¡Hijo de perra! —rugió el coronel—. ¡Moreau quiere su trasero frente a un pelotón de fusilamiento, y no puedo decir que estoy en desacuerdo con él!
—Entonces, ¿sus dos hombres consiguieron liberarse?
—¿Qué creyó que estaba haciendo? ¿Qué es lo que pretende?
—Si usted se calma un momento o dos, se lo diré.
—¿Que yo me calme? Oh, tengo mucho por lo cual calmarme. Courtland tiene que presentarse por la mañana en el Quai d’Orsay, para explicar lo que usted hizo; a usted se lo declara persona no grata, y se lo expulsa del país; un gobierno extranjero presenta una protesta formal contra mí, ¿y usted me dice que me calme?
—¿Moreau está detrás de todo esto?
—Precisamente.
—Entonces, podemos controlarlo.
—¿Está escuchándome? ¡Agredió a dos agentes del Deuxième, los amordazó y los retuvo prisioneros maniatándolos, sin que pudieran comunicarse durante varias horas, con lo cual arruinó una importante investigación de la inteligencia francesa!
—Sí, pero Stanley, realicé progresos. La clase de progresos que Moreau desea más que nada.
—¿Qué…?
—Envíe una unidad de infantes de marina a una iglesia luterana de Neuilly–sur–Seine. —Latham suministró la dirección a Witkowski, y explicó la posición de Koenig entre los arbustos—. Es el jefe supremo del movimiento neo en París, creo que con más rango que Estrasburgo; por lo menos, su cobertura es mejor.
—¿Cómo lo descubrió?
—Ahora no hay tiempo para eso. Llame a Moreau y ordene a los infantes de marina que lleven a Koenig al Deuxième Bureau. Dígale de mi parte a Claude que la presa es auténtica.
—El querrá algo más que un ministro luterano maltratado ¡Dios mío, tal vez usted está loco, y él perderá su empleo, y tendrá que afrontar toda clase de reclamaciones judiciales!
—De ningún modo. El seudónimo de Koenig es Heracles, un nombre extraído de la mitología.
—¿La mitología griega? —interrumpió el coronel—. Heracles es hijo de Zeus, y era famoso por su fuerza.
—Excelente —dijo Drew con amabilidad—. Ahora, active las cosas lo cual le llevará sólo un minuto o dos. Después, quiero que se reúna conmigo…
—¿Con usted? ¡Será para volarle la tapa de los sesos!
—Atráselo, Stanley. Sé dónde tienen a Karin.
—¿Qué?
—Rue Lacoste, número veintitrés. No conozco el apartamento, pero lo alquilaron hace poco.
—¿Lo supo por el sacerdote?
—En realidad, no fue difícil. Estaba asustado.
—¿Quizás él…?
—¡No hay tiempo, Stosh! Tenemos que ser solamente usted y yo. Si perciben un cambio, si ven un auto desconocido o dos estacionando en la calle a esta hora, la matarán. De todos modos, se proponen liquidarla en una hora o dos, si no llegan a mi y me atrapan.
—Me reuniré con usted a unos cien metros al este del edificio, entre los faroles, en el rincón más oscuro de la calle.
—Gracias Stanley. Le aseguro que hablo en serio, sé cuándo una operación individual necesita refuerzos, y en esto no hay nadie mejor que usted.
—No tengo alternativa. Sería imposible que usted conociese un hombre como Heracles, a menos que se lo hayan informado hace poco.
Karin de Vries estaba sentada en la silla recta, las manos atadas a la espalda, y un neo delgado y de espaldas anchas se encontraba frente a ella, sentado a horcajadas en una silla de madera los brazos sobre el respaldo, una pistola en la mano derecha; la pistola tenía un cilindro agregado al cañón. Un silenciador.
—¿Por que cree que su esposo esta vivo, Frau de Vries? —preguntó el nazi en alemán—. Lo que es más importante, si eso es cierto, y lo aceptamos con un enorme esfuerzo de la imaginación, ¿por qué tenemos que saber nada al respecto? En realidad, buena mujer, todos saben que fue ejecutado por la Stasi.
—Tal vez sea la noticia difundida, pero es mentira. Si una mujer vive con un hombre ocho años, conoce su voz cuando la oye, por irregular o incoherente que sea.
—Eso es fascinante. ¿Usted oyó su voz?
—Dos veces.
—Los archivos de la Stasi dicen lo contrario, y agregaré que lo dicen del modo más gráfico.
—Ése es el problema —observó fríamente Karin—. De un modo demasiado gráfico.
—Sus palabras carecen de lógica.
—Ni siquiera los individuos más perversos de la Gestapo describieron detalladamente la tortura y la ejecución de los prisioneros. No les convenía.
—Eso fue antes de mi tiempo.
—También de mi tiempo, pero hay registros. Tal vez usted podría leerlos.
—No necesito sus instrucciones, Madame… Esas voces, ¿como las escuchó?
—¿Como podría haberlas oído? Naturalmente, por teléfono.
—¿Por teléfono? ¿Él la llamó?
—No usando su nombre, pero con las diatribas que él solía usar a menudo durante el último año de nuestro matrimonio, antes de esa supuesta ejecución a manos de la Stasi.
—Por supuesto, usted increpó a esta persona que le habló por teléfono, ¿no es así?
—De ese modo solo conseguí que los gritos pareciesen más enloquecidos. Herr Nazi, mi esposo es un hombre muy enfermo.
—Considero que esa designación es un cumplido —dijo el neo, sonriendo y manipulando la pistola—. ¿Por que dice que su esposo esta enfermo, o para decirlo de otro modo, por que me lo comunica?
—Porque creo que es uno de ustedes.
—¿Uno de los nuestros? —preguntó incrédulo el alemán—. ¿Freddie de Vries, el provocador de Ámsterdam, el enemigo jurado del movimiento? ¡Perdóneme, Frau de Vries, pero debo afirmar que ahora usted perdió el juicio! ¿Como podría existir una cosa semejante?
—Se enamoró del odio, y ustedes son la personificación del odio.
—No la comprendo.
—Yo misma no me comprendo, porque no soy psicóloga, pero se que tengo razón. Su sentimiento de odio le impedía avanzar en la dirección que fuese, pero tampoco podía vivir sin él. Ustedes le hicieron algo… que fue, lo ignoro; tengo una teoría, pero evidentemente carezco de pruebas. Ustedes lo encauzaron, encauzaron su odio, orientaron sus fuerzas lanzándolas contra todo aquello en lo cual él creía…
—Ya oí bastante de todas esas tonterías. ¡Realmente, usted está loca!
—No, estoy completamente cuerda. Incluso creo saber cómo lo consiguieron.
—¿Consiguieron qué?
—Volverlo contra sus amigos, que para ustedes son el enemigo.
—¿Y cómo logramos realizar el milagro?
—Consiguieron que dependiese de ustedes. Durante los últimos meses, las variaciones de humor llegaron a ser más extremas que nunca… Se ausentaba mucho tiempo, pero cuando estábamos juntos era otro hombre, en cierto momento deprimido, y violento al siguiente. Había días en que parecía un niño, un pequeño que deseaba un juguete con tanta intensidad que cuando no lo conseguía huía del apartamento y desaparecía horas enteras. Después regresaba, arrepentido, pidiendo perdón por sus estallidos.
—¡Madame —exclamó el neo—, no tengo la más mínima idea acerca de lo que usted está diciendo!
—Drogas, Herr Nazi, estoy hablando de las drogas. Creo que ustedes administraban narcóticos a Frederik, y que por eso llegó a depender tanto de los neos. Sin duda, ahora lo retienen en algún refugio de las montañas, y mantienen su adición, y le arrancan información cada vez que la necesitan. Es una verdadera reserva de secretos, incluso teniendo en cuenta los secretos que él mismo ya olvidó.
—Usted está loca. Si tuviésemos un hombre así, hay otras drogas que podrían revelar esos secretos en cuestión de minutos. ¿Qué necesidad tendríamos de perder tiempo y dinero y prolongar su vida?
—Porque el Amytal y los derivados de la escopolamina no pueden producir secretos que ya desaparecieron de la memoria.
—En ese caso, ¿para qué sirve una fuente así?
—Las situaciones cambian, las circunstancias varían. Uno tropieza con un obstáculo, que puede ser un hombre o una táctica determinada, afronto la situación, y los recuerdos retornan. Pueden revelarse las identidades, y explicarse las tácticas antaño conocidas.
—Dios mío, usted leyó un número excesivo de novelas.
—Nuestro mundo —el suyo, y hasta no hace mucho tiempo el mío se basa sobre todo en hipótesis imaginadas.
—¡Suficiente! Usted es excesivamente culta para mí… Sin embargo, una pregunta, Frau de Vries. Dada una hipótesis imaginada, como usted la llama, digamos que usted acierta y que tenemos a su marido en las condiciones que usted misma ha descrito. ¿Por qué quiere encontrarlo? ¿Está ansiando llegar a una reunión?
—Estimado Nazi, eso es lo que menos deseo.
—¿Entonces?
—Podríamos decir que deseo satisfacer mi curiosidad mórbida. ¿Qué determina que un hombre se convierta en un ser diferente del que conocimos? ¿Cómo puede convivir con él mismo? O también usted podría decir, que si estuviese a mi alcance, desearía verlo muerto.
—Ésas son palabras graves —dijo el neo, acomodándose mejor en la silla y apuntando burlonamente la pistola a su propia cabeza—. ¡Bum! ¿Usted haría eso si pudiese?
—Probablemente.
—¡Por supuesto! Usted ya Encontró a otro hombre, ¿no es verdad?, un hombre de la inteligencia norteamericana, un excelente agente secreto de la CIA, llamado Harry Latham.
Karin permaneció inmóvil, la expresión inescrutable.
—Eso carece de importancia. No guarda relación con nuestro asunto.
—No creemos eso, Madame. Ustedes son amantes, ya lo hemos comprobado.
—Comprueben lo que se les antoje, eso no cambia la realidad. ¿Por qué están interesados en… Harry Latham?
—Usted conoce la razón tanto como yo. —El neo sonrió, y apoyó los dos talones en el piso; ahora era un alegre caballero montado en su corcel—. Sabe demasiado acerca de nosotros. Se infiltró en nuestros antiguos cuarteles generales del Hausruck, y vio cosas, aprendió cosas que no debía haber visto o conocido. Pero es solo cuestión de una hora o dos, y ya no será una espina clavada en el cuerpo de nuestros superiores. Cumpliremos las órdenes al pie de la letra, incluso descargando el golpe de gracia en el costado izquierdo de su cráneo. ¿Observa que somos maravillosamente concretos? No nos movemos con hipótesis, y menos todavía con invenciones. Somos la realidad, ustedes son la ficción. Y nada pueden hacer para detenernos.
—¿Por qué esa calavera, sobre el costado izquierdo de su cráneo? —preguntó de Vries en un tono neutro, como hipnotizada por las palabras del nazi.
—También nosotros lo hemos preguntado, pero entonces uno de nuestros reclutas más jóvenes, un individuo muy culto, suministró la respuesta. Se remonta al siglo XVII, cuando la ejecución de los hombres condenados estaba a cargo de un solo oficial. Si el condenado había exhibido valor en el combate, le disparaban sobre el costado derecho de la cabeza; si carecía de cualidades especiales, recibía el tiro sobre el lado izquierdo, sinistra, en italiano, el país donde comenzó la costumbre, sinister en inglés. Harry Latham es basura. ¿Necesito decir más?
—Eso me parece un rito bárbaro —dijo Karin en voz apenas audible, mientras contemplaba al asesino delgado y musculoso.
—Los ritos, estimada señora, son la base de toda la disciplina. Cuanto más antiguos, más arraigan en el ser humano y más veneración merecen.
De la habitación contigua llegó el breve sonido de la estática, seguido por una voz masculina sofocada que hablaba en alemán. La voz cesó, y unos segundos después apareció otro neo en la puerta; éste era más joven que el interrogador que hablaba con de Vries, pero no menos delgado y musculoso.
—Berlín por la radio —dijo—. Las autoridades de París nada saben; no han averiguado nada, de modo que debemos proceder de acuerdo con el programa.
—Fue una comunicación inútil. ¿Cómo pudieron saber algo?
—Bien, estaban los cuerpos frente al hotel Normandie…
—Y un automóvil del Deuxième sobre la margen del Sena. ¿Entonces?
—Dijeron que asegurásemos que todo… bien, usted sabe a qué me refiero… y el Chateau de Vincennes, al norte del Bois.
—Sí, sé lo que usted quiere decir, y a lo que Berlín alude. ¿Algo más?
—Comenzará a amanecer en una hora.
—Helmut está en su lugar, ¿verdad?
—Así es, y conoce las palabras que debe pronunciar.
—Dígale que realice la llamada en veinte minutos.
—Pero aún estará oscuro.
—Lo sé. Es mejor que ocupemos nuestros lugares y realicemos un reconocimiento, ¿verdad?
—Como siempre, señor, usted se muestra brillante.
—Eso también lo sé. ¡Adelante!
El segundo neo desapareció y el interrogador se volvió hacia Karin.
—Frau de Vries, me temo que deberé amordazarla. Después, le quitaré las cuerdas y usted nos acompañará.
—¿Adónde iremos, como no sea a mi propia muerte?
—No sea tan pesimista. Matarla no es una prioridad para nosotros.
—Y Hitler protegió a los judíos.
—Ach, usted puede ser realmente divertida.
Latham se reunió con Witkowski a unos sesenta metros de distancia de la rue Lacoste 23, en un callejón estrecho y oscuro.
—Buen lugar —dijo Drew.
—No había otro. No sé quién paga las cuentas de electricidad de la Ciudad Luz, pero seguramente son facturas impresionantes.
—Hablando de luces, éste es el único lugar desde el cual podremos apuntar al centro del apartamento.
—Se equivoca —dijo el coronel—. Lo que buscamos está en el quinto piso, en la esquina oeste.
—Bromea.
—No bromeo cuando estoy portando dos automáticas con silenciadores adaptados especialmente, cuatro cargadores y una escopeta recortada bajo el impermeable.
—¿Como lo supo?
—Gracias a Moreau, que continúa reclamando su cabeza, pero que recibió su paquete.
—¿Koenig?
—Exacto. Cosa extraña, la Sûreté tenía en sus archivos a ese buen prelado.
—¿Como neo?
—No, a causa de su predilección por los jovencitos. Llegaron a la policía cinco quejas anónimas.
—¿Y qué pasó con el apartamento?
—Claude investigó al propietario del edificio; el resto fue fácil. Nadie quiere disgustarse con un organismo que puede castigarlos apelando a las oficinas de impuestos y de salud pública.
—Stanley, usted es una maravilla.
—No lo soy, lo es Moreau, y parte del acuerdo es que usted se disculpe ante sus hombres, les compre regalos muy caros y los lleve a compartir una cena sumamente costosa en la Tour d’Argent. Con las familias.
—¡Eso me costará dos meses de sueldo!
—Yo acepté en su nombre… Y ahora, veamos como podemos ejecutar esta misión sin apoyo.
—Primero entramos, y después ascendemos la escalera —replicó Latham—. Nos movemos muy discretamente y con mucho cuidado.
—Seguramente tienen vigilancia en la escalera. Es mejor usar el ascensor. Seremos dos borrachos cantando algo parecido a Auprès de Ma Blonde, con voces bastante estridentes, pero no en exceso.
—No está mal, Stosh.
—Yo estaba en esta profesión cuando usted todavía participaba en los concursos de las fábricas de cereales. Usamos el ascensor hasta el piso sexto o séptimo, y descendemos. Pero tiene razón acerca de la necesidad de evitar el escándalo y ser muy cuidadosos. Se lo concedo.
—Gracias por el cumplido. Lo incluiré en mi resumen.
—Si sale de esto, tal vez necesite un resumen antes de los que cree. Sospecho que Wesley Sorenson querrá verlo apostado en algún lugar de la Mongolia. Ahora, en marcha. Manténgase cerca de los edificios; a partir del quinto piso la línea de visión de esta gente es negativa.
Latham y Witkowski, uno detrás del otro, caminaron a lo largo de la calle Lacoste, escondiéndose en un portal tras otro hasta que llegaron al número 23. La entrada estaba al nivel del suelo; llegaron al vestíbulo, probaron una puerta cerrada y después examinaron la lista de apartamentos y ocupantes.
—Sé hacer esto —dijo el coronel, la mano extendida para presionar el botón de un apartamento del noveno piso. Cuando una voz femenina sobresaltada y somnolienta contestó por el intercomunicador, el coronel dijo en buen francés—: Soy el capitán Louis d’Ambert, de la Sûreté. Usted puede llamar a mi oficina para confirmar mi identidad, pero el tiempo es un factor indispensable en este caso. En este edificio hay una persona peligrosa, que constituye una amenaza para los inquilinos. Necesitamos entrar y arrestarlo. Le indicaré el número de mi oficina en la Sûreté, con el fin de que usted pueda comprobar mi autoridad.
—¡No se moleste! —dijo la mujer—. En los tiempos que corren los delitos son cada día más graves… criminales, asesinos en nuestras propias casas.
Drew y Witkowski consiguieron entrar. El ascensor estaba a la izquierda; el indicador mostraba que se había detenido en el cuarto piso. Latham pulsó el botón; el mecanismo crujió instantáneamente. Cuando se abrió la puerta, una luz en el indicador interior demostró que en el quinto piso alguien había apretado el botón rojo, para descender.
—Tenemos prioridad —dijo Stanley—. Marque el segundo piso.
—Son los neos —murmuró Drew—. Tienen que ser ellos.
—A esta hora, imagino que usted tiene razón —convino el coronel. De modo que descenderemos por la escalera, nos mantendremos al fondo del corredor y veremos si nuestros instintos todavía sirven para algo.
Así lo hicieron. Retornaron deprisa a la planta baja, se agazaparon al fondo del vestíbulo embaldosado, y observaron cuando se abrió la puerta del ascensor y Karin de Vries, la cara cubierta, apareció ante ellos acompañada por tres hombres, todos vestidos con prendas civiles comunes.
—¡Alto! —gritó Witkowski, emergiendo de las sombras. Latham estaba a su lado, y ambos apuntaban con sus armas. El neo que estaba más lejos giró bruscamente, llevando la mano hacia la sobaquera. El coronel disparó con la automática provista de silenciador. El hombre giró de nuevo, aferrándose el brazo, y cayó al suelo—. Esto fue más fácil de lo que yo creía, chlopak —continuó Witkowski—. Estos arios no son tan inteligentes como ellos creen.
—¡Mein! —gritó el que sin duda era el jefe del trío, aferrándose a Karin y escudándose tras ella y después desenfundando una pistola—. Un solo movimiento y esta mujer muere —gritó, apuntando con el arma a la sien de de Vries.
—En ese caso, debo demostrar mi valor en combate —dijo fríamente Karin, arrancándose la mordaza.
—¿Was?
—Usted aclaró que debía administrar el golpe de gracia sobre el costado izquierdo del cráneo de Harry Latham. Su arma está sobre mi lado derecho.
—¡Halt’s Mnul!
—Me alegro de que usted no me considere despreciable, me alegro de no ser cobarde. Por lo menos, mi ejecución será honrosa.
—¡Cállese! —El líder neo la arrastró, los tacos de Karin arañando el piso, en dirección a la puerta—. ¡Suelten las armas! —gritó.
—Suéltela, Stanley —dijo Drew.
—Por supuesto —dijo el coronel.
Y entonces de la escalera llegó una voz, una voz irritada que hablaba en francés.
—¿Qué significa todo este escándalo? —exclamó una mujer anciana en camisón, descendiendo la escalera—. Pago mi alquiler para dormir bien después de trabajar todo el día en la panadería, ¿y tengo que soportar esto?
Aprovechando la súbita interrupción, Karin se desprendió de los brazos de su aprehensor, mientras Witkowski extraía su segunda automática. Cuando de Vries se inclinó, Witkowski disparó dos tiros, uno en la frente del neo, y el otro en su cuello.
—¡Mon Dieu! —gritó la mujer de la escalera, y subió deprisa.
Latham corrió hacia Karin, sosteniéndola fieramente, y sus brazos parecían dos abrazaderas de enorme fuerza.
—Estoy bien, querido, estoy bien —dijo, al ver las lágrimas que descendían por la cara del hombre—. Pobre querido —continuó—, esto ya terminó, Drew.
—¡Al demonio si terminó! —gritó el coronel, apuntando con su arma a los dos neos vivos. El nazi a quien había herido estaba incorporándose—. Aquí —dijo Stanley, recogiendo su arma y la de Latham y entregando una a de Vries—. Cubran a este canalla que puede caminar, y yo me ocuparé del otro. Usted utilice su teléfono para llamar a Durbane, en la embajada. Que envíe aquí algunos vehículos.
—No puedo hacer eso, Stosh.
—¿Por qué demonios no puede?
—Quizá es uno de ellos.
Era medianoche, hora de Washington, y Wesley Sorenson estudiaba los materiales enviados por Knox Talbot, provenientes todos de los archivos de la CIA. Había dedicado horas a examinarlos; eran cincuenta y una carpetas, y buscaba en ellas la información que distinguiese a un sospechoso de los restantes. Su concentración se había visto turbada por una frenética llamada telefónica de París, para describir el ofensivo comportamiento de Latham.
—Quizá está detrás de algo, Claude —dijo Wesley, tratando de calmar a su colega.
—En ese caso, hubiera debido informarnos, en lugar de actuar solo. ¡No toleraré esto!
—Concédale un poco de tiempo…
—De ningún modo. ¡Saldrá de París, y de Francia!
—Veré lo que puedo hacer.
—Ya lo hizo, mon ami.
Más tarde, después de una embarazosa conversación con Witkowski, que estaba igualmente furioso, Moreau volvió a llamar a las cinco de la madrugada, hora de París. El horizonte cargado de nubarrones comenzó a aclararse. Drew había entregado a un auténtico neo disfrazado de ministro protestante.
—Debo reconocer que eso atenúa un poco su culpa —había dicho el francés.
—Entonces, ¿le permitirá continuar en París?
—Con la rienda muy corta, Wesley.
El jefe de Operaciones Consulares había retornado al examen de un grupo selecto de candidatos posibles, extraídos del material que le envió la CIA; después, el jefe de Operaciones Consulares procedió a eliminar a los que sin duda eran negativos, más o menos como había hecho Knox. De los veinticuatro restantes, podó a varios más, basándose en los antiguos y venerables principios del motivo y la oportunidad, más un elemento al que Sorenson denominaba «el por qué al cubo», es decir el por qué a la tercera potencia; más allá de los motivos primarios y secundarios, invariablemente se ocultaba otro. Por último, como resultado de una vida adulta consagrada por entero a buscar lo que era esquivo, quedaron tres probables, una lista que debía ampliarse si ninguno de los tres candidatos era el culpable. Cada sospechoso tenía lo que él denominaba una cara «neutral», fisonomías que carecían de la definición de los rasgos salientes, el tipo de cara que los caricaturistas políticos subrayan. Segundo, ninguno ocupaba una posición influyente o de elevado perfil, los aspectos que negaban la posibilidad de afrontar riesgos. Sin embargo, cada uno de ellos era miembro de los equipos de examinadores, o tenía acceso a ellos, como correos o como investigadores. En tercer lugar, todos vivían en un nivel superior al de sus ingresos aparentes.
Peter Mason Payne. Encargado de reclutamiento de acuerdo con las necesidades de una de las divisiones. Casado, con dos hijos; residencia, una casa con un valor de 400 000 dólares en Viena, Virginia, completa con una piscina agregada poco antes, de un costo estimado de 60 000 dólares. Automóviles: Cadillac Brougham y un Range Rover.
Bruce N. M. I. Withers. Funcionario de intendencia, uno de muchos. Divorciado, una hija, derechos de visita limitados. Ex esposa en la costa oriental de Maryland. Una casa por valor de 600 000 dólares, supuestamente comprada por los padres de la dama. Residencia del sujeto, un condominio en un distrito de Fairfax de altos alquileres. Automóvil: Jaguar SJ6.
Roland Vásquez–Ramírez. Investigador de tercer nivel y coordinador; había cuatro de éstos, incluyendo los dos niveles superiores. Casado, sin hijos. Residencia, complejo de apartamentos con jardín en Arlington. La esposa es una abogada de nivel inferior del Departamento de Justicia.
Se los conoce como frecuentadores de restaurantes caros, visten prendas de medidas. Automóviles: Porsche y Lexus.
Éstos eran los hechos esenciales, y probablemente ninguno tenía importancia hasta que uno examinaba las relaciones internas de la agencia. Peter Mason Payne buscaba reclutas cuando se solicitaban cualidades específicas. Era inevitable que interrogase a las diferentes divisiones, y pidiera con todo derecho ejemplos del tema, para alcanzar una visión más clara. La tarea de Bruce Withers era justificar las enormes erogaciones en equipos de oficina, incluso la electrónica completa. Era natural que tuviese que observar e incluso manejar personalmente ciertas máquinas, con el fin de solicitar a un superior que refrendase las enormes órdenes de compra. Roland Vásquez–Ramírez coordinaba el flujo de información entre los tres niveles de investigadores. Admitido que había restricciones extraordinarias, sobres sellados, y otras cosas por el estilo, y un hombre que infringiese las normas no solo podía perder el empleo, sino que era concebible que se lo acusaría. De todos modos, esas restricciones, a menudo violadas inocentemente en beneficio de la practica, no impedirían la acción de un enemigo del Estado que ignoraría las normas pero no en una actitud inocente.
Los tres hombres se adaptaban a las formas del topo neo. Tenían la motivación que los inducía a sostener cierto estilo de vida, las oportunidades a causa del acceso que sus cargos les facilitaban… lo que faltaba era ese abstracto «por qué a la tercera potencia». ¿Qué impulsaba a cualquiera de ellos a sobrepasar todo eso y convertirse en traidor? Un nazi que había liquidado a dos nazis capturados. Y después, Sorenson creyó que podía haberlos encontrado… pero sólo quizá. Cada candidato era esencialmente un mensajero, un enlace entre superiores; ninguno ejercía verdadera autoridad por sí mismo. Payne estudió los resúmenes de los solicitantes, y los que él proponía, a menudo ganaban mucho más que el propio Payne. Withers sólo podía recomendar compras extraordinarias, adquisiciones que aumentaban la eficiencia de quienes habían solicitado esos equipos… ¿y cuántos había que se beneficiaban con los «premios» aportados por las casas proveedoras mientras él no conseguía nada? Y Vásquez–Ramírez en efecto era un mensajero, y recogía sobres sellados, A, B y C, secretos que otros evaluaban, mientras él se mantenía al margen. Y cada uno había permanecido en esa tarea neutra, adoptando decisiones que otros anulaban fácilmente, durante una serie de años, con escasas posibilidades de progreso. Hombres así eran calderos de resentimiento.
No había tiempo para continuar racionalizando, para profundizar el análisis. O acertaba, pensó Sorenson, o se equivocaba. Y esto último significaba retornar al estudio de los materiales. Como había enseñado a Drew Latham en las primeras etapas del entrenamiento de la gente, a veces un ataque frontal era mejor, sobre todo si resultaba del todo inesperado. Se preguntó si Drew había utilizado esa estrategia para atrapar al ministro religioso neo. Si no lo había hecho concretamente, fue la conclusión de Wesley, por cierto había utilizado una variación. En vista de las limitaciones de tiempo, no había muchas alternativas. Extendió la mano hacia el teléfono.
—Por favor, el señor Peter Mason Payne.
—Habla Pete Payne, ¿quién habla?
—Kearns, de la Agencia —respondió Sorenson, utilizando el nombre de un subdirector relativamente conocido—. Pete, nunca nos hemos visto, y lamento molestarlo a esta hora.
—No hay problema, señor Kearns, estoy viendo televisión en mi madriguera. Mi esposa fue a acostarse; dijo que el programa era absurdo, y tenía razón.
—Entonces, ¿no se opone a interrumpir la televisión unos minutos?
—En absoluto. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Es un poco delicado, Pete, pero la razón por la cual lo llamo ahora es que quizá mañana le pidan que ascienda a los pisos altos, y quizá usted desee pensar sus respuestas.
—¿Qué respuestas? ¿Qué preguntas? —Quizá Peter Mason Payne no era el topo asesino, pensó Wesley, pero estaba recibiendo información de alguien. Lo adivinó por la exclamación ahogada que precedió a las palabras.
—Hemos tenido graves problemas de reclutamiento, de modo que estamos celebrando reuniones de evaluación, y continuamos con este trabajo casi las veinticuatro horas del día. Algunos de sus recomendados han sido descalificados, y eso costó a la Compañía la pérdida de muchas horas hombre.
—Entonces, el defecto estuvo en los resúmenes, o bien los solicitantes ensayaron las respuestas que ofrecerían en las entrevistas, señor Kearns. ¡Jamás propuse a nadie que no me inspirase confianza para la tarea en cuestión, y nunca recibí dinero bajo la mesa para formular una recomendación!
—Comprendo. —De modo que era eso, murmuró Sorenson. El rechazo era demasiado rápido, y el propio Sorenson ni siquiera había llegado a sugerir algo—. Pero yo no sugerí eso, ¿verdad, Peter?
—No, pero he oído los rumores… familias acaudaladas que desean que sus hijos ingresen en la Agencia para trabajar un par de años, porque es un buen antecedente cuando salen a buscar otros empleos… No quiero decir que es imposible que unos pocos se nos hayan escapado, como dije antes a causa de la falsa información y las respuestas ensayadas, pero tendrá que investigar a otros reclutadores para encontrar esas cosas. Ellos podrían suministrar dicha información, ¡yo nunca lo hice!
«Gracias a Dios, señor Payne, usted se mantuvo fuera del asunto» —pensó el director de Operaciones Consulares—. «Duró apenas once segundos». De todos modos, Peter Payne había llevado a Sorenson a la pregunta decisiva.
—Entonces, quizá uno de los otros intentan achacarle la culpa. Vea, los padres de uno de nuestros hombres fracasados dijeron que se habían reunido con un reclutador en las primeras horas de la madrugada, anteanoche, para entregarle el pago definitivo.
—¡Por Dios, no fui yo!
—¿Dónde estaba, Pete?
—Demonios, es fácil comprobar eso. —Era evidente el alivio en la voz de Payne—. Mi esposa y yo fuimos de visita a la casa de un vecino que está al final de esta calle, el representante Erlich, para compartir un asado vecinal… un tanto tardío, porque la Cámara permaneció sesionando hasta esa hora. Estuvimos en esa casa hasta las dos y media de la madrugada. Y francamente, señor Kearns, ninguno de nosotros quiso ascender a un automóvil y salir a pasear.
Candidato rechazado.
—¿El señor Bruce Withers, por favor?
—Amigo, nadie más vive aquí. ¿Quién es usted?
Sorenson repitió que era el subdirector Kearns, y ahora apuntó a los constantes y considerables excesos en las compras de materiales para la oficina.
—Señor director, la alta tecnología es cara. No hay nada que yo pueda hacer al respecto, y francamente no me concierne adoptar esas decisiones.
—Pero sí le concierne formular recomendaciones, ¿verdad?
—Alguien tiene que ocuparse del trabajo especializado inicial, y eso es lo que yo hago.
—Digamos que varias empresas compiten para presentar la computadora más poderosa en la gama de los cien mil dólares. Su palabra tiene mucho peso, ¿verdad?
—No si mis jefes saben distinguir entre un megabyte y sus propios codos.
—Pero la mayoría no poseen ese conocimiento, ¿verdad?
—Algunos sí y otros no.
—Entonces, en el caso de los que no conocen, su recomendación probablemente es aceptada, ¿no le parece?
—Probablemente. Yo me encargo de mi trabajo.
—Y puede haber casos en que la elección de cierta compañía lo beneficia, ¿no es así?
—¡Acabe con esa clase de preguntas! ¿Qué intenta achacarme?
—La otra noche hubo un pago, para ser exactos al principio de la madrugada, y estuvo a cargo de una firma de Seattle que tiene un grupo de presión aquí en Washington. Y nos agradaría saber si usted fue el beneficiario.
—Eso es una estupidez —exclamó Withers, casi sin aliento. Discúlpeme, señor director, pero estoy profundamente ofendido. Ya llevo siete años en este piojoso cargo porque conozco la alta tecnología más que otros, ¡pero eso no me ha llevado a ninguna parte! No pueden reemplazarme, de modo que no me ascienden, y ni siquiera me degradan. Eso seguramente le dice algo.
—Bruce, no quiero ofenderle. Sólo quiero saber dónde estuvo a las tres de la madrugada de anteayer.
—Usted no tiene derecho de preguntar eso.
—Creo que sí. A esa hora hicieron el pago.
—Escuche, señor Kearns, soy un hombre divorciado y debo encontrar mi placer donde puedo, si usted me entiende.
—Creo que sí. ¿Dónde estuvo?
—Con una mujer casada cuyo marido no está en el país. El marido es general.
—¿Ella respaldará su afirmación?
—No puedo indicarle el nombre.
—Usted sabe que la identificaremos.
—Sí, supongo que lo hará… Está bien, pasamos aquí la noche, y después ella se fue. El general está realizando una gira de inspección en Lejano Oriente, y la llama alrededor de la una… Dios no permita que él trastorne un calendario militar por una esposa solitaria. Ésa es la historia de su matrimonio.
—Muy conmovedor, Bruce. ¿Cómo se llama?
—Necesita veinte a veinticinco minutos para volver a su casa.
—Su nombre, por favor.
—Anita Griswald, la esposa del general Andrew Griswald.
—¿El loco Andy Griswald? ¿El azote de Songchow en Vietnam? Es un hombre bastante mayor, ¿verdad?
—Sí, para el ejército. Anita es su cuarta esposa. Es mucho más joven, y el Pentágono le asigna diferentes tareas hasta que puedan desembarazarse de él dentro de un año; de hecho, sospecho que quieren sacárselo de encima cuanto antes.
—¿Por qué ella lo aceptó como esposo?
—No tenía dinero, y debía mantener a tres niños. Ya ha preguntado bastante, señor director.
Candidato todavía posible.
—Por favor, el señor Vázquez–Ramírez.
—Un momento —dijo una voz femenina con un leve acento hispánico—. Mi marido está hablando por el otro teléfono, pero terminará enseguida. ¿De parte de quién?
—Del subdirector Kearns, asesor de la CIA.
—¿Usted sabe que soy abogada?… Oh, pero por supuesto, debe saberlo.
—Le pido disculpas por llamar tan tarde, pero es urgente.
—Seguramente, señor. Mi esposo trabaja muchas horas para ustedes, a veces hasta bien entrada la noche. Ojalá ustedes le pagaran de acuerdo con el esfuerzo, si se me permite el atrevimiento. Por favor, un momento.
Silencio. No había registros que indicasen que Vázquez–Ramírez trabajaba hasta muy tarde. Cuarenta y cinco segundos después, «Rollie» Ramírez apareció en la línea.
—Señor Kearns, ¿que es tan urgente?
—Filtraciones en su departamento, señor Vázquez–Ramírez.
—Por favor, ya nos hemos visto. Rollie o Ramírez es suficiente.
—Si, lo llamaré así. Es mas breve.
—¿Esta resfriado, señor Kearns? Tiene la voz cambiada.
—Es la gripe, señor Ramírez. No puedo respirar.
—Ron, té caliente y limón lo aliviarán… Bien, ¿que son esas filtraciones y como puedo ayudarlo?
—Se ha descubierto que provienen de su sección.
—En la cual somos cuatro —dijo el hombre de origen hispano—. ¿Por qué me eligió?
—Llamaré a todos; usted es el primero de la lista.
—¿Por que no tengo la piel tan clara como los demás?
—¡Oh, deje eso!
—No, no lo dejo, porque es la verdad. El hombre de habla hispana es el primero con quien usted habla.
—Ahora usted esta insultándome e insultándose a usted mismo. Alguien ganó dinero revelando información muy secreta de su sección hace dos noches… gano mucho dinero, y tenemos a la gente que pagó. De modo que no me venga con esas tonterías acerca del racismo. Estoy buscando una filtración, no un hispanoparlante.
—Le diré lo siguiente, americano. Mi gente no paga por la información, se la suministra gratis. Si, hubo ocasiones en que con vapor de agua abrí sobre sellados, pero solo cuando estaban destinados a la zona del Caribe. ¿Por que lo hice? Se lo explicaré. Yo fui un soldado de dieciséis años en la Bahía de Cochinos, y pasé cinco años en las sucias cárceles de Castro, hasta que me canjearon por un cargamento de medicinas. Este gran Estados Unidos habla y habla, pero no hace nada para liberar a Cuba.
—¿Como ingresó en la Agencia?
—Del modo mas sencillo posible, amigo. Me llevó seis años, pero me convertí en un erudito, con tres diplomas, supercalificado en vista de lo que ustedes ofrecían; pero acepté lo que me ofrecían, creyendo sinceramente que ustedes verían mis calificaciones y me instalarían en un cargo que yo pudiese ganar un poco, más. Nunca llegué a eso, pues yo era el hispanoparlante y ustedes se interesaban por los muchachos blancos y por los negros… oh, varias veces prefirieron a negros sin calificaciones y me postergaron. Ustedes tenían que limpiar ese prontuario racista, y ellos eran la solución.
—Creo que usted es injusto.
—Crea lo que le plazca. Saldré de esta casa en veinte segundos, y jamás volverá a encontrarme.
—Por favor, ¡no haga eso! Usted no es la persona a quien yo busco. Estoy buscando nazis, no gente como usted.
—¿De qué demonios está hablando?
—Es muy complicado —dijo tranquilamente Sorenson—. Continúe haciendo su trabajo, y haga lo que está haciendo. Yo no le traeré problemas, y me ocuparé de que sus calificaciones superiores sean consideradas por los que deberían prestarles más atención.
—¿Como puedo confiar en que hará eso?
—Porque le mentí. Yo no estoy con la Compañía. Soy el director de otro organismo que a menudo coordina con la CIA en los niveles más alto.
—Círculos dentro de los círculos —dijo Vásquez–Ramírez—. ¿Cuándo terminará eso?
—Es probable que nunca —replicó Sorenson—. Ciertamente no terminará si las personas no confían unas en otras… y no sé si alguna vez llegaremos a eso… Candidato posible.