Capítulo 36

El complejo de apartamentos —no hubiera sido razonable nominarlo casa— era una de esas frías estructuras de acero y vidrio que lograban que una persona añorase las paredes de piedra, las torres, los arcos e incluso las salientes. No era tanto el trabajo de un arquitecto, sino más bien el producto de una computadora automatizada, y su estética se basaba en los grandes espacios vacíos. De todos modos, era imponente, las ventanas del frente de hecho tenían dos pisos de alto, el vestíbulo estaba construido con mármol blanco, y en su centro había un gran estanque con una cascada iluminada por luces encendidas bajo el agua. A medida que se ascendía un piso tras otro, los corredores interiores aparecían limitados por una pared interior de granito moteado que permitía que todos observaran la opulencia de los pisos bajos. Se obtenía un efecto, caracterizado no tanto por la belleza sino por el sentido triunfal de la ingeniería.

A la izquierda del vestíbulo de mármol blanco estaba la ventana con vidrio corredizo de la oficina de seguridad; detrás del vidrio podía verse al guardia uniformado, cuya tarea era aceptar a los visitantes que se identificaban a través del intercomunicador instalado en la entrada, después de comprobar que eran aceptados por los residentes. Además, en beneficio de la intimidad y la seguridad, el guardia tenía al alcance de la mano las alarmas correspondientes a Incendio, Entrada mediante la fuerza y Policía; esta última, apostada a unos ochocientos metros de distancia, podía llegar al edificio a lo sumo en sesenta segundos. El complejo tenía una altura de once pisos, y el departamento del último piso lo ocupaba en su totalidad.

Como podía suponerse, el exterior armonizaba con los precios del establecimiento. Un camino circular conducía de un alto seto a otro, y todo el terreno sugería la iniciativa de un paisajista: el follaje recortado, los jardines floridos, cinco estanques de hormigón, por supuesto, bien ventilados, y con caminos de losas para la personas a las cuales les interesara pasearse entre las bellezas naturales. Al fondo del complejo, a la vista del muro de estilo medieval, había una piscina de proporciones olímpicas, con las correspondientes cabañas que servían como vestuario, y un bar para los visitantes que llegaban en verano. Teniendo en cuenta todos estos detalles, el doctor Hans Traupman, el Rasputín del movimiento neonazi, vivía muy bien.

—Esto es como entrar en Leavenworth sin autorización —murmuró Latham, protegido por el verdor de los arbustos, frente a la entrada. A su lado estaba el capitán Christian Dietz, que antes había reconocido el sector.

—Todos los accesos a la piscina están activados con un sistema electrónico… uno toca un cable con la mano y las sirenas comienzan a funcionar. Conozco estas fibras. Responden al estímulo del calor.

—Conozco eso, señor —dijo el Ranger y veterano de Tormenta en el Desierto—. Por eso le dije que el único modo era eliminar a los dos guardaespaldas, doblegar al personal de seguridad de la casa y llegar al undécimo piso.

—¿Usted y Anthony pueden desembarazarse de los guardias?

—Ése no es problema. Gerry derribará al tipo aficionado a la bebida, y yo me encargaré del hombre que se rasca constantemente. El problema, según veo el asunto, es si usted y el coronel pueden imponerse al personal de seguridad del apartamento.

—Witkowski habló por teléfono con un par de agentes del Deuxième. Dice que eso está controlado.

—¿Cómo?

—Dos o tres nombres de la Polizei. Llamarán a la guardia interior de la casa y, allanarán el camino. Un asunto muy secreto, y todo el resto de ese tipo de maniobra.

—¿El Deuxième colabora con la policía de Nuremberg?

—Pueden hacerlo, pero no es lo que yo dije. Dije «nombres», no personas. Supongo que son nombres importantes, al margen de que correspondan o no a personas reales… Caramba, Chris, es la medianoche pasada, ¿quién se ocupará de controlar la llamada? Cuando los Aliados atacaron en Normandía, nadie se atrevió a despertar a los principales ayudantes de Hitler, y mucho menos al propio jefe.

—¿El alemán del coronel es realmente bueno? Le oí hablar sólo unas pocas palabras.

—Es muy fluido.

¿Lo duda? Witkowski no habla, ladra.

—Oiga… acaba de encender un fósforo entre los arbustos, a la derecha. Sucede algo.

—Él y el teniente están más cerca. ¿Puede ver qué pasa?

—Sí —replicó el capitán Dietz, espiando a través del follaje—. Es el alemán corpulento de la botella de bebida. Gerry está acercándose hacia el extremo derecho; lo atrapará en las sombras, en el camino que lleva al edificio.

—¿Ustedes siempre se sienten tan seguros?

¿Por qué no? Es sencillamente un trabajo, y estamos entrenados para hacerlo.

—¿No pensó que en la lucha cuerpo a cuerpo el otro puede ser más duro?

—Por supuesto, por eso nos especializamos en los trucos mas sucios que se conozcan. ¿Usted no? Uno de mis amigos de la embajada de París lo vio a usted jugando hockey en Toronto o Manitoba u otro lugar por el estilo; dijo que usted era el gran maestro de las maniobras sucias.

—Cambiemos de tema —ordenó Latham—. ¿Qué sucede si el muchacho de la botella de whisky no regresa? ¿El otro guardia lo esperará?

—Son alemanes, se atienen al horario. Cualquier variación es inaceptable. Si un soldado se descuida, el otro puede sufrir la influencia del descuido. Continúa la marcha, y hace su parte. ¡Mire! Gerry lo atrapó.

—¿Qué?

—Usted no estaba mirando. Gerry encendió un fósforo y lo inclinó hacia la izquierda. Misión cumplida… Ahora, yo me arrastraré hasta allí, mientras usted se reúne con el coronel en un costado.

—Sí, ya lo sé…

—Pasará un rato, quizá incluso veinte minutos o cosa así, pero tenga paciencia, lo conseguiremos.

—Como usted quiera.

—Si. Nos veremos después, amigo de Operaciones Consulares. —El capitán de las fuerzas especiales se arrastró hacia la entrada protegida por un toldo del complejo de apartamentos, mientras Drew se deslizaba entre las plantas florecidas del jardín de estilo inglés, y llegaba al seto en que Stanley Witkowski yacía tendido en el suelo.

—¡Estos hijos de perra son notables! —declaró el coronel, con un par de binoculares infrarrojos en los ojos—. ¡Tienen hielo en las venas!

—Bien, es simplemente un trabajo, están entrenados para hacerlo, y lo hacen bien —dijo Drew, pegándose al suelo.

—Lo que usted diga, amigo —replicó Witkowski—. Ahí va el otro… ¡caramba, son notables! ¡Derecho y a la cabeza, y nada menos que eso!

—Stanley, no necesitamos muertos. Preferimos cautivos.

—Acepto las dos cosas. Solamente quiero entrar allí.

—¿Podemos hacerlo?

—La trampa está armada, pero no sabremos a qué atenernos hasta que lo intentemos. Si hay un problema, atacamos con toda nuestra fuerza.

—La guardia avisará a la policía apenas vea un arma.

—Hay once pisos… ¿pero dónde comienzan?

—Observación sensata. ¡En marcha!

—Todavía no. El candidato del capitán todavía no llegó.

—Pensé que usted había dicho que ya estaba.

—Que estaba en posición, pero no preparado para apoderarse del premio.

—¿Que premios?

—Es una expresión de la marina. Uno no puede disparar hasta que no aparezca el blanco.

—¿Quiere hablar claro, por favor?

—El segundo de los dos guardias todavía no ha llegado.

—Gracias.

Pasaron seis minutos y Witkowski habló.

—Aquí viene, exactamente en hora. ¡Bendita sea la disciplina! —Treinta segundos después encendieron un fósforo, que cayó hacia la izquierda—. Acabado —dijo el coronel—. Vamos, y de pie. Recuerde que usted es miembro de la policía de Nuremberg. Permanezca detrás de mí y no abra la boca.

—¿Que podría decir? ¿O, Tannenbaum, mein Tannenbaum?

—Aquí vamos. —Los dos hombres atravesaron el camino circular, y después de llegar al ancho toldo, delante de las puertas de vidrio de la entrada, se detuvieron. Conteniendo la respiración y manteniéndose erguidos, se acercaron al panel exterior que permitía comunicarse con el escritorio de la seguridad.

Guten Abend —dijo el coronel, continuando en alemán—, somos los detectives llamados para controlar el equipo exterior de emergencia de la residencia del doctor Traupman.

Sí, sus superiores llamaron hace una hora, pero como ya les dije, el doctor hoy tiene visitas…

—Y supongo que ellos le dijeron que no molestaremos al doctor —interrumpió secamente Witkowski—. En realidad, ni él ni su guardaespaldas personales deben sufrir molestias; ésas son las órdenes del comandante, y por mi parte yo no tengo el mas mínimo interés en desobedecer esas instrucciones. El equipo externo está en el depósito, frente al piso en que está la puerta del doctor Traupman. Ni siquiera se enterará de que estuvimos aquí… ésas son las órdenes del jefe de la policía de Nuremberg. Por otra parte, estoy seguro de que él le explicó claramente todo eso.

—Y a propósito, ¿que sucedió? Me refiero al equipo.

—Probablemente un accidente, alguien que trasladó muebles o cajas al depósito y cortó un cable. No lo sabremos hasta que examinemos los paneles, precisamente la tarea que nos encomendaron… Francamente, no sabría a qué atenerme aunque tuviera ante los ojos el desperfecto; mi colega es el experto.

—Yo ni siquiera sabía de la existencia de este equipo —dijo el guardia del apartamento.

—Amigo, hay muchas cosas que usted no sabe. Entre usted y yo el doctor tiene comunicación directa con todos los altos jefes de la policía y el gobierno, e incluso con Bonn.

—Sabía que era un gran cirujano, pero no tenía idea…

—Digamos que él se muestra sumamente generoso con nuestros superiores, los suyos y los míos —lo interrumpió de nuevo Witkowski, en un tono ahora más cordial—. En fin, para beneficio de todos debemos atenernos a nuestras órdenes. Estamos perdiendo el tiempo… Por favor, permítanos entrar.

—Ciertamente, pero todavía tienen que firmar el registro.

—¿Y quizá perder el empleo? ¿Y que usted pierda el suyo?

—Está bien, aplicaré los códigos de modo que puedan llegar en ascensor al undécimo piso; ahí está el apartamento. ¿Necesitan la llave del depósito?

—No, gracias. Traupman entregó una llave a nuestro comandante, y él nos la dio.

—Usted disipa todas mis dudas. Adelante.

—Por supuesto, le mostraremos nuestras tarjetas de identificación, pero insisto en que debe olvidarse de que nos vio.

Naturalmente, éste es un buen empleo, y desde luego no deseo que la policía se me eche encima.

El ascensor estaba fuera de la vista de la entrada en el apartamento del cirujano, en el undécimo piso. Latham y el coronel se acercaron deslizándose junto a la pared; Drew espió por el costado de la pared de hormigón revestida con mármol. El guardia sentado frente al escritorio estaba de mangas de camisa, y leía un libro mientras tamborileaba con los dedos al compás de la suave música proveniente de una pequeña radio portátil. Estaba por lo menos a quince metros de distancia, y la imponente consola que tenía enfrente era su conexión directa con varios hombres que podían conseguir que abortase la operación N–2. Latham consultó su reloj y murmuró a Witkowski.

Stosh, no es una situación agradable.

—No esperaba que lo fuera —contestó el veterano del G–2, metiendo la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrayendo cinco pequeñas esferas—. Vea, Karin tenía razón. La maniobra de distracción es todo.

—Ya pasó la hora en que la amiga de Traupman prometió que desactivaría la alarma. Seguramente está muy nerviosa allí adentro.

—Lo sé. Use los dardos y apunte al cuello. Continúe disparando hasta que lo hiera en la garganta.

—¿Qué?

—Se levantará y vendrá hasta aquí, créame.

—¿Y qué piensa hacer?

—Mire. —Witkowski envió una esferita rodando sobre el piso de mármol; repiqueteó hasta chocar con la pared de enfrente, y se detuvo. Después, Witkowski arrojó otra en dirección contraria, y ésta también al fin se detuvo—. ¿Qué está sucediendo? —murmuró Witkowski a Drew.

—Usted dirige esto. Se puso de pie y viene hacia aquí.

—Cuanto más se acerque, mejor podrá dispararle. —El coronel arrojó dos esferitas por el corredor, en dirección a su derecha; repiquetearon, el mármol contra el mármol; el guardaespaldas corrió hacia adelante, con el arma en la mano. Dobló en la esquina y Latham disparó tres dardos narcóticos; el primero falló, y rebotó en la pared; el segundo y el tercero alcanzaron al neonazi en el costado derecho del cuello, y emitió un grito bajo y prolongado, mientras se derrumbaba lentamente.

—Retire los dos dardos, encuentre el tercero y lleve a ese hombre de regreso al escritorio —dijo Witkowski—. La droga pierde efecto en media hora.

Transportaron al neo hasta el escritorio, lo depositaron en la silla, el tronco y la cabeza inclinadas sobre la superficie de madera. Drew se acercó a la puerta del apartamento, respiró hondo y abrió. No sonó ninguna alarma, sólo la oscuridad y el silencio, hasta que habló una débil voz femenina… por desgracia, en alemán.

Schnell. ¡Beeilen Sie sich!

—¡Un momento! —dijo Latham, pero la orden fue innecesaria, pues el coronel ya estaba al lado—. ¿Qué dice, y podemos encender la luz?

—Sí —replicó la mujer—. Habló poco inglés. —Después de decir esto, encendió la luz del vestíbulo. La muchacha rubia estaba completamente vestida, y sostenía en la mano el bolso y un maletín. Witkowski se adelantó—. Salimos ahora, ¿ja?

—No nos adelantemos, Fräulein —dijo el coronel en alemán—. Primero el trabajo que vinimos a realizar.

—¡Me lo prometieron! —exclamó ella—. Una visa, un pasaporte… ¡protección para ir a Estados Unidos!

—Recibirá todo, señorita. Pero si no podemos retirar de aquí a Traupman, ¿dónde están las grabaciones?

—Tengo quince… las peores… aquí en mi bolso. Con respecto a retirar de la casa de apartamentos a Herr Doktor, es imposible. La entrada de servicio tiene una alarma activa desde las ocho de la noche hasta las ocho de la mañana. No hay otra forma, y las cámaras de televisión registran todo.

El coronel tradujo para beneficio de Drew, que contestó:

—Tal vez podamos pasar con Traupman frente al escritorio del personal de seguridad. Qué demonios, sus guardias ya no están. —Witkowski de nuevo tradujo, ahora para la mujer alemana.

—¡Eso es una estupidez, que provocará la muerte de todos! —replicó enfáticamente la mujer—. Ustedes no entienden cómo está organizado este lugar. Los dueños son los más ricos de Nuremberg, y a causa de los secuestros que afectan a todos los ricos en Alemania últimamente, el residente mismo debe informar al escritorio que sale de la casa.

—De modo que usaré el teléfono y seré Traupman. ¿Y qué? Y a propósito, ¿dónde está?

—Dormido en su cama; es un hombre viejo y se cansa fácilmente… a causa del vino y de otras cosas. Pero realmente ustedes no entienden. Los ricos de toda Europa viajan con guardias y automóviles a pruebas de balas. Pueden haber entrado aquí, y los felicito por la hazaña, ¡pero si creen que pueden irse con el doctor, están locos!

—Le aplicaremos un narcótico, como hicimos con el guardia que estaba frente a la puerta.

—Todavía más absurdo. Es necesario llamar a la limusina desde el garaje antes de que el doctor salga del edificio; y solamente sus guardaespaldas conocen la combinación de la bóveda…

—¿La bóveda?

—Es posible robar o sabotear los automóviles… realmente, ustedes no entienden.

—¿De qué demonios están hablando ustedes dos? —interrumpió Drew—. ¡Basta de alemán!

—Estamos mal —dijo el coronel—. El informe del Deuxiéme ignoró algunas cosas. Por ejemplo, los vehículos blindados bajo el dosel antes de que Traupman salga, y las cerraduras de combinación en el garaje…

—¡Todo este maldito país es paranoico!

Nein, nein Herr —dijo la mujer—. Comprendo algo de lo que usted dice. No toda Alemania… algunos sectores, donde viven los ricos. Tienen miedo.

—¿Y qué me dice de los nazis? ¿Alguien les tiene miedo?

—¡Ellos son basura, mein Herr! Las personas decentes no los apoyan.

—¿Y quién demonios cree que es Traupman?

—Un mal hombre, un viejo senil…

—¡Es un maldito nazi!

Fue como si hubiesen asestado un golpe en la cara de la joven. Se estremeció y meneó la cabeza.

—No sé nada… de todo eso. Su Freunde… en der Medizin, se los respeta. Muchos son beruhmt. Famosos.

—Ésa es su cobertura —dijo Witkowski en alemán—. Es uno de los líderes del movimiento, y por eso queremos apresarlo.

—¡No puedo hacer más que lo que hago! Lo siento, pero no puedo. Ustedes tienen las grabaciones, y eso es lo que prometí. Ahora, ustedes deben facilitarme la salida de Alemania, pues si lo que dicen es cierto, esos cerdos nazis me matarán.

—Señorita, nosotros cumplimos las promesas. —El coronel se volvió hacia Latham y habló en inglés—. Saldremos de aquí, chlopak. No podemos retirar a este canalla sin amenazar toda la operación. Iremos en avión a Bonn en una hora o cosa así, en un avión del Deuxiéme, y esperaremos allí al hijo de perra.

—¿Usted cree que de todos modos irá mañana a Bonn?

—No creo que pueda hacer otra cosa. Además cuento con una cadena de mandos de los alemanes, la cual es mucho más rígida que la nuestra. Es necesario evitar a toda costa la culpa, y eso se parece bastante a lo que hacemos nosotros mismos.

—¿Quiere aclararme eso?

—Los guardaespaldas de Traupman han sido drogados. Recuperarán el sentido en veinte o treinta minutos, sin duda muy asustados, e inmediatamente inspeccionarán el apartamento.

—Donde encontrarán a Traupman durmiendo pacíficamente —lo interrumpió Latham—. Pero ¿qué me dice de las cintas grabadas, Stosh?

Witkowski miró a la joven rubia y formuló la misma pregunta. La acompañante nocturna de Traupman abrió su bolso y extrajo una llave.

—Ésta es una de las dos llaves del gabinete de acero donde se guarda el resto de las cintas —contestó en alemán—. La otra está en el Banco Nacional de Nuremberg.

—¿Advertirá la pérdida de la llave?

—No creo que ni siquiera piense en eso. La guarda en el segundo cajón de su escritorio, bajo algunas prendas de vestir.

—Le haré la siguiente pregunta sólo porque es indispensable. ¿Él filmó las actividades con usted esta noche?

—No, porque habría sido demasiado vergonzoso. Después que me reuní con su colaboradora en el cuarto de baño, me las arreglé para salir. Siempre llevo conmigo un gotero lleno con un narcótico y somnífero, en caso de que la velada llegue a ser excesivamente repulsiva.

—Pero usted también es adicta a las drogas, ¿verdad?

—Sería ridículo negarlo. Tengo dosis suficientes para tres días. Después, recibí de ustedes la promesa de ayudarme en Estados Unidos… No me convertí en drogadicta por mi propia iniciativa; me llevaron a eso, como sucedió con muchas de mis hermanas en Berlín Oriental. Todas nos convertimos en acompañantes de lujo de los funcionarios, y nos entregamos a la drogadicción para sobrevivir.

—Salgamos de aquí —gritó Witkowski—. ¡Estas muchachas son víctimas!

—Adelante, Coronel —dijo Latham—. Después de todo, el capitán Dietz tendrá otra oportunidad a orillas del Rin.

Uno tras otro los confundidos guardaespaldas confluyeron en el corredor de acceso a la puerta de Traupman. Cada uno de los relatos de lo que había sucedido era diferente, y sin embargo todos eran iguales; las variaciones eran imputables a las excusas con las cuales pretendían salir del paso, pues en realidad nadie sabía lo que había sucedido. Que los habían atacado era evidente, pero ninguno estaba gravemente herido.

—Será mejor que entremos y veamos cuáles son los daños —dijo el hombre de aliento alcohólico.

—¡Nadie podría entrar! —protestó el guardia que atendía el escritorio del corredor—. Encontraríamos una multitud en ese lugar si alguien lo hubiese intentado. La alarma avisa simultáneamente al personal de seguridad del vestíbulo y a la policía.

—De todos modos, fuimos atacados y drogados —insistió el guardaespaldas cuyas manos recorrían su propio bajo vientre en el intento de rascarse furiosamente.

—Usted debería consultar un médico —dijo el alcohólico—. No quisiera contagiarme su dolencia.

—En ese caso no vaya de excursión a orillas del Regnitz con una prostituta que hace el amor entre los arbustos. ¡La muy perra! Debemos entrar, porque sólo de ese modo podremos saber si es necesario que escapemos de Nuremberg.

—Desactivaré la alarma y abriré la puerta —dijo el guardia del escritorio, inclinándose con movimientos inseguros y pulsando una serie de números en su consola—. Ya está abierto.

—Usted primero —dijo uno de los hombres.

Cuatro minutos después los tres guardias regresaron al corredor, perplejos e inseguros, cada uno a su propio modo desconcertado.

—No sé qué pensar —dijo el hombre más corpulento—. El doctor duerme pacíficamente, no hay el más mínimo desorden y todos los papeles están como siempre…

—¡Y la joven no está! —interrumpió el hombre de la picazón en la ingle.

—¿Ustedes creen…?

—Yo sé —declaró el guardia afectado por la irritación en la piel—. Traté de decir sutilmente al doctor que ella no le convenía. Ella vive con un policía de mal carácter que está separado de su esposa; y Dios sabe que ese hombre no puede pagarle la droga.

—La policía… las alarmas… ella pudo haber hecho todo eso con la ayuda de su amigo —dijo el guardia del corredor, sentándose frente a su escritorio y descolgando el teléfono de la consola—. Hay un modo de averiguarlo —continuó—. Llamemos a su apartamento. —Después de consultar una lista de números protegida por un alambre de plástico, el guardia marcó. Pasó un minuto entero, y el hombre devolvió el teléfono a su lugar—. No hay respuesta. Ellos salieron de la ciudad o están en algún sitio preparando una coartada.

—¿Para qué? —preguntó el guardia aficionado a la bebida.

—No lo sé.

—Entonces, ninguno de nosotros sabe… nada. —El guardaespaldas se mostró inflexible—. El doctor está bien, la prostituta salió por propia voluntad, Heindrich puede comprobarlo… y todo parece normal, ¿no lo creen?

—¿Por qué no? —convino el guardia llamado Heindrich, sentado frente al escritorio—. Incluso Herr Doktor Traupman dirá que es una explicación aceptable. Sería preferible que él no viese a esas mujeres por la mañana.

—Entonces, amigos míos, aquí no sucedió nada —dijo el hombre, contemplando su envase vacío—. Continuaré vigilando y pasaré por el garaje y por mi automóvil para reabastecerme.

Los focos iluminaban con máxima intensidad los muelles a orillas del Rin, en Bonn. Salvo uno, todos serían apagados cuando la pequeña lancha de motor abandonase su amarradero en pocos minutos. A unos ochocientos metros de distancia, protegida por las sombras, había otra embarcación, el casco y el puente pintados de verde oscuro, el motor apagado, balanceándose a impulsos de la suave corriente del río; sus tripulantes se habían puesto trajes impermeables, y tenían tanques de oxígeno sujetos a la espalda. Eran seis, y el sexto, un capitán, era agente del Deuxiéme. De los cinco dispuestos a sumergirse, sólo Karin de Vries había debido justificar a grito pelado su inclusión en el grupo.

—Probablemente tengo más experiencia que usted en este tipo de natación, oficial Latham.

—Lo dudo —había replicado Drew—. Me entrenaron en el Instituto Scripps de San Diego, y uno no recibe una formación más cabal que ésa.

—Y yo aprendí con Frederik en el mar Negro, cuatro semanas de preparación… Teníamos una excelente cobertura, porque éramos marido y mujer. Si la memoria de Stanley todavía funciona, quizá recuerde ese ejercicio.

—Lo recuerdo, joven —dijo Witkowski—. Nosotros pagamos toda la operación… Freddie trajo unas doscientas fotos tomadas bajo el agua, correspondientes a los navíos soviéticos que estaban en Sebastopol y sus alrededores. El tonelaje, el desplazamiento, todo…

—Y yo tomé por lo menos un tercio de esas fotos —agregó Karin con acento desafiante.

—Está bien —admitió Latham—. Pero si salimos vivos de todo esto, tendrás que aprender que tú no llevas los pantalones en esta familia.

—Y tú no te pondrás los míos a menos que cambies de actitud… ¿Quizás acabas de pedirme que me case contigo?

—Te lo pedí antes… no con las mismas palabras, pero con bastante claridad.

—Acaben con eso, los dos —ordenó Witkowski—. Aquí viene Dietz.

El capitán de comandos se acercó y se puso en cuclillas frente a ellos.

—Acabo de repasar el plan con el capitán de la lancha, y no le encuentra defectos. Ahora, examinemos de nuevo todo el asunto.

El plan del capitán Christian Dietz, si bien no era una obra maestra de confusión, ciertamente estaba destinado a evitar la infiltración en los momentos de actividad hostil. Arrastrado por la lancha de motor verde oscura, a la cual estaba unido por una cuerda, había un bote de goma negro, con un motor de 250 hp, que podía desarrollar 40 nudos por hora. Además, atada a la popa había una lona negra, que podía cubrir toda la embarcación, incluso el motor. La estrategia era absolutamente sencilla… si todo funcionaba de acuerdo con el plan.

Aproximadamente a un kilómetro y medio de su amarradero la pequeña embarcación de Traupman sería atacada por la unidad submarina N–2. Taponándola los caños de gas con cierres de una sustancia líquida que se endurecería en pocos segundos. Después, las cámaras giratorias de televisión serían anuladas mediante proyectiles silenciosos, disparados por pistolas poderosas como una 357 Mágnum. Entonces, la unidad abordaría la embarcación de Traupman, dejaría fuera de servicio todos los restantes equipos de comunicación, narcotizaría al médico, y lo entregaría al bote negro al mando del capitán del Deuxiéme, que desplegaría la lona negra. Después, se activaría el piloto automático en la embarcación de Traupman, mientras la unidad retornaba a su lancha verde oscura, para enfilar hacia la orilla, cerca del lugar de destino de Traupman.

Los dos primeros ejercicios tuvieron éxito. Bajo la guía del teniente Anthony y el capitán Dietz, Latham, Witkowski y Karin emergieron al costado de la lancha rápida, aferrando los cables que pudieron encontrar marcados por círculos rojos. La embarcación aminoró la marcha; y ahora enfiló hacia la costa. Como un solo hombre, los cinco subieron a bordo, y se enfrentaron al aterrorizado Traupman.

—¿Was ist los? —gritó, extendiendo la mano hacia su radio. Latham le retiró inmediatamente el aparato, mientras Karin se acercaba al nazi, le abría la chaqueta y le clavaba una aguja en la carne, bajo la camisa—. ¡Ordenaré que la fusilen…! —fueron las últimas palabras que Traupman pronunció antes de caer sobre la cubierta.

—¡Pásenlo al bote! —gritó Witkowski mientras la embarcación negra se ponía al costado, y el cuerpo del nazi descendía pasando sobre la borda—. ¡Ahora, a toda velocidad fuera de aquí!

—Rodearé la embarcación y la pondré en piloto automático, con rumbo norte–noroeste —exclamó Christian Dietz.

—¿Qué demonios es eso?

—No se preocupe —replicó el teniente Gerald Anthony—. Remontará el Rin, e incluso tendrá en cuenta los recodo. Estudiamos los mapas.

—Traupman fue llevado hacia esa luz amarilla encendida en un muelle, hacia la izquierda —dijo Karin.

—¿Estás pensando lo mismo que yo? —dijo Drew.

—Eso espero, pues ciertamente no me privaré de nada.

—Entonces, al agua, y nademos en dirección a nuestra propia lancha, si podemos verla.

—La anclé —dijo Anthony—. Está allí… a lo sumo a treinta metros de distancia. Una vez que estemos a bordo, me acercaré a la orilla al amparo de una arboleda.

—El capitán Dietz se volvió después de comprobar que Traupman estaba cubierto por la lona negra en el bote de goma con motor, y se alejaba en dirección a la orilla opuesta del Rin.

—¡Salgamos de aquí! —dijo Dietz—. Tenemos que enviar río arriba esta lancha.

La sugerencia llegó justo a tiempo, pues al cabo de pocos minutos, mientras la embarcación vacía de Traupman llegaba al centro del Rin, el helicóptero apostado cerca del muelle descendió del cielo, como si se preparase para auxiliar a la embarcación. En cambio, una sucesión constante de descargas de ametralladoras roció la lancha, mientras el helicóptero describía dos círculos, y finalmente volaba la lancha con fuego de cañón.

La embarcación se hundió.

—Caramba —dijo Latham a Karin y a sus tres colegas, todos sentados a orillas del Rin.

—Creo conveniente que volvamos a ese muelle, y esperemos a ver quién llega y cuáles son sus intenciones —dijo Witkowski.