Capítulo 35

El sujeto, doctor Hans Traupman (residencia indicada mas arriba) está acompañado por guardaespaldas las veinticuatro horas del día; son unidades de tres hombres en turnos de ocho horas. Estos guardias están fuertemente armados, incluso cuando acompañan al cirujano a la sala de operaciones, donde permanecen mientras dura la intervención. Cuando Traupman va a restaurantes o asiste al teatro, a conciertos, o a cualquier otro tipo de acontecimientos, es frecuente que se duplique su guardia, distribuida alrededor del doctor Traupman, los hombres en las sillas o en las butacas, y a menudo explorando el sector, de un modo sumamente profesional, de tal modo que abarcan el área entera. Cuando están en el domicilio de Traupman, los guardaespaldas patrullan constantemente los ascensores, los corredores y el exterior de su casa de apartamentos de lujo. Esto se suma a las múltiples alarmas y grupos de apoyo. En las raras visitas a los cuartos de baños públicos, dos guardias lo acompañan, y el tercero permanece afuera, y con palabras corteses prohíbe que otros entren hasta que Traupman reaparece. El vehículo en que viaja es una limusina Mercedes blindada, con ventanas a prueba de balas, tubos de gas en todos los costados para inmovilizar a los agresores, y activados desde el tablero. Cuando viaja, utiliza su jet privado, guardado en un sector aislado de un aeródromo que está al sur de Nuremberg. Varias Cámaras digitales, operan día y noche, registran toda la actividad interna y externa.

La única variación en esta rutina de seguridad es el momento en que Traupman vuela a Bonn y utiliza su lancha de motor en las aguas del Rin, durante las noches en que según puede presumirse asiste a las reuniones clandestinas del movimiento neonazi. (Véase el informe precedente). Al parecer a ninguno de los miembros se les permite tener tripulación o un capitán, lo cual explica el tamaño y la capacidad de maniobra de la embarcación. Es una lancha pequeña con un motor de 125 hp y flotadores inflables, a babor y a estribor. Sin embargo, incluso aquí hay un considerable nivel de seguridad, mediante cámaras giratorias que envían imágenes y sonidos a los guardias que están en el embarcadero, donde hay un helicóptero común preparado para un despegue urgente e inmediato. (Aquí, pueden realizarse observaciones especiales. Hay un radar que transmite las coordenadas correspondientes a los lugares del río, y como en el caso del Mercedes, hay conductos que arrojan gas por la borda, con el fin de disuadir o matar a los intrusos. El hombre que maneja el timón está protegido por una sencilla máscara, que fue observada en diferentes ocasiones).

Buena suerte, Claude. Realmente me debe ésta. Tuve que abrirme paso en el club náutico de Bonn afirmando que deseaba comprar una Chris–Craft norteamericana. Felizmente, dejé el nombre de un sujeto de nacionalidad española que opera aquí y me debe dinero.

Drew Latham sonrió discretamente al leer el último párrafo, depositó el informe de Moreau sobre la mesa escritorio, y miró a Witkowski y a Karin, que estaban sentados en el diván.

—¿Hay alguna contingencia que ese sinvergüenza no haya contemplado?

—Es un informe bastante completo —dijo el coronel.

—No sé —dijo de Vries—. Yo no leí.

—Léelo ahora y quejate. —Drew se puso de pie y acercó el informe a Karin, y después se sentó en uno de los sillones frente a sus dos interlocutores. De Vries comenzó a leer mientras Latham continuaba diciendo—: Ignoro por dónde empezar. Ese canalla está realmente protegido, incluso cuando va al retrete.

—Parece difícil en el papel, pero si nos acercamos al escenario quizá encontremos vacíos.

—Mas vale que así sea. De acuerdo con esto, sería mucho más fácil liquidarlo que apoderarse de su persona.

—Siempre es así.

—Una diversión —dijo de Vries, apartando la mirada del informe de Moreau. Es la única posibilidad que veo. Distraer la atención de los guardias.

—Eso es axiomático —dijo Witkowski—. Ir más lejos, inmovilizar a un par de ellos y desencadenar un ataque. La cuestión es cómo, y cuál es el grado de disciplina de esos hombres.

—Como usted dice, Stosh, no podremos saber a que atenernos hasta que lleguemos allí.

—A propósito, los dos hombres de la OTAN están abajo, en mi oficina. Llegaron de Bruselas en el vuelo de las quince horas, con pasaportes nuevos y papeles que dicen que son vendedores de una compañía de material aeronáutico.

—Una buena cobertura —dijo Latham—. Ese tipo de vendedor aparece en todos los rincones de Europa.

—Tuvimos que trabajar bastante para ordenar los documentos. Se necesitó la mañana entera y parte de la tarde para asegurar la «autenticidad». De hecho, incluso están en la lista de sueldos de la compañía.

—¿Todo eso era necesario? —preguntó Karin.

—Por supuesto, joven. Las referencias a sus verdaderos nombres revelarían las fojas de servicios de dos comandos de las Fuerzas Especiales que operaron detrás de las líneas durante la Tormenta en el Desierto. Cada uno es tan práctico con un cuchillo como con las manos, sin hablar del garrote y las armas de fuego.

—Con la cual usted dice que son asesinos.

—Solo cuando es necesario, Karin. Francamente, son dos buenos muchachos, incluso un poco tímidos, a quienes hemos adiestrado para que reaccionen como corresponde en determinadas situaciones.

—Eso es un eufemismo para disimular el hecho de que son capaces de romperle a una la cabeza golpeándola contra una piedra si les parece que es necesario —explicó Latham—. ¿Está satisfecho con ellos, Stosh?

—Absolutamente.

—¿Y los dos hablan bien el francés y el alemán? —agregó de Vries.

—En efecto. El primero es el capitán Christian Dietz, de treinta y dos años, diplomado de la Universidad Denison, y oficial militar de carrera. Los padres y los abuelos eran alemanes, y participaron en el movimiento alemán clandestino mientras rigió el Tercer Reich. El padre y la madre fueron enviados a Estados Unidos cuando eran niños.

—¿El otro? —dijo Drew.

—Un teniente llamado Anthony, Gerald Anthony. Es un poco más interesante —dijo el coronel—. Se diplomó en literatura francesa y alemana, y estaba tratando de obtener el doctorado mientras enseñaba en una pequeña universidad de Pensilvania cuando decidió, según sus propias palabras, que no podía soportar la política en el claustro. Pensé que debía invitarlos a subir —continuó Witkowski—. Es necesario que los conozcamos, aunque sea informalmente.

—Una buena idea, Stanley —dijo Karin—. Pediré a la cocina que prepare algunos entremeses y café, quizá bebidas.

—No —dijo Drew—. Nada de entremeses ni café, y ciertamente nada de bebidas. Ésta es una fría operación paramilitar, y hay que conservarle ese carácter.

—¿No es una actitud un tanto fría?

—Tiene razón, joven amiga, aunque nunca pensé que le oiría decir eso. Me equivoqué, el momento apropiado para practicar ese tipo de informalidad llega después. Después que uno ve las cualidades y los defectos de la actuación de estos hombres. De Vries miró al coronel con gesto dubitativo.

—Aún están siendo evaluados —explicó Latham—. Entrevistados en relación con la tarea… cómo se comportan, qué pueden ofrecer. Dos oficiales de las Fuerzas Especiales que han operado detrás de las líneas enemigas en una guerra cualquiera seguramente tienen algo que decir.

—No sabía que disponíamos de esa reserva de candidatos.

—No la tenemos, pero ellos no lo saben. Stanley, dígales que suban.

Salvo la estatura relativamente reducida, el capitán Christian Dietz hubiera podido salir de un cartel de la Juventud Hitleriana. Rubio, de ojos azules, y con un cuerpo que hubiera provocado la envidia de un campeón olímpico, se movía como el comando experimentado que era. En cambio, el teniente Gerald Anthony era igualmente musculoso, pero mucho más alto y con los cabellos oscuros; un hombre muy delgado, que evocaba la imagen de un látigo, preparado para encogerse y reaccionar mortalmente de un instante al siguiente. Aunque pareciera contradictorio, la cara de ambos estaban completamente desprovistas de maldad, en los ojos no había ni un atisbo de hostilidad. Y para completar la incongruencia, eran dos hombres, como lo había dicho Witkowski, esencialmente tímidos, vacilantes cuando llegaba el momento de explicar sus actividades anteriores o sus condecoraciones.

—Estuvimos en el lugar justo y en el momento oportuno —dijo Dietz sin comentarios.

—Nuestra inteligencia era excelente —agregó Anthony—. De no haber sido por ella, nos habrían cocido en un fuego iraquí, es decir, si hubieran aprendido a encenderlo en la arena.

—Entonces, ¿ustedes cooperaban?

—Nuestro código de radio era Alfa–Delta.

—Delta–Alfa —corrigió Dietz a Gerald Anthony.

—Usábamos las dos formas —dijo Anthony, sonriendo a su amigo.

—Muy bien —aprobó el capitán, sonriendo con modestia.

—Ustedes leyeron el informe acerca de Traupman —continuó Latham—. ¿Tienen sugerencias?

—Un restaurante —dijo el teniente Anthony.

—El río —dijo casi simultáneamente el capitán Dietz—. Propongo que esperemos en Nuremberg y los sigamos hasta Bonn, usando el río.

—¿Por qué un restaurante? —preguntó Karin, dirigiéndose a Anthony.

—Es fácil distraer la atención…

—Yo dije lo mismo —lo interrumpió de Vries.

—… Iniciando un incendio —continuó el teniente—, o identificando a los guardaespaldas e inmovilizándolos mediante la fuerza o con sedantes instantáneos incorporados al agua o los alimentos. Francamente, creo que un incendio es mas eficaz. Todos esos platos a la llama; es tan sencillo desparramar las salsas, y todo el lugar se puebla de llamas que duran poco, pero distraen a todos mientras nos apoderamos del sujeto.

—¿Y el río? —intervino Witkowski.

—Uno puede taponar las salidas de gas de las embarcaciones… lo hemos hecho antes. Las patrullas de Saddam Hussein tenían esa defensa. Después, uno vuela las cámaras con proyectiles de alta potencia, como si los sistemas eléctricos hubiesen sufrido desperfectos. La clave consiste en hacerlo nadando bajo la superficie, fuera del alcance de las cámaras, y antes de que la embarcación llegue a la orilla. Uno sube a bordo, y sale de la zona.

—Volvamos al punto de partida —dijo Latham—. Teniente, ¿por qué cree que un restaurante en Nuremberg es más eficiente que el río en Bonn?

—En primer lugar, ahorro tiempo, y en el agua hay demasiadas posibilidades de error. La visibilidad es mediocre, podemos equivocar los orificios de salida del gas, o las cámaras transmisoras… aunque sea una sola. El helicóptero para las situaciones urgentes tiene faros potentes, y es fácil identificar la lancha de motor. Según veo las cosas, el enemigo preferiría que el sujeto muriese a causa de las balas o las bombas, y no que lo tomen prisionero.

—Es cierto —dijo el coronel—. Y usted, capitán, ¿por qué cree que con restaurante es un lugar inapropiado?

—También porque hay excesivo margen para el error —dijo Dietz. Un grupo numeroso de gente dominado por el pánico es un bocado especial para las unidades de seguridad. Apenas se desencadene un incendio, correrán hacia el sujeto para protegerlo, y no hay modo de narcotizar a los guardias que no están en las mesas cercanas, aunque uno los conozca.

—De modo que usted discrepa con su colaborador —dijo Karin.

—No es la primera vez, señora. Generalmente resolvemos la diferencia.

—Pero usted es su superior —lo interrumpió bruscamente Witkowski.

—No prestamos mucha atención al rango —dijo el teniente—. Por lo menos en el combate. En un mes o dos ascenderé a capitán, y entonces tendremos que dividir las cuentas del almuerzo y la cena. No podré insistir en que él continúe pagando.

—El hombre delgado come como un buey —rezongó en voz baja el capitán Christian Dietz.

—Tengo una idea —interrumpió de pronto Latham—. Creo que merece un examen más atento. Pidamos una copa.

—Pero me pareció que usted había dicho…

—Olvide lo que dije, general de Vries.

Los cinco miembros de la Operación N–2 fueron en avión a Nuremberg en tres vuelos distintos; Drew embarcó con el teniente Anthony, Karin viajó con el capitán Dietz, y Witkowski fue solo. Claude Moreau había realizado los arreglos: Latham y de Vries ocuparon habitaciones contiguas en el mismo hotel; Witkowski, Anthony y Dietz fueron a diferentes hoteles de la ciudad. El encuentro fue la mañana siguiente en la biblioteca principal de Nuremberg, entre las pilas de volúmenes consagrados a la historia de la ciudad otrora imperial. Los llevaron a una sala de conferencias, por entender que eran tres candidatos al doctorado y su profesor, originarios de la Universidad Columbia en Nueva York, todo acompañados por la guía alemana de sexo femenino. No tuvieron que presentar documentos, pues los agentes de Moreau habían allanado el camino.

—No tenía idea de que era un lugar tan hermoso —exclamó Gerald Anthony, el único ex candidato al doctorado proveniente de Estados Unidos—. Me levanté temprano y fui a dar un paseo. Todo es tan medieval, los muros del siglo XI, el antiguo palacio real, el monasterio cartujo. Siempre que pensaba en Nuremberg, solamente recordaba los dos Procesos de la Guerra Mundial, las fábricas de cerveza y las plantas de la industria química.

—¿Cómo pudo estudiar las artes alemanas desentendiéndose de la ciudad que es la cuna de Hans Sachs y Alberto Durero? —preguntó Karin mientras se sentaban alrededor de la mesa redonda, sólida y reluciente.

—Bien, Sachs fue esencialmente músico y dramaturgo, y Durero grabador y pintor. Yo concentré mis esfuerzos en la literatura germánica, y en las influencias a menudo terribles…

—¿Los dos académicos tienen inconveniente? —interrumpió Latham mientras Witkowski sonreía—. Tenemos que ocuparnos de otras cosas.

—Disculpa, Drew —dijo Karin—. Es tan agradable poder… en fin, no importa.

—Puedo completar tu comentario, pero no lo haré —la interrumpió Latham—. ¿Quien quiere comenzar?

—Yo también me levanté temprano —replicó el capitán Dietz—, pero como no tengo esas inclinaciones estéticas, fui a estudiar la residencia de Traupman. El informe del Deuxiéme lo dijo todo. Sus gorilas merodean alrededor del complejo como una manada de lobos. Entran y salen, rodean el edificio y retornan; uno desaparece, y el otro aparece. No hay modo de penetrar y vivir para contarlo.

—Nunca consideramos seriamente la posibilidad de apresarlo en su apartamento —dijo el coronel—. Los hombres del Deuxiéme que se encuentran aquí en Nuremberg son nuestros observadores. Nos informarán telefónicamente cuando él salga de su residencia. Uno de ellos debería estar aquí muy pronto. Perdió su tiempo, capitán.

—No necesariamente. Uno de los guardias bebe mucho; es un individuo muy robusto, y no demuestra su vicio, pero extrae un recipiente cuando está protegido por las sombras. Otro tiene un sarpullido en la ingle y el estómago… quizá un insecto, o la enredadera… literalmente corre a esconderse en los lugares oscuros, y se rasca desesperadamente.

—¿Adonde quiere ir a parar? —preguntó de Vries.

—A varias cuestiones, señora. Con esa información, podríamos ubicarnos de modo que nos apoderemos de uno de ellos o de ambos, y una vez que los hayamos apresado, podríamos usar lo que sabemos para arrancarles información.

—¿Usted utilizó esas tácticas en la Tormenta del Desierto? —era evidente que Witkowski estaba impresionado.

—Coronel, allí se trataba sobre todo de la comida. Muchos de esos iraquíes no habían comido en varios días.

—Necesito saber cómo entra y sale de su limusina —dijo Drew. Tiene que salir de la casa de apartamentos y entrar en su vehículo, y al llegar al hospital necesita salir de la limusina y entrar al establecimiento. Tanto si se trata de estacionamientos sobre el nivel del suelo o subterráneos, necesariamente tiene que mostrarse, aunque sea por muy poco tiempo. Tal vez esas sean nuestras mejores oportunidades.

—Los horarios y los lugares excesivamente reducidos también pueden conspirar contra nosotros —dijo el teniente Anthony—. Si los tenemos en cuenta, otro tanto harán los guardaespaldas.

—Tenemos pistolas para disparar dardos, silenciadores y el factor sorpresa —dijo Latham—. Esos elementos suelen ser especialmente eficaces.

—Vayamos con calma —recomendó Witkowski—. Un error y nos eliminan. Si tienen la más mínima sospecha de lo que estamos haciendo aquí, enviarán al Herr Doktor Traupman a un búnker en la Selva Negra. Yo diría que podemos disparar una vez, y tenemos que dar en el blanco. De modo que esperamos, estudiamos y nos aseguramos de que es nuestro mejor disparo.

Stosh, lo que me molesta es la espera.

—La perspectiva del fracaso me molesta mucho más —dijo el coronel. De pronto de la chaqueta de Witkowski brotó un sonido grave e irregular. Witkowski extrajo el pequeño teléfono portátil suministrado por la filial alemana del Deuxième—. ¿Sí?

—Lamento llegar tarde al desayuno —fueron las palabras en inglés pronunciadas con mucho acento francés—. Estoy a poca distancia del café, y llegaré en unos minutos.

—Pediré que traigan otra porción de huevos. Seguramente ya están fríos.

—Muchas gracias. Los huevos escalfados fríos no sirven para nada.

El coronel se volvió hacia sus colegas sentados alrededor de la mesa.

—Uno de los hombres de Moreau llegará en un par de minutos. Karin, ¿quiere descender hasta la recepción y traerlo aquí?

—Como usted diga. ¿Como se llama y cuál es su cobertura?

—Ahrendt, profesor adjunto de la Universidad de Nuremberg.

—Allá voy. —De Vries se puso de pie, caminó hasta la puerta y salió de la habitación.

—Esa dama es interesante —dijo el joven comando, el teniente Anthony—. Quiero decir que realmente sabe historia y artes…

—Conocemos sus cualidades —lo interrumpió secamente Latham.

El hombre con quien Karin regresó parecía un contador alemán común; estatura mediana, bien vestido con ropas ni muy caras ni muy pobres. Todo en él era mediano, lo cual significaba que era un operador muy valioso en el servicio del Deuxième.

—No se necesitan nombres, caballeros —dijo sonriendo amablemente—. Ni siquiera nombres falsos. Provocan confusión, ¿no es verdad? De todos modos, para mayor comodidad, llámenme Karl; es un nombre tan usual.

—Siéntese, Karl —dijo Drew, señalando con un gesto una silla vacía. No necesito decirle cuánto apreciamos su ayuda.

—Sólo ruego al cielo que sea realmente valiosa para ustedes.

—La oración me provoca cierta inquietud —lo interrumpió Drew. Usted no parece muy confiado.

—Ustedes se han embarcado en una tarea sumamente difícil.

—También contamos con una ayuda muy competente —dijo Witkowski—. ¿Puede agregar algo al informe?

—Algunas cosas. Comenzaré con lo que hemos agregado desde que el informe fue despachado a París. Traupman canaliza la mayor parte de sus asuntos personales a través de la oficina del director del hospital, un individuo inmensamente rico, muy relacionado política y socialmente… y eso además beneficia el ego de Traupman, como si ese hombre estuviera a disposición del cirujano.

—Resulta un poco extraño, en vista de la identidad de Traupman —dijo el erudito, Gerald Anthony.

—En realidad no, Gerry —discrepó Christian Dietz—. Es como si el secretario de Defensa pidiese un avión apelando a los servicios de la Oficina Ovalada. Puede ser un hombre importante en la línea de fuego, pero no hay nadie con más autoridad que el presidente. En realidad, es un sistema muy alemán.

—Exactamente. —El hombre llamado Karl asintió—. Y como esas instrucciones están anotadas, para evitar el error o la culpa, un sistema también muy alemán, conseguimos que un empleado del hospital nos transmita las indicaciones de Traupman.

—¿Eso no es peligroso?

—No si un informe lo convenció de que era un asunto relacionado con la seguridad policial.

—Ustedes son eficaces —dijo Dietz.

—Más vale así, porque de lo contrario nos jugamos la vida —dijo Karl—. En todo caso, Traupman ha reservado seis lugares en la terraza jardín del restaurante Gartenhof, a las ocho y media de la noche.

—Podemos intentarlo —dijo el teniente Anthony con acento enfático.

—Por otra parte, nuestro hombre en el aeródromo nos informó que Traupman ordenó que le preparasen el avión para las cinco de la tarde de mañana. Con destino a Bonn.

—Una reunión neo a orillas del Rin —dijo Dietz—. El agua es un lugar más apropiado. Lo sé.

—Calma, Chris —observó el teniente—. Echamos a perder las cosas en la playa norte de Kuwait, ¿lo recuerdas?

—Nosotros no arruinamos nada, muchacho. Los hombres rana fueron los culpables. Estaban tan entusiasmados, que taponaron los escapes del motor… De todos modos, les salvamos el pellejo acercándonos por el costado y…

—Eso es historia —interrumpió el teniente Anthony—. Ellos recibieron las medallas, y las merecían. Dos perdieron la vida. Ojalá que nos olviden.

—No debió suceder —observó tranquilamente Dietz.

—Pero sucedió —agregó Anthony, con voz incluso más serena.

—De modo que tenemos dos oportunidades —dijo Latham con voz firme—. Esta noche en el restaurante, y mañana en el Rin. ¿Qué le parece, Karl?

—Las dos son igualmente traicioneras. Les deseo suerte, amigos míos.

En el aeródromo abandonado y obsoleto de Lakenheath, en medio de los prados del Condado de Kent, los dos enormes planeadores Messerschmitt ME 323 reacondicionados habían sido armados. Sólo restaba que los poderosos jets descendiesen, con los motores detenidos a diez mil pies, de manera que el descenso provocase el mínimo ruido posible. La operación relacionada con la provisión de agua se desarrollaría en el siguiente centenar de horas.

En la extensión lisa de suelo firme entre el depósito de Delecaria y el río Potomac, otros dos gigantescos planeadores ME 323 reacondicionados, —habían sido desarmados y despachados a través del Atlántico— continuaban en tierra. El enorme depósito, alimentado por gran número de conductos subterráneos, estaba al final del último tramo del bulevar MacArthur, y suministraba a Arlignton, Falls Church, Georgetown y el Distrito de Columbia, incluso los guetos y la propia Casa Blanca. En el momento señalado, ajustado hasta una fracción de minuto, dos jets Thunderbird descenderían raudos, con los motores suspendidos durante pocos instantes, y engancharían a la cola los cables dobles, de modo que los planeadores se elevarían en el aire. A causa de los factores determinados por el estrés, el ascenso contaría con la ayuda de cohetes de autopropulsión desechables, instalados bajo las alas de los planeadores. Se los activaría en el momento del impacto. Esa táctica había sido probada en los campos de Mettmach, Alemania, el nuevo cuartel general de la Fraternidad. Bien ejecutado era un sistema eficaz. Se lo aplicaría con destreza aquí, y toda la capital de Estados Unidos soportaría el envenenamiento y la parálisis. El período de espera: la hora cien.

A poco más de cuarenta kilómetros al norte de París, en la región de Beauvais, están los depósitos de agua que alimentan a grandes sectores de la ciudad, incluso a los distritos en que se encuentran importantes sectores del gobierno —todo el Quai d’Orsay, el palacio presidencial, las instalaciones de la seguridad militar y una serie de departamentos y organismos de menor categoría. A unos veinte kilómetros al este de las grandes instalaciones de agua las tierras de cultivo son lisas, y en el ámbito de esta gran extensión hay tres aeródromos privados que atienden a los ricos que desprecian las incomodidades de los aeropuertos de Orly y De Gaulle. En los campos más alejados, en dirección al este, había dos enormes planeadores recién pintados. La explicación suministrada a los curiosos en verdad era exótica. Se les decía que pertenecían a la Familia Real Saudí, y que ella los utilizaba para practicar deportes sobre el desierto; y como habían sido construidos y pagados en Francia, ¿quién exigía saber más? Varios jets— nadie sabía cuántos eran exactamente llegarían en un rato más, para remolcar a los planeadores en el viaje a Riad. La torre de control recibió la información de que se elevarían en el aire más o menos al cabo de un centenar de horas. ¡El asunto tenía escasa importancia!

La terraza jardín del restaurante Gartenhof pertenecía a una época anterior, mucho más elegante, cuando los cuartetos de cuerdas acompañaban las cenas elegantes servidas soberbiamente, y todos los platos llegaban traídos por manos protegidas con guantes blancos. El problema era que en efecto se trataba de un jardín, contiguo a una terraza, cargado de canteros de flores desde los cuales podían verse las antiguas calles de Nuremberg, y se gozaba del espectáculo de la misteriosa casa de Alberto Durero.

Gerald Anthony, teniente de las Fuerzas Especiales, y últimamente protagonista de la Tormenta del Desierto estaba furioso. Había preparado a todos para la misión, a su juicio una conflagración que estallaría de pronto, distrayendo a todos, y especialmente a los guardaespaldas sentados cerca de la mesa de Traupman, que podían quedar bastante inmovilizados durante el caos, de modo que de nada le sirvieran a su empleador. Sin embargo, las brisas tibias que soplaban entre los edificios y provenían del río Regnitz eran constantes, demasiado peligrosas para esa estrategia solo los globos de vidrio que protegían las velas impedían que ellas se apagasen. Un breve y desconcertante estallido de fuego era todo lo que se necesitaba para secuestrar a Traupman; pero la posibilidad de que las llamas se extendiesen por todo el sector, de modo que matasen o lesionaran a personas inocentes en el recinto cerrado, no era aceptable. También tenía importancia que el pánico provocado por ese fuego que se extendería a causa de la brisa podía perjudicarlos, taponando la única salida con clientes histéricos. Era suficiente que un guardia reaccionase en la medida necesaria para extraer un arma y la misión fracasaría con un solo disparo.

Con sucesivas miradas, cada miembro de la unidad N–2 estudió disimuladamente a Hans Traupman y sus invitados. El famoso cirujano era sin duda la figura principal del grupo; era un individuo delgado, de proporciones medianas, con gestos vivaces acompañados por súbitas expresiones faciales, todo un poco exagerado hasta el extremo de la comicidad, aunque los rasgos propios de la edad le conferían un carácter semigrotesco. No era un hombre atractivo, pero a pesar de su constante búsqueda de aprobación, o incluso de aplauso, estaba totalmente a cargo del grupo… era el anfitrión todopoderoso cuyos bruscos silencios determinaban que los otros esperasen las próximas palabras.

Latham, su apariencia modificada por los anteojos de gruesa montura de carey, las cejas abundantes y un bigote, miró a Karin, también irreconocible en la semipenumbra del local, con la cara pálida sin maquillaje y los cabellos severamente recogidos en un rodete. Ella no retribuyó la mirada. En cambio, parecía hipnotizada por algo o alguien que estaba en la mesa de Traupman.

El teniente Anthony miró a Drew y al coronel Witkowski. Con un gesto renuente, imperceptible, meneó la cabeza. Sus superiores hicieron otro tanto. Karin de Vries de pronto habló en alemán, el tono frívolo y despreocupado, una actitud muy extraña en ella.

—Creo ver a una antigua amiga que quiere empolvarse la nariz; y yo haré lo mismo. —Se apartó de la mesa y atravesó la terraza, caminando detrás de otra mujer.

—¿Qué dijo? —preguntó Drew.

—Fue al cuarto de baño —replicó Dietz.

—Oh, se trata de eso.

—Lo dudo —dijo Anthony.

—¿Qué significa eso? —insistió Latham.

—La mujer a quien ella sigue sin duda es la persona con la cual Traupman se citó esta noche —explicó Witkowski.

—¿Karin está loca? —estalló Latham, murmurando intensamente. ¿Qué pretende hacer?

—Lo sabremos cuando regrese, chlopak.

—¡No me agrada!

—No tenemos alternativa —le dijo el coronel.

Doce minutos mas tarde, de Vries regresó a la mesa.

—Para usar el vernáculo norteamericano —dijo tranquilamente en inglés—, mi nueva y joven amiga detesta al «maloliente pervertido». Tiene veintiséis años y Traupman sale con ella para exhibirla. Le pega y le exige prácticas sexuales retorcidas cuando regresan a su apartamento.

—¿Cómo supiste todo eso? —preguntó Drew.

—Lo leí en sus ojos… ¿Recuerdas que yo viví en Ámsterdam? Es una cocainómana, y necesitaba desesperadamente una dosis para pasar la velada. La encontré consumiendo la droga… también suministrada por el buen doctor.

—Qué hombre hermoso —dijo despectivamente el capitán Christian Dietz—. Un día se llegará a saber a cuántos iraquíes les administraron una dieta cotidiana de esa basura. ¡Hussein convirtió la droga en parte de la dieta militar!… ¿Esto puede llevarnos a alguna parte?

—Solo si logramos entrar en el apartamento de este hombre —contestó Karin—, porque de ese modo tendríamos una enorme ventaja.

—¿Como es eso? —preguntó Witkowski.

—Él filma videos de sus episodios sexuales.

—¡Enfermizo! —escupió el teniente Anthony.

—Más de lo que ustedes piensan —dijo de Vries—. La mujer me explicó que él tiene una biblioteca completa, con toda clase de fotos de niñas y varones. Afirma que necesita eso para excitarse debidamente.

—Ésa podría ser la artillería más pesada —afirmó el coronel.

—La vergüenza pública —dijo Latham—. El arma más poderosa jamás inventada por el hombre.

—Creo que podemos hacerlo —dijo Dietz.

—Pensé que habías afirmado que no podíamos —murmuró Anthony.

—Puedo cambiar de opinión, ¿verdad?

—Seguro, pero Ringo, tus primeras evaluaciones generalmente son las mejores.

—¿Ringo?

—Le agrada esa película; olvídelo, amigo… ¿Cómo es eso Chris?

—Ante todo, señora de Vries, como usted se enteró del asunto de las filmaciones, sólo puedo suponer que realizó sutiles averiguaciones acerca del propio apartamento. ¿Estoy en lo cierto?

—Por supuesto. Los tres guardias dividen sus obligaciones, y se alternan de modo que todos puedan descansar. Uno permanece frente a la puerta, ante una mesa con un intercomunicador, y en cambio los dos restantes, como usted dijo antes, capitán, patrullan los corredores, el vestíbulo y el exterior del edificio.

—¿Qué me dice de los ascensores? —preguntó Witkowski.

—En realidad, no importa. Traupman ocupa el apartamento más alto, que abarca la totalidad del último piso, y para llegar allí mi perturbada y joven amiga afirma que uno aplica un código, lo cual es el procedimiento normal, u obtiene la autorización del propio personal de seguridad del edificio, después de demostrar que Traupman lo espera.

—En ese caso, usted se refiere a dos obstáculos —dijo Drew—. Los guardias de Traupman y la seguridad interna del edificio de apartamentos.

—Probemos los tres —interrumpió Karin—. El guardia que está frente a la puerta del apartamento tiene que pulsar una serie de números para lograr que se abra la puerta. Si presiona los números equivocados, origina un escándalo tremendo. Sirenas campanas, ese tipo de cosas.

—¿La joven le dijo todo eso? —preguntó el teniente Anthony.

—No fue necesario que hablase, Gerald, es el procedimiento estándar. Mi esposo y yo teníamos una variación de ese sistema en Ámsterdam.

—¿De veras?

—Teniente, es una historia complicada —interrumpió secamente Latham—. Ahora no hay tiempo para eso… De modo que si conseguimos cosa muy dudosa, esquivar a los guardias y a la seguridad que está en la planta baja, cerca de los ascensores, nos frenarán y probablemente nos atacarán a tiros en el corredor que pasa frente al apartamento del último piso. No es precisamente una perspectiva muy interesante.

—¿Usted reconoce que podemos superar los dos primeros obstáculos? —preguntó Witkowski.

—Sí —replicó Dietz—. Gerry y yo podemos ocuparnos del borracho y el hombre de la picazón en la ingle. La gente del escritorio interno podrá ser abordada por un par de tipos de aspecto muy oficial que exhiban credenciales también muy oficiales. —El capitán fijó la mirada en Latham y Witkowski—. En el supuesto de que ellos posean auténtica experiencia en este tipo de cosas.

—Digamos que alcanzamos nuestros objetivos —afirmó Drew, cada vez más irritado—, ¿cómo conseguiremos dominar al autómata del último piso?

—Eso no lo sé, amigo.

—Quizá yo pueda responder a la pregunta —interrumpió Karin, poniéndose de pie—. Si las cosas salen bien, tardaré un rato —continuó, hablando en voz baja y enigmática—. Por favor, pídame un expreso doble; puede ser una noche agotadora. —Después de decir estas palabras, de Vries atravesó el jardín del restaurante en dirección a la entrada, y por si alguien la miraba retrocedió a lo largo de las paredes y dejó atrás las mesas atestadas, para dirigirse al cuarto de baño de las damas.

Unos cinco minutos después la joven rubia sentada al lado del doctor Hans Traupman sufrió un leve acceso de estornudos, y el grupo de amables conocidos sentado a la misma mesa lo atribuyó al polen del verano de Nuremberg, y a la brisa. La joven se alejó de las mesas.

Dieciocho minutos después, Karin de Vries regresó adonde estaban sus eruditos norteamericanos.

—Aquí están las condiciones —dijo—. Y ni ella ni yo aceptaremos nada menos que esto.

—Usted se encontró con la joven en el cuarto de baño de las mujeres. —Witkowski no formuló una pregunta, sino que afirmó una idea.

—Ella entendió que si yo abandonaba esta mesa y caminaba hacia la entrada, debía presentar alguna excusa y reunirse conmigo en tres o cuatro minutos.

—¿Cuáles son las condiciones y cómo ella se hará acreedora a la recompensa? —preguntó Latham.

—En primer término la segunda pregunta —dijo Karin—. Una vez que ella esté adentro, con Traupman, hay que concederle una hora, y ella desactivará la alarma y soltará la cerradura de la puerta.

—Quizá haya que pensar en ella como futura presidenta de Estados Unidos —dijo el capitán Dietz.

—Pide mucho menos que eso. Quiere, y yo acepté, una visa permanente para ingresar en Estados Unidos, y dinero suficiente para sostenerse durante la rehabilitación, así como fondos adecuados para vivir con relativa comodidad durante tres años. No se atreve a continuar aquí, en Alemania, y después de tres años, mientras perfecciona su inglés, cree que podrá encontrar trabajo.

—Ya lo tiene, y no sólo trabajo —dijo Drew—. Podría haber pedido mucho más.

—Para ser sinceros, querido, es muy posible que más tarde aumente el nivel de su reclamación —es una sobreviviente, no una santa, y en efecto se trata de una drogadicta. Ésa es su realidad.

—Pero eso será problema para otros —interrumpió el coronel.

—Traupman acaba de pedir la cuenta —dijo el teniente Anthony.

—Lo mismo haré yo, en mi condición de guía alemana de este grupo. —De Vries se inclinó hacia adelante en su silla como si quisiera recuperar su bolso o una servilleta caída. A tres mesas de distancia, la rubia hizo lo mismo, y recuperó un encendedor de oro que se le había deslizado de los dedos. Los ojos de las dos mujeres se encontraron; Karin pestañeó dos veces, la acompañante de Traupman una sola.

Había comenzado el programa de la noche.