Robert Durbane se sentó frente al escritorio de su oficina, contigua al Centro de Comunicaciones. Era un hombre turbado, Se trataba de algo más que un sentimiento, pues los sentimientos eran cosas abstractas, basadas en distintos aspectos, desde un desarreglo estomacal a una discusión por la mañana temprano con la esposa. Su estómago estaba en condiciones perfectamente normales, y su esposa, desde hacia veinticuatro años, continuaba siendo su mejor amiga; la última vez que habían discutido fue la ocasión en que la hija de ambos se casó con un músico de rock. Ella favorecía la unión; él no. Él perdió. El matrimonio no sólo fue exitoso, sino que ese yerno de cabellos largos alcanzó mucho éxito con su música, y ganó más dinero actuando durante un mes en Las Vegas que lo que Bobby Durbane ganaría en medio siglo. Y lo que realmente irritó al suegro fue que el marido de su hija era un joven muy simpático que jamás bebía otra cosa que no fuese vino blanco, no consumía drogas, tenía un diploma de máster en literatura medieval, y terminaba las palabras cruzadas con más velocidad que Bobby. Un mundo absolutamente ilógico.
En fin, ¿por qué se sentía tan incómodo? La cosa probablemente había comenzado con el pedido del coronel Witkowski, que le había reclamado la lista de todas las llamadas telefónicas realizadas desde el centro de comunicaciones durante los últimos siete días. El asunto se complicó después a causa del comportamiento quizá sutil pero de todos modos bastante obvio de Drew Latham, un hombre a quien Durbane consideraba su amigo. Drew estaba esquivándolo, y eso no era propio del Agente de Operaciones Consulares. Durbane había dejado dos mensajes para Latham, uno en su apartamento de la rue du Bac, que ahora estaba siendo restaurado, y otro en el centro de mensajes de la embajada. Ninguno había merecido respuesta, y Bobby sabía que Drew estaba en la embajada, y que había estado allí el día entero, recluido en las habitaciones del embajador. Durbane sabía que habían sobrevenido hechos calamitosos, que la esposa de Courtland había sido herida tan gravemente durante el ataque terrorista de la noche anterior que se creía que no sobreviviría; pero pese a todo no era propio de Latham ignorar los mensajes de su amigo «el intelectual», el hombre que resolvía esas «detestables palabras cruzadas». Sobre todo teniendo en cuenta que Bobby le había salvado la vida varias noches antes.
Algo estaba mal; había sucedido algo que Durbane no alcanzaba a comprender, y había un solo modo de averiguar qué era. Descolgó su teléfono, el teléfono que tenía entrada a todos los aparatos de la embajada, al margen de las restricciones, y marcó los números de las habitaciones de Courtland.
—¿Si?
—Señor embajador, habla Robert Durbane, del centro de comunicaciones.
—Hola… Bobby —dijo vacilante Courtland—. ¿Cómo está?
—Creo que a mí me corresponde formular esa pregunta, señor. —Algo estaba mal. El hombre del Departamento de Estado, generalmente imperturbable, se sentía incómodo—. Por supuesto, me refiero a su esposa. Oí decir que la llevaron a un hospital.
—Están haciendo todo lo posible, y más no puedo pedir. Al margen de su conocida cortesía, la que yo aprecio, ¿hay otra cosa?
—Sí, señor. Sé que se supone que nadie sabe que Drew Latham está vivo; pero yo trabajo en estrecha relación con el coronel Witkowski. Por consiguiente, sé que Drew está allí, y desearía mucho hablar con él.
—Oh… señor Durbane, usted me sorprende un poco. Espere un instante, por favor.
La línea quedó muda, en un silencio irritante, como si estuviera formulándose una decisión. Finalmente, la voz de Drew apareció en el teléfono.
—Hola, Bobby.
—Le dejé un par de mensajes, pero usted no me contestó.
—Tampoco escribí a nadie. Además de que me dispararon con el propósito de enviarme a un mundo mucho mejor, estuve completamente sumergido en la confusión, amén de otras cosas menos atractivas.
—Me lo imagino. Sin embargo, creo que debemos hablar.
—¿De veras? ¿Acerca de qué?
—Eso es lo que quisiera averiguar.
—¿Se trata de una adivinanza? En esas cosas yo no soy bueno, como usted lo sabe.
—Sé que quiero hablar con usted, y no por teléfono. ¿Es posible?
—Espere un momento. —De nuevo un silencio ominoso, pero más breve que el anterior—. Está bien —dijo Latham, después de volver al teléfono—. Hay un ascensor cuya existencia ignoraba, y que se detiene en su piso. Lo usaré e iré acompañado por tres infantes de marina armados; usted debe despejar el corredor. Llegaremos allí dentro de cinco minutos.
—¿Las cosas han llegado a ese extremo? —preguntó Durbane calmadamente—. ¿Yo? ¿De pronto estoy en zona de peligro?
—Hablaremos, Bobby.
Siete minutos y veintiocho segundos después, Drew estaba sentado en una silla, frente al escritorio de Durbane. La oficina había sido inspeccionada por el contingente de infantes de marina, sin hallar armas.
—¿Que demonios significa esto? —dijo el jefe de operaciones del centro de comunicaciones—. Por Dios ¿que hice para merecer estas tácticas de estilo Gestapo?
—¿Qué quiere decir?
—¿Conoce a una mujer llamada Phyllis Cranston?
—Ciertamente. Es la secretaria de uno de esos tipos, el tercer o cuarto agregado subordinado al encargado de negocios del embajador. ¿Y qué?
—¿Ella le dijo quién era cierto coronel Webster, y dónde se alojaba?
—En realidad, me lo dijo, pero tal cosa no era necesaria.
—¿Que significa eso?
—¿Quien cree que organizó las comunicaciones entre la embajada y el errante coronel Webster? Hubo dos o quizá tres cambios de hotel. Entre sus movimientos y los movimientos de la señora de Vries, ni siquiera Witkowski podía seguir la pista de las comunicaciones.
—¿Pero todo se hizo en el mayor secreto?
—Creo que la gastada frase «secreto máximo» fue agregada a otra igualmente usada, la «orden del día». ¿Por qué cree que me mostré tan duro con Cranston?
—No sabía que había sido así.
—Exigí saber cómo ella sabía. Incluso amenacé con denunciarla, lo que no fue fácil para mí, porque mi madre era una alcohólica. Es una enfermedad inmunda.
—¿Y ella que le dijo?
—Se derrumbó, llorando y murmurando algunas tonterías religiosas. Había estado de orgía la noche anterior, y sus defensas habían desaparecido.
—Usted seguramente la conoce muy bien.
—¿Quiere la verdad lisa y llana, Drew?
—Por eso estoy aquí, Bobby.
—Mi esposa y yo fuimos a una de esas recepciones de la embajada, y Martha, es mi esposa, vio a Phyllis merodeando por el bar, y bebiendo. Pensé que era muy difícil que una persona normal soportara una de esas situaciones sin que se le destrozaran los nervios. Pero Martha sabía a que atenerse; había compartido con nosotros los últimos años de mi madre. Me dijo que debía tratar de ayudarla, que necesitaba apoyo a causa de su «bajo nivel de autorrespeto», y frases por el estilo. De modo que lo intenté, y fracasé.
—Entonces, ¿usted nunca mencionó a nadie quien era yo o en que hotel estaba?
—Santo Dios, no. Incluso cuando ese estúpido para quien trabaja Cranston se acercó a averiguar cuales eran el personal y los recursos con los cuales usted cuenta, le dije que no tenía la mas mínima idea acerca de la identidad de esas personas. Y felizmente Phyllis había comprendido mi mensaje acerca de la necesidad de mantener cerrada la boca.
—¿Y ese hombre por que estaba merodeando?
—Ese aspecto me pareció legítimo —replicó Durbane—. Demonios, todos saben que operaciones Consulares no supervisa el manejo interno de la embajada. Este hombre dijo que lo había abordado un promotor francés, invitándolo a invertir algunos bienes raíces muy interesantes. Pensó que ustedes podían investigar la seriedad del tipo. Una actitud muy lógica en ese hombre, Drew. Cranston dice que dedica mas tiempo a almorzar con los empresarios del país que a conversar con aquéllos que podrían servirnos de algo en esta ciudad.
—¿Por qué no acudió a Witkowski?
—No necesitaba preguntarle para saber la razón de que no hubiese hablado con Witkowski. Éste no es un tema de seguridad; no puede usar a un grupo de la embajada para atender una transacción financiera de carácter personal.
—¿Y qué soy yo, un peón al servicio de ese hombre?
—No, usted es más bien un investigador activo, que supervisa las operaciones internas de un importante grupo consular, lo cual podría interpretarse como el asesoramiento en beneficio del personal, y en relación con su comportamiento, financiero o de otro género. Por lo menos, eso es lo que su currículum sugiere.
—Alguien debería reformarlo —dijo Latham.
—¿Por qué? Es un documento deliciosamente oscuro.
Drew se recostó en su asiento, arqueando el cuello, los ojos clavados en el techo, suspirando perceptiblemente.
—Le debo una disculpa, Bobby, y lo digo en serio. Cuando supe por Phyllis Cranston que usted era una de las dos personas a quienes ella había hablado acerca de mi identidad, salté a la conclusión equivocada. Pensé que mi actitud se justificaba en vista de lo que había sucedido la otra noche, cuando los neos casi me liquidaron en el automóvil de la embajada, junto a ese hijo de perra… ¿cómo se llamaba?… C–Zwolf. La sincronización pareció… bien, me pareció un poco extraña.
—Lo era —coincidió Durbane—, y había una buena razón que explicaba por que los nazis llegaron antes que nosotros.
—¿Cómo es eso?
—C–Zwolf. Lo descubrimos la mañana siguiente, y lo incluimos en el informe. El chófer alemán comunicó los calibres de alta frecuencia del transmisor interior del automóvil a sus amigos, que estaban a varios kilómetros de distancia, y dejó la llave de transmisión. Los cómplices oyeron todo lo que usted dijo desde el momento en que salió de la embajada. Cuando usted me llamó pidiendo dos grupos de apoyo, ellos se movieron deprisa.
—¡Cristo, era tan sencillo, y yo nunca pensé inspeccionar el transmisor de radio!
—Si lo hubiese hecho, habría visto un pequeño punto rojo en el centro del panel, lo que indicaba, que el aparato estaba transmitiendo.
—¡Maldición!
—Por Dios, no se crea culpable. Usted había pasado una noche terrible. Eran las peores horas de la madrugada, y estaba exhausto.
—Odio decirle esto, Bobby, pero eso no es nunca una excusa. Cuando uno llega a ese punto, necesita movilizar toda la adrenalina posible, porque es el momento en que uno resulta vulnerable… De todos modos es extraño, ¿verdad? Los neos centraron la atención en Phyllis Cranston.
—¿Por qué es extraño? Es una mujer inestable, y la inestabilidad es leche y miel para los que desean infiltrarse.
—¿Y su jefe?
—No veo la relación.
—Está allí, amigo mío; santo Dios, está allí.
—Si está —dijo Durbane, mirando los ojos desorbitados de Latham, habrá que revisar todo el asunto. Concentrar la atención en los dos; castigar al alcohólico y presionar al supervisor avaro y ambicioso. Alguno de ellos se quebrará, incapaz de soportar la presión.
—Gracias a usted, Bobby, el primero no falló. Ahora vayamos al segundo. Comuníquese con el jefe de Phyllis y dígale que usted habló con uno de los hombres que me protegen. Diga que mi ayudante aceptó preguntar a unos pocos banqueros si él suministra el nombre de este promotor.
—No entiendo…
—Si él no le da un nombre, sabremos que no puedo. Si le da un nombre, sabremos quién está detrás de él, quién está programándolo.
—Eso puedo hacerlo ahora mismo —dijo Durbane, apoderándose de su teléfono y marcando la oficina del agregado—. Phyllis, soy yo, Bobby. Comuníqueme con ese estúpido de su jefe… y otra cosa, Phyl esto no tiene nada que ver con usted… Hola, Bancroft, habla Durbane, del centro de comunicaciones. Acabo de conversar con el principal investigador de Latham, y aunque ese hombre está sumamente atareado, cree que puede iniciar un par de llamadas con algunos tipos de bancos. ¿Como se llama el promotor de bienes raíces que lo invita a invertir?… Comprendo, si, comprendo. Si, le diré eso. Volveré a comunicarme con usted.
Durbane cortó la comunicación mientras escribía en un nota.
—Se llama Vaultherin, Picon Vaultherin, y tiene una compañía del mismo nombre. Bancroft pidió que dijese a la gente de su oficina que este consorcio tiene derechos exclusivos a unas veinte millas cuadradas de excelentes terrenos en el Valle del Loira.
—Que interesante. —Dijo Drew, volviendo la cabeza y mirando a la pared.
—Durante años se habló de que muchos de esos viejos chateux están desintegrándose, y nadie puede invertir dinero para reconstruirlos. Asimismo, se dice que los promotores desean vivamente comprar tierras y organizar docenas de propiedades con enormes ganancias. Yo mismo podría invertir algunos dólares, o por lo menos invitar a mi yerno a que se ocupe del asunto.
—¿Su yerno? —preguntó Latham, volviendo los ojos hacia el jefe del centro de comunicaciones.
—No hablemos de eso, es demasiado vergonzoso. Usted sería incapaz de conocerlo, del mismo modo que yo no lo conocería si no estuviese casado con mi hija.
—Pues no hablaré del asunto.
—Y bien, ¿como desea actuar en relación con este Vaultherin?
Llevaré el asunto a Witkowski, que lo pasará a Moreau, del Deuxiéme. Necesitamos conocer los antecedentes de Vaultherin… y también pasar revista a esos derechos exclusivos en el Valle de Loira.
—¿Que tiene que ver una cosa con la otra?
—No lo sé, sucede únicamente que desearía explorar el tema. Es posible que alguien haya cometido un error… Y recuerde, Bobby, yo nunca vine a visitarlo. No podría hacerlo. Estoy muerto.
Eran las nueve y media de la noche, y la cocina de la Embajada había enviado una excelente cena, con destino a Karin y a Drew, a las habitaciones del embajador. Los camareros habían preparado la mesa del comedor, incluyendo dos botellas de excelente vino: uno tinto a la temperatura ambiente (destinado a Latham), y el otro un Chardonnay refrigerado (para el pescado de de Vries). Pero Daniel Courtland no los había acompañado obedeciendo órdenes de su gobierno, pues se entendía que el coronel Stanley Witkowski vendría a reunirse con ellos y a discutir estrategias acerca de las cuales el embajador no debía saber nada. La negación de la responsabilidad de nuevo estaba en el orden del día.
—¿Por qué me persigue la idea de que ésta es mi última comida, antes de que me ejecuten? —dijo Drew, mientras terminaba el último trozo de carne jugosa y bebía su tercera copa de vino Pommard.
—Será así si continúas comiendo de ese modo —replicó Karin. Has consumido colesterol suficiente para taponar las arterias de un dinosaurio.
—¿A quién debo creerle? A cada momento cambian. La margarina es buena, la manteca es terrible… la manteca es mejor, la margarina es peor. Estoy esperando un nuevo dictamen médico que diga que la nicotina es la cura del cáncer.
—Querido, la moderación y la variedad son la solución a todos los problemas.
—No me agrada el pescado. Beth nunca podía cocinar bien el pescado. Siempre olía a pescado.
—A Harry le agradaba el pescado. Me dijo que tu madre lo preparaba maravillosamente bien, y que le agregaba hierbas aromáticas.
—Harry y mamá siempre conspiraban y se oponían a papá y a mí. Él y yo solíamos salir a buscar una hamburguesa.
—Drew —comenzó Karin, cambiando de tema—, ¿te comunicaste con tus padres, para decirles la verdad acerca de ti y de Harry?
—Todavía no, no es el momento.
—Eso es terriblemente cruel. Eres el hijo que les queda, y estabas con él cuando lo mataron. No puedes ignorar a tus padres; se les destrozará el corazón.
—Puedo confiar en Beth, no en mi padre. Digamos que es un hombre muy franco, y que no simpatiza mucho con las autoridades. Dedicó su vida a la militancia en los claustros universitarios, y a combatir las diferentes limitaciones nacionales a las exploraciones arqueológicas. No sería extraño que exigiera una explicación, y yo no puedo ofrecerle ninguna.
—Yo diría que su carácter es bastante parecido al de sus dos hijos.
—Quizá. Por eso el momento no es oportuno. —Se oyó el timbre de la puerta de acceso al apartamento del embajador. Casi instantáneamente apareció un camarero que venía de la cocina—. Estamos esperando al coronel Witkowski —dijo Latham—. Por favor, hágalo pasar.
—Sí, señor.
Pocos segundos después el jefe de seguridad de la embajada entró en el comedor con expresión desaprobadora miró la mesa.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó ásperamente—. ¿Ustedes de pronto se convirtieron en parte de la pandilla diplomática?
—Personalmente yo represento a la nación de Oz —replicó Drew, sonriendo—. Si las luces son demasiado intensas, ordenaremos a los esclavos que apaguen algunas.
—No le preste atención, Stanley —dijo Karin—, bebió tres copas de vino. Si desea algo, estoy segura de que podremos conseguirlo.
—No gracias —dijo Witkowski—. Mientras esperaba la llegada de Moreau comí en mi oficina.
—Exceso de colesterol —dijo Latham— ¿oyó hablar de eso?
—Últimamente no, pero recibí noticias de Moreau.
—¿Que le dijo? —preguntó Drew, que de pronto recobró la gravedad.
—Este Vaultherin aparece relativamente limpio en la superficie, pero hay dudas. Amasó una fortuna con las nuevas construcciones alrededor de París, y enriqueció también a muchos de sus inversores.
—¿Y que? Otros hicieron lo mismo.
—Pero ninguno con los mismos antecedentes. Es un joven y arrogante filibustero de los círculos financieros.
—Preguntó otra vez: ¿que tiene de nuevo todo eso?
—Su abuelo era miembro de la Milicia…
—¿Que…?
—La policía francesa pronazi durante la guerra —respondió Karin—, formada bajo la dirección de los alemanes como contrapeso a la Resistencia. Eran matones de nivel medio sin los cuales los nazis no habrían podido controlar el país ocupado. Verdadero canallas.
—Stanley, ¿cual es la consecuencia de todo eso?
—Los principales inversores de Vaultherin provienen de Alemania. Están comprando todo lo que se les pone al alcance de la mano.
—¿Y que sucede con el valle de Loira?
—Controlan casi todo. Por lo menos son los dueños de grandes parcelas a lo largo del río.
—¿Pudo examinar los títulos de propiedad?
—Si, lo hice —dijo el coronel, extrayendo un papel plegado del interior de su chaqueta, y pasándolo a Drew. No sé muy bien qué podemos extraer de allí; la mayoría de las parcelas está en manos de familias que remontan a muchas generaciones. Las que no caen en esa categoría, han sido incautadas por el gobierno porque nadie pagó los impuestos, y por lo tanto son tierras fiscales, o fueron compradas hace poco por estrellas cinematográficas y otras celebridades, hasta que sus contadores les explicaron lo que costaban. La mayoría ahora ésta en venta.
—¿Hay generales en la lista?
—Como usted puede ver, quince o veinte por nombre, pero eso es solo porque compraron sus parcelas de dos o tres hectáreas y pagan impuestos sobre esas tierras. Hay por lo menos una docena mas, generales y almirantes, a quienes se concedió «domicilios vitalicios», a causa de sus aportes militares a la República de Francia.
—Eso es absurdo.
—Nosotros hacemos lo mismo, chlopak. Tenemos unos pocos miles de altos jefes que viven en hermosas casas, construidas en el territorio de las bases militares. Las reciben después de retirarse. No es extraño, o si quiere injusto, si uno piensa un poco. Trabajan toda su vida y ganan una fracción de lo que podrían recibir en el sector privado, y si no se convierten en individuos famosos, requeridos por distintas grandes empresas, no pueden permitirse vivir en Scarsdale, Nueva York.
—Nunca lo había pensado.
—Inténtelo, agente Latham. En poco tiempo más completaré mis treinta y cinco años y dieciocho meses, puedo invitar a mis hijos y mis nietos para que pasen una temporada muy agradable en París, pero si usted cree que uno de mis hijos puede venir a pedirme que le preste cincuenta mil dólares para una operación, más vale que lo olvide. Sin duda, lo haría, pero quedaría arruinado.
—Esta bien, Stanley, ya veo adonde quiere ir a parar —dijo Latham, estudiando la lista—. Dígame, Stosh, estas compras indicadas aquí, ¿por que no se incluye el nombre de los residentes?
—Normas del Quai d’Orsay. Lo mismo que sucede en nuestro país. En todas partes hay locos que miran con rencor a los comandantes. ¿Recuerda al veterano de Vietnam que trató de matar a Westmoreland, disparándole a través de una ventana?
—¿Podemos conseguir esos nombres?
—Probablemente éste al alcance de Moreau.
—Dígale que lo haga.
—Lo llamaré por la mañana… Ahora, ¿podemos hablar de la operación que nos asignaron? A saber, ¿el secuestro del doctor Hans Traupman en Nuremberg?
—Cinco hombres, sólo cinco —dijo Drew, mientras depositaba la lista de Witkowski sobre la mesa del comedor—. Todos con buen dominio del alemán, y todos con el entrenamiento de los Rangers; ninguno casado o con hijos.
—Eso tuve en cuenta. Extraje dos de las listas de la OTAN, con usted y yo hacemos cuatro, y hay un candidato de Marsella que puede ser conveniente.
—¡Alto! —exclamó Karin—. Yo soy el quinto hombre… mucho mejor porque soy mujer.
—Ni soñándolo, amiga. Podemos descontar que Traupman esta muy vigilado, tanto como si tuviese al cuello el diamante Hope.
—Moreau se ocupa de eso —dijo el coronel—. Francamente, él quisiera hacerse cargo de la operación, pero si lo intentase el Quai d’Orsay y la inteligencia francesa se lo impedirían. Pero nada impide que nos ayude. En el plazo de veinticuatro horas espera recibir un informe de la rutina cotidiana y la seguridad de Traupman.
—Iré con ustedes, Drew —dijo tranquilamente de Vries—. No pueden impedirlo no lo intenten.
—Dios mío, ¿por qué?
—Por todas las razones que tú conoces muy bien, y una que no conoces.
—¿Qué…?
—Como dijiste acerca de Harry y tus padres, te lo explicaré cuando sea oportuno.
—¿Qué clase de respuesta es ésa?
—Por el momento la única que recibirás.
—¿Crees que aceptaré eso?
—Tendrás que hacerlo, es tu regalo. Si te niegas, y por mucho que eso me duela, me marcharé y nunca volverás a verme.
—¿Esto significa tanto para ti? ¿Esa razón que yo no conozco, significa tanto?
—Sí.
—Karin, ¡estás acorralándome!
—No es mi intención, querido, pero sencillamente tenemos que aceptar algunas cosas. Por ejemplo ésta.
—¡No encuentro palabras suficientes para decirte que no acepto este absurdo! —dijo Latham, tragando saliva mientras miraba a Karin. Sencillamente no lo acepto.
—Escúcheme, amigo —interrumpió Witkowski, estudiando a sus dos interlocutores—. La idea no me agrada demasiado, pero tiene su lado positivo. A veces, una mujer consigue penetrar en los lugares inaccesibles para los hombres.
—¿Que demonios propone?
—Evidentemente no lo que usted cree. Pero si esta decidida, puede ser útil.
—Coronel, ¡ésa es la cosa más dura e insensible que le oí decir jamás! ¿La misión es todo, el individuo es nada?
—Hay un terreno intermedio en que las dos cosas son fundamentales.
—¡Podría morir!
—Lo mismo vale para todos. Creo que ella tiene tanto derecho a esa alternativa como usted. Usted perdió un hermano, ella perdió un esposo. ¿Quien es usted para representar el papel de Salomón?
Eran las cinco menos veinte en Washington, esos minutos angustiosos antes de que el tránsito más intenso se vuelque en las calles, el momento en que las secretarias, los empleados y los dactilógrafos presionan amablemente a sus jefes para reclamarles las últimas instrucciones, de modo que el personal pueda ir a los garajes, los estacionamientos y las paradas de ómnibus antes de que aparezca la multitud. Wesley Sorenson había dejado la oficina, y ya estaba en su limusina, pero no iba camino de su casa. Su esposa sabía cómo afrontar las situaciones urgentes, desechando las que eran falsas, para comunicarse con el automóvil y referirse a las que les parecía auténticas. Después de casi cuarenta y cinco años ella había adquirido instintos tan agudos como los de su esposo, y él agradecía esa situación.
En lugar de dirigirse a su casa, el director de Operaciones Consulares se encaminaba a una cita con Knox Talbot, en Langley, Virginia. El jefe de la CIA le había avisado una hora antes; era posible que ya se hubiera cerrado la trampa destinada a capturar a Bruce Withers, agente comprador de alta tecnología, fanático de derecha y principal sospechoso de los asesinatos en la casa de seguridad. Talbot había ordenado una intervención en el teléfono de Withers, y a las 14:13 horas había recibido una llamada de una mujer identificada sólo por el nombre de Suzy. Knox había pasado la grabación para beneficio de Wesley, utilizando los teléfonos seguros.
—Hola querido, es Suzy. Lamento molestarte en el trabajo, querido, pero me encontré con Sidney, que dice que tiene un viejo juego de ruedas para ti.
—¿Las del coche plateado Aston–Martin, DB–Tres?
—Si es lo que tú deseas, él las tiene.
—Eh, ¡casi puedo olerlos! Es el automóvil de Gold Finger.
—No quiere llevarlas al estacionamiento, de modo que encuéntrate con él en el oasis de Woodbridge, alrededor de las cinco y media.
—Wes, usted y unos pocos jóvenes forzudos lo seguirán —había dicho Talbot.
—Por supuesto, Knox, ¿pero por qué? El hombre es un fascista y un ladrón, así como un yuppie en los últimos tiempos; pero el hecho de que compre un automóvil deportivo inglés, ¿tiene que ver con lo que nos interesa?
—Recuerde que soy dueño de una compañía de repuestos de automóviles en Idaho… ¿o en Ohio?… y llame por teléfono al individuo que administra el negocio. Dijo que todos los que tienen afición por los automóviles saben muy bien que el automóvil de Gold Finger es el Aston–Martin DB–Cuatro, no Tres. Llegó al extremo de afirmar que podía comprender que alguien dijera DB–Cinco, porque no hay mucha diferencia de diseño, pero jamás un DB–Tres.
—No puedo distinguir entre un Chevrolet y un Pontiac, salvo que alarguen uno de ellos para diferenciarlos.
—Un maniático de los automóviles puede, sobre todo si se dispone a pagar cien mil dólares por la pieza. Encuéntreme en el estacionamiento del lado Sur. Allí está el Jaguar de Withers.
La limusina entró en el enorme complejo de Langley, y el chófer enfiló hacia el lado Sur. Los detuvo un hombre vestido con traje oscuro que exhibía un distintivo en la chaqueta. Sorenson bajo la ventanilla.
—Sí, ¿qué pasa?
—Identifiqué el automóvil. Si usted desciende y me sigue, lo llevaré con el jefe. Hay un cambio de vehículos, y usarán algo menos evidente que una limusina.
—La idea es bastante sensata.
El cambio de vehículos determinó que pasaran a un sedán más o menos anónimo. Wesley se sentó en el asiento trasero, al lado de Knox Talbot.
—No se deje engañar por las apariencias —dijo el director de la Agencia—. Este artefacto tiene un motor que probablemente podría imponerse en las 500 millas de Indianápolis.
—Aceptaré su palabra en ese sentido, pero por otra parte, ¿que alternativa tengo?
—Ninguna. Además, tenemos no solo a los dos caballeros que viajan allí adelante, si no otro vehículo detrás, con cuatro hombres armados hasta los dientes.
—¿Ésta esperando la invasión de Normandía?
—Hice mi experiencia en Corea, de modo que no se mucho de historia antigua. Solamente sé que podemos esperar cualquier cosa de estos canallas.
—Estoy de su lado…
—Allí está —interrumpió el chófer—. Se encamina directamente hacia el Jaguar.
—Despacio, amigo —dijo Talbot—. Siga la corriente de vehículos, y no pierda de vista al hombre.
—Imposible, señor director. Me encantaría atrapar a ese hijo de perra.
—¿Por que, joven?
—Atacó a mi novia, mi prometida. Pertenece al grupo de taquígrafas. La arrinconó en una habitación, y trató de manosearla.
—Comprendo —dijo Talbot, inclinándose hacia el hombro de Sorenson y murmurando—: Me encanta cuando hay una auténtica motivación, ¿usted no piensa lo mismo? Es lo que trato de introducir en mis organizaciones.
Después de casi una hora de viaje, el Jaguar entró en un sórdido motel de las afueras de Woodbridge. Sobre el extremo izquierdo de una hilera de cabañas había una suerte de establo en miniatura, con un cartel de neón rojo que decía: CÓCTELES, TELEVISIÓN, HABITACIONES DISPONIBLES.
El Waldorf de las citas vespertinas rápidas —observó Wesley mientras Bruce Withers descendía de su automóvil y entraba en el bar—. Sugiero que rodee la construcción y se detenga a la derecha de la puerta —continuó diciendo el chófer—. Cerca de ese artefacto bajo de color de plata.
—Ése es el Aston, DB–Cuatro —dijo Talbot—, el automóvil de Gold Finger.
—Si, ahora recuerdo haberlo visto. Una buena película pero ¿por que alguien paga cien mil. Probablemente mas cerca de los doscientos?
—Pero entonces, ¿cómo es posible que Bruce Withers consiga tanto dinero?
—¿Cuánto vale para el movimiento neo desembarazarse de dos nazis capturados que quizá decidan dedicarse a hablar?
—Comprendo lo que usted quiere decir. —Sorenson de nuevo habló al chófer cuando éste se acercó al costado del vehículo deportivo británico—. ¿Que les parece si uno de ustedes entra y echa una ojeada?
—Si —replicó el agente que ocupaba el asiento del copiloto—, apenas nuestros acompañantes estacionen… allí hay un lugar.
—Sugiero que usted se afloje o se quite la corbata. No creo que en este lugar haya muchos hombres con trajes de oficina… entrando en las cabañas, quizá, pero no allí.
El hombre que estaba al lado del chófer se volvió. Se había quitado la corbata y aflojado el cuello de la camisa.
—También la chaqueta —dijo, quitándosela—. Hace calor. —El agente descendió del vehículo, y el cuerpo erguido de pronto se agazapó, cuando se acercó a la puerta bajo el anuncio de neón.
En el interior del bar poco iluminado, la clientela era heterogénea: varios conductores de camiones, miembros de una cuadrilla de gente de la construcción, dos o tres universitarios, un hombre de cabellos blancos cuya cara arrugada u manchada otrora había sido aristocrática, y cuyas ropas gastadas aun mostraban su calidad original, y un cuarteto de prostitutas locales bastantes maduras. Bruce Withers había sido saludado por el corpulento barman.
—Hola, señor Withers —dijo el hombre—. ¿Necesita una cabaña?
—Hoy no, Hank; vengo a encontrarme con un hombre. No lo veo…
—Nadie preguntó por usted. Quizá está retrasado.
—No, está aquí; he visto afuera su automóvil.
—Probablemente fue al cuarto de baño. Ocupe un reservado, y cuando él vuelva se lo enviaré.
—Gracias, y prepáreme uno doble, como de costumbre. Estoy celebrando.
—Enseguida.
Withers se sentó en el reservado que estaba al fondo del bar. Le sirvieron su Martini y comenzó a beber, tentado de acercarse a la vidriera del frente para mirar de nuevo el automóvil Aston–Martin. ¡Una pieza auténtica! No veía el momento de salir a recorrer los caminos en ese vehículo, el momento de mostrarlo a Anita Griswald… ¡especialmente no veía el momento de que su hija Kimberly lo viese! ¡Era muchísimo más sugestivo que todo lo que sus almidonados parientes políticos o la perra de su ex esposa podían conocer! Su agradable ensoñación se vio interrumpida por un hombre corpulento con una camisa a cuadros, que de pronto apareció y se sentó frente a él.
—Buenas tardes, señor Withers. Estoy seguro de que vio el DB–Tres. Hermosa máquina, ¿no le parece?
¿Quién demonios es usted? Usted no es Sidney, tiene doble corpulencia que él.
—Sidney no pudo venir, de modo que yo lo reemplazo.
—Nunca nos hemos visto. ¿Cómo supo que era yo?
—Gracias a una fotografía.
—¿Que?
—Es un recurso trivial.
—Hace por lo menos cinco minutos que estoy aquí. ¿Por qué esperó?
—Deseaba controlar algo —dijo el intruso, mirando constantemente hacia la puerta principal.
—¿Controlar qué?
—En realidad, nada. Para ser sincero con usted, le traigo grandes novedades y muchas ventajas.
—¿Que?
—En mi bolsillo tengo cuatro bonos al portador, cada uno por la suma de cincuenta mil dólares, un total de doscientos mil. Con ellos hay una invitación a visitar Alemania, por supuesto con todos los gastos pagos. Sabemos que usted no se ha tomado sus vacaciones de verano; quizá ahora decida utilizarlas.
—¡Dios mío, me deja mudo! Eso es grande. De modo que mi contribución fue apreciada. ¡Sabía que llegaríamos a eso! Corrí muchos riesgos, ustedes saben eso, ¿verdad?
—La prueba es el hecho de que estoy aquí, ¿no le parece?
—No veo el momento de llegar a Berlín, porque ustedes tienen razón, nosotros tenemos razón. Este país se está yendo al infierno. Y si hablamos de la limpieza étnica, necesitaremos cincuenta años para realizarla…
—¡Un momento! —murmuró con voz dura el desconocido, la mirada de nuevo fija en la puerta—. El tipo que llegó después de usted, el de la camisa blanca.
—No lo vi. ¿Que hay con él?
—Bebió un par de cervezas, pagó y salió.
—¿Y qué?
—Espere aquí, vuelvo enseguida. —El hombre se apartó del reservado, caminó deprisa hasta el extremo del mostrador, y se asomó fuera del local para espiar. Se retiró instantáneamente de la puerta, y regresó al reservado, la expresión sombría y los ojos entrecerrados—. ¡Estúpido, permitió que lo siguieran! —dijo, sentándose.
—¿De que ésta hablando?
—¡Ya me oyó, idiota! Allí afuera hay tres hombres, conversando con el de la camisa blanca, y créame, no son clientes de este tugurio. Tienen la marca de los agentes federales en toda la cara.
—¡Dios mío! Un subdirector llamado Kearns me llamó anoche para formular algunas preguntas tontas, pero lo puse en su lugar.
—¿Kearns, de la CIA?
—¿Recuerda que allí trabajo?
—Esta bien. —El desconocido se inclinó sobre la mesa, la mano izquierda encima, la derecha debajo—. Señor Withers, usted es una molestia para los que esperan que yo cumpla con mi tarea.
—Deme el dinero y yo saldré de aquí por la puerta del fondo, la que utilizan los proveedores.
—¿Y después que hará?
—Esperaré en una cabaña vacía hasta que se marchen, sobornaré a una de las prostitutas diciéndole que jure que estuvo conmigo si es necesario, y volveré a casa. Es una maniobra eficaz. Lo hice antes, Llámeme después para arreglar el asunto del Aston–Martin. ¡Vamos!
—No creo que su idea sea buena. —Hubo un estallido de risas aguardentosas que llegaron del mostrador, y estuvieron acompañadas por cuatro sordas estúpidas bajo la mesa. Bruce se irguió en el asiento, la mitad superior del cuerpo pegada a la banqueta, los ojos muy grandes, mientras la sangre descendía por la comisura de los labios. El desconocido de la camisa a cuadros salió del reservado y caminó tranquilamente hacia la puerta del fondo, mientras guardaba bajo el cinturón la pistola con silenciador. Abrió la puerta, y el secuaz de Mario Marchetti desapareció. El señor de Pontchartrain estaba ejecutando su parte.
Pasaron nueve minutos y veintisiete segundos hasta que los gritos reforzados por las exclamaciones de las mujeres resonaron en el bar del motel. Una mujer excesivamente maquillada corrió hasta la puerta y exclamó:
—¡Por Dios, que alguien llame a la policía! ¡Allí dentro mataron a balazos a un hombre!
—Los agentes de la CIA, acompañados por su director y Wesley Sorenson, corrieron hacia el interior. Ordenaron a todos los que estaban en el bar que permanecieron en el mismo lugar en que se encontraban, y que no intentaran realizar llamadas telefónicas. Knox Talbot y Sorenson al lado, frustrados y deprimidos, salieron a la luz del sol. El Aston–Martin, DB-Cuatro, había desaparecido.