones del frente y usara el equipo de altavoces antes de atacar el castillo.

—Escuchen, ustedes dos. Los franceses entrarán en la casa. Una vez asegurado el lugar, volveré a llamarlos. Y Karin, sube al último piso con la mayor rapidez posible, ¡pero sólo cuando todo esté controlado! ¡No antes! ¿Entendido?

—Sí —replicó el teniente—. Entonces, ¿consiguieron dominar la situación?

—Lo conseguimos, Gerry, pero esto no ha terminado, ni mucho menos. Estos individuos son maniáticos fascistas. Se juntarán en los rincones si de ese modo pueden liquidar a uno de los nuestros. No permita que Karin se le adelantó…

—Soy perfectamente capaz de adoptar esas decisiones…

—¡Oh, cállese! ¡Fuera!

Drew corrió a la cama de Monluc mientras el Número Dos y Dietz se preparaban para adormecer completamente al arrugado anciano.

—¡Ahora! —dijo el comando. El Número Dos aferró el delgado brazo izquierdo, presionando la carne de la cara interior del codo.

—¿Donde está la vena? —exclamó Dietz en francés.

—Es un hombre muy viejo. ¡La primera línea azul que usted vea, clave la aguja en el centro!

—¡Mein Gott! —gritó el anciano acostado en la cama, y los ojos de pronto parecieron saltarsele de las órbitas; se le retorcieron los labios, y el espasmo en el ojo derecho se acentuó. Witkowski palideció intensamente y le tembló todo el cuerpo. La diatriba en un alemán estridente fue electrizante, y la voz alcanzó un nivel que excedía el uso normal de las cuerdas vocales.

—¡Si bombardean a Berlín, destruiremos a Londres! ¡Si envían cien aviones, enviaremos millares y millares hasta que la ciudad no sea más que sangre y escombros! ¡Enseñaremos a los ingleses una lección en el tema de la muerte! Conseguiremos que…

El anciano se desplomó sobre las almohadas de seda.

—¡Verifique el pulso! —dijo Latham—. Tenemos que mantenerlo vivo.

—Es rápido, pero allí está, señor —dijo el Número Dos.

—¿Sabe lo que acaba de decir ese hijo de perra? —preguntó Stanley Witkowski, el rostro pálido—. Ofreció la respuesta de Hitler al primer bombardeo de Berlín. ¡Palabra por palabra!… No puedo creerlo.

Abajo, sobre el camino, frente al castillo, los camiones blindados de la unidad de ataque dispararon sus cohetes, volando los portones. Una voz que provino de un altoparlante se difundió en la noche, y fue posible escucharla a mucha distancia.

—¡Todos los que están adentro depongan las armas o morirán! ¡Salgan y muéstrense sin las armas! El gobierno de Francia ha ordenado que nuestros hombres ocupen este castillo, y disparen sobre las personas que permanezcan adentro. ¡Tienen dos minutos para obedecer!

Lentamente, poseídos por el miedo, docenas de hombres y mujeres salieron, las manos en alto para indicar que se rendían. Se alinearon al borde del sendero circular: guardias, cocineros, camareros y prostitutas. La voz del altoparlante continuó.

—Si quedan algunos adentro, lo decimos ahora mismo… ¡morirán!

De pronto, un hombre de cabellos rubios rompió una ventana del tercer piso y gritó:

—Descenderé, señores, pero debo encontrar a alguien. ¡Pueden dispararme si quieren, pero a ella tengo que encontrarla! ¡Ya tienen mi palabra y mis armas! —Otro cristal voló en pedazos y saltó por el aire una pistola y una semiautomática; cayeron al sendero, y la figura desapareció.

—¡Entren! —exclamó la voz del altoparlante, y ocho hombres con equipo de combate se abalanzaron sobre las diferentes entradas, como arañas que se apresuran para apoderarse de los insectos atrapados en sus redes. Hubo disparos esporádicos, no muchos, mientras unos pocos y obstinados fanáticos morían, fieles a sus obscenos ideales. Finalmente, un hombre del Service d’Estranger apareció en la puerta principal, empujando hacia adelante a Jacques Bergeron, que estaba borracho.

—¡Tenemos a nuestro traidor del Deuxième! —anunció en francés—. Y está borracho como un político.

—Suficiente. Que los otros dos entren.

Karin y el teniente Anthony entraron por el portón destrozado, y enfilaron hacia la escalinata principal.

—¡Él dijo que subiéramos por la escalera! —gritó de Vries, delante del teniente.

—Por Dios, ¿quiere esperarme un poco? ¡Se supone que yo debo protegerla!

—Gerry, si usted es muy lento, yo no tengo la culpa.

—Si usted cae herida, Latham me destrozará.

—Tengo un arma, teniente, ¡no se preocupe!

—Muchísimas gracias, amazona. Dios mío, ¡cómo me duele el brazo!

De pronto, los dos se detuvieron, al ver lo que había en el descanso del tercer piso. Un guardia de cabellos rubios sostenía en brazos a una joven, y descendía con ella la escalera, los ojos llenos de lágrimas.

—Está malherida —dijo en alemán—, pero vive.

—Usted es el hombre de la ventana, ¿verdad? —preguntó Anthony, también en alemán.

—Sí. Ella y yo éramos amigos, y esta joven jamás debió entrar en un lugar tan terrible.

—Llévela a la planta baja y diga a los otros que consigan un médico —dijo el teniente—. ¡Deprisa!

—Gracias.

—Muy bien, pero si usted miente, lo mataré con mis propias manos.

—No miento, amigo. Estuve en muchas cosas malas, pero no miento.

—Yo le creo —dijo Karin—, y considero que debemos dejarlo en libertad.

Llegaron al piso alto, pero no había modo de abrir la puerta de acero; ni timbre ni señal, nada en absoluto.

—Drew se mostró enfático. Quiso que yo viniese aquí, pero ¿cómo entró?

—Confíe en un joven teniente —replicó Anthony, que había visto el espacio para aplicar la mano en la pared—. Activaremos la alarma… estas cosas ya eran viejas hace un par de años.

—¿De qué habla?

—Míreme. —Gerald Anthony insertó la mano en la abertura y presionó hacia abajo. En pocos segundos más la puerta de acero fue abierta por un sobresaltado Latham; adentro, la alarma era ensordecedora.

—¿Qué demonios hizo? —gritó Drew.

—Cierre la puerta, gran jefe, y así silenciará la alarma.

Latham obedeció, y los timbres callaron.

—¿Cómo sabía eso? —preguntó.

—Caramba, ni siquiera es una muestra de alta tecnología. Son nada más que sencillos interruptores de circuitos.

—¿Y como lo sabía?

—En realidad, no lo sabía, pero estos sistemas son relativamente nuevos. La casa es bastante vieja, de modo que decidí correr el riesgo.

Qué diablos, de todos modos el lugar ahora está en nuestras manos.

—No discutas con él, Drew —dijo Karin, abrazando brevemente a Latham—. Lo sé, lo sé, no es el momento de manifestar nuestros sentimientos. ¿Por qué deseabas que viniese tan rápido?

—Hay una habitación… en realidad, son dos cuartos… atestados de computadoras. Tenemos que penetrar en ellas. Pasó una hora, y Karin de Vries, el cuerpo sudoroso, salió por la puerta.

—Llegamos a tiempo, querido —dijo, de pie frente a Latham. Basándose en la premisa de que este castillo aislado del valle del Loira nunca sería descubierto, aquí guardan todos los registros. Hay casi dos mil impresiones, y se indica quién es y quién no es miembro del movimiento nazi. En todo el mundo.

—Entonces, ¡ya los tenemos!

—A muchos de ellos, sí, pero no a todos. Éstos son nada más que los jefes que gritan y discursean, y fomentan el odio de las multitudes, que desprecian a todos, salvo ellos mismos. Y muchos lo hacen de maneras sutiles, fingiendo generosidad en la superficie, pero odiando en el fondo.

—Eso es filosofía, amiga. ¡Yo hablo de acusaciones, de condenas de los malditos nazis!

—Ahora tendrás lo que quieres, Drew. Puedes perseguirlos, pero tienes que entender quienes son los cómplices.

En un laboratorio oficial muy secreto instalado en las colinas del Valle de Shenandoah, un especialista en patología forense clavó la mirada en su colega mucho más joven, y ambos estudiaron el contenido de las pantallas de la computadora.

—¿Usted está llegando a los mismos resultados que yo? —preguntó serenamente el primer patólogo.

—No quiero creerlo —dijo el segundo—. Un cambio, ¡el cambio de toda la historia!

—Los informes provenientes de Berlín no pueden mentir, joven, y ahí los tenemos ante los ojos. Durante los años cuarenta no se conocía el ADN; ahora sí. Todo coincide… Doctor, encienda el fuego, el mundo no necesita tolerar esto. A lo sumo alimentaríamos una leyenda, y ese anciano obsceno falleció anoche.

—Exactamente lo que yo pensaba. Si uno alimenta una leyenda, en definitiva transfiere el combustible y origina otras leyendas.

—O peor todavía, las exacta y las inmortaliza.

—Eso mismo, doctor Hitler se suicidó en ese búnker hace más de cincuenta años. Ya tenemos suficientes problemas sin necesidad de creer en lo imposible, en lo que los fanáticos querían promover y difundir, exaltándolo. El peor hijo de perra del mundo tomó cianuro y se metió una bala en la cabeza cuando los rusos estaban entrando en Berlín. Todos lo creen así, y por lo tanto más vale no refutar la historia aceptada.

La evidencia en contrario fue destruida por dos mecheros Bunsen en el Valle de Shenandoah.