De pronto, el director de Operaciones Consulares pensó que debía atenerse a sus instintos inmediatos. Peter Mason Payne estaba excluido, Roland Vázquez-Ramírez era apenas un candidato posible, pero lo que lo inquietaba sobre todo era Bruce Withers, el hombre de la lengua ágil y la historia sumamente verosímil de una pobre viuda o divorciada con tres hijos, que había enganchado a un general del ejército sobrepasado en edad, con todos los beneficios jubilatorios que eso implicaba. Para el teléfono del automóvil, si ella realmente había pasado la noche con él, o él con la mujer en la residencia de ésta… para impartir instrucciones a la solitaria esposa del general. La respuesta podía estar en otro lugar. En la costa oriental de Maryland, quizá con la ex esposa de N. M. I. Withers.
Sorenson se apoderó nuevamente del teléfono, con la esperanza de que el nombre de Withers estaría en lista a causa de su hija adolescente. Estaba, con un agregado, McGraw. McGraw–Withers.
—Sí… hola —murmuró la voz somnolienta en la línea.
—Perdóneme, señorita McGraw, por llamarla a esta hora, pero es una situación urgente.
—¿Quién es usted?
—El subdirector Kearns, de la CIA. Esta llamada se relaciona con su ex esposo, Bruce Withers.
—¿A quién engañó ahora? —preguntó la ex señora Withers, semidormida.
—Quizá al gobierno de Estados Unidos, señorita McGraw.
—Gracias por decirme señorita… me lo gané. Por supuesto, engañó al gobierno, ¿por qué su actitud en este caso debía ser distinta? Él solía exhibir su identificación a todo el mundo, sin decir mucho, pero dando a entender que era el Súper Espía en persona, al mismo tiempo que estafaba a alguien.
—¿Usaba a la Agencia para obtener favores?
—Por favor señor, mi familia tiene relaciones en Washington. Cuando descubrimos que se acostaba con todas las secretarias y las locas que trabajaban para los contratistas de la defensa, mi padre dijo que debíamos desembarazarnos de él, y fue lo que hicimos.
—¿Todavía tiene el derecho de visitar a su hija?
—Bajo la más estrecha supervisión, se lo garantizo.
—¿Porque usted teme una violación?
—Santo Dios, no. Kimberly es probablemente la única persona en el mundo a quien ese canalla profesa cierto afecto.
—¿Por qué dice eso?
—Porque los niños no lo amenazan. Los abrazos de la niña alivian esa cosa terrible que lo carcome.
—¿Qué es esa cosa terrible, señorita McGraw?
—¡Es el fanático del universo! Odia a tantas personas, que es difícil presentar la lista completa. Los negros, o como él dice, esos piojosos negritos, y los italianos, y los asiáticos, y la gente de habla española, y los canallas judíos, todos los que no sean blancos puros y cristianos; y por cierto, él no es cristiano. Quiere eliminarlos a todos. Ése es su credo.
Candidato aceptado.
Eran las cuatro de la tarde, hora de París, la hora marcada por las campanillas graves y resonantes de un reloj de repisa en las habitaciones que el embajador Daniel Courtland ocupaba en la embajada de Estados Unidos. El embajador, sin chaqueta, las vendas que le cruzaban el pecho visibles bajo la camisa Oxford abierta, estaba sentado frente a una mesa antigua que cumplía funciones de escritorio, y hablaba tranquilamente por teléfono. En un rincón de la habitación amplia y bien decorada, Drew Latham y Karin de Vries estaban sentados uno frente al otro, en lujosos sillones, y también hablaban en voz baja.
—¿Cómo está la mano? —preguntó Drew.
—Está muy bien; pero los pies todavía me duelen —contestó Karin, riendo discretamente.
—Te dije que te quitases los zapatos.
—En ese caso me lastimaría las plantas de los pies. ¿Cuánto caminamos desde la calle Lacoste hasta que te comunicaste con Claude y nos envió un transporte? Creo que casi cuarenta minutos.
—No pude llamar a Durbane. Ahora mismo sabemos a quién apoya, y Moreau estaba muy atareado con nuestro ministro nazi.
—Vimos tres automóviles policiales distintos. Estoy segura de que cualquiera de ellos nos habría aceptado.
—No, Witkowski tenía razón. Eramos cinco, lo cual habría significado dos de esos automóviles pequeños o una camioneta. Después, estaba el problema de convencerlos de que nos llevasen a la embajada y no a una sección de policía, una petición que naturalmente habrían rechazado, en vista de que uno de los neos estaba herido. Incluso Claude se sintió agradecido porque lo atendimos. Como él mismo dijo: «Ya hay un exceso de cocineros en la cocina». No necesitábamos más informes policiales dirigidos a la Sûreté.
—¿Y él Deuxième no encontró a nadie en el Chateau de Vincennes?
—A nadie con un arma, y revisaron minuciosamente el parque.
—Es sorprendente —dijo de Vries, frunciendo el entrecejo—. Yo estaba segura de que allí habrían procedido a la ejecución.
—Tú estás segura, y yo puedo confirmarlo, apoyándome directamente en el testimonio de Koenig. Es el escenario que él describió.
—Quisiera saber qué sucedió.
—Es bastante obvio. No recibieron la orden definitiva, y por eso se frustró la ejecución.
—¿Adviertes que estamos hablando de nuestras propias vidas?
—Intento mantener una objetividad clínica.
—Eres terriblemente eficaz.
En ese momento sonó el timbre en las habitaciones principales de la embajada. Latham se puso de pie y miró a Courtland, que asintió, con el teléfono todavía en la mano. Drew cruzó hasta la puerta, abrió y dio paso a Stanley Witkowski.
—¿Alguna novedad? —preguntó Drew.
—Creemos que sí —replicó el coronel—. Esperaré hasta que el embajador termine de hablar. Debe escuchar lo que diré. ¿Algunos de ustedes descansó?
—Yo, Stanley —contestó Karin desde el sillón—. El embajador Courtland tuvo la bondad de permitirnos el uso de sus habitaciones de huéspedes. Yo me dormí enseguida, pero aquí mi amigo no pudo apartarse del teléfono.
—Solo después que tu juraste que el aparato estaba esterilizado —agregó Drew.
—Ninguno de los teléfonos de este sector podría ser intervenido ni siquiera por los principales especialistas mundiales. ¿Con quien habló, chlopak?
—Varias veces con Sorenson. Él también realizó progresos.
—¿Hay novedades acerca del asesino de Virginia?
—Lo identificó. Ese hijo de perra no puede ir ni siquiera al cuarto de baño sin ser oído.
—Daniel Courtland cortó la comunicación telefónica, y se volvió en su sillón; en su cara se dibujó una expresión de dolor cuando saludó a Witkowski.
—Hola, coronel, ¿que sucedió en el hospital?
—Está en manos del MI–Cinco británico. Un neumólogo llamado Woodward, del Real Colegio de Cirujanos, apareció allí y afirmó que el Foreign Office le había pedido que viniese en avión para examinar a la señora Courtland… la petición la habría formulado usted mismo. Y ahora están investigando el asunto.
—Yo no formulé esa petición —dijo el embajador—. No conozco a ningún doctor Woodward, y mucho menos al Real Colegio de Cirujanos.
—Lo sabemos —dijo Witkowski—. Nuestra unidad franconorteamericana en el hospital lo detuvo un instante antes de que inyectase estricnina a la falsa señora Courtland.
—Una mujer valerosa. ¿Como se llama?
—Moskowitz, señor. De Nueva York. Su finado esposo fue un rabino francés. Ella se presentó como voluntaria para cumplir esa misión.
—Entonces nosotros debemos proponerle una indemnización. Quizá un mes de vacaciones, con todos los gastos pagos.
—Lo propondré, señor… ¿Y como se siente usted?
—Muy bien. Un poco lastimado, nada grave. Puede decirse que tuve suerte.
—Usted no era el objetivo, señor embajador.
—Si, lo comprendo —dijo serenamente Courtland— de modo que volvamos a las tareas habituales, ¿quieren?
—La señora de Vries acaba de decirme que agradece mucho que usted los haya invitado a alojarse aquí.
—En vista de lo que sufrieron, podrán permanecer en este lugar mientras dure este episodio, si es necesario. Supongo que todo su personal de seguridad se encuentra en estado de alerta.
—De hecho, un pelotón completo de infantes de marina, señor. Es suficiente que escuchen pasos, o un estornudo, y desenfundan las armas.
—Muy bien. Siéntense, amigos, tenemos que recapitular. Primero usted, Stanley. ¿Dónde estamos?
—Volvamos al hospital —comenzó Witkowski, mientras se sentaba en un sillón, al lado de Karin—. Fue un embrollo, pero este Woodward, el neumólogo británico, en efecto fue aprobado por el Quai d’Orsay como uno de los médicos de la señora Courtland, sólo que la autorización llegó demasiado tarde. El médico ya estaba en el hospital.
—Me parece que eso implica cierto descuido en los neos —dijo Courtland.
—Señor, París se adelanta una hora a Londres —dijo Latham, que también se sentó—. Es un error usual; pero usted tiene razón, allí hubo descuido.
—Quizá no se trató de eso —dijo de Vries, y todos se volvieron hacia ella—. ¿No es posible que tengamos un amigo en las filas de los neos ingleses? ¿Qué mejor modo de atraer la atención sobre el asesino que reteniendo la autorización cuando es necesaria, y enviándola con una sospechosa tardanza?
—Esto es excesivamente complicado, Karin —dijo el coronel—, y deja demasiado espacio para el error. El eslabón en la cadena es muy débil; podríamos identificar inmediatamente al topo.
—Stosh, las complicaciones son nuestra especialidad, y precisamente siempre buscamos los errores.
—¿Ésa es una lección que viene de las alturas?
—Vamos —insistió Drew—, quizá ella tiene razón.
—Sí, podría tener razón; desgraciadamente, no podemos saberlo en este momento.
—¿Por qué no? Podemos comenzar a rastrear. ¿Quién fue la persona del Quai d’Orsay que aprobó a Woodward en el hospital, aunque era demasiado tarde?
—Precisamente por eso no podemos saber a qué atenernos. Esa autorización vino de la oficina de cierto Anatole Blanchot, miembro de la Cámara de Diputados. Moreau investigó el asunto.
—¿Y?
—No hay nada. Este Blanchot jamás oyó hablar del doctor Woodward, y no hay constancia de una llamada telefónica desde su oficina al Hospital Hertford. En realidad, la única vez que Blanchot llamó a Londres fue hace más de un año, desde el teléfono de su domicilio, para apostar a Ladbrokes en los Irish Sweepstakes.
—De modo que los neos se limitaron a elegir un nombre.
—Así parece.
—¡Hijos de perra!
—Amén.
—Pensé que usted había dicho que hubo ciertos progresos.
—En efecto, pero no con Woodward.
—Entonces, ¿donde? —interrumpió Courtland.
—Me refiero al paquete dirigido al agente Latham, entregado al Deuxiéme durante las primeras horas de la madrugada.
—¿El ministro luterano? —preguntó Karin.
—Koenig no lo sabe, pero es un pájaro cantor —dijo Witkowski.
—¿Y cual es la melodía? —Drew se inclinó hacia adelante en su silla.
—Un aria llamada «Traupman el maestro cantor». Ya la hemos escuchado antes.
—¿El cirujano de Nuremberg? —presionó Latham—. ¿El gran nazi que Sorenson desenterró de…? —Calló, mirando inquieto al embajador.
—Si, Drew —dijo tranquilamente Courtland—, fue un dato suministrado por el tutor legal de mi esposa, en Centralia, Illinois… Hablé personalmente con el señor Schneider. Ahora es un anciano, con muchas añoranzas y muchos recuerdos dolorosos, y creo que todo lo que dice es cierto.
—Ciertamente, dice la verdad acerca de Traupman —afirmó el coronel. Moreau se reunió hace pocos días en Munich con la ex esposa de Traupman. Y ella lo confirmó todo.
—También eso lo sé. —El embajador de nuevo habló en voz baja—. Traupman fue uno de los principales instrumentos de la operación Sonnenkinder en todo el mundo libre.
—¿Y que supo Claude acerca de Traupman cuando habló con el pastor luterano? —preguntó Karin.
—En esencia, que Koenig y otros como él pertenecientes a los niveles superiores temen a ese hombre, y procuran conquistar su favor siempre que pueden. Moreau entendió que Traupman era un protagonista importante, pero ahora piensa que es algo más. Considera que Traupman ejerce cierta clase de influencia sobre el movimiento neo, un control que somete a todo el mundo a sus deseos personales.
—¿El Rasputín nazi? —continuó de Vries—. ¿La figura intocable detrás del trono imperial, capaz de controlar al mismo?
—Sabemos que hay un nuevo Führer —dijo Witkowski—, pero desconocemos su identidad.
—Pero si este nuevo Hitler…
—Allí debo obligarla a callar, Karin —la interrumpió súbitamente Daniel Courtland, poniéndose de pie lenta y dolorosamente, abandonando su silla detrás de la mesa antigua.
—Lo siento, señor embajador…
—No, no, querida, yo debo disculparme, pues me lo ordena mi gobierno.
—¿Que demonios ésta haciendo?
—Calma, Drew, calma —ordenó Courtland—. Tal vez le interese saber que hable por teléfono con Wesley Sorenson, que provisionalmente se convirtió en el director de ciertas actividades encubiertas. Yo no debo escuchar ni participar en cualquier conversación ulterior relacionada con este tema. Pero cuando yo salga de esta habitación, usted, agente Latham, lo llamará por el teléfono especial y oirá lo que él tenga que decir… Ahora, si me disculpa, me retiraré a la biblioteca, donde hay un bar bien provisto. Después, si les interesa compartir una charla inocente, pueden reunirse conmigo.
El embajador atravesó cojeando la habitación, pasó por una puerta interior y la cerró con fuerza.
Drew saltó de la silla y corrió hacia el teléfono. Mientras se sentaba comenzó a presionar los botones numerados.
—Wes, soy yo. ¿Qué sucede?
—El embajador Daniel Rutherford Courtland, acreditado en París, ¿salió de la habitación?
—Sí, por supuesto, ¿qué pasa?
—Si esta conversación se filtra, yo, Wesley Theodore Sorenson, director de Operaciones Consulares, asumo la total responsabilidad de esta acción, de acuerdo con el Artículo Setenta y Tres de los Reglamentos de Actividades Clandestinas, en su aplicación a las actividades individuales y unilaterales adoptadas en la primera línea de acción.
—¡Caramba, eso me concierne!
—¡Cállese!
—¿Por qué, Wes?
—Organice un equipo, vaya en avión a Nuremberg y apodérese del doctor Hans Traupman. Secuestre a ese canalla y tráigalo a París.