La ruidosa estación de radio cubría gran parte del irritante sonido del tránsito de la calle, fuera del hotel. Latham se probó la chaqueta antibalas, y se puso encima la túnica de oficial del ejército, ahora más holgada. Continuó mirando el teléfono depositado sobre el escritorio, y preguntándose por qué Karin no lo había llamado; ella le había dicho que lo haría apenas llegase a su habitación en la embajada. Había partido más de dos horas antes, y su equipaje la había seguido de cerca. Meneando la cabeza inconscientemente mientras sonreía, Latham imaginó el encuentro de Karin con Witkowski, un episodio en que el coronel debería soportar muchas críticas, e incluso gritos, a causa de la decisión de dejar solo a Drew. Pobre Stosh, a pesar de su áspero exterior, no estaba preparado para soportar el ataque de la futura esposa del agente de la sección Operaciones Consulares. A decir verdad, compadecía al coronel; en cierto modo podía imponerse solo apelando a la autoridad oficial, lo cual era esencialmente insatisfactorio. Karin tenía de su lado el amor, un sentimiento que tanto Stanley como el embajador Courtland habían conocido y perdido, por cortesía de las respectivas carreras profesionales.
Latham se acercó al espejo de cuerpo entero que estaba en el corredor, y observó su propia imagen. El chaleco antibalas que protegía su tórax lograba que pareciese más imponente que lo que era el caso en realidad, y le recordaba la época en que usaba un uniforme verde y blanco en Canadá, donde los controles físicos y las reacciones a quemarropa eran asunto de vida o muerte… algo realmente ridículo cuando lo miraba retrospectivamente… Se dijo que ya había pasado bastante tiempo, y regresó al escritorio y al teléfono. Descolgó el auricular y comenzó a marcar, y de pronto oyó una llamada a la puerta. Depositó el teléfono, se acercó a la puerta mientras examinaba la lista de códigos, y preguntó:
—¿Quién es?
—Witkowski —contestó la voz del lado opuesto.
—¿Cuál es su código?
—Al demonio con eso, soy yo.
—Debería decir «El buen rey Wenceslao». ¡Estúpido!
—Abra la puerta antes de que destroce la cerradura con mi cuarenta y cinco.
—Esa afirmación es muy propia de un cretino, porque probablemente no sabe que una cerradura de bronce puede provocar que una bala rebote y se le hunda en el estómago.
—No si uno dispara sobre el borde, gusano. ¡Abra!
En contraste con los insultos proferidos a gritos, Witkowski serio hasta llegar a mostrarse sombrío, y Claude Moreau, aparecieron ante Latham. En ambos había una expresión dolorida.
—Debemos hablar —dijo el jefe del Deuxième Bureau mientras él y el coronel entraban—. Sucedió algo terrible.
—¡Karin! —estallo Drew—. ¡No llamó… dijo que llamaría por lo menos hace una hora! ¿Donde está?
—No lo sabemos, pero los hechos conocidos son inquietantes —contestó Moreau.
—¿Qué hechos?
—Dos de los hombres de Claude fueron muertos en la calle, enfrente —replicó Witkowski—. Uno con una bala en la cabeza, el otro de una cuchillada. El automóvil policial desapareció, y suponemos que el chófer también está muerto.
—¡Vinieron para llevarla a la embajada! —rugió Latham—. ¡Estaba protegida!
—La secuestraron —dijo Moreau tranquilamente, sus ojos clavados en los de Drew.
—¡La mataron! —gritó Latham, girando sobre sí mismo y descargando el puño contra la pared.
—Lamento esa posibilidad —replicó el jefe del Deuxième—, pero por el momento siento más la muerte de mis colegas, pues por lo menos dos están muertos, y muy probablemente también un tercero. Con respecto a Karin, no tenemos pruebas de que haya sufrido la misma suerte, y en realidad creo que por ahora está viva.
—¿Como puede afirmar eso? —preguntó Drew, volviendo los ojos hacia Moreau.
—Porque para ellos es más valiosa como rehén que como cadáver. Quieren atrapar al hombre llamado Harry Latham, y ése es usted.
—¿Entonces?
—La usarán para atraer a Harry Latham, ignoramos por qué motivo; pero lo cierto es que quieren atrapar a su hermano, y ahora usted es él.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Esperamos, chlopak —dijo el coronel Witkowski, el cuerpo erguido y la voz suave—. Como ambos sabemos, es la parte más difícil de nuestro trabajo. Si hubiesen deseado matar a Karin como una actitud ejemplarizadora, su cuerpo habría quedado junto a los dos policías. No fue así. De modo que esperamos.
—¡Está bien, está bien! —exclamó Drew, que caminó dos o tres pasos, y se detuvo frente al escritorio, la mano apoyada en el borde—. Si así son las cosas, quiero los nombres de todos, de todos los que sabían quién soy yo y donde estoy. Las filtraciones. ¡Quiero saber donde comenzó cada filtración!
—¿De qué le serviría eso, mon ami? Esas filtraciones son como piedras arrojadas a mi estanque; los círculos concéntricos se extienden cada vez más anchos, sobre la superficie del agua.
—Necesito tener eso, por eso lo reclamo.
—Muy bien. Le entregaré los nombres de las personas a quienes hemos llegado, y Stanley suministrará las que corresponden a la embajada.
—Comiencen a escribir —ordenó Latham, rodeando el escritorio, abriendo el cajón y extrayendo manojos de papel de carta del hotel.
—Todos los hombres que conozcan.
—Les entregamos doscientos treinta y seis nombres, así como las correspondientes fotografías —dijo Knox Talbot, director de la CIA, que hablaba por teléfono con Wesley Sorenson.
—¿Hay respuestas?
—Nada concreto, pero una serie de candidatos posibles. Tenemos un poco de suerte, porque siete personas de las que trabajan en la casa segura en efecto vieron al «subdirector Connally», pero somos desafortunados porque sólo cuatro estuvieron tan cerca que pueden proporcionar descripciones más o menos detalladas.
—¿Qué me dice de los posibles? —preguntó el director de Operaciones Consulares.
—Son datos muy poco concluyentes. Sospecho incluso que uno de esos testigos estaría dispuesto a señalarlo a usted por fotografía, si lo incluimos entre ocho personas más.
—Si todos fueran aproximadamente de mi edad, eso nos diría algo.
—No todos eran de su edad. Aclaramos que quien quiera fuese el impostor modificaría drásticamente su apariencia, que su cabello probablemente no sería el original, que tal vez modificara el color de los ojos con lentes de contacto… en fin, todos los recursos usuales.
—Excepto uno, Knox. Pudo aparentar más edad, pero no menos, salvo que aceptara adquirir una apariencia más o menos grotesca.
—Eso es lo extraño, Wes. Todos, hasta el último hombre y la última mujer, dijeron más o menos lo mismo: que este Connally era tan vulgar que parecía un ser anónimo… por supuesto, suprimo la verborrea.
—Por supuesto. ¿Y sus ropas?
—Extraídas de las normas tradicionales de la Agencia. Traje oscuro, camisa blanca, corbata rayada, zapatos marrones con cordones. Oh, y un impermeable liviano, del tipo corto y amplio. La mujer que estaba en el mostrador del grupo de seguridad dijo que se parecía al que usaba un oficial amigo, y que se denomina Niebla Londinense.
—¿La cara?
—También neutra, muy común. Sin bigote ni barba, Sólo la piel pálida y ningún rasgo destacado; usaba lentes bastante gruesos, yo diría que demasiado gruesos.
—¿Cuántos son los candidatos posibles?
—Si eliminamos a los obvios, como usted, veinticuatro.
—Y si no se elimina a nadie, ¿cuántos son?
—Cincuenta y uno.
—¿Puedo verlos?
—Los veinticuatro ya vienen para aquí. Enviaré después a los veintisiete restantes. ¿O más vale que usted sea eliminado?, quiero decir que debe tenerse en cuenta que usted ni siquiera trabaja aquí.
—¿Por qué me incluyó?
—Imagino que por un perverso sentido del humor. Como digo con frecuencia a nuestro colega Adam Bollinger, una broma de tanto en tanto sitúa las cosas en perspectiva.
—Admitido, amigo mío, sucede únicamente que no me siento muy alegre. ¿Tuvo noticias de París?
—Nada las últimas veintitantas horas.
—Pues entérese. Karin de Vries desapareció. Fue secuestrada por los neos.
—¡Dios mío!
—Parece que él no está cerca cuando uno lo necesita.
—¿Qué dice Witkowski?
—Está preocupado por Latham. Dijo que Drew se comportaba como si estuviese controlado, pero Witkowski cree que fue una representación teatral.
—¿Cómo es eso?
—Porque exigió saber dónde estaban las filtraciones que destruyeron su cobertura.
—Yo diría que fue un pedido razonable. Él es la carnada.
—Knox, usted no me escucha. Dije «exigió», y Stanley aclaró que Latham formuló el pedido en tono «accedan o me marcho».
—Todavía no comprendo por qué eso lo convierte en un individuo descontrolado.
—Ambos estuvimos casados demasiado tiempo y ya no recordamos. Amigo, está enamorado. Tal vez un poco tardíamente, pero es probable que esto haya sucedido por primera vez. Le quitaron a la dama, y está en la cumbre de su capacidad profesional, la cual incluye una serie de cualidades letales. A su edad uno con frecuencia se forja ilusiones acerca de su propia invencibilidad. Quiere recuperar a la mujer.
—Comprendo, Wes. ¿Qué podemos hacer?
—Ante todo él tiene que hacer algo, dar un paso que nos suministre la excusa para frenarlo.
—¿Frenarlo…?
—Digamos recluirlo en una habitación segura con paredes acolchadas, por lo menos sacarlo de París. No sirve de nada si la carnada se convierte en el cazador.
—Suponía que él estaba siendo vigilado, que había una guardia que se encargaba de su persona.
—Lo mismo sucedió con su hermano Harry, y escapó del Valle de la Fraternidad. No subestime a los genes Latham. Por otra parte, Witkowski y Moreau no son precisamente novatos en el contraespionaje.
—No sé muy bien qué significa eso en este contexto, pero supongo que es reconfortante.
—Ojalá no se equivoque —dijo Sorenson.
A la luz de la lámpara del escritorio, Drew examinó los nombres. En la lista de posibles filtraciones presentada por Witkowski había siete nombres —incluso los que correspondían a los Antinayous—, y en la de Moreau nueve, tres de ellos miembros de la Cámara de Diputados en el Quai d’Orsay, personas que a juicio del jefe del Deuxième adoptaban posiciones de extrema derecha en el cuadro político; en una palabra, eran fascistas. En la lista de Stanley había varios agregados que solían difundir rumores, «flotadores», como él los llamaba, que dedicaban más tiempo a lisonjear a influyentes empresarios franceses que a atender sus propias tareas; dos secretarios cuyas ausencias sugerían la existencia de problemas de alcoholismo; y un padre Manfried Neuman, de la Maison Rouge de los Antinayous. La lista de Moreau, más allá de las personas pertenecientes al Quai d’Orsay incluía los habituales informantes pagos, cuya fidelidad dependía exclusivamente del dinero, completamente al margen de la ideología y la moral.
Con el propósito de reducir el número, Latham eliminó a los informantes de Moreau; no había mantenido relaciones con esa gente así como a dos de los diputados; había conocido al tercero en el curso de sus tareas diplomáticas. Llamaría a ese hombre, y escucharía con mucha atención lo que el otro dijese. La lista de Witkowski era más fácil, pues conocía a cinco de vista y por el nombre; eran relaciones casuales de la embajada. Los dos nombres restantes correspondían a mujeres, y de ambas se sospecha que tenían un problema de alcoholismo. No alimentaba muchas esperanzas en ese sentido. De todos modos, necesitaba los número telefónicos.
—Stanley, me alegro mucho de que usted esté trabajando hasta tarde, porque olvidó algo en relación con sus siete candidatos.
—¿A qué demonios se refiere? —dijo el irritado Witkowski—. Éstas son las personas que nos parecen los mejores candidatos.
—Usted habló de «nosotros». ¿Quién se hizo cargo de las tareas iniciales de investigación de los candidatos?
—Mi secretaria, que vino conmigo desde el antiguo G–2, una ex sargento a quien yo ascendí a primer teniente antes de su baja.
—¿Una mujer?
—Amigo, enamorada del servicio. El marido fue artillero hasta su retiro, después de cumplir los treinta años, y entonces tenía sólo cincuenta y tres. Los hijos son todos cadetes militares.
—¿Qué hace ahora?
—Juega al golf, va a los museos, y todavía recibe lecciones de francés. No puede dominar la jerga.
—Entonces, no necesito el número telefónico de esa mujer, pero quiero los de todo el resto. Las residencias, incluso la Maison Rouge de los Antinayous.
—Veré qué tengo en mi computadora.
Claude Moreau resultó un poco más difícil. Estaba en su casa discutiendo de política con un hijo.
—Los jóvenes actuales, ¡no entienden nada!
Tampoco yo, pero necesito los números telefónicos, a menos que usted quiera que yo envíe amablemente a sus guardias a iniciar una larga noche de descanso.
—¿Cómo se atreve a decir semejante cosa?
—Fácilmente. Porque puedo hacerlo.
—Mon Dieu, Stanley tiene razón, ¡usted es imposible! Muy bien, le suministraré un teléfono del Deuxième Bureau. Llame dentro de cinco minutos, y tendrá los números que desea.
—No los números que deseo, Claude. Los que necesito.
Once minutos después, Latham estaba comparando los números telefónicos con todos los nombres de las dos listas. Comenzó a llamar, utilizando esencialmente las mismas palabras en cada caso.
—Habla el coronel Webster, y creo que usted conoce mi verdadera identidad. Lo que me inquieta es que otros la conocen, y hemos rastreado la filtración y llegamos a usted. ¿Que tiene que decir en su defensa, antes de que no le quede nada que decir?
Cada respuesta es una variación del mismo tema. Negativas de carácter explosivo, hasta el extremo de que todos propusieron que controlasen sus llamadas telefónicas, en las oficinas o en el domicilio; varios propusieron que se aplicase el detector de mentiras. Terminado ese trabajo, solo restaba un venerable Antinayous de la Maison Rouge.
—El padre Neuman, por favor.
—Está rezando las vísperas, y no puedo molestarlo.
—Moléstelo. Es una cuestión de suma urgencia, relacionada directamente con el secreto de su organización.
—Mein Gott. No sé qué hacer. El padre es un hombre muy religioso. ¿Puede volver a llamar, en unos veinte minutos?
—Cuando pase ese plazo, es posible que la Casa Roja haya volado en pedazos, y que no queden sobrevivientes.
—¡Ach! Hablaré con él.
Cuando el padre Manfried Neuman llegó finalmente al teléfono, exclamó:
—¿Qué tontería es ésta? Estoy en una ceremonia religiosa, y usted me aparta de los feligreses.
—Mi nombre provisional es coronel Webster, pero usted sabe quién soy, padre.
—¡Por supuesto que lo sé! Y también muchos otros.
—¿De veras? Su respuesta me impresiona. Suponía que era una información sumamente secreta, en realidad completamente reservada.
—Bueno, supongo que otros están al tanto. Y bien, ¿qué quiso decir con ese asunto de la bomba en esta casa?
—Que quizás yo sea el que la deposite allí, si usted no responde a mis preguntas. Recuerde que estuve en esa casa, y que en este momento estoy bastante desesperado.
—¿Cómo puede comportarse de ese modo? Los Antinayous lo protegieron, le ofrecieron refugio cuando usted lo necesitaba.
—Y rehusaron admitirme de nuevo cuando la necesidad aún persistía.
—Ésa fue una decisión colectiva basada en nuestras necesidades de seguridad.
—Eso no alcanza, padre. Estamos luchando contra la misma gente, ¿verdad?
—No juegue con nosotros, Herr Latham. Yo soy un hombre de Dios y aborrezco la violencia, pero aquí hay otros que no adoptan la misma actitud.
—Padre, ¿eso es una amenaza?
—Interprételo como se le antoje, hijo mío. Sabemos dónde está y nuestros vehículos recorren constantemente la ciudad.
—Dígame, ¿sabe dónde está Karin de Vries?
—¿Frau de Vries…? ¿Nuestra colega?
—Desapareció. Se la llevaron.
—¡No! ¡Eso está muy mal…!
—Acaba de confesarlo, chiflado de la Biblia. ¿Y qué es lo que está bien? Sospecho que después de todo no estamos del mismo lado.
—¡Falso! Lo he dado todo…
—Usted dará lo último que tenga que dar a menos que me diga con quién habló de mí —lo interrumpió Latham—. ¡Ahora!
—Como que Dios es mi testigo, solo a nuestro informante en la embajada… y a una persona más.
—En primer lugar, el informante. ¿Quién es?
—Una secretaria, una mujer llamada Cranston que necesita la ayuda de Cristo.
—¿Cómo la conoce?
—Hablamos, nos conocemos y la carne es débil, hijo mío. No soy perfecto, que Dios me perdone.
—¿Y la otra persona? ¿Quién es?
—Es una confidencia tan grave, que sería un sacrilegio revelarla.
—En ese caso, está poniendo en peligro la Maison Rouge, y el ataque incluirá un par de granadas que iluminarán la entrada.
—Usted no se atreverá.
—Al demonio que no me atreveré. Soy un agente de Operaciones Consulares, en mi conjunto de recursos hay algunos que los hombres de la Blitzkrieg nunca conocieron. ¡Hable!
—Otro sacerdote, un ex sacerdote. Ahora es un anciano, pero de joven era un erudito, un talentoso codificador de la rama de la inteligencia francesa que se convirtió en el Deuxième Bureau. Los servicios secretos todavía lo respetan mucho, y a menudo confían en él y buscan su ayuda. Se llama Lavolette, Antoine Lavolette.
—Usted dijo que es un ex sacerdote. Pero entonces, ¿por qué es un sacrilegio tan grave suministrarme su nombre?
—¡Porque, maldito sea, acudí a él buscando Consejo religioso, no orientación política! Tengo un problema, no muy distinto del problema que él afrontó hace años, pero el mío es mucho más grave, pues se trata de una compulsión y no se limita a una sola mujer. Soy un hombre imperfecto e indigno de mi santa iglesia. ¿Qué más puedo decirle?
—Quizás mucho más. Ya le informaré. A propósito, padre, ¿por qué dijo que estaba «muy mal» que secuestrasen a Karin?
—Porque fue un acto estúpido. ¡Simplemente por eso! —escupió el sacerdote.
—Por Dios, ¿de qué lado está usted?
—¿Es necesario que utilice de ese modo el nombre del Señor?
—Depende del Señor al que usted se refiera. Ahora, basta de teatro. ¿Por qué fue errado y estúpido secuestrarla?
—Hablando con egoísmo, porque eso muy bien podría afectar la operación que estamos preparando. Si el objetivo era matarla, pues había que matarla y dejar el asunto así. Pero secuestrarla y no completar la operación con una muerte comprobada implica abrir las compuertas… todos empezarán a buscarla, como ahora hace usted. Podría descubrirse nuestro cuartel general… y ser destruido, como usted amenazó hacer con sus granadas y sus bombas. Le pido, en nombre de todo lo que es sagrado y positivo, que no nos denuncie ni revele nuestro paradero.
—Usted acaba de darme dos nombres, de modo que haré todo lo posible para atender su pedido, pero Karin de Vries ocupa el primer lugar, y eso es todo lo que puedo prometer.
Latham cortó la comunicación, inmediatamente se sintió tentado de hablar con Moreau para formularle algunas preguntas muy serias acerca del ex padre Antoine Lavolette, especialista en cifrado, un hombre extraordinario pero por el momento retirado. Después lo pensó mejor; el jefe del Deuxième era un maniático del control, sobre todo en lo que se refería a cierto Drew Latham. Era seguro que Moreau se entrometería, llamaría por su cuenta al sacerdote retirado y se apoderaría de la iniciativa. No, ése no era el camino. Era necesario arrinconar, sorprender a este Lavolette, obligarlo mediante la fuerza a revelar lo que supiera, o a declarar lo que no sabía que sabía mediante la revelación de otros nombres. Lo mismo cabía decir de la mujer Cranston, Phyllis Cranston, secretaria de un agregado de nivel medio incluido en la lista de «flotantes» de Witkowski, probablemente la razón por la cual ella conservaba su empleo.
En primer lugar, estaba la tarea principal de salir del hotel. Cada hora y cada minuto que permanecía allí era una hora y un minuto perdidos en su búsqueda de Karin.
Karin había dicho que el cabello rubio de Drew era el producto de un enjuagatorio que provocaba cierta decoloración, y que se unía a una «tintura especial», cualquiera fuese ésta; pero había insistido en que con un champú más un tubo de algo que oscurecía los cabellos grises, él podía regresar al color normal de sus cabellos, o a algo parecido. Karin había depositado el tubo mágico en el botiquín del cuarto de baño, y él lo había trasladado a un cajón de su dormitorio, con el propósito de que ella no lo retirase. Aún estaba allí.
Media hora después, con el cuarto de baño convertido en una caldera cargada de vapor, Latham continuaba echando agua sobre el lavatorio, para eliminar los restos de colorante. Sus cabellos exhibían ahora un extraño tono castaño oscuro, con matices cobrizos; pero ya no eran rubios. Había conseguido alcanzar una de sus metas.
Ahora tenía que considerar a los señores Frick y Frack, o más exactamente a quienes viniesen a relevarlos para atender el turno siguiente. Y se trataba de otro turno, como la propia Karin había mencionado. Drew conocía a cada uno de los guardias, pero conocía a Frick y a Frack mejor que al resto, y dudaba de que los miembros de la pareja hubiesen redactado los detalles del vergonzoso episodio relacionado con el código faltante. ¿Un norteamericano solitario que desarmaba a un hombre del Deuxième, le quitaba la pistola y le golpeaba ferozmente la ingle? ¡Mon Dieu, fermez la bouche!
Drew retiró el otro uniforme del armario y varias prendas más de los cajones de la cómoda. El conjunto continuaba siendo el atuendo prescrito para un agregado de sexo masculino: pantalones grises, chaqueta oscura, camisa blanca y una corbata muy sobria, preferiblemente a rayas, con los tonos suaves permitidos en las actividades informales de la noche. Le agradó hasta cierto punto que el chaleco antibalas se adaptase bien; que fuese cómodo sin estorbar sus movimientos. Completamente vestido, la maleta preparada, abrió la puerta del hotel y salió por el corredor; se detuvo un momento, esperando lo que era obvio. Llegó de inmediato, con la aparición del guardia que estaba junto al ascensor; su colega surgió al mismo tiempo de las sombras, en el extremo opuesto del corredor.
—S’il vous plaît —comenzó Drew en un francés incluso más defectuoso que el que solía usar—, voulez–vous venir ici…
—¡En anglais, Monsieur! —exclamó el hombre de los ascensores. Podemos entenderlo.
—Oh, muchas gracias, aprecio esa actitud. Si uno de ustedes quiere tener la bondad de ayudarme. Sucede que acabo de recibir un mensaje telefónico y escribí las palabras lo mejor posible. Creo que es una dirección, pero el individuo no sabía inglés.
—Acércate, Pierre —dijo el guardia que estaba en el otro extremo, hablando en francés—. Yo permaneceré aquí.
—Muy bien —replicó el hombre y comenzó a acercarse desde la fila de ascensores—. ¿En Estados Unidos enseñan únicamente el inglés?
—¿Los romanos aprendían francés?
—No lo necesitaban, y ésa es su respuesta. —El primer guardia entró en la suite de Latham, y Drew lo siguió y cerró la puerta—. ¿Dónde está el mensaje, Monsieur?
—En el escritorio —dijo Latham, que venía caminando detrás del detective francés—. Es el papel que está escrito, ahí en el centro mismo. Lo invertí de modo que usted pueda leerlo.
El guardia recogió la hoja de papel en la cual estaban anotadas las palabras extrañas, con cierta escritura fonética. Al proceder así, Latham elevó ambos brazos, formando ángulo hacia abajo, como dos martillos que cayeron sobre los omóplatos del hombre, desmayándolo instantáneamente. Fue un golpe demoledor, doloroso pero que no lo lastimó. Drew llevó el cuerpo al dormitorio, donde había deshecho la cama y desgarrado las sábanas formando varias tiras angostas. Noventa segundos después el guardia estaba boca abajo sobre el colchón, los brazos y las piernas asegurados a los postes del lecho, la boca silenciada por un delgado trozo de lienzo, que le permitía respirar.
Recogiendo un puñado de sábanas rotas, Latham salió rápidamente del dormitorio y cerró la puerta. Dejó caer los restos de la sábana sobre una silla, y abrió una puerta de acceso al corredor. Salió tranquilamente y se dirigió al segundo guardia, apenas visible en el rincón poblado de sombras.
—Su amigo Pierre dice que debe hablar con usted inmediatamente, antes de que llame a ese hombre… ¿cuál es su apellido? ¿Montreaux o Moneau?
—¿Monsieur le directeur?
—Sí el mismo. Dice que lo que yo escribí es incomprensible.
—¡Fuera de mi camino! —aulló el segundo guardia, avanzando por el corredor y abalanzándose hacia el interior de la suite—. ¿Dónde…?
—Su pregunta se vio interrumpida por un golpe de aikido, seguido por la presión de dos dedos en el espacio debajo de la caja torácica, una combinación que dejó al guardia provisionalmente sin aliento e inconsciente, pero también en ese caso sin daño aparente. Drew lo arrastró hasta el diván y ejecutó el mismo ejercicio que había practicado con el primer miembro del Deuxième, sólo que ahora introdujo algunas variaciones necesarias. Acostó al hombre sobre las almohadas, los brazos y las piernas abiertos y atados a los pies del sofá, la boca amordazada, pero la cabeza en un ángulo, sin pérdida de aire. El último movimiento de Latham consistió en arrancar los teléfonos de ambos cuartos. Ahora estaba en libertad de comenzar la cacería.