El doctor Hans Traupman maniobró la pequeña lancha de motor para acercarla al modesto muelle del pequeño cottage que se levantaba a orillas del río. No era necesario tener luces, pues la luna estival brillaba luminosa, reflejándose en las aguas, y no había personal que ayudase a Traupman a amarrar su embarcación; hubieran significado un gasto más que el ex ministro luterano no podía permitirse. Como lo sabían sus pocos amigos en el Bundestag, Günter Jäger cuidaba su dinero; se rumoreaba que pagaba un alquiler mínimo por el depósito reformado, que ahora era un cottage a orillas del Rin. La propiedad que antes estaba más lejos había sido demolida previendo la construcción de una nueva residencia en un futuro próximo. En realidad, se proyectaba construir una nueva casa, pero más que una mansión sería una grandiosa fortaleza con la tecnología más moderna, destinada a garantizar el aislamiento y la seguridad del nuevo Führer. Ese día llegaría pronto, cuando la Fraternidad controlase el Bundestag. Las montañas de Berchtesgaden serían sustituidas por las aguas del poderoso Rin, pues Günter Jäger prefería el río siempre móvil a los Alpes estacionarios y coronados de nieve.
Günter Jäger… ¡Adolfo Hitler! ¡Heil Hitler… Heil Jäger! Incluso el ritmo silábico se adaptaba al hombre. Cada vez más Jäger asumía las características públicas de su predecesor: la cadena absoluta de mando; la minoría selecta destinada a ser sus ayudantes personales, y los que controlaban todas sus citas; su desprecio por el contacto físico, salvo algunos bruscos apretones de mano; su afecto en apariencia sincero por los niños pequeños, pero no por los infantes, y finalmente, la sexualidad. Podía admirarse por razones estéticas a las mujeres, pero no correspondía introducir en esa actitud un componente sensual; incluso las observaciones de color subido eran inaceptables en su presencia. Muchos atribuían esta veta puritana a sus anteriores normas eclesiásticas, pero Traupman, que era médico de cerebro, no opinaba lo mismo. En cambio, sospechaba una explicación mucho más sombría. Al observar a Jäger en presencia de mujeres, le había parecido percibir breves chispazos de odio en los ojos del nuevo Führer, cuando una mujer vestía provocadoramente o utilizaba sus encantos físicos para halagar a los hombres. No, Günter Jäger no se sentía impulsado por el sentimiento de la pureza; lo mismo que su predecesor, estaba obsesionado patológicamente por el miedo a las mujeres; por la capacidad destructiva de las argucias femeninas. Pero el cirujano había decidido sensatamente callar sus conjeturas. La nueva Alemania era todo, y si había que tolerar un defecto o dos en la figura carismática para promover aquélla, tendría que soportar la situación.
El médico había solicitado una audiencia esa noche, pues estaban sobreviviendo hechos de los cuales quizá Jäger no tuviera noticias. Sus ayudantes le profesaban intensa fidelidad, pero ninguno deseaba ser el portador de noticias inquietantes. En todo caso, Traupman sabía que él pisaba suelo firme, pues era el hombre que literalmente había arrancado al orador de las filas de su congregación para llevarlo a la primera línea de la Fraternidad. En último análisis, si había un hombre que aún podía obligarlo a escuchar, era el celebrado cirujano.
Amarró la lancha, y con movimientos torpes y un poco dolorosos ascendió al muelle, donde lo recibió un guardia corpulento que surgió de las sombras de un árbol que se levantaba a orillas del río.
—Venga, Herr Doktor —el Führer lo espera.
—Por supuesto, ¿en la casa?
—No, señor, en el jardín. Sígame, por favor.
—¿El jardín? ¿Un huerto de repollos ahora es un jardín?
—Yo mismo planté muchas flores, y nuestro personal despejó la orilla del río. Pusieron losas donde antes había únicamente juncos y restos.
—No exagera —dijo Traupman mientras se acercaban a un pequeño claro a orillas del río. Allí había dos linternas colgadas de las ramas de los árboles; otro ayudante ahora estaba encendiendo las mechas. Alrededor del reducido patio de lajas había varios muebles de jardín, tres sillas de respaldo recto y una mesa blanca de hierro forjado. Era un enclave pastoral para la meditación privada o los encuentros confidenciales. Y sentado en la silla del fondo, los cabellos rubios iluminados por la luz irregular de las linternas, estaba Günter Jäger, el nuevo Führer. Al ver a su antiguo amigo, se puso de pie y extendió los brazos, pero inmediatamente bajó el izquierdo y extendió la mano derecha.
—Hans, cuánto me alegra que haya venido.
—Günter, yo solicité el encuentro.
—Tonterías. Usted no necesita pedir nada de mí, simplemente diga lo que desee. Siéntese, siéntese. ¿Puedo traerle algo, quizá una copa?
—No gracias. Necesito regresar cuanto antes a Nuremberg. Los mensajes directos mantuvieron siempre ocupado mi teléfono.
—¿Mensajes directos?… Oh, sí, los mezcladores.
—Exactamente. Usted también los tiene.
—¿De veras?
—Quizás con diferentes canales, pero lo que yo sé, usted debe llegar a saberlo también.
—Aceptado eso, ¿qué es tan urgente, mi estimado doctor?
—¿Qué es lo que usted sabe de los hechos recientes de París?
—Supongo que todo.
—¿Gerhardt Kroeger?
—Liquidado por los norteamericanos en ese embrollo del Hotel Intercontinental. Buen viaje; nunca debió haber ido a París.
—Pensaba que debía completar una misión.
—¿Qué misión?
—La muerte de Harry Latham, el hombre de la CIA que infiltró el Valle y fue denunciado por Kroeger.
—Lo encontraremos, aunque eso poco importa —dijo Jäger—. El Valle ya no existe.
—Pero usted está convencido de que Gerhardt Kroeger murió.
—Es lo que dice el informe de nuestra embajada a la Inteligencia de Bonn. En esos círculos todos lo saben, aunque lo acallan porque no desean atraer la atención sobre nosotros.
—Si no me equivoco, se trata de un informe que partió de la embajada norteamericana.
—Posiblemente. Sabían que Kroeger era uno de los nuestros… ¿Cómo podían ignorarlo? El muy tonto comenzó a disparar su arma creyendo que podía liquidar a este Latham. Sin embargo, los norteamericanos no descubrieron nada; Kroeger murió cuando lo llevaban a la embajada de Estados Unidos.
—Comprendo —dijo Hans Traupman, moviendo su cuerpo en la silla, y solo de tanto en tanto observando a Günter Jäger, como si le molestase mirar en los ojos a su nuevo Führer—. ¿Y nuestra Sonnenkind, Janine Clunitz, la esposa del embajador norteamericano?
—Hans, no necesitábamos que nuestros infiltrados supieran lo que había sucedido. Estaba en todos los periódicos europeos y norteamericanos, y de otros países, y fue confirmado por los testigos. Ella escapó por poco a una emboscada de los extremistas israelíes, decididos a matar a Courtland como reacción frente a lo que ellos denominan un Departamento de Estado «arabizante». Él recibió heridas, y por desgracia nuestra Sonnenkind Clunitz sobrevivió. Pero morirá en un día o dos, eso me lo aseguraron.
—Finalmente, Günter… mein Führer…
—Ya le dije, Hans, que entre nosotros, ese tratamiento no es obligatorio.
—Me lo exijo yo mismo. Usted es mucho más que lo que fue jamás ese pistolero de Munich. Es un hombre sumamente educado, con fundamentos históricos, y una posición ideológica en relación con todo lo que sucede, no sólo en Alemania sino en diferentes países. Los malnacidos, los indignos y los mediocres están ocupando posiciones de poder en los gobiernos de todo el mundo, y usted comprende que es necesario frenar esa tendencia destructiva. Usted puede lograrlo… mein Führer.
—Gracias, Hans, pero ¿qué estaba diciendo? En definitiva… ¿qué?
—Este hombre Latham, el agente secreto de la CIA que se infiltró en el valle y fue descubierto por Gerhardt Kroeger…
—¿Qué hay con él? —lo interrumpió Jäger.
—Todavía vive. Es más capaz de lo que creímos.
—Hans, no es más que un hombre. Carne y sangre, y con un músculo cardíaco que puede ser destruido, perforado por una bala o un cuchillo.
Autoricé a dos unidades de hombres de la Blitzkrieg que irán a París y ejecutarán la tarea. No fracasarán. No se atreverán a fracasar.
—¿Y la mujer con la cual él vive?
—¿Esa prostituta de Vries? —preguntó el nuevo Führer—. Debe morir con él… o mejor todavía antes. Su muerte súbita lo destrozará, conseguirá que él sea más vulnerable, cometerá errores… Hans, ¿todo esto es lo que vino a decirme?
—No, Günter —dijo Traupman, levantándose de la silla y paseándose entre las sombras y el resplandor de las dos linternas—. Vine a decirle la verdad, según he llegado a conocerla gracias a mis propias fuentes.
—¿Sus propias fuentes?
—Le aseguro que no son diferentes de las suyas, pero soy un veterano que conoce todos los recovecos de la cirugía; y con mucha frecuencia los pacientes ocultan sus síntomas, atemorizados por el carácter de mis diagnósticos cuando son completamente sinceros. Con el tiempo, uno aprende a intuir cierto grado de falsedad y autoengaño.
—Le ruego que hable más claramente.
—Lo haré, le confirmaré lo que digo con mis propias investigaciones… Gerhardt Kroeger no falleció. Sospecho que vive y que lo retienen en la embajada de Estados Unidos.
—¿Qué? —Jäger se adelantó bruscamente en su silla.
—Envié a uno de nuestros hombres al hotel Intercontinental, por supuesto con una identificación oficial francesa, para interrogar a los empleados sobrevivientes. Todos hablan inglés, y dicen que oyeron claramente cuando dos de los guardias que estaban en el balcón gritaron que el «loco» había sido baleado en las piernas, pero aún vivía. Se lo llevaron, y lo pusieron en una ambulancia. Repito, todavía vivo.
—¡Dios mío!
—Después, ordené a nuestra gente que interrogara a los supuestos testigos del ataque a la embajada de Estados Unidos, el episodio en que hirieron gravemente al embajador, y su esposa supuestamente sobrevivió. Esos testigos no podían entender el sentido de los informes ulteriores pasados por la televisión y publicados en los diarios. Dijeron a nuestra gente que el pecho y la cara de la mujer estaban bañados en sangre… y preguntaban: «¿Cómo pudo haber vivido?».
—De modo que nuestra gente alcanzó el objetivo. Ella ha muerto.
—En ese caso, ¿por qué silencian el asunto? ¿Por qué?
—Ese maldito Latham, ¡él es la causa! —exclamó Jäger, y el odio volvió a manifestarse en sus ojos fríos como el hielo—. Intenta engañarnos, llevarnos a una trampa.
—¿Usted lo conoce?
—Es claro que no. Pero conozco a los hombres como él. Todos corrompidos por las prostitutas.
—¿Y a ella la conoce?
—Santo Dios, no. Pero desde los tiempos de los faraones y sus legiones, las prostitutas siempre corrompieron a los ejércitos. Los siguen en sus caravanas de carros, privando de su vigor a los soldados, ¡y todo por unos pocos minutos de placer impío! ¡Putas!
—Günter, por exacto que sea ese juicio, y no lo discuto, no me parece que guarde una relación muy estrecha con lo que ahora estoy diciendo.
—Entonces, ¿qué está diciendo, Hans? Usted me explica que las cosas no son como se informó, y yo contesto que usted puede estar en lo cierto, que nuestros enemigos intentan atraparnos mientras nosotros les tendemos trampas. En todo esto no hay nada nuevo… excepto que estamos venciendo. Amigo mío, evalúe las circunstancias. Los norteamericanos, los franceses y los británicos nos ven por doquier y en ninguna parte. En Washington, recaen sospechas sobre senadores y miembros del Congreso; en París tenemos veintisiete miembros de la Cámara de Diputados que preparan leyes beneficiosas para nuestra causa, y tenemos en el bolsillo al jefe del Deuxième Bureau. Londres es ridículo; descubre a un consejero sin importancia del Foreign Office, e ignoran al primer colaborador del secretario de Relaciones Exteriores, un hombre tan encolerizado a causa del tema de la inmigración negra que podría haber escrito Mein Kampf. —Jäger se detuvo un momento, cuando abandonó su silla y permaneció de pie en el patio de lozas, mirando un seto florido a poca distancia de las aguas serenas del Rin—. Y pese a todo, nuestro trabajo en las áreas menores es incluso más impresionante. Un político norteamericano dijo cierta vez: «Toda la política tiene carácter local», y tenía razón. Adolfo Hitler así lo entendía; es lo que le permitió llegar a dominar el Reichstag. Usted enfrenta a una raza con otra a un grupo étnico con otro, a una clase económica con otra que aparentemente explota a la primera, y así provoca el caos, y el caos crea un vacío. Hitler lo hizo en una ciudad tras otra; Munich, Stuttgart, Nuremberg, Mannheim; los hombres de las tropas de asalto estaban por doquier difundiendo rumores, sembrando el descontento. Finalmente, Hitler intervino y se adueñó del Berlín político; no podría haber hecho eso sin el apoyo irregular pero decisivo de las áreas periféricas.
—Bravo, Günter —exclamó Traupman, y aplaudió—. Usted ve el paisaje con tanta claridad, con una sagacidad tan intensa.
—Entonces, ¿cuál es la causa de su inquietud?
—Cosas que tal vez usted no conozca…
—¿Por ejemplo?
—Dos hombres del grupo de la Blitzkrieg fueron capturados con vida en París y enviados en avión a Washington.
—Nadie me lo dijo —declaró Jäger con voz áspera y dura.
—Es cierto, pero el asunto carece ahora de importancia. Fueron muertos en una casa segura de Virginia por nuestro infiltrado Tres en la Agencia Central de Inteligencia.
—¡Es un estúpido, un vulgar empleado! Le pagamos veinte mil dólares norteamericanos anuales con el fin de que nos diga lo que investigan los restantes departamentos.
—Ahora reclama doscientos mil para cumplir una orden que según cree hubiéramos debido impartirle si él hubiese ocupado un lugar más alto en la jerarquía.
—¡Ejecútenlo!
—No es buena idea Günter. Por lo menos hasta que sepamos con quién pudo haber hablado de nosotros. Como usted señaló antes, es un estúpido, pero también es un fanfarrón.
—¡Ese cerdo! —rugió Jäger, apartándose del resplandor de la linterna, la cara hundida en las sombras.
—Un cerdo que nos prestó un servicio importante —agregó el médico—. Conviviremos con él un tiempo, e incluso lo ascenderemos.
Llegará el momento en que podremos asignarle otras tareas, y él se convertirá en un esclavo agradecido.
—Ach, mi querido Hans, usted es tan bueno conmigo. Su mente se asemeja a su pulso quirúrgico tan seguro. Si mi predecesor hubiese tenido cerca más hombres como usted, aún estaría impartiendo sus órdenes al Parlamento británico.
—Günter, precisamente por eso abrigo la esperanza de que usted me escuche ahora. —Traupman avanzó varios pasos a través del patio; los dos hombres se enfrentaron en ese lugar poblado de sombras inseguras.
—¿Cuándo no lo escuché, mi viejo amigo y mentor? Usted es mi Albert Speer, la mente tan analítica de un arquitecto reemplazada por la mente precisa y analítica de un cirujano. Hitler cometió el error de despreciar en definitiva a Speer en favor de individuos como Goering y Bormann. Yo jamás cometeré ese error. ¿De qué se trata, Hans?
—Usted acertó cuando dijo que estábamos ganando la guerra de nervios con nuestros enemigos. También dio en el clavo cuando declaró que en ciertos lugares, y sobre todo en Estados Unidos, nuestros Sonnenkind se han desempeñado admirablemente, provocando descontento.
—Estoy impresionado con mis propios juicios —lo interrumpió Jäger, sonriendo.
—Ése es el asunto, Günter, no son más que juicios basados en la información corriente… Sin embargo, la situación podría cambiar, y cambiar deprisa. Ahora todo eso podría ser la culminación de nuestro éxito estratégico.
—¿Por qué la culminación?
—Porque están tendiéndonos muchas trampas, y no podemos descubrirlas todas. Es posible que nunca volvamos a ocupar una posición tan ventajosa.
—Entonces, lo que usted está diciendo en realidad es: «mein Führer no espere, invada ahora a Inglaterra» —lo interrumpió de nuevo Jäger.
—Por supuesto, el «Rayo en el Agua» —dijo Traupman—. Es necesario darse prisa. Se han recuperado y están siendo reacondicionados seis planeadores Messerschmitt ME 323 Gigant. Tenemos que atacar cuánto antes, y desencadenar el pánico. Los depósitos de agua de Washington, Londres y París deben ser envenenados apenas nuestro personal de vuelo haya sido adiestrado. Cuando los gobiernos estén paralizados, nuestra gente en todas partes estará dispuesta a ejercer su influencia y su poder.
La mujer depositada en la camilla fue retirada de la Embajada de Estados Unidos a la vista de los paseantes que caminaban por la avenida Gabriel. Una sábana y una liviana manta de algodón cubrían su cuerpo; los largos cabellos negros descansaban sobre la pequeña almohada blanca, y tenía la cara escondida bajo una máscara de oxígeno, mientras una visera gris protegía sus ojos del sol Parisiense. Los rumores se difundieron enseguida, facilitados por varios hombres de la embajada que circulaban entre los transeúntes y los curiosos, y respondían en voz baja a las preguntas.
—Es la esposa del embajador —dijo en francés una mujer—. Lo dijo hace un momento un norteamericano. Pobrecita, la hirieron anoche durante ese terrible tiroteo.
—El delito ha llegado a ser intolerable —dijo un hombre delgado, de lentes—. ¡Deberíamos restablecer la guillotina!
—¿Adonde la llevan? —preguntó otra mujer, con un gesto de compasión.
—Al Hospital Hertford, en Levallois–Perret.
—¿De veras? Es un hospital inglés, ¿verdad?
—Dicen que su equipo es el más avanzado en el caso de heridas graves.
—¿Quién dijo tal cosa? —preguntó un indignado francés.
—Ese joven que está allí… ¿quién es? Bien, estuvo en dicho establecimiento, eso es lo que dijo.
—¿Cuál es la gravedad de las heridas? —preguntó una adolescente, su mano derecha aferrando el brazo de un joven estudiante, equipado con una mochila llena de libros.
—Oí decir a uno de los norteamericanos que las heridas eran sumamente dolorosas, pero que no representaban un peligro —contestó otra francesa, secretaria del ejecutivo de una pequeña empresa; sostenía bajo el brazo un grueso sobre de papel madera—. Tiene una perforación en el pulmón, y eso le dificulta la respiración. Le pusieron una máscara de oxígeno. ¡Qué vergüenza!
—Vergüenza es que los norteamericanos pretendan entrometerse en todo —dijo el estudiante—. Ella tiene dificultad para respirar y un francés que quizás está gravemente enfermo tiene que dejarle el lugar de modo que la vida de esa mujer sea un poco más agradable.
—Antoine, ¿cómo puedes decir una cosa tan terrible?
—Muy fácilmente. Me he diplomado en historia.
—¡Usted es un desagradecido! —exclamó un anciano que ostentaba una Cruz de Guerra en la solapa—. Yo luché al lado de los norteamericanos, y entré en París con ellos. ¡Salvaron a nuestra ciudad!
—¿Ellos solos, veterano? No lo creo. Vamos, Mignon, salgamos de aquí.
—¡Antoine, de veras! Tu extremismo no solo está pasado de moda, sino que me resulta aburrido.
—Canalla —dijo el anciano soldado para quien pudiera oírlo—. Canalla es el nombre que hay que aplicar a los que opinan como tú.
En la oficina de Stanley Witkowski en la embajada, Claude Moreau se había derrumbado en un sillón, frente al escritorio del coronel.
—Felizmente —dijo con voz fatigada—, no necesito dinero, pero nunca podré gastar lo que tengo en París o ni siquiera en Francia.
—¿De qué está hablando? —preguntó Stanley, encendiendo un cigarro cubano, en la cara una expresión muy satisfecha.
—Si no lo sabe, coronel, habría que otorgarle lo que los militares norteamericanos denominan la Sección Ocho.
—¿Por qué? Tengo todo lo que me interesa, y estoy obteniendo resultados en mi propia especialidad.
—¡Por Dios, Stanley, mentí a mi propia organización, a la comisión de la Cámara de Diputados, convocada deprisa; al periodismo, y al propio presidente! ¡De hecho juré que Madame Courtland sobrevivió, que no falleció, y que se le aplicó un tratamiento excelente en su clínica!
—Bien, Claude, usted no estaba bajo juramento.
—¡Merci! ¡Usted está loco!
—De ningún modo. Llevé el cuerpo cubierto al subsuelo, antes de que nadie pudiese decir que esa canalla estaba muerta.
—Pero, Stanley, ¿eso tendrá éxito?
—Hasta ahora lo tuvo… Vea, Claude, sólo intento provocar confusión.
El Latham a quien los neos buscan es el mismo a quien mataron, pero no lo saben. De modo que tratan de atrapar al otro, y nosotros los esperamos. La mujer del embajador no es menos importante para ellos, quizás incluso lo es más, porque se imaginaron que sabemos quién es ella. Después de todo, el conde de Estrasburgo no se disponía a aplicarle una inyección antitetánica. Con un poco de suerte, y con la ayuda de nuestras propias maniobras, este juego rendirá sus frutos…
—¿Pequeñas maniobras? —preguntó Moreau—. ¿Tiene idea de lo que hice? ¡Mentí al presidente de Francia! ¡Jamás volverán a confiar en mí!
—Demonios, amplíe un poco su justificación racional. Usted lo hizo por el bien del presidente. Tenía motivos para suponer que su oficina estaba infiltrada.
—Absurdo. ¡El Deuxième tiene la obligación de comprobar que tal cosa no suceda!
—Creo que usted no puede usar ese argumento —dijo Witkowski. ¿En qué punto están los exámenes de seguridad de los altos funcionarios?
—Lo hicimos del modo más exhaustivo hace algunos meses. Sin embargo, su sugerencia acerca de la ampliación de mi justificación racional puede tener cierto mérito.
—Por el bien de su presidente —insistió el coronel, mientras aspiraba el humo de su cigarro.
—Sí, exactamente. Si él no sabe algo, no puede achacar la responsabilidad del asunto a nadie, y aquí estamos tratando con psicópatas, con asesinos fanáticos.
—No ven la relación, Claude, pero es un comienzo. A propósito, gracias por el personal agregado al hospital. Excepto mis dos sargentos y un capitán, mis infantes de marina no hablan muy bien el francés.
—Su capitán participó en un programa de intercambio de estudiantes, y uno de los sargentos desciende de padres franceses; sabía nuestro idioma antes que el inglés. El empleo del francés en el otro sargento consiste principalmente en obscenidades y en el modo de obtener determinados servicios.
—¡Magnífico! Los neos son obscenos, de modo que él es perfecto.
—¿Como está nuestra taquígrafa, esa Madame Courtland reencarnada?
—Es una pistola cargada —dijo el coronel.
—Espero que no.
—Lo que quiero decir es que se trata de una judía neoyorquina, y odia a los nazis. Sus abuelos fueron gaseados en Bergen–Belsen.
—Qué extraño, ¿eh? Drew Latham utilizó la frase «Lo que se va, vuelve». Parece que es bastante acertada en términos humanos.
—Lo que es realmente cierto es que cuando un hijo de perra de los neos se acerque a la nueva señora Courtland, y alguno de ellos lo hará, podremos atraparlo y quebrarlo.
—Stanley, ya le dije que tengo mis dudas acerca de la posibilidad de que alguien se acerque. Los neos no son tontos. Olfatearán una trampa.
—Ya lo pensé, pero apuesto a la naturaleza humana. Cuando lo que se juega es tan importante, y una Sonnenkind viva llevó las cosas a este límite, se responde a todas las apuestas. Los canallas no pueden darse el lujo de la indiferencia.
—Ojalá tenga razón, Stanley… ¿Como reacciona frente a esta situación nuestro discutidor colega, el caballero Drew Latham?
—Bastante bien. Hemos dejado filtrar selectivamente su cobertura como el coronel Webster en los ambientes relacionados con la embajada, e incluso para beneficio de los Antinayous, quienes al parecer de todos modos ya estaban informados. Ahora, usted haga lo mismo. Además, estamos trayendo a esta embajada a de Vries, con una dotación completa de infantes de marina en las habitaciones contiguas.
—Me sorprende que ella haya aceptado tan fácilmente —dijo Moreau—. Ella es capaz de muchas argucias, pero creo que este hombre le interesa realmente, y dados sus antecedentes, en estas circunstancias ella se apartará por propia voluntad.
—Todavía no lo sabe —dijo Witkowski—. La trasladaremos esta noche.
Era el comienzo de la noche, los días en París eran cada vez más cortos, y Karin de Vries estaba sentada en un sillón junto a la ventana; la luz suave de una lámpara de pie iluminaba sus largos cabellos negros, originando un tenue sombreado en la cara atractiva.
—¿Tienes idea de lo que estás haciendo? —preguntó, mirando a Latham, que de nuevo estaba medio vestido con el uniforme militar, la túnica depositada sobre uno de los sillones.
—Por supuesto —replicó Drew—. Soy la carnada.
—¡Por Dios, eso equivale a estar muerto!
—Al demonio. Por lo menos las probabilidades están de mi lado. Si así no fuera no habría aceptado.
—¿Por qué? ¿Porque lo dijo el coronel?… ¿No comprendes, Drew, que cuando se trata de la terminación de una misión, tú eres nada más que el factor X o Y, y que eres un elemento descartable en esta lucha? Witkowski puede ser tu amigo, pero no te engañes, es un profesional. ¡La operación ocupa el primer lugar! ¿Por qué crees que insiste en que utilices ese maldito uniforme?
—Eh, eso lo sé, o por lo menos imaginé que yo era parte de la ecuación. Pero me enviarán un chaleco antibalas y una chaqueta más grande, o como quieras llamarla; no se trata de que me envíen desnudo al frente. Asimismo, no digas a Stanley cuán a menudo no utilizo este desagradable conjunto, porque se enojará… Me agradaría saber qué clase de chaleco antibalas me enviará.
—Los asesinos no apuntan al cuerpo, querido, apuntan a la cabeza utilizando miras telescópicas.
—Siempre olvido que tú conoces bien el tema.
—Felizmente, así es, ¡y por eso deseo que le digas a nuestro mutuo amigo Stanley que se vaya al infierno!
—No puedo hacer tal cosa.
—¿Por qué no? Puede enviar un señuelo a recorrer las calles. ¡Sería tan sencillo! Pero no a ti.
—¿A otra persona? ¿Quizás a alguien que tiene un hermano que es agricultor en Idaho, o mecánico de automóviles en Jersey City?… No podría soportar eso.
—¡Y yo no puedo vivir sin ti! —gritó Karin, abandonando el asiento y arrojándose en brazos de Drew—. Jamás, jamás pensé que diría eso por alguien en este mundo, pero lo afirmo con todo el corazón. Solo Dios sabe por qué, pero a veces me parece que eres la prolongación del joven con quien me casé hace años, sin la fealdad y sin el odio. No me desprecies por decir esto, querido. Sencillamente debo hacerlo.
—Jamás podría despreciarte —dijo en voz baja Drew, abrazándola. Nos necesitamos el uno al otro, aunque por razones diferentes, y durante años no necesitaremos analizar el asunto—. Echó hacia atrás la cabeza y miró en los ojos a Karin. —¿Sería conveniente que volviésemos a tocar el tema cuando seamos mas viejos y estemos sentados en nuestras mecedoras, contemplando las aguas?
—O las montañas. Me encantan las montañas.
—Ya lo analizaremos. —Hubo una rápida llamada a la puerta de la habitación—. Demonios —dijo Drew, soltándola—, ¿donde demonios está esa hoja con los códigos?
—La fijé junto a la pared del corredor. No puedes equivocarte.
—Entiendo. ¿Qué hora es?
—Las siete y media. El turno cambia a las ocho.
—¿Quién es?
—El conejito bueno —dijo la voz de Frack detrás de la puerta.
—Esto es infantil —dijo Latham, al mismo tiempo que abría.
—Es hora, Monsieur.
—Sí, lo sé. Deme un par de minutos, ¿quiere?
—Certaimement —dijo Frack mientras Drew cerraba la puerta y se volvía hacia Karin.
—Tienes que marcharte, querida.
—¿Qué?
—Ya me oíste. Te trasladan a la embajada.
—¿Qué?… ¿Por qué?
—Eres empleada de la embajada de Estados Unidos, y se ha decidido que tu trabajo en el área de las comunicaciones secretas es razón suficiente para apartarte del peligro, así como de los posibles riesgos.
—¿Qué estás diciendo?
—Karin, tengo que continuar solo.
—¡No lo permitiré! ¡Me necesitas!
—Lo siento. O vas por las buenas, o los señores Frick y Frack te aplican una inyección y te llevan a su modo.
—¿Como pudiste aceptar, Drew?
—Es fácil responder a esa pregunta. Te quiero viva, para que podamos sentarnos en esas mecedoras en Colorado, contemplando las montañas. ¿Qué te parece?
—¡Canalla!
—Nunca dije que fuera perfecto. Solo que era perfecto para ti.
Los agentes del Deuxième Bureau acompañaron a Karin en el ascensor, asegurándose de que las pertenencias de la mujer fuesen retiradas del hotel y entregadas en la embajada antes de transcurrida una hora. De mala gana, ella aceptó la situación; se abrió la puerta del ascensor y el grupo pasó al vestíbulo. En el mismo instante dos miembros más del personal del Deuxième Bureau se acercaron, los cuatro agentes se miraron unos a otros, y los señores Frick y Frack se volvieron, y caminaron deprisa de regreso a la fila de ascensores.
—Madame, permanezca entre nosotros, por favor —dijo un hombre corpulento y barbudo, que estaba a la derecha de Karin de Vries—. El automóvil está afuera, exactamente a la izquierda de la entrada, pasando las luces del toldo.
—Confío en que advierten que yo no elegí todo esto.
—El director Moreau no nos revela los detalles de todas las tareas, Madame —dijo el segundo funcionario del Deuxième, un hombre de cara bien afeitada—. Sencillamente, debemos asegurarnos de que usted llegue a la embajada de Estados Unidos.
—Podría haber ido en taxi.
—Personalmente —dijo el agente barbudo, sonriendo—, y sin ánimo de ofender, me alegro de que no lo hayan permitido. Mi esposa y yo Debíamos cenar con sus padres. ¿Puede usted creer que después de catorce años y tres nietos, todavía no están seguros de que yo sea el esposo apropiado para su hija?
—¿Y qué dice la hija?
—Ah, Madame, de nuevo está embarazada.
—Monsieur, creo que eso es suficiente. —Karin sonrió apenas mientras los tres se aproximaban a las puertas de vidrio. Ya en la calle, abandonaron la protección del toldo y se desviaron hacia la izquierda, apartándose de la doble fila de luces encendidas bajo el dosel rojo oscuro. En la oscuridad relativa y esquivando a los numerosos transeúntes vespertinos de la rue de I’Echelle, los dos agentes del Deuxième obligaron a de Vries a recorrer deprisa los diez metros que la separaban del vehículo policial blindado que esperaba en la zona de estacionamiento prohibido. El hombre barbudo abrió la portezuela que correspondía al cordón para dar paso a Karin, sonriéndole e indicándole con un gesto que ascendiera al vehículo.
En ese instante hubo un chasquido audible; la sien izquierda del agente voló por el aire, y comenzó a brotar sangre del lugar en que la bala había perforado el cráneo del policía. Al mismo tiempo el segundo agente del Deuxième arqueó el cuerpo hacia atrás, los ojos muy grandes, la boca abierta, emitiendo un grito gutural que brotó de su garganta cuando un cuchillo de larga hoja fue extraído de su espalda. Los dos hombres cayeron al suelo; de Vries comenzó a gritar pero una mano fuerte le cubrió la boca y ella misma se vio empujada violentamente hacia el automóvil, seguida por su atacante, que la arrojó sobre el asiento trasero. Apenas unos segundos después, se abrió la puerta del lado contrario y apareció jadeante un segundo asesino, el cuchillo manchado de sangre en la mano derecha, la hoja sucia teñida de un rojo tan intenso como el toldo del hotel.
—¡Los schnell! —grito el hombre.
El automóvil dio un salto hacia la calle, y en pocos momentos más se incorporó al movimiento del tránsito. El primer asesino habló al mismo tiempo que retiraba la mano delgada de la cara de Karin.
—Gritar de nada le servirá —dijo—, pero si lo intenta, tendrá cicatrices en ambas mejillas.
—Willkommmen, Frau de Vries —dijo el chófer, volviendo parcialmente la cabeza mientras empujaba sobre el asiento un cadáver acurrucado—. Parece que usted está decidida a reunirse con su esposo. Lo cual ciertamente sucederá si se niega a cooperar con nosotros.
—Ustedes mataron a esos dos hombres —murmuró Karin, la voz áspera, porque ella no atinaba a recuperar su acento normal.
—Somos los salvadores de la nueva Alemania —dijo el chófer. Hacemos lo que tenemos que hacer.
—¿Como me descubrieron?
—Fue muy simple. Usted tiene enemigos donde cree que tiene amigos.
—¿Los norteamericanos?
—En efecto. Y también los británicos y los franceses.
—¿Qué piensan hacer conmigo?
—Eso depende de usted. Puede ir a reunirse con el que fue otrora su famoso marido Frederik de Vries, o puede unirse a nosotros. Sabemos que usted está en venta.
—Sencillamente quiero encontrar a mi marido, que antaño fue un hombre famoso. Ustedes también saben eso.
—Usted carece de lógica, Frau de Vries.
Silencio.