Capítulo 37

Se quitaron los equipos de natación submarina que cargaban a la espalda, dejando intactos los trajes negros impermeables y los protectores de goma aplicados en los pies. De la mochila impermeable del capitán Dietz retiraron un surtido de armas y walkie–talkies miniaturizados; y los distribuyeron. Después, la unidad comando se deslizó por la orilla del río hasta que alcanzaron a divisar el muelle con la tenue luz amarilla. Lentamente, con intervalos de unos diez minutos, las pequeñas y esbeltas lanchas se acercaron a los lugares de amarra, viniendo de diferentes direcciones, hasta que casi todos estuvieron en sus respectivos lugares. De pronto, la luz amarilla se apagó.

—Creo que el grupo está reunido —murmuró Latham a Witkowski. Karin estaba a la izquierda del coronel, y los dos comandos a la derecha de Drew.

—Gerry y yo iremos a reconocer el terreno —dijo Dietz y con el teniente comenzó a adelantarse, y las hojas de sus largos cuchillos reflejaron la luz de la luna.

—Iré con ustedes —dijo Latham.

—Ésa no es una buena idea… —protestó Anthony—. Trabajamos mejor si estamos solos… señor.

—Por favor, acaben con el «señor». No pertenezco al ejército, pero yo dirijo esta operación.

—Lo que él quiere decir, amigo de Operaciones Consulares —explicó el capitán—, es que él y yo tenemos señales que conocemos cuando estamos explorando un sector. Por ejemplo, el sonido de la brisa en los árboles, o el gorgoteo de una rana, todo lo que sea propio del lugar.

—Bromea.

—Ni por asomo —replicó el teniente—, es un aspecto básico de nuestro trabajo.

—Además —continuó Dietz—, si esta propiedad está preparada como lo sugiere mi informe, seguramente hay patrullas recorriendo el terreno.

—¿Como en el apartamento de Traupman? —interpuso Witkowski.

—Eso fue coser y cantar, señor… Ya sabíamos lo que nos esperaba.

—Esta bien, adelante —dijo Drew—. Dejen la radio en posición de transmitir, y avísennos cuando podamos avanzar… con mucho cuidado.

—Eso es esencial en este trabajo —dijo Anthony, mirando vacilante a Karin de Vries, y hablando en un murmullo de modo que Latham apenas alcanzó a escucharlo—. Las órdenes que recibimos en Nuremberg fueron de inmovilizar, no neutralizar, por lo que vimos con el helicóptero en el río, no creo que la regla sea aplicable aquí.

—No se aplica, teniente. Éste es el núcleo del movimiento nazi, de modo que considérese en estado de guerra. Si es posible, tenemos que saber quiénes están allí; ése es nuestro objetivo más importante. De modo que si tienen que usar esos cuchillos, úsenlos bien.

Los minutos siguientes se parecieron a la banda de sonido de una película de terror, con imágenes mucho más intensas porque se las adivinaba, pero sin verlas. Karin y Witkowski tenían una sola radio entre los dos. Drew sostenía la suya frente a los ojos. Lo que los tres oían les provocaba estremecimientos, aunque el coronel parecía menos impresionable que Latham y de Vries. Mientras los dos comandos avanzaban entre el follaje denso y enmarañado de la orilla del río, hubo movimientos de hojas y pasos y súbitos gritos sofocados e interrumpidos por las horribles expulsiones de aire y líquido, y la entrada de los filos en los cuerpos. Después ruido de pasos, carreras, sonidos que se debilitaban, gruñidos y toses acompañados por crujidos que seguramente eran disparos de pistola con silenciador. Más pasos a la carrera, ramas quebradas, ahora más intensos, poco a poco debilitándose. Después silencio —total y temible— interrumpió súbitamente por una explosión de la estática Drew y Witkowski se miraron, y las expresiones tensas reflejaron su temor de que hubiera sucedido lo peor. Después, voces, todas hablando en alemán, rogando y suplicando… ¡en alemán! Ruidos de metal y vidrio seguidos por gemidos y el grito explosivo de una voz en inglés.

—¡Dios mío, no me mate!

—¡Cristo! —estalló Witkowski—. Los capturaron. ¡Quédese aquí, voy tras ellos!

—Deténgase, Stanley —gritó Drew, aferrando el hombro del coronel con la mano fuerte de un ex campeón de hockey—. ¡Quédese donde está, se lo digo en serio!

—¡De ningún modo! ¡Esos muchachos están en problemas!

—Si eso es cierto, sólo conseguirá que lo maten, y todos tenemos esa alternativa, ¿no es lo que usted mismo dijo?

—¡Esto es diferente!, tengo en mi mano una automática con cargadores suficientes para disparar doscientos proyectiles.

—Siento lo mismo que usted, Stosh, pero ésa no es la razón por la cual estamos aquí, ¿verdad?

—Usted es un hijo de perra —dijo con más calma el coronel, inclinándose en actitud de cuerpo a tierra—. Realmente, podría ser oficial.

—No en ninguno de los ejércitos que conozco. No soporto los uniformes.

—Muy bien, ¿qué propone?

—Esperamos —otra vez sus recomendaciones… esperar es la parte más difícil de la tarea.

—En efecto.

Pero no fue así, pues la voz jadeante del capitán Christian Dietz llegó por la radio.

Playa Uno a Playa Dos. Hemos eliminado a cuatro hombres porque era necesario, y maniatamos y amordazamos a dos más que no opusieron resistencia. Después, continuamos avanzando y capturamos el centro de seguridad de una especie de sótano que está bajo el cobertizo donde se guardan los vehículos, a cincuenta o sesenta metros de la casa. De los tres operadores que había allí uno está muerto, porque intentó activar una alarma auxiliar; otro fue maniatado y amordazado, y el tercero, un buen muchacho norteamericano que se casó con una joven alemana mientras estaba en el ejército, todavía está llorando y cantando el himno nacional norteamericano.

—¡Ustedes son fantásticos! —exclamó Drew—. ¿Qué sucede en la casa? ¿Pudieron ver?

—Sólo un par de ojeadas a través de las ventanas después de eliminar a las patrullas del jardín. Hay entre veinte y treinta hombres y un sacerdote de cabellos rubios en el estrado; el religioso no está rezando, sino repartiendo fuego y brea. Por el aspecto de la cosa, es el principal rabino en este lugar.

—¿Un sacerdote?

—Bien, tiene un traje oscuro y usa un cuello blanco. ¿Podría ser otra cosa?

—Había un sacerdote en París… ¿Qué estatura tiene ese hombre?

—No la suya, pero bastante parecida. Yo diría un metro setenta o un metro setenta y cinco.

—¡Dios mío! —llegó la voz asustada de Karin de Vries, a quien le temblaba todo el cuerpo.

—¿Qué?

—¡Un sacerdote… de cabellos rubios! —Estremecida, Karin cubrió el aparato con la mano, y murmuró a Latham y a Witkowski—: Debemos acercarnos a una de esas ventanas.

—¿Qué pasa? —preguntó Drew mientras el coronel miraba fijamente a de Vries—. ¿Qué pasa?

—¡Haga lo que le digo!

—Hágalo —dijo Witkowski, los ojos fijos en Karin.

Playa Dos a Playa Uno, ¿qué pasa en los terrenos?

—No creo que hayamos omitido a nadie, pero no puedo garantizarlo. Es posible que un tipo se haya metido entre los arbustos…

—Y cuando salió descubrió unos pocos cadáveres, ¿verdad?

—En ese caso, pudo llegar a la conclusión de que era mejor marcharse cuanto antes, y comunicarse con los neos de Bonn.

—Creo que hay mejores posibilidades que ésa —dijo Drew—. Comenzamos a acercarnos.

—Tranquilícese, amigo. Espere a que nos situemos entre la casa y el río. Le informaré cuando pueda venir.

—Aceptaré eso, capitán. Ustedes son los expertos.

—Más vale que lo crea… señor —dijo la voz del teniente Anthony—. Y por favor, mantenga a la señora de Vries del lado del río, por si hay disparos.

—Por supuesto. —Latham cubrió la radio, y habló a Karin por sobre la cabeza de Witkowski—. Mira, ese joven está comenzando a molestarme.

—Es buena persona —dijo Witkowski.

—Tiene doce años de edad.

—¡Por favor, las ventanas! —reclamó Karin.

—Cuando recibamos el aviso, joven. —Con un gesto discreto, el coronel se apoderó de la mano temblorosa de de Vries y la aferró—. Tranquila, muchacha —murmuró—. ¿Recuerda que es necesario controlarse?

—¿Usted sabe…?

—No sé nada. Sólo sé que hay algunos interrogantes sin respuesta que vienen del pasado.

Playa Dos —llegó la voz serena de Dietz por el transmisor—. Pueden avanzar, pero cuídense. Es posible que haya rayos infrarrojos hasta el nivel de la cintura hasta que lleguen a la terraza superior.

—Pensé que habían anulado el sistema —dijo Witkowski.

—Las cámaras y las empalizadas, coronel. Tal vez eso sea suficiente, pero los hilos pueden estar al nivel del suelo, y depender de un circuito independiente.

—Entendido, capitán, nos mantendremos pegados al suelo.

El trío avanzó, encabezado por Latham, y las olas del Rin lamían el sendero en la orilla del río, por donde avanzaba Drew. Con el lodo pegándose a los trajes impermeables, las armas sobre la cabeza, llegaron al borde de la pendiente de la propiedad. Caminando uno al lado del otro, avanzaron sobre los pastos, hasta el primer patio que daba al muelle. Sobre la colina, con el césped bien cortado, había una segunda terraza en forma de patio, y después el fondo de la mansión junto al río. Un muro de puertas de vidrio corredizas indicaba un interior enorme, un salón de baile o una sala de banquetes, a juzgar por los candelabros encendidos.

—¡He visto antes este lugar! —murmuró Drew.

—¿Estuvo antes aquí? —preguntó Witkowski.

—No. Imágenes, fotográficas…

—¿Dónde?

—En una de esas revistas de arquitectura, no recuerdo cuál, pero sí recuerdo las terrazas escalonadas y la hilera de puertas de vidrio… ¡Karin! ¿Qué estás haciendo?

—Tengo que mirar adentro. —Como si estuviese en un trance, de Vries se puso de pie y comenzó a caminar como una autómata, atravesando el terreno cubierto de pasto, en dirección al muro de enormes paneles de vidrio—. ¡Es necesario!

—¡Deténgala! —dijo el coronel—. ¡Por Dios, deténgala!

Latham se abalanzó, aferró por la cintura a Karin y la arrojó al suelo, obligándola a rodar hacia la derecha, lejos del área iluminada.

—¿Qué te sucede? ¿Deseas que te maten?

—¡Tengo que mirar adentro! No puedes impedirlo.

—Está bien, está bien, estoy de acuerdo contigo, todos estamos de acuerdo, pero reflexionemos un poco antes de hacer algo.

De pronto, los dos comandos de las Fuerzas Especiales estaban arrodillados a los costados, y Witkowski se acercaba cautelosamente.

—Eso no fue muy inteligente, señora de Vries —dijo irritado el capitán Dietz—. Usted no sabe lo que puede haber al lado de una de esas puertas de vidrio, y esta noche hay bastante luna.

—Lo siento, lo siento realmente, pero para mí es importante, muy importante. Usted mencionó un sacerdote, un sacerdote rubio… ¡debo verlo!

—¡Oh, Dios mío! —murmuró Drew mirando a Karin, y percibiendo el pánico en los ojos de la mujer, y el temblor de su cabeza—. Eso fue lo que no quisiste decirme…

—¡Cálmese, amigo! —ordenó el coronel, interrumpiendo a Drew y aferrándolo por el brazo izquierdo.

—Usted —dijo Drew, volviendo la cabeza y mirando con dureza la cara arrugada y severa del veterano del G–2—. Usted sabe qué significa todo esto, ¿verdad Stosh?

—Quizá sí y quizá no. Pero yo no soy el problema. Quédese con ella, joven, tal vez necesite todo el apoyo que usted pueda suministrarle.

—Síganos —dijo el teniente Anthony—. Nos desviaremos hacia la derecha hasta llegar a la esquina, y después trataremos de alcanzar la primera puerta. Corremos el cerrojo y la abrimos unos centímetros, lo suficiente para escuchar que sucede detrás de esa cortina.

Medio minuto más tarde la unidad de cinco hombres estaba acurrucada junto a la esquina de la planta baja del edificio, en el limite de la terraza más alta. Witkowski tocó el hombro de Latham.

—Acompáñela —murmuró—. Mantenga las manos libres y preparadas. Tal vez no haya nada, pero esté atento ante la posibilidad de una sorpresa.

Drew empujó suavemente hacia adelante a Karin, sosteniéndole los hombros, hasta que llegaron a la primera puerta de vidrio. Ella espió por la abertura de la cortina interior, y vio al hombre que estaba de pie frente al estrado, y oyó al sacerdote rubio que exhortaba a la multitud a proferir gritos histéricos: ¡Sieg Heil, Günter Jäger! Con la boca abierta, los ojos desorbitados, ella empezó a gritar. Latham le cerró la boca con la mano, mientras los gritos de Sieg Heil colmaban el salón, y la obligó a retroceder hasta la esquina de la mansión.

—¡Es él! —dijo de Vries con voz sofocada—. ¡Es Frederik! Llévela de regreso a la lancha —casi gritó el coronel—. Nosotros terminaremos lo que hay que hacer aquí.

—¿Qué quiere terminar? ¡Maten al hijo de perra!

—Ahora, muchacho, no está comportándose como un oficial. Siempre hay un después.

—Y nosotros nos encargaremos de eso, coronel —dijo el capitán Christian Dietz, señalando a su teniente, que sostenía en las manos una cámara miniaturizada, y estaba grabando la escena frenética del interior de la casa.

—¡Sáquenla de aquí! —repitió Witkowski.

Caminaron de regreso hasta el río casi en silencio, por respeto a la impresión sufrida por Karin. Durante largo rato ella prefirió permanecer sola en la popa, mirando la luz de la luna que se proyectaba sobre la orilla opuesta. En cierta ocasión se volvió y miró con expresión de ruego a Latham, que abandonó su asiento y se acercó a ella.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó él en voz baja.

—Ya lo hiciste, pero ¿podrás perdonarme?

—Por Dios, ¿qué debo perdonarte?

—Perdí el control. Mi actitud podría haber provocado la muerte de todos. Stanley me advirtió acerca de la pérdida del control.

Tenías motivos suficientes para… De modo que ése era tu secreto, que tu marido estaba vivo y que…

—No, no —lo interrumpió Karin—. O quizá debería decir que sí, pero no de este modo, no lo que vimos esta noche. Estaba segura de que vivía, y creía que había cambiado de bando y era parte del movimiento nazi… que lo era voluntaria o involuntariamente… ¡pero nada como esto!

—¿Qué creías?

—Tantas cosas, tantas explicaciones posibles. Antes de la caída de Berlín oriental, lo abandoné, y le dije que habíamos terminado a menos que él devolviera cierto orden a su vida. Su bebida nunca fue problema, pues el alcohol a lo sumo lo convertía en un individuo agradable, expansivo y muy alegre, después cambió drásticamente, y se convirtió en una persona terriblemente ofensiva, que me golpeaba y me arrojaba contra la pared. No lo reconocía, pero consumía drogas, lo cual implicaba negar todo aquello que constituía el fondo de sus convicciones.

—¿Qué quieres decir?

—Creía en él mismo, apreciaba su propio ser, La bebida era un goce esporádico y casual, no una adicción. Si lo hubiera sido, tu hermano no lo habría tolerado… por razones personales y profesionales.

—Acepto eso —dijo Drew. A Harry le agradaba el buen vino y el coñac, pero no aceptaba que una persona perdiese el control de sus actos. Tampoco yo lo acepto, ya que estamos.

—Eso es lo que quise decir; tampoco Freddie toleraba esa situación. Todo lo que modificaba lo que él era aunque fuese durante un lapso muy breve, le parecía detestable. Sin embargo, como dije antes, cambió drásticamente. Se convirtió en un enigma, y era un monstruo en cierto momento y se arrepentía al siguiente. Una noche en Ámsterdam, después de convencerme yo misma de que Harry tenía razón, de que Frederik había muerto, recibí una llamada telefónica obscena. Era del tipo que realizan los adolescentes para vanagloriarse frente a sus amigos, disfrazando sus voces con tonos muy agudos o muy graves, y hablando después de aplicar un papel al teléfono. Las reclamaciones y los insultos sexuales de costumbre; por lo tanto, comencé a cortar la comunicación, cuando cierta frase o una serie de palabras atrajeron mi atención. Las había oído antes… ¡de labios de Freddie! Grité: «Dios mío, ¿eres tú, Freddie?». Todavía me parece oír el grito doloroso que siguió, y comprendí que yo tenía razón, y que Harry estaba equivocado.

—Lo que vimos esta noche fue una variación de ese monstruo —dijo Drew—. Me pregunto si todavía consume drogas.

—No tengo idea. Quizá la grabación que obtuvo el teniente Anthony debería ser vista por un psiquiatra.

—No veo el momento de inspeccionarla personalmente. Esa grabación podría ser una mina de oro… Karin, ¿qué sabe Witkowski?

No tengo la más mínima idea. Lo único que me dijo es que había preguntas sin respuesta que provenían del pasado. No sé a qué se refería.

—Preguntémosle primero. —Latham se volvió y se dirigió al coronel, que se había sentado a estribor con los dos comandos—. Stan, ¿puede acercarse un momento?

—Por supuesto. —El coronel se acercó y se detuvo frente a Drew y a Karin.

Stosh, usted sabía más de lo que confesaba acerca de lo que sucedió esta noche, ¿no es así?

—No, no sabía, simplemente presumía que había cierta posibilidad. Una de las personalidades favoritas de Freddie de Vries cuando pasaba a la clandestinidad era la del sacerdote, y Dios sabe que era más rubio que Marilyn Monroe cuando no se teñía los cabellos. Cuando el capitán mencionó la presencia de un sacerdote rubio de alrededor de un metro ochenta, yo estaba cerca de usted, Karin, y vi cómo perdía el control. Y de pronto los recuerdos afluyeron a mi memoria.

—Eso no explica por qué usted pudo imaginar siquiera que se trataba del marido de Karin —dijo Latham. Bien, ahora hay que remontarse a unos pocos años atrás. Cuando el G–Dos recibió la noticia de la muerte de Frederik de Vries a manos de la Stasi, no estábamos en condiciones de reconstruir los hechos… por ejemplo, por qué ellos habían anotado con tanto detalle los «interrogatorios» y la muerte de Frederik. No era normal, de ningún modo era normal. En general, se ocultaban cuidadosamente esos detalles; habían asimilado las lecciones de los campos de concentración.

—Eso es lo que primero me impresionó —dijo Karin—. También a Harry, pero él lo atribuyó a la mentalidad de los fanáticos de la Stasi, que sabían que estaban próximos a perder su poder, a perderlo todo. Yo no podía adoptar la misma actitud, porque Frederik hablaba con mucha frecuencia de la Stasi, de los brutales que podían llegar a ser, de su capacidad para manipular, y del hecho de que en esencia eran individuos inseguros. Los hombres inseguros no suelen condenarse utilizando sus propias palabras.

—¿Cómo contestó mi hermano cuando le dijiste eso?

—No le hablé del asunto. Mira, Harry no sólo era el control de Frederik; además, le profesaba mucho afecto. No tuve corazón para hablarle de nuestras dificultades. No tenía sentido. Freddie estaba muerto… de acuerdo con los datos disponibles.

—Había también otras cosas —dijo en voz baja el coronel—, cosas que usted, Karin, no podía conocer. Durante las últimas tres infiltraciones, la información que trajo de Vries era visiblemente falsa. Por esa época nosotros mismos habíamos comprometido a unos pocos miembros de la Stasi, que sabían que pronto quedarían sin empleo y podían ser acusados, de modo que cooperaban de buena gana, varios aportaron pruebas que refutaban las comprobaciones de Vries.

—¿Por qué no le mostraron ese material? —preguntó Drew—. ¿Por qué no lo interrogaron?

—Se trataba de un área difícil y confusa —replicó Witkowski, meneando la cabeza en las sombras—. ¿Lo habían engañado, habían sido más hábiles que él? ¿Estaba quemado? Antes había sido un agente destacado, de modo que podía suponerse que esas caídas eran sencillamente el resultado del exceso de trabajo. En fin, no pudimos aclarar el asunto.

—Stanley, usted mencionó «un par de cosas» —dijo Karin—. ¿Cuáles eran?

—Eran en realidad, una sola, pero confirmada por dos de los hombres que se pasaron a nuestras filas, y que no se conocían entre ellos; y nosotros confirmamos esa información. La Stasi era un pulpo con cien ojos y mil tentáculos; en cierto sentido, era como el reverso del país… Su esposo fue enviado dos veces a Munich y allí se reunió con el general Ulrich von Schnabe, que según se demostró más tarde era uno de los líderes del movimiento neonazi. Fue asesinado mientras estaba en prisión por uno de sus propios hombres, antes de que pudiéramos interrogarlo.

—De modo que plantaron la semilla, y se abrió una flor envenenada llamada Günter Jäger —dijo Karin, en el rostro una expresión de incredulidad—. ¿Cómo? En nombre de Dios, ¿cómo?

—Quizá la grabación nos dirá algo. —Latham apartó suavemente al coronel, y pasó el brazo sobre los hombros de Karin, y después se volvió hacia Witkowski—. Utilice su teléfono y llame a la gente de Moreau en Bonn. Dígales que nos consigan una suite triple en el hotel Konigshof, un lugar con equipo de video y aparatos para obtener copias.

—¡Jawohl, mein Herr! —dijo el coronel, sonriendo burlonamente al amparo de la penumbra de la oscuridad de la noche—. Casi diríamos que usted es un verdadero comandante, amigo mío.

—¿Pero cómo? —exclamó de pronto Karin de Vries, y su rostro de expresión dolorida se movió para contemplar las nubes en el cielo nocturno—. ¿Cómo es posible que un hombre se convirtiese de ese modo en otro?

—Ya lo descubriremos —dijo Drew abrazado a Karin.

Las voces, por momentos suavizadas y en otras ocasiones proferidas a gritos en alemán, adquirieron su propia y extraña cadencia, una suerte de flujo sonoro errático, que al mismo tiempo entumecía y electrizaba, una mezcla de sermón y amenaza. Las imágenes en la pantalla tenían un efecto igualmente hipnótico, a pesar del movimiento constante de la pequeña cámara, que no podía mantenerse fijo, o de las frecuentes intromisiones de un lienzo que a cada momento bloqueaba la lente. El sacerdote rubio hablaba ante un público completamente masculino de treinta y seis hombres, varios de los cuales, a juzgar por las ropas, no eran alemanes, pero todos estaban muy bien vestidos, algunos con menos formalidad que otros, con las prendas propias de los que practican yachting, o con equipos de Dior contrapuestos a trajes de oficina. En general, prestaban suma atención, y algunas miradas revelaban una inquietud natural cuando la arenga del áspero sacerdote cobraba excesiva violencia; pero todos se ponían de pie como un solo hombre durante los frecuentes Sieg Heil. Y el sacerdote de cuerpo tenso, con los cabellos muy rubios y los ojos penetrantes, en efecto producía una sensación hipnótica.

Antes de poner la grabación en el reproductor, el teniente Anthony se había detenido frente a la unidad, en la amplia suite del hotel Konigshof, para formular un anuncio. La cámara tiene un zoom y un micrófono de elevada impedancia, de manera que ustedes oirán todo, y yo intenté obtener primeros planos de todos los que estaban en el lugar, con fines de identificación. Como el señor Latham no habla alemán, Chris y yo pedimos una máquina de escribir inglesa e hicimos todo lo posible para traducir lo que dijo este Günter Jäger. El texto no es absolutamente perfecto, pero si bastante claro.

—Muy considerado de su parte, Gerry —dijo Drew, sentándose entre Witkowski y Karin.

—Fue más que eso. Fue una actividad de gran importancia —interrumpió el capitán Dietz, arrodillándose frente al televisor e insertando la cinta—. Todavía me siento conmovido —agregó con expresión enigmática—. Muy bien, ha llegado la hora de la magia.

La pantalla se colmó súbitamente de sonido e imágenes, o quizá de sonido y furia, como escribió el poeta. Latham leyó el texto en inglés.

«¡Amigos míos, mis soldados, auténticos héroes del Cuarto Reich!» —comenzó diciendo el hombre que se llamaba Günter Jäger—. «Les traigo maravillosas noticias. Una oleada de destrucción está por descender sobre las capitales de nuestros enemigos. Se ha establecido la hora cero, y ahora nos separan de ella exactamente cincuenta y tres horas. Todo aquello por lo cual hemos trabajado, por lo cual nos hemos esforzado y que nos llevó al sacrificio, ha fructificado. El fin todavía no está cerca, ¡pero hemos llegado al fin del principio! ¡Será el momento al que denominaremos omega, la solución definitiva de una parálisis internacional! ¡Como saben muy bien los que llegaron esta noche viniendo del otro lado de las fronteras y de allende los mares, nuestros enemigos se encuentran en un estado caótico, y muchos acusan a otros tantos de ser miembros de nuestra gran causa. En apariencia nos maldicen, pero millones ya nos aplauden en silencio, pues desean lo que nosotros podemos suministrar! Eliminaremos de las sedes del poder a los cómplices judíos, que quieren todo para ellos mismos, y al detestable Israel; deportaremos a los negros inferiores; aplastaremos a los socialistas que desearían imponernos el trabajo para beneficiarse ellos, y utilizar nuestros impuestos para promulgar el reino de la ociosidad… ¡En una palabra, lo reestructuraremos todo! El mundo debe recibir una lección de los romanos antes de caer en la indolencia y de permitir que la sangre de los esclavos infecte sus venas. ¡Debemos ser fuertes, y rechazar sin vacilaciones la inferioridad! Uno mata a un perro deforme, ¿por qué no podemos hacer lo mismo con el producto de los padres inferiores?… Y ahora vayamos a nuestra gran ofensiva… la mayoría de ustedes conocen su nombre, pero algunos lo ignoran. Ese nombre es el Rayo en el Agua, y se trata precisamente de eso. Así como el rayo golpea y mata, también el agua sufrirá el mismo efecto. En cincuenta y tres horas las reservas de agua de Londres, París y Washington estarán contaminadas con una toxicidad tan extraordinaria que centenares de miles morirán. Los gobiernos quedarán paralizados, pues se necesitarán días, quizá semanas, antes de que se analicen las toxinas, y más semanas todavía antes de que puedan aplicarse contramedidas. Al llegar ese momento…».

—Suficiente —dijo Latham—. Detenga ese maldito artefacto, y prepare enseguida los duplicados. No sé cómo lo hará, ¡pero envíe esa grabación a Londres, París y Washington! Y por fax remita la transcripción al número que le suministré. Hablaré por teléfono con todas las personas a quienes conozco. ¡Dios mío, sólo nos restan dos días!

Wesley Sorenson escuchó mientras Latham hablaba por teléfono desde Bonn; los ojos del director tenían una mirada fija e intensa, mientras en su frente se formaban gotitas de transpiración.

—Las reservas de agua, los depósitos —dijo, con voz apenas audible a causa del miedo—. Ése es el dominio del Cuerpo de Ingenieros militares.

—¡Es el dominio de todos los miembros del Pentágono, Langley y el FBI, y de la policía que esté cerca de las reservas de agua en Washington!

—Esos depósitos están cercados y vigilados…

—Dupliquen, tripliquen y cuadrupliquen todas las patrullas —insistió Drew—. Ese maniático no habría prometido llegar a dicho resultado si no creía que estaba en condiciones de cumplir su palabra. Por lo menos en presencia de ese público. Apuesto a que había más dinero en esa asamblea que en la mitad de Europa. Son gente hambrienta de poder y sospecho que él movilizó recursos ilimitados para promover la causa nazi. Dios mío, ¡tenemos apenas dos días!

—¿Qué sabe de la identidad del público?

—¿Cómo quiere que lo sepa? Ésta es la primera llamada que realizo. Estamos transmitiendo el material… el presidente de Alemania nos dio carta blanca para realizar transmisiones por satélite desde los estudios oficiales… transmisiones dirigidas a la inteligencia francesa, británica, y norteamericana. En nuestro caso todas las preguntas y los comunicados deberán ser atendidos por usted.

—¡No puede haber comunicados públicos! La atmósfera aquí y en todo el país es venenosa. Podría ser peor que en el período de McCarthy. Ya hubo varios disturbios, y una marcha sobre la capital del estado en Trento. La multitud comenzó a gritar «nazi» apenas se mencionaron los nombres de algunos políticos, burócratas líderes sindicales y ejecutivos de las corporaciones aunque estuviesen lejanamente relacionados con los que son objeto de una investigación directa. Y esto es sólo el comienzo.

—Un momento —dijo la voz de Latham en la línea—, ¡un minuto! Centenares de esos primeros nombres fueron traídos del Valle de la Fraternidad por Harry, ¿no es así?

—Por supuesto.

—Y de acuerdo con las transcripciones del MI–Seis, mi hermano aclaró que debían investigarse no sólo los nombres sino a todos los que estaban vinculados con ellos.

—Naturalmente, ése es el procedimiento usual.

—Y entonces, después de difundir esos nombres el alto comando nazi impartió la orden de matar a Harry, ¿no es así?

—Por supuesto.

—¿Por qué… por qué, Wes? Me persiguieron como si yo hubiese sido un lobo hambriento enemigo de todos los rebaños.

—Eso nunca pude comprenderlo.

—Quizá yo comienzo a ver un poco más claro. Me duele decirlo pero supongamos que suministraron nombres falsos a Harry, intencionadamente, para provocar precisamente la atmósfera que usted está describiendo.

—Por lo que sé de su hermano, no creo que él los hubiera aceptado.

—¿Y si no tenía alternativa?

—Harry no había perdido la cabeza. Por supuesto, tenía alternativa.

—Supongamos que así fue… que perdió el juicio. Gerhardt Kroeger es cirujano del cerebro, y arriesgó su vida en París para matar a Harry. De acuerdo con uno de los planes él… es decir yo… debía ser decapitado. En otro se le asestaría un golpe de gracia que le volaría la cabeza… el lado izquierdo de la cabeza.

—Creo que se impone una autopsia —dijo el director de Operaciones Consulares. Y después agregó—: Cuando sea posible. En este momento, más vale que actuemos con la máxima velocidad posible, para detener la maniobra que puede llegar a matar a centenares de miles de personas en París, Londres y Washington.

—Wes, Jäger lo dijo claramente. El aumento de la toxicidad en el agua de los depósitos.

—No soy experto en los sistemas de provisión de agua, pero sé algo al respecto. Santo Dios, en distintos momentos todos contemplamos la posibilidad de apelar al sabotaje táctico, pero en definitiva siempre rechazamos la idea.

—¿Por qué?

—La tarea es sencillamente enorme. Para obtener algún efecto en el agua de las grandes ciudades, se necesitaría una columna de abastecimientos de camiones pesados con una longitud de por lo menos cinco a siete kilómetros de largo, un espectáculo que no podría disimularse. Además, está la dificultad de ingresar en el área de las reservas, una situación que en el caso de un número tan elevado de vehículos es prácticamente imposible. Esos muros son como las barricadas de las prisiones, están equipados con alarmas laterales por secciones; si hay infiltración, se envía una señal al personal de seguridad de la torre de agua, y se realizan inspecciones inmediatas.

—Señor director, yo diría que usted es experto en la materia.

—Tonterías, es probable que los Boy Scouts y ciertamente cualquier ingeniero civil al servicio del gobierno domine este tipo de información.

—De modo que excluyeron la posibilidad de llegar por tierra. ¿Y por aire?

—Igualmente imposible. Tendrían que usar por lo menos dos escuadrones de aviones de carga que vuelen bajo, y que apunten sus materiales a lugares cercanos a las torres de agua. Sería muy probable que chocaran unos contra otros, y aunque no lo hicieran, provocarían estampidos prolongados y ensordecedores en toda el área, sin hablar de la posibilidad de que sean rastreados por el radar.

—Caramba, usted consideró realmente este tipo de sabotaje, ¿no es verdad?

—Usted sabe tan bien como yo, Drew, que en los juegos que jugamos siempre es esencial contemplar varias alternativas.

—Wes, esto no es un juego. Ese canalla hablaba en serio. Encontró un modo, y piensa utilizarlo.

—En ese caso, más vale que nos pongamos a trabajar. ¿No le parece? Me mantendré en contacto con el MI–5 y el Quai d’Orsay. Usted concentre sus esfuerzos en la identidad de todos los que estaban en esa propiedad a orillas del Rin. Coordine con Claude, el MI–6 y la inteligencia alemana. Es necesario que mañana por la mañana todos esos fanáticos estén encarcelados. Y concentre el esfuerzo primero en los que no son alemanes; no les permita que salgan del país.

Las computadoras oficiales de cuatro naciones activaron furiosamente sus discos durante las veintiuna horas siguientes, a medida que las diferentes fotografías fueron llegando a los organismos de inteligencia de Alemania, Francia, Inglaterra y Estados Unidos. De los treinta y seis hombres que gritaban «Sieg Heil, Günter Jäger», diecisiete eran alemanes, siete norteamericanos, cuatro británicos y cinco franceses; tres no fueron identificados, y puede suponerse que ya habían salido del país en avión. Todos fueron arrestados en secreto, y mantenidos incomunicados en calabozos aislados, sin darles explicaciones ni permitirles llamadas telefónicas. En los casos en que los individuos eran personas destacadas, se habló de súbitos viajes de negocios y conferencias prolongadas; ésa fue la explicación presentada en los domicilios, y formulada en nombre de las respectivas compañías.

—¡Esto es ofensivo! —rugió el propietario de una fábrica alemana de productos químicos.

—Usted también nos parece ofensivo —replicó el oficial de policía alemán.

Restaba únicamente Günter Jäger, mantenido en la ignorancia de los hechos de las últimas veintiuna horas, y que estaba solo con su personal en la modesta vivienda a orillas del Rin. Era una decisión adoptada por el comando multilateral, pues ninguno de los neonazis apresados podía aportar detalles concretos acerca de la ofensiva contra los depósitos de agua. Los planes que supuestamente revelaron con la esperanza de merecer mejor trato eran totalmente impracticables, y por lo tanto falsos. Incluso el histérico Hans Traupman, después que le mostraron las escandalosas filmaciones de sus experimentos sexuales, no pudo suministrar nada importante.

—¿Ustedes creen que les ocultaría algo? Dios mío, soy cirujano. Sé cuando una operación ha fracasado. ¡Estamos acabados!

Solo Günter Jäger conocía las respuestas, y la opinión reflexiva de los científicos de la conducta que habían estudiado la filmación era que se quitaría la vida antes que revelar nada.

—Su estado es una suerte de paranoia controlada, maníaco depresiva, lo cual significa simplemente que vive en el límite. Un empujón, e irá a parar al abismo de la locura total.

Karin de Vries se manifestó de acuerdo con esta opinión.

Por consiguiente, se procedió a supervisar todos los medios de comunicación utilizados por el nuevo Führer: el teléfono, las frecuencias de radio, los mensajes en mano, incluso la posibilidad de que se usaran palomas mensajeras. Algunos agentes provistos de poderosos aparatos de estrella estaban ocultos entre los matorrales, entre los árboles, y entre las ruinas de la anterior propiedad demolida; había elementos de «escucha» apuntando a todas las áreas del cottage y los terrenos circundantes. Todos esperaban que Jäger se comunicase con alguien o con algo, que les suministrara una pista acerca de la ofensiva inminente. No hubo nada, y las horas pasaban.

En Londres, París y Washington las instalaciones de agua estaban prácticamente sitiadas. Los pelotones de soldados armados patrullaban cada metro de estos sectores; los caminos que conducían a los depósitos estaban bloqueados; y había muchos desvíos. En las torres de agua de Washington, los sistemas operativos y de seguridad contaban con el personal formado por expertos del Cuerpo de Ingenieros militares, con los hombres más experimentados que habían llegado desde los distintos rincones del país.

—Ningún hijo de perra nazi se acercará a este lugar —dijo el brigadier general que estaba al mando del depósito de Dalecarlia—. Sucede lo mismo en Londres y en París. Hemos analizado hasta la última posibilidad. No obstante, creo que los franceses exageran un poco. Tienen unidades de bazookas y lanzallamas cada cien metros, y ni siquiera beben agua.

Como no había pruebas de que la operación con el agua afectaría a la ciudad, en Bonn el gobierno puso todos sus recursos a disposición de los aliados; ahora eran sus aliados, porque no había nadie sobre la tierra que detestase más que el gobierno alemán la reaparición de los nazis. Sin embargo, no creían que la historia fuese a repetirse. Pues durante las horas de más oscuridad, la noche señalada como fecha de la ofensiva, una serie de camiones que ostensiblemente llevaban toda suerte de artículos, desde ropa blanca hasta equipos de cocina y elementos de limpieza, se acercó lenta y discretamente a las áreas de estacionamiento. En realidad en esos camiones se habían cargado grandes tanques de nafta de elevado octanaje, un combustible muy explosivo conectado con bombas que podían rociar una pista entera de fútbol. Era un símbolo al que Günter Jäger no se podía resistir, un símbolo personal que él compartía sólo con sus fieles discípulos, los que ejecutarían la tarea. Incendiarían el Bundestag, quemándolo hasta los cimientos.

«Repetición del Reichstag», escribió en su diario privado.

—¡No sucede nada! —exclamó Karin en la suite del Hotel Konigshof. Era la una de la madrugada en Bonn; Witkowski y los dos comandos de la operación Tormenta en el Desierto, agotados después de casi dos días sin dormir, descansaban en las otras habitaciones.

—¡No estamos obteniendo ningún resultado!

—Todos coincidimos —dijo Latham, los párpados como láminas de plomo que él necesitaba mantener abiertos con los dedos—. Si no sucede nada hacia las seis de la mañana, lo atrapamos y comenzamos a apretarle las clavijas.

—¡No, habrá nada de eso, Drew! Freddie nunca fue a ejecutar una operación sin los medios necesarios para suicidarse en caso de que lo atrapasen. Siempre me dijo que no lo hacía por él mismo; era sólo su miedo a la tortura. Si lo descubrían, sabía que más tarde o más temprano debían ejecutarlo, de modo que prefería evitar el dolor… Fue una de las razones por las cuales no pude creer en el informe de la Stasi.

—¿Te refieres a la cápsula de cianuro en el cuello y todo el resto de esa basura?

—¡Es algo auténtico, tu ya lo viste! ¡Tu hermano Harry estaba equipado con la misma píldora!

—Jamás la habría usado. —La cabeza de Latham cayó sobre su pecho, y después se le aflojó todo el cuerpo en el diván.

—¡Drew, centenares de miles de vidas están en juego! Tú mismo lo dijiste… ¡Él encontró el modo de hacerlo! —Nadie escuchó su ruego; Latham estaba dormido.

—Hay otro modo de detenerlo —dijo de Vries, murmurando mientras corría hacia el interior del dormitorio, retiraba de la cama una manta y regresaba para cubrir a Latham. Después, volvió al dormitorio y descolgó el teléfono.

Sonó el teléfono, y Drew desorientado; extendió la mano, buscando lo que no estaba allí. Se puso de pie con movimientos inseguros; la llamada del teléfono cesó, y treinta segundos después Witkowski, correctamente vestido, salió del dormitorio.

—¡Maldición, ella lo hizo! —gritó el coronel.

—¿Hizo qué? —preguntó Latham, regresando al diván y meneando la cabeza.

—Fue a ver por su cuenta a de Vries.

—¿Qué?

—Karin utilizó nuestros códigos y consiguió que le permitieran pasar.

—¿Cuándo?

—Hace pocos minutos. El oficial de guardia quiso saber si debía anotar la entrada de Karin por el código o por el nombre.

—¡Vamos enseguida! ¿Dónde está mi arma? Estaba aquí, sobre la mesa. ¡Dios mío, se la llevó!

—Póngase una chaqueta y un impermeable —dijo el coronel—. Hace una hora que está lloviendo.

—Un automóvil de la inteligencia alemana viene hacia aquí —anunció el capitán Dietz, que salió corriendo por la puerta del tercer dormitorio, seguido por su teniente, los dos completamente vestidos y con las automáticas en las cartucheras—. Descolgué el teléfono y escuché —dijo—. Debemos darnos prisa, necesitaremos por lo menos diez minutos para llegar allí.

—¡Llamen al jefe de seguridad y ordénenle que la detenga o que vaya a buscarla! —dijo el teniente Anthony.

—No —rugió Witkowski—. Jäger es como un perro rabioso. Si cree que está arrinconado, se enfurecerá y matará a todo el que se ponga por delante. Ya oyeron el veredicto de los psiquiatras. No sé qué demonios cree Karin que está haciendo, pero en todo caso es mejor que lo haga sola hasta que lleguemos al lugar.

—Y cuando estemos allí —dijo tranquilamente Drew, apoderándose de una chaqueta y un impermeable—, entraremos. Ustedes tienen una segunda arma. Que uno me entregue la suya.

Después de identificarse como miembro de la unidad N–2 y de que su nombre y su código fuesen comprobados por el oficial de inteligencia alemán a cargo del equipo de vigilancia de la casa de Jäger, Karin de Vries recibió un informe general e instrucciones específicas.

—Tengo nueve hombres distribuidos estratégicamente en los terrenos con sus correspondientes equipos —dijo el oficial, agazapado bajo la lluvia detrás de una pared semiderruida, que había pertenecido al edificio anterior—. Todos están camuflados y escondidos en el follaje, varios se treparon a los árboles, y la lluvia, aunque nos incomoda mucho, parece ventajosa para nuestros propósitos. Las dos patrullas de Günter Jäger están apenas a veinticinco metros del cobertizo de las lanchas. Usted dice que debe llegar a la puerta sin ser vista, y desde el punto de vista de nuestra situación es esencial que no la vean… de modo que escuche lo que le diré. Siga este viejo sendero de lajas hasta llegar a los restos de un viejo prado, donde hay un campo de croquet, reconstruido para permitir que Jäger se entretenga. Del lado contrario hay un pino grande; más o menos a unos cinco metros de las primeras ramas está uno de mis hombres, que desde allí vigila cómodamente el cottage. Tiene un lápiz–linterna que protege con la mano. Si lo enciende dos veces, significa que un guardia está caminando cerca; tres veces significa que todo está despejado. Cuando usted vea las tres luces corra por el centro de la pista de croquet, donde hay otro sendero de lajas que se desvía hacia la izquierda. Recorra aproximadamente cuarenta pasos, hasta llegar al lugar en que la curva es más cerrada. Mire a su derecha; habrá otro hombre en el arbusto, y otro lápiz–linterna. Ese hombre puede vigilar directamente una puerta lateral, y es inevitable que usted la vea.

—¿Una puerta lateral? —lo interrumpió Karin, tratando de enjugar las gotas de lluvia que le salpicaban la cara bajo el sombrero de lienzo negro.

—Las habitaciones de Jäger —contestó el oficial de inteligencia alemán—. Dormitorio, baño, despacho y un agregado a la pared norte, donde hay una pequeña capilla personal con su propio altar. Afirman que allí pasa horas meditando. La puerta lateral es su entrada privada, la que está más cerca de la orilla del río, y a la que no puede acercarse nadie más que él. La puerta principal está sobre la izquierda, y es la entrada original del viejo cobertizo de botes es la que usan los guardias y los visitantes.

—En otras palabras, en esencia está separado del resto de la casa cuando se encuentra en sus habitaciones.

—Así es. El director Moreau manifestó un interés especial por el arreglo que acabo de describirle. Se comunicó conmigo después que usted lo llamó a París, y ambos concebimos el plan para facilitarle la entrada con el mínimo de riesgo.

—¿Qué le dijo, si puedo preguntarle?

—Que usted conoce desde hace años a Günter Jäger, y que es una estratega muy bien entrenada, que puede lograr lo que no está al alcance de otros. Yo, lo mismo que la mayoría de los altos jefes de nuestra profesión, aceptamos los juicios de Moreau, por entender que son los de un experto. También mencionó que estaría armada y sería capaz de protegerse usted misma.

—Espero que él tenga razón en ambos aspectos —dijo suavemente Karin.

—¿Qué? —El oficial alemán miró fijamente a de Vries—. Por supuesto, sus superiores aprueban la táctica que piensa aplicar ahora.

—Naturalmente. ¿Acaso el famoso Moreau se habría comunicado con usted para avisarle de mi llegada si no fuera ésa la situación?

—No, no habría hecho tal cosa… Su impermeable pronto estará empapado, no puedo ofrecerle otra prenda, pero tengo un paraguas disponible. Puede utilizarlo.

—Gracias, es una excelente idea. ¿Usted mantiene contacto con su personal mediante la radio?

—Sí, pero lamento no poder facilitarle un aparato. El riesgo es excesivo.

—Comprendo. Pero infórmeles que estoy en camino.

—Buena suerte, y tenga mucho, muchísimo cuidado, señora. Recuerde que podemos conducirla hasta la puerta, pero no podemos hacer nada más por usted. Aunque gritara, no podríamos contestarle.

—Sí, lo sé. Una vida comparada con tantos millares. —Dicho esto, Karin abrió el paraguas y comenzó a caminar por el sendero de lajas a través de ese diluvio. Limpiándose constantemente las gotas de lluvia que le golpeaban los ojos, llegó a lo que otrora había sido una elegante glorieta; los perfiles esqueléticos de la madera quemada y los tabiques rotos en cierto modo parecían reproducir una fotografía de tiempo de guerra, que ilustraba la lección de que la guerra era un igualador, que influía tanto sobre el rico como sobre el pobre. Y más allá, como si quisiera refutar esa lección, había una pista de croquet perfectamente mantenida; el césped bien cortado, los muebles de mimbre y las estacas pintadas con vivos colores intactos.

Karin levantó la cabeza, y entrecerró los ojos bajo el borde del sombrero de lienzo, estudiando el enorme pino y los árboles distintos, y menos imponentes que crecían a ambos lados. De pronto, percibió los resplandores apenas visibles. ¡Eran dos! Un guardia estaba patrullando. Karin se inclinó hacia el suelo, espiando en la oscuridad cargada de lluvia, y esperando otra señal. Llegó muy pronto: tres resplandores, repetidos dos veces. ¡El camino estaba despejado!

Atravesó corriendo la pista de croquet, los zapatos lisos hundiéndose en el pasto hinchado y húmedo, hasta que sintió la superficie dura del segundo sendero de lajas. Sin vacilar, corrió por él, teniendo en cuenta el total aproximado de cuarenta pasos y la curva cerrada; la encontró demasiado tarde, y se hundió de cabeza en el follaje muy crecido cuando las lajas vivaron bruscamente hacia la izquierda. No había visibilidad, ni modo de saber donde estaba. Se incorporó con movimientos torpes y dolorosos, y recogió el paraguas; estaba quebrado, y era inútil. De rodillas, miró hacia la derecha, según se le había ordenado. Vio únicamente la lluvia y la oscuridad, pero no se atrevió a hacer un solo movimiento hasta que llegó la señal. Finalmente la vio: tres golpes de luz. Karin caminó lenta y cautelosamente, hasta el extremo del sendero de lajas; estaba al borde del bosque, y vio el refugio del hombre que antes había sido su esposo y a quien ahora despreciaba. El Führer del Cuarto Reich. Había luces sobre el extremo izquierdo de la estructura, y oscuridad en el resto.

El ex cobertizo de botes era mucho más ancho, aunque no más largo que lo que ella había imaginado, pues estaba en un solo plano. El oficial de inteligencia alemán había dicho que hacia la derecha había un anexo que albergaba la vivienda aislada del hombre llamado Günter Jäger. También había agregados a la izquierda, pensó Karin, al observar la madera más clara y más reciente, que se prolongaba en una extensión de ocho o diez metros, y considerar el ancho hasta el comienzo del río, lo cual representaba un espacio suficiente para dos, tres o cuatro cuartos destinados al personal. El hombre de la inteligencia alemana había acertado en un aspecto: la puerta del frente estaba en el extremo izquierdo, al final del sendero cubierto de grava, en una suerte de desequilibrio simétrico, como si se tratase de algo temporario, pero apartado de las habitaciones de Jäger. Y directamente al frente, cerca del estrecho muelle y el ancho río, estaba la puerta lateral en forma de pórtico del pequeño porche de Günter Jäger. Karin respiró hondo varias veces, tratando de controlar su propio jadeo, extrajo del bolsillo del impermeable la automática de Drew Latham y comenzó a atravesar el área cubierta de pasto, en dirección al porche apenas iluminado por una tenue luz roja. Uno de ellos viviría, el otro debía morir. Era el final del infortunado matrimonio que los había unido. Pero en primer lugar había que considerar a «Rayo en el Agua», el plan de Günter Jäger destinado a paralizar a Londres, París y Washington. Frederik de Vries, otrora el más brillante de los agentes provocadores, había imaginado un modo de resolver la dificultad. ¡Karin lo sabía!

Karin llegó al reducido porche con su fantasmal luz roja; ascendió el único peldaño, apoyándose en una de las dos columnas que sostenían el alero; la intensa lluvia repiqueteaba regularmente sobre el techo. De pronto, lanzó una exclamación, y sintió miedo y confusión. La puerta estaba entreabierta, dejando a lo sumo un espacio de diez centímetros; después, solo la oscuridad. Karin se aproximó, la automática de Latham en la mano izquierda, y abrió más la puerta. De nuevo vio sólo la oscuridad, y excepto la lluvia ahora torrencial, el silencio. Entró en la casa.

—Sabía que vendrías, mi querida esposa —dijo la figura invisible, la voz arrancando ecos a las paredes apenas adivinadas—. Por favor, cierra la puerta.

—¡Frederik!

—Mira, ya no soy Freddie. Me llamabas Frederik sólo cuando estabas enojada conmigo, Karin. ¿Ahora estás enojada conmigo?

—¿Qué hiciste? ¿Dónde estás?

—Es mejor que hablemos en la oscuridad, al menos durante un momento.

—¿Sabías que vendría aquí…?

—Esa puerta permanecía abierta desde el momento en que tú y tu amante llegaron a Bonn.

—Entonces, entiendes que ellos saben quién eres…

—Eso carece completamente de importancia —la interrumpió con voz firme—. Ahora nada puede detenernos.

—No escaparás.

—Por supuesto, lo haré. Eso ya está arreglado.

—¿Cómo? Saben quién eres, ¡no te permitirán huir!

—¿Porque están allí distribuidos en dos hectáreas de arbustos y malezas y ruinas, con sus aparatos de escucha esperando que me comunique con otros que están en Alemania e Inglaterra, Francia y Estados Unidos? ¿Para acusar a otros, arrestar a otros, porque hablé con ellos? Te diré, querida esposa que la tentación de hacer llamadas a los presidentes de Francia y Estados Unidos, y a la reina de Inglaterra fue casi irresistible. ¿Te imaginas el desconcierto absoluto de las comunidades de inteligencia?

—¿Por qué no lo hiciste?

—Porque lo sublime rayaría en lo ridículo… y aquí todos actuamos con terrible seriedad.

—¿Por qué, Frederik, por qué? ¿Qué le sucedió al hombre que sobre todo detestaba a los nazis?

—Eso no es del todo cierto —dijo secamente el nuevo Führer—. Detestaba ante todo a los comunistas, porque eran estúpidos. Malgastaron por doquier su poder, tratando de ajustarse a la doctrina marxista de la igualdad cuando esa igualdad no existe. Concedieron autoridad a campesinos sin educación, y a patanes toscos y desaliñados. No había en ellos nada que fuese realmente grande.

—Antes nunca hablaste en esos términos.

—¡Por supuesto que sí! Sucedía únicamente que tú nunca escuchabas con mucha atención… Pero eso también carece de importancia, pues yo descubrí mi vocación, la vocación de un ser humano realmente superior. Vi un vaso y lo colmé, reconozco que con la ayuda de un cirujano de gran envergadura y sagacidad, que comprendió que yo era el hombre que ellos necesitaban.

—Hans Traupman —dijo Karin en la oscuridad, inmediatamente irritada consigo misma por haber pronunciado el nombre.

—Ya no está con nosotros, gracias a tu equipo de chapuceros. ¿Tu gente creyó realmente que podían dominar su embarcación y escapar con él? ¿Las cuatro cámaras inhabilitadas una tras otra, el receptor de radio que de pronto funcionaba mal, la embarcación misma remontando el río? Sinceramente, un comportamiento de aficionados. Traupman consagró su vida a nuestra causa, y no pudo desear otra salida, pues nuestra causa es todo.

Karin de Vries se dijo que Günter Jäger sabía mucho, pero no lo sabía todo. Creía que Traupman había muerto en su embarcación.

—¿Qué causa, Frederik? ¿La causa de los nazis? ¿Los monstruos que ejecutaron a tus abuelos y obligaron a tus padres a vivir como parias, hasta que finalmente se suicidaron?

—Esposa, después que tú me abandonaste aprendí muchas cosas.

—¿Yo te abandoné…?

—Hice un canje: mi ejecución por los diamantes, todos los diamantes que yo había dejado en Ámsterdam. Pero ¿quién podía contratarme después de la caída del Muro? ¿De qué sirve un espía superclandestino, cuando no hay dónde infiltrarse? ¿Adónde iría a parar mi estilo de vida? ¿Las cuentas de gastos sin límite, las limusinas, los extravagantes lugares de descanso? ¿Recuerdas el Mar Negro y Sebastopol? Dios mío, ¡cómo nos divertimos, y yo robé doscientos mil dólares norteamericanos para esa operación!

—Yo estaba hablando de la «causa», Frederik. ¿Qué puedes decirme de la causa?

—He llegado a creer en ella con todo mi ser. Al principio, otros escribían mis discursos para el movimiento. Ahora yo escribo todo, compongo todas esas piezas, porque son como óperas breves heroicas, que despiertan a quienes ven y oyen, ¡y entonces sus voces resuenan entonando sus elogios a mi persona, honrándome, adorándome mientras yo los mantengo en ese estado de suprema exaltación!

—¿Cómo comenzó todo… Freddie?

—Freddie… eso está mejor. ¿Realmente quieres saberlo?

—¿Acaso no quise enterarme siempre de tus misiones? ¿Recuerdas como a veces reíamos?

—Sí, esa parte de tu persona estaba muy bien, y no se parecía a la prostituta que eras la mayor parte del tiempo.

—¿Qué…? —Karin modero inmediatamente su voz—. Lo siento, Freddie, lo siento sinceramente. Fuiste a Berlín Oriental, y ésa fue la última noticia que tuve de ti. Hasta que leímos que te habían ejecutado.

—Mira, yo mismo redacté ese informe. Un tanto sensacional, ¿no te parece?

—Ciertamente, fue muy expresivo.

—Escribir bien es como hablar bien, y viceversa. Tienes que crear imágenes instantáneas que se adueñen de la mente de los que leen o escuchan. ¡Tienes que convertirlas inmediatamente en fuego y luz!

—¿Berlín Oriental…?

—Sí, allí comenzó. Algunos miembros de la Stasi tenían vínculos con Munich y especialmente con uno de los generales del movimiento nazi. Reconocieron mis cualidades, y caramba, ¿por qué no? ¡Yo los había engañado con tanta frecuencia! Después que los jefes con quienes traté recuperaron mis diamantes de Ámsterdam y me devolvieron la libertad, varios acudieron a mí, y dijeron que podían asignarme tareas. Alemania Oriental estaba derrumbándose; toda la Unión Soviética seguiría muy pronto por el mismo camino. Todo el mundo sabía a qué atenerse. Me llevaron a Munich y me reuní con el general von Schnabe. Un hombre imponente, incluso quizá un visionario; pero era esencialmente un ariete, un burócrata duro. Carecía del fuego necesario para ser el líder. Sin embargo, tenía un concepto, y estaba convirtiéndolo paulatinamente en realidad. En definitiva, podía llegar a cambiar la faz de Alemania.

—¿Cambiar la faz de Alemania? —dijo Karin con expresión incrédula—. ¿De qué modo un general oscuro y desconocido de un movimiento extremista despreciado podía cumplir esa hazaña?

—Infiltrando el Bundestag; y la infiltración era una forma de actividad que yo conocía muy bien.

—Eso no responde a mi pregunta… Freddie.

—Freddie… eso me agrada. Lo pasamos bien varios años, esposa mía. —La voz de Günter Jäger parecía llegar del vaho, y arrancar ecos a todos los rincones oscuros de la habitación; su origen se desdibujaba todavía más a causa del golpeteo de la lluvia contra las ventanas y el techo.

—Responderé a tu pregunta. Para infiltrar el Bundestag, era suficiente elegir a las personas apropiadas. El general movilizó la ayuda de Hans Traupman, y exploró el país buscando hombres talentosos pero descontentos, que residían en distritos económicos que se encontraban en situación difícil; y después, les aportaba «soluciones» y financiaba sus campañas, con una amplitud que ninguno de sus antagonistas podía igualar. ¿Me creerías si te digo que en este momento contamos con más de un centenar de miembros en el Bundestag?

—Esposo… ¿en cierto momento fuiste uno de esos hombres?

—¡Mujer mía, fui el más extraordinario! Se me asignó un nombre nuevo, una biografía distinta, una vida completamente renovada. Me convertí en Günter Jäger, un clérigo parroquial de una pequeña aldea de Kuhhorst, trasladado por las autoridades de la iglesia a Strasslach, en las afueras de Munich. Abandoné la iglesia, y luché por lo que yo mismo denominé la clase media explotada, los burgueses que eran la columna vertebral de la nación. Gané mi banca favorecido por una avalancha de votos, y mientras estaba en campaña Hans Traupman me observaba, y en definitiva adoptó su decisión. Yo era el hombre que el movimiento necesitaba. Te lo aseguro, esposa y prostituta, ¡de veras es fantástico! ¡Me han convertido en emperador y rey, en el gobernante de todo lo que tenemos, en el Führer del Cuarto Reich!

—¿Y tú aceptas eso, Freddie?

—¿Por qué no? Es la prolongación de todo lo que hice antes. La capacidad de persuasión que manifesté mientras me internaba en el campo enemigo, los discursos que pronuncié para confirmar mis falsos compromisos, todas esas cenas y simposios… todo eso fue entrenamiento para mis logros más grandiosos.

—Pero antes creías que esa gente era tu enemiga.

—Ya no lo creo. Tienen razón. El mundo ha cambiado, y para peor. Incluso los comunistas con sus puños de hierro eran mejores que los que vemos ahora. Si uno destruye la disciplina de un Estado fuerte lo que resta es la chusma, los grupos que se gritan unos a otros, que se masacran, que no son mejores que animales en una jungla. Bien, tenemos que desembarazarnos de los animales y reestructurar el Estado, seleccionando y compensando sólo a los mejores. Esposa, se anuncia el alba de un día nuevo y grande, y apenas eso sea comprendido, la verdad de su fuerza y la fuerza de su verdad barrerán el mundo.

—El mundo señalará y recordará la brutalidad de los nazis, ¿no lo crees… Freddie?

—Quizá por un tiempo, ¿pero qué sucederá cuando el mundo vea los resultados de un Estado depurado, sometido a un liderazgo enérgico y benigno? Las democracias exaltan constantemente las virtudes del proceso electoral, ¡pero ninguna de ellas podría estar más equivocada! Las urnas y los votos son inmundicias, y ese calificativo es el que merece la mayoría de las elecciones. Al principio se permitía votar únicamente a los terratenientes, a los hombres que habían demostrado su éxito, y por lo tanto su superioridad. Ése era el concepto mayoritario en la Convención Constitucional, ¿lo sabías?

—Sí, era una sociedad agraria; pero me sorprende que tú lo sepas. Esposo mío, la historia nunca fue uno tus aspectos fuertes.

—Todo eso ha cambiado. Si pudieras ver estos estantes… Están cargados de libros, y todos los días me traen títulos nuevos. Leo cinco o seis por semana.

—Permíteme verlos, permíteme verte. Te he extrañado, Freddie.

—Pronto, esposa, muy pronto. Hay cierto placer en la oscuridad pues te veo como prefiero recordarte. La mujer bella y vivaz que tanto se enorgullecía de su esposo, que me traía los secretos de la OTAN, a muchos de los cuales seguramente les debo la vida.

—Tú estabas del lado de la OTAN, de modo que yo no podía hacer otra cosa.

—Ahora he abrazado una causa más amplia. ¿Estás dispuesta a ayudarme?

—Eso depende, querido esposo. No puedo negar que eres muy convincente. Después de escuchar tus propias palabras, me siento muy interesada por lo que haces. Siempre fuiste un hombre extraordinario incluso los que te desaprobaban llegaban a elogiarte…

—¡Por ejemplo mi amigo, mi ex amigo Harry Latham, que ahora es tu amante!

—Estás equivocado, Freddie, Harry Latham no es mi amante.

—¡Mentirosa! Siempre estuvo buscándote, esperando que aparecieras preguntándome cuándo llegarías.

—Repetiré lo que te dije antes, y hemos convivido demasiado tiempo como para que no sepas cuándo digo la verdad y cuándo miento. Después de todo, ésa es tu profesión, y tú me escuchaste decir muchísimas mentiras en tu nombre… Harry Latham no es mi amante. ¿Quieres que te lo repita?

—No. —La negativa arrancó ecos a las paredes invisibles—. Entonces ¿quién es él?

—Alguien que asumió el nombre de Harry.

—¿Por qué?

—Porque tú deseas la muerte de tu amigo Harry, y Harry no quiere morir. ¿Cómo pudiste hacer eso Frederik? Harry te amaba como… como un hermano menor. No lo decidí yo —dijo la voz abstracta de Günter Jäger—. Harry infiltró nuestro cuartel general en los Alpes. Era parte de un experimento. No tuve más remedio que aceptarlo.

—¿Qué clase de experimento?

—Una cuestión médica. Nunca lo comprendí del todo. Sin embargo, Traupman se mostraba muy entusiasmado, y yo no podía oponerme a Hans. Era mi mentor, el hombre que me llevó al lugar en que estoy ahora.

—¿Y dónde estás, Freddie? ¿Eres realmente el nuevo Adolfo Hitler?

—Es extraño que lo menciones. He leído y releído Mein Kampf, y todas las biografías que pude conseguir. ¿Tienes idea del paralelismo de nuestras vidas, por lo menos de la vida que hicimos antes de unirnos al movimiento? Era artista, y a mi propio modo yo También lo soy. Estaba desocupado, una situación a la cual casi me vi arrojado. Fue rechazado por la Liga de Artistas Austríacos, así como por la Academia de Arquitectura, por la supuesta falta de talento, era un ex cabo que no tenía adónde ir. En mi caso sucedía lo mismo. ¿Quién emplea a una persona como yo? Y ambos carecíamos de dinero; en su caso, no tenía nada, y yo vendí todos mis diamantes para salvar la vida… Después, durante los años veinte alguien vio a un extremista de barricada lanzando gritos apasionados y convincentes, contra la injusticia de las condiciones sociales; y más tarde otra persona escuchó la oratoria de un soberbio ex agente provocador que incluso a ellos los había engañado. Hombres así son valiosos.

—¿Sugieres que tanto tú como Adolfo Hitler llegaron por casualidad a sus respectivas posiciones?

—Esposa, yo lo diría de otro modo. No encontramos nuestras causas, nuestras causas nos descubrieron.

—¡Eso es obsceno!

—En absoluto. Las convicciones del converso son siempre más firmes, porque necesita llegar a ellas.

—Llegar a esos resultados implicará una enorme pérdida de vidas…

—Al principio sí, pero eso pasará muy pronto, será olvidado deprisa, y el mundo se convertirá en un lugar mucho más agradable. No habrá una gran guerra, ni enfrentamientos nucleares… nuestro progreso será gradual pero seguro, pues gran parte del mismo ya está encaminado. En cuestión de meses, cambiarán los gobiernos, se sancionarán nuevas leyes que beneficien a los más fuertes y los más puros, y en el curso de unos pocos años la basura inútil, la hez de la sociedad que nos está devorando, será eliminada.

—Freddie, no necesitas pronunciar un discurso ante mí…

—¡Todo eso es cierto! ¿No lo ves así?

—Ni siquiera a ti puedes verte, y me excitas cuando hablas de ese modo, porque en efecto eres un hombre extraordinario. Por favor, enciende una luz.

—Tengo un pequeño problema con eso.

—¿Por qué? ¿Cambiaste tanto en cinco años?

—No, pero yo uso lentes u tú no.

—Yo los uso cuando se me cansan los ojos, bien lo sabes.

—Sí, pero los míos son distintos. Puedo ver en la oscuridad, y veo la pistola en tu mano. Eso me recordó que eres zurda. ¿Recuerdas cuando decidiste que jugarías al golf conmigo, y fui a comprar un juego de palos, pero conseguí los que sirven a quienes usan la mano derecha?

—Sí, por supuesto, lo recuerdo… sostengo el arma en la mano porque tu me enseñaste que nunca acudiese desarmada a una reunión nocturna, ni siquiera contigo. Dijiste que ninguno de los dos podía saber si nos habían seguido.

—Y tenía razón. Yo estaba protegiéndote. ¿Tus amigos que están fuera de la casa sabían que venías armada?

—No vi a nadie. Vine sola, sin pedir autorización.

—Ahora estás mintiendo, por lo menos en parte, pero no importa. ¡Suelta el arma y déjala caer al piso! —Karin obedeció, y Jäger encendió una lámpara, una especie de reflector que proyectó su luz sobre un pequeño altar, donde se destacó el crucifijo de oro depositado sobre un lienzo púrpura. El nuevo Führer se sentó en un taburete puesto a la derecha; tenía una camisa de seda blanca, abierta al cuello, y sus cabellos rubios relucían, y su cara de rasgos regulares pero firmes se exhibía en la postura más atractiva—. ¿Qué te parezco después de cinco años, querida esposa?

—Tan hermoso como siempre, pero eso tú lo sabes.

—Es un atributo que no puedo negar, y que Herr Hitler nunca poseyó. ¿Sabías que era un hombre de corta estatura, con la cara un tanto enjuta y abotagada, que usaba zapatos con tacos elevados? Mi apariencia me ayuda mucho, pero la uso con brillante humildad, y finjo una frialdad total cuando las mujeres la mencionan. La vanidad física no sienta bien a un líder nacional.

—A otros les importa. Solía creer que los impresiona. A mí me conmovía… y todavía me produce ese efecto.

—¿Cuándo sospecharon ustedes que «Günter Jäger» era el nuevo líder neonazi?

—Cuando uno de los Sonnenkind se quebró en el curso de un interrogatorio. Sospecho que con el agregado de algunas drogas.

—Eso es imposible. ¡Jamás revelé mi condición a cualquiera de ellos!

—Sin duda lo hiciste, al margen de que lo hayas advertido o no. Dijiste que habías asistido a reuniones, pronunciado discursos…

—¡Sólo a nuestra gente en el Bundestag! Todo el resto fue grabado.

—Entonces, alguien te traicionó… Freddie. Oí hablar de un sacerdote católico que fue a confesarse y se descargó con su confesor.

—Dios mío, ese idiota senil de Paltz. A menudo dije que había que excluirlo; pero Traupman afirmó que tenía muchos partidarios en la clase trabajadora. Ordenaré que lo fusilen.

Karin respiró un poco más aliviada. Había tocado la cuerda que ella necesitaba pulsar. El nombre de Paltz le llegaba de las identificaciones realizadas sobre la base de la grabación, y del hecho de que monseñor Paltz era un anciano que provocaba el rechazo casi histérico de la jerarquía católica alemana, otro hecho comprobado mediante una llamada al obispo de Bonn. El obispo no había andado con rodeos: «Es un fanático confundido que debería ser retirado del servicio. Es lo que le dije a Roma». Karin esperó a que su descarriado esposo se calmase.

—Freddie —comenzó con voz baja y controlada—. Este Paltz, quienquiera sea, ese sacerdote, dijo que ocurrirá algo terrible en las ciudades de Londres, París y Washington. Desastres de tal magnitud que morirán centenares de miles de personas. ¿Eso es cierto… Freddie?

El silencio total del Führer era algo eléctrico, exagerado por el golpeteo de la lluvia. Finalmente Günter Jäger habló, y su voz sonó dura, y pareció vibrar como las cuerdas de un violoncelo muy tenso que están a un paso de saltar.

—De modo que por eso viniste, esposa prostituta. Te enviaron para explorar la posibilidad de que yo revele el carácter de nuestra gran ofensiva.

—Vine por mi cuenta. No saben que estoy aquí.

—Es posible, pues nunca supiste mentir. Sin embargo, la ironía es muy dulce. Dije antes que nada podía detenernos, y sucede que eso es la verdad. Mira, como todos los grandes jefes, yo delego la responsabilidad, sobre todo en las áreas en que carezco de conocimiento experto. Suministro las líneas generales de un plan o una estrategia, y sobre todo determino los resultados finales, pero no resuelvo los aspectos técnicos, y ni siquiera designo al personal que perfeccionará los detalles. Aunque quisiera, no podría saber cuáles son los candidatos más convenientes.

—Sabemos que el asunto tiene que ver con el agua de las tres ciudades, los depósitos o reservas, como quiera que se los llame.

—¿De veras? Estoy seguro de que monseñor Paltz realizó una exposición cargada de detalles técnicos. Pregúntale.

—Frederik, ¡eso no puede funcionar! Suspende la operación. Todos los que participen serán apresados. Hay centenares de soldados dispuestos a disparar sobre las personas o las cosas que se acerquen al agua. ¡Todos serán capturados y a ti te denunciarán!

—¿Me denunciarán? —preguntó serenamente Jäger—. ¿Quién? ¿Un anciano senil que no sabe en qué año vive, y mucho menos el mes o el día? No seas ridícula.

—Frederik, hay una grabación de la reunión de anoche. Todos los que participaron han sido detenidos y se los mantiene en total incomunicación. ¡Todo ha terminado, Freddie! ¡Por Dios, suspende la operación de «Rayo en el Agua»!

—¿Rayo en el… Agua? Dios mío, estás diciendo la verdad, lo leo en tu voz y en tus ojos. —Günter Jäger se levantó del taburete, y su cara y su cuerpo parecían los de un Sigfrido iluminado por los focos de la escena operística—. De todos modos, mi esposa y prostituta, eso nada cambia, pues nadie puede contener la gran ofensiva. En menos de una hora llegaré a un país que aplaude mi obra, nuestra obra, y veré cómo mis discípulos en todo el mundo occidental pasan a ocupar posiciones importantes.

—¡Jamás lograrás escapar!

—Te muestras ingenua, querida esposa —dijo Jäger, acercándose al centro del altar y presionando un botón bajo el crucifijo de oro. Bruscamente, respondiendo al contacto, se abrió un cuadrado del piso, y aparecieron las aguas agitadas del río—. Allí abajo hay un submarino para dos hombres, cortesía de un astillero cuyo director es uno de los nuestros. Me llevará hasta Königswinter, donde me espera un avión. El resto es la repetición de la historia.

—¿Y yo?

—¿Tienes idea del tiempo que ha transcurrido desde la última vez que estuve con una mujer? —dijo calmadamente Jäger, iluminado por el foco del altar—. ¿Cuántos años he tenido que revestir el manto de una rígida disciplina monástica, mientras sugería que quienes se sometían a esas tentaciones demostraban que eran vulnerables al compromiso y la corrupción?

—Por favor, Frederik, tus posturas no me interesan.

—¡Deberían interesarte! Durante más de cuatro años he vivido de este modo, demostrando que yo y sólo yo era el líder supremo incorruptible. Miraba con reprobación a las mujeres que vestían de manera indiscreta, y ni siquiera permitía anécdotas o bromas obscenas en mi presencia.

—Seguramente fue algo insoportable para ti —dijo Karin, la mirada paseándose por la habitación en sombras—. Cuando regresabas de tus incursiones al territorio del bloque oriental, invariablemente traías un exceso de condones y diferentes números telefónicos que correspondían a una lista de mujeres.

—¿Tú revisabas los bolsillos de mis trajes?

—Generalmente había que enviarlos a la tintorería.

—Siempre tienes respuesta para todo.

—Contesto sinceramente, y digo lo primero que me viene a la mente, lo que me aporta la memoria… Volvamos a mí, Frederik. ¿Cuál será mi destino? ¿Piensas matarme?

—Prefiero no hacerlo, esposa, porque eso eres todavía, por lo menos legalmente y a los ojos de Dios. Después de todo, mi submarino de cortesía puede llevar a dos personas. Tú podrías ser mi consorte, con el tiempo mi compañera, quizá la emperatriz del emperador, más o menos como Fräulein Eva Braun con Adolfo Hitler.

—Eva Braun se suicidó con su «emperador», y utilizó el cianuro y un disparo. Esa perspectiva no me atrae.

—Esposa, ¿no me complacerás?

—No te complaceré.

—Lo harás de otro modo —dijo Günter Jäger, con voz apenas audible, mientras se desabotonaba la camisa de seda blanca y se la quitaba, y después comenzaba a desabrocharse el cinturón.

Karin de pronto se abalanzó hacia la izquierda, y su cuerpo se elevó por el aire en el intento desesperado de llegar a la automática de Latham, que ella había dejado caer al piso. Jäger se adelantó, lanzando hacia adelante la pierna derecha, y la punta de su bota conectó con el vientre de Karin, con tanta fuerza que ella cayó al suelo en posición fetal, gimiendo de dolor.

—Ahora me complacerás, esposa —dijo el nuevo Führer, quitándose los pantalones una pierna después de la otra y plegando la prenda, de modo que las rayas coincidieran; y depositándola sobre el taburete.