Capítulo 28

Los artefactos del antiguo Egipto, de proporciones espectaculares a veces y otras delicados en su pequeñez, se cuentan entre los artículos más fascinantes que forman las exposiciones del Louvre. Las fuentes luminosas ocultas permiten destacar ciertos aspectos y dejan otros sumidos en sombras misteriosas, como si los siglos de la historia despertasen a la vida en beneficio del observador actual. Sin embargo, el ámbito de esa vida existe el recordatorio constante de la mortalidad; esos hombres y esas mujeres vivieron, respiraron, amaron y tuvieron hijos a los cuales debieron alimentar, generalmente aprovechando la generosidad del Nilo.

Y después perecieron, gobernantes y esclavos, y su legado fue al mismo tiempo majestuoso y melancólico; no eran seres especialmente buenos ni especialmente malos. Sencillamente eran.

En el marco de esa escena etérea los dos agentes del Deuxième Bureau manipulaban las herramientas de su profesión, esperando que llegase el momento del encuentro de Luis, conde de Estrasburgo, y Janine Courtland, esposa del embajador norteamericano. Esas herramientas consistían en una cámara miniaturizada de 8 milímetros, con un haz sonoro capaz de recoger conversaciones discretas a seis o siete metros de distancia, y un grabador de bolsillo activado por la voz para cubrir los encuentros cercanos. El agente provisto de la cámara, con el audífono en su lugar, se instaló entre dos enormes sarcófagos, manteniendo en un nivel mediano el videograbador, mientras el agente del Deuxième se inclinaba sobre el aparato, ocultándolo, como si él mismo hubiese sido un erudito que descifraba una antigua inscripción. Su colega se paseaba por la sala entre la gente, que a esa hora no era muy numerosa, porque era el momento del almuerzo en París. Finalmente, los dos hombres se mantenían en contacto gracias a los pequeños receptores fijados a las solapas de las chaquetas.

Janine Courtland llegó primero. Paseó nerviosamente la mirada por el salón de exposiciones, y entrecerró los ojos para penetrar en las zonas menos iluminadas. Como no encontró a nadie, caminó distraídamente frente a las obras exhibidas, y en cierto momento permaneció de pie al lado del «erudito» inclinado, estudiando la inscripción de un sarcófago, y después se alejó para contemplar una vitrina con objetos de antiguo oro egipcio. Finalmente, André-Luis, conde de Estrasburgo, entró pasando bajo el arco principal, magnífico con sus prendas elegantes y modernas, completadas con un pañuelo de seda azul. Vio a la esposa del embajador, estudió pausadamente los distintos rincones del salón, y satisfecho se aproximó a la mujer. El primer agente del Deuxième Bureau apuntó su cámara, activó el sonido, y puso en marcha el mecanismo casi totalmente silencioso. Escuchó al mismo tiempo que observaba a través de la lente, el brazo izquierdo cubriendo el instrumento.

—Usted se equivoca por completo, Monsieur André —comenzó a decir con voz suave Janine Clunitz Courtland—. Hablé como de pasada pero de un modo convincente con el jefe de seguridad de la embajada. Se sintió muy chocado cuando le sugerí que había ordenado que me siguieran.

—¿Acaso podría haber reaccionado de otro modo? —preguntó fríamente Estrasburgo.

—He mentido demasiado tiempo y con mucha frecuencia… en realidad, toda mi vida… como para que me pase inadvertido un mentiroso. Le dije que había pasado por una tienda, y que uno de los empleados se me acercó y dijo que mis dos o tres acompañantes esperaban en la calle, y que si yo deseaba invitarlos a pasar para protegerlos del sol del mediodía.

Madame, una historia bien concebida, lo reconozco —dijo con más calidez el hombre llamado André—. Ciertamente, ustedes están maravillosamente entrenados.

—¿Lo reconoce? Yo digo lo mismo, gracias. Hemos pasado la vida entera perfeccionando nuestras habilidades, y teniendo en vista un solo propósito.

—Admirable —admitió Estrasburgo—. ¿El jefe de seguridad de su embajada sugirió quiénes podían ser los acompañantes?

—Yo se lo sugerí de un modo natural; eso también es parte de nuestro entrenamiento. Le pregunté si era posible que los franceses hubiesen ordenado un seguimiento. Su respuesta fue sincera y probablemente acertada. Replicó que si las autoridades Parisienses veían a la atractiva y conocida esposa del embajador extranjero más poderoso de Francia en momentos en que ella hacía compras completamente sola, fácilmente podían ordenar que se me otorgase una discreta protección.

—Imagino que esa respuesta es lógica, salvo el caso de que su jefe de seguridad esté entrenado con la misma eficacia que usted.

—¡Tonterías! Ahora, escúcheme. Mi esposo llega en el Concorde dentro de pocas horas, y ambos dedicaremos un día o dos al reencuentro conyugal; pero yo insisto en la necesidad de viajar a Alemania para conocer a mis superiores. Tengo un plan. De acuerdo con los registros oficiales, en Stuttgart vive una tía abuela; tiene cerca de noventa años, y me agradaría verla antes de que sea demasiado tarde…

—El escenario es perfecto —la interrumpió Estrasburgo, indicando a Janine con un gesto que lo siguiese hasta los lugares más oscuros del salón de exposición—. El embajador no podrá oponerse, de modo que haremos lo siguiente, y Bonn ciertamente lo aprobará.

Observando a través de la lente, el hombre del Deuxième Bureau apuntó la cámara, siguiendo a la pareja hacia la zona mal iluminada que se formaba en un rincón de la sala. De pronto, contuvo una exclamación, y vio horrorizado que el conde deslizaba la mano en el bolsillo de la chaqueta y extraía lentamente una jeringa, la aguja hipodérmica protegida por una cubierta de plástico. Con la otra mano en la sombra, Estrasburgo retiró la protección, y desnudó la aguja.

—¡Deténganlo! —murmuró duramente el agente hablando con los labios pegados a la radio que tenía en la solapa. ¡Intervengan! Dios mío, se propone matarla. ¡Tiene una aguja!

—¡Monsineur le Comte! —exclamo el segundo hombre del Deuxième Bureau, abalanzándose a través de los cuerpos y desconcertando tanto a Estrasburgo como a la esposa del embajador—. ¡No podía creer en el testimonio de mis ojos, pero es usted, señor! Yo era el niño que solía jugar en los jardines de su familia hace años. ¡Qué agradable volver a verlo! Ahora soy abogado en París.

—Sí, sí, por supuesto —dijo Estrasburgo, frustrado y colérico, dejando caer la jeringa sobre el piso oscuro, protegido por el ruido de la intromisión, y aplastando el artefacto con el pie—. Abogado… qué feliz debe sentirse… Lo siento, éste es un momento inoportuno. Me comunicaré con usted. —Dicho esto, Luis, conde de Estrasburgo, se perdió entre los grupos de visitantes, y salió de la sala de exposición.

—¡Lamento la intromisión, Madame! —dijo el hombre del Deuxième, y la expresión de arrepentimiento en su cara sugería la idea de que creía haber frustrado una cita de enamorados.

—No tiene importancia —balbuceó Janine Courtland; se volvió y comenzó a alejarse deprisa.

Poco después de las diecisiete horas, Latham y Karin de Vries regresaron por segunda vez después de visitar el Deuxième Bureau. Habían sido convocados por Moreau después que las grabaciones del Louvre, tanto en video como en audio, fueron reproducidas y preparadas para un examen más detenido. Los acompañantes, Monsieur Frick y Monsieur Frack, llegaron en distintos ascensores, separados por una diferencia de cinco minutos, para asegurarse de que no hubiese extraños impulsados por la curiosidad en el vestíbulo, personas que manifestasen un interés indebido en el empleado norteamericano o belga de la embajada.

—¿Qué hay entre ustedes dos? —preguntó Drew mientras caminaban por el corredor en dirección a la suite en el Normandie.

—¿De qué estás hablando?

—De ti y de Moreau. Esta mañana parecían dos viejos amigos y estaban muy unidos. El resto del día apenas se hablaron.

—No lo advertí. Si eso es lo que pareció, estoy segura tengo la culpa. Yo estaba intensamente interesada en todo lo que sucedía. La operación en el Louvre fue brillante, ¿verdad?

—Fue una maniobra realizada con inteligencia y desenvoltura, especialmente el bloqueo de Estrasburgo; pero por otra parte, el Deuxième posee una experiencia considerable.

—Estarás de acuerdo en que esos dos agentes reaccionaron con extraordinaria eficacia.

—Sería estúpido no reconocerlo. —Latham se aproximó a la puerta de la suite, levantó una mano con el fin de que los dos se detuvieran, y extrajo del bolsillo una caja de fósforos.

—Me pareció que estabas reduciendo drásticamente el consumo de cigarrillos. ¿Eso significa que ahora ya no puedes esperar hasta que entramos en la suite para encender uno?

—Estoy reduciendo el consumo de tabaco, pero esto no tiene nada que ver con los cigarrillos. —Drew encendió un fósforo y lo movió cerca de la cerradura de la puerta. De pronto hubo una pequeña llamarada, que se apagó muy pronto—. Todo está muy bien —dijo Latham, insertando la llave—. No hubo intrusos.

—¿Qué?

—Ése era tu cabello real, no tu peluca.

—¿Qué dices?

—Encontré el cabello sobre la cama.

—Tendrías inconveniente en…

—¿Quieres que te lo explique? Es muy sencillo, y casi infalible. —Latham abrió la puerta, y dio paso a Karin; la siguió y después de entrar cerró la puerta—. Harry me enseñó este truco —continuó—. Un cabello, sobre todo negro, es prácticamente invisible al ojo desnudo. Puede fijarse uno en la cerradura, y si alguien entra, el cabello desaparece. El tuyo estaba en el lugar en que yo lo había dejado, por lo tanto nadie se acercó desde el momento en que salimos del hotel.

—Estoy impresionada.

—Con la técnica de Harry. Y a mí me sucedió lo mismo. —Drew se quitó deprisa la chaqueta, la depositó sobre una silla y se volvió hacia de Vries—. Muy bien, amiga, ¿qué sucede?

—En realidad, no te comprendo.

—Hubo algo entre tú y Claude, y me agradaría saber qué fue. La única vez que estuviste sola con él fue cuando llegó temprano esta mañana para imponernos la ley, y yo me retiré un momento para vestirme.

—Oh, es eso —dijo Karin como a la pasada, pero sus ojos no mostraban una expresión indiferente—. Imagino que yo exageré… un modo mejor de explicarlo sería decir que me atreví a desafiar su autoridad.

—¿A desafiar su autoridad…?

—Sí. Le dije que no tenía derecho a imponer tales restricciones a un hombre de la sección Operaciones Consulares de Estados Unidos. Respondió que tenía todo el derecho del mundo a hacer lo que le pareciera mejor fuera de la embajada, y yo respondí si le agradaría que se indicara a los hombres del Deuxième o del Service d’Estranger que lo podían desplazarse alrededor de Washington, y entonces él contestó…

—Está bien, está bien —la interrumpió Latham—. Ya comprendo de qué se trata.

—Santo Dios, Drew, yo protestaba en tu nombre.

—Muy bien, acepto eso. Vi que se enojaba mucho cuando yo me resistía. Los franceses se molestan mucho cuando se cuestiona su autoridad todopoderosa.

—Sospecho que la mayoría de las personas que desempeñan cargos de responsabilidad, trátese de franceses, alemanes, ingleses o norteamericanos, reaccionan hostiles cuando se niega su autoridad.

—¿Y qué me dices de los belgas, o mejor todavía de los flamencos?

Todavía nunca puedo comprender bien las diferencias entre esos dos pueblos.

—No, somos personas demasiado civilizadas, nos sometemos a la razón —replicó de Vries, sonriendo. Los dos rieron por lo bajo; la discusión había concluido—. Me disculparé con Claude por la mañana, y le explicaré que yo estaba un poco fatigada… dime una cosa, Drew, ¿crees realmente que Estrasburgo se disponía a matar a Janine con esa aguja?

—Por supuesto. La cobertura de Janine ya no sirve, una Sonnenkind estaba expuesta a las miradas del enemigo, los neos no tenían alternativa. Y ciertamente, esta situación determina que la tarea de Moreau sea más difícil. Ahora no sólo tiene que continuar vigilando a Janine, sino que necesita prepararse para afrontar un ataque directo a la vida de esta mujer. ¿Qué te molesta? Hace una hora estabas de acuerdo con nuestra posición.

—No sé. Todo parece tan extraño. El Louvre, la multitud de turistas. Lo siento, sucede sencillamente que estoy agotada.

—¿Estás transmitiéndome algo? ¿Debo mandar a buscar alguna medicina?

—Dije agotada, no desequilibrada. —Se abrazaron y se besaron, con besos prolongados y entusiastas. Llamó el teléfono—. Creo realmente —dijo Karin— que el teléfono es nuestro enemigo natural.

—Lo arrancaré de la pared.

—No, no harás tal cosa. Contestarás a la llamada.

—La mujer fue entrenada por la Inquisición. —Latham se acercó al escritorio y descolgó el auricular—. ¿Sí?

—Soy yo —dijo Moreau—. ¿Wesley lo llamó?

—No, ¿usted espera que lo haga?

—Lo hará, pero en este momento está sumamente preocupado, y nuestro amigo Witkowski está dispuesto a volar a Washington y destruir personalmente el complejo de la CIA en Langley, Virginia.

—Bien, Stanley fue G–2, y nunca sintió mucho afecto por la Compañía. ¿Qué sucedió?

—Los dos hombres de la Blitzkrieg que el coronel envió a Washington con las órdenes más severas aparecieron muertos en la casa de seguridad, cada uno con una bala en la cabeza.

—¡Demonios! ¿En una casa de seguridad?

—Eso me dijo Wesley, «¿Dónde estás, James Angleton, y por qué no vienes a ayudarnos?». Están distribuyendo fotografías de todos los miembros de todas las secciones de la Inteligencia Central, y mostrándolas a todo el personal de la guardia de esa casa de Virginia.

—No llegarán a ninguna parte. Con mis cabellos rubios y los anteojos puedo impedir cualquier identificación. Dígales que busquen a un hombre de nivel bajo o medio, que en cierto momento actuó en los teatros universitarios o comunitarios.

—¿Otro James?

—En todo caso, no un Jean–Pierre Villier. Un aficionado, alguien que pudo tener acceso a los datos secretos.

—Dígaselo usted a Wesley. Ya tengo bastante sobre mis espaldas. El embajador Courtland llegará en media hora, y necesito mantener viva a su esposa.

—¿Cuál es el problema? Ella se desplaza en un vehículo blindado de la embajada.

—Lo mismo hacía usted cuando casi lo mataron la otra noche. Au revoir. —Se cortó la comunicación.

—¿Qué sucede? —preguntó Karin.

—Los dos neos enviados por Stanley a Washington fueron asesinados en una casa segura… una casa segura, ¡por Dios!

—Lo dijiste anoche —dijo en voz baja de Vries—. Están en todas partes, pero no podemos verlos… ¿Por qué la gente se somete a ellos? Las muertes, las traiciones, todo es tan absurdo. ¿Por qué?

—Los expertos dicen que hay tres tipos de motivación. El primer tipo es el dinero, mucho dinero, sumas que superan de lejos las circunstancias normales; y en este grupo están los jugadores, los amantes del lujo y los exhibicionistas de carácter psicótico. Después están los fanáticos que se identifican con una causa gracias a la cual se sienten superiores, con la única condición de que la causa sea absoluta y obligue a todo el resto del mundo a inclinar la cabeza… por ejemplo, en el caso de la raza superior. Aunque parezca extraño, los analistas afirman que el tercer tipo es el más peligroso. Son los descontentos convencidos de que el sistema los estafó, y no otorgó a sus cualidades la recompensa merecida.

—¿Por qué son los más peligrosos?

—Porque se convierten en parte del paisaje, y desempeñan sus funciones años enteros, y cumplen sus tareas, en general secundarias, con la eficacia suficiente para evitar que los despidan.

—Y si son poco importantes, ¿por qué se los califica de peligrosos?

—Porque conocen el sistema mismo al que desprecian. Dónde están los secretos, como llegar a ellos, o incluso cómo interceptarlos cuando pasan de una sección a otra. Mira, nadie presta mucha atención a los accesorios; sencillamente están allí, leyendo los aburridos informes burocráticos, o investigando material tan secreto como una guía telefónica. Si se dedicasen a sus tareas tan asiduamente como se consagran al análisis del sistema, algunos podrían ascender de manera legítima; pero no son muchos los que están en esas condiciones. Los psicólogos dicen que en general son perezosos, como los estudiantes que prefieren presentarse al examen con papeles secretos en la manga en lugar de estudiar.

—¿Asiduamente? Comienzas a hablar como Harry.

Se oyó un golpe a la puerta de la suite del hotel.

—Y ahora, ¿qué demonios es eso? —dijo Latham y atravesó la habitación—. Sí, ¿qué pasa?

—El Deuxième —replicó la voz de Monsieur Frack.

—Oh, por supuesto. —Drew abrió la puerta, y de pronto se encontró con una pistola que le apuntaba a la cabeza. Descargó la mano, y al mismo tiempo lanzó hacia adelante el pie derecho, alcanzando la ingle del agente.

El hombre cayó hacia atrás, sobre el piso del corredor. Drew se arrojó sobre él, arrancándole el arma de la mano, mientras Monsieur Frick descendía por el corredor, gritando.

—¡Alto, Monsieur! ¡Por favor, alto! Esto fue nada más que un ejercicio.

—¿Qué? —gritó Latham, que se disponía a golpear con el arma a su presunto atacante, quien se aferraba dolorido la ingle.

—Si usted quiere tener la bondad de escuchar —dijo con voz ahogada Frack, tendido en el piso—. ¡Nunca debe abrir la puerta hasta que tenga la certeza de que es uno de los nuestros!

—¡Usted dijo que era el Deuxième! —dijo Drew, enderezando el cuerpo—. ¿Cuántos Deuxième hay aquí?

—Se trata de eso, señor —dijo Frick, mirando dolorido a su colega que estaba en el suelo—. Monsieur le Directeur le entregó una lista de códigos que varían cada dos horas. Usted debía preguntar cuál era el código correspondiente a esta hora.

—¿Códigos? ¿Qué códigos?

—Nunca los miraste, querido —replicó Karin, de pie en el umbral, y sosteniendo una hoja de papel—. Me lo entregaste, y dijiste que lo leerías después.

—Lo había olvidado por completo —dijo Drew.

—¡Usted nunca debe suponer que es uno de los nuestros hasta que nos identificamos! —afirmó el guardia tendido en el suelo, un poco avergonzado por la aparición de de Vries, y retirando un instante la mano del área afectada.

—Por Dios, entren todos —dijo Karin—. Lo menos que usted puede hacer, Monsieur Latham, es ofrecer una copa a nuestros amigos.

—Por supuesto —dijo Drew, ayudando al presunto atacante a incorporarse, mientras dos huéspedes del hotel se asomaban al corredor. Al verlos, Latham agregó con claridad suficiente para ser oído—: ¡Pobre hombre! Seguramente fueron las últimas dos copas.

En la habitación, con la puerta cerrada, el agente golpeado se desplomó sobre el diván.

—Usted es muy rápido, Monsieur Latham —dijo, recuperada la voz—. Y muy fuerte.

Karin ya estaba preparando las bebidas en el pequeño bar.

—¿Desea hielo con el whisky? —preguntó al detective francés.

—Sí, gracias. Pero más whisky que hielo, por favor.

—Naturalmente.

De acuerdo con las órdenes impartidas por el gobierno de Francia, el embajador Daniel Courtland fue acompañado desde el Concorde hasta una rampa que estaba en la sección delantera del aeródromo. Los motores del jet emitían un ruido ensordecedor mientras Courtland, flanqueado por un grupo de guardias, se dirigía a la limusina de la Embajada de los Estados Unidos, que lo esperaba sobre la pista.

Se preparó para los minutos siguientes, pues sabía que serían los más difíciles de su vida. Recibir el abrazo del peor enemigo, un enemigo entrenado desde la niñez para engañar a una persona como él, era casi pero que perder a la mujer amada.

Abrieron para él la portezuela de la limusina, y Courtland cayó en brazos de su adorada y consumada enemiga.

—Pasaron sólo tres días, pero cómo te extrañé —exclamó Janine Clunitz Courtland.

—Y yo a ti, querida. Trataré de compensarte… y de aliviar mis propios sentimientos.

—¡Tienes que hacerlo, es necesario! El hecho de que estuvieras a miles de kilómetros de distancia de mí realmente me enfermó.

—Esto ha terminado, Janine, pero debes acostumbrarte a las exigencias de Washington. Yo debo acudir al lugar en que me necesitan. —Se besaron con violencia, y Courtland percibió el veneno en la boca de su esposa.

—En ese caso, debes llevarme contigo… ¡el amor que te profeso es tan intenso!

—Ya hallaremos una solución… Ahora, por favor, querida, no podemos incomodar a los dos infantes de marina que están en el asiento delantero, ¿verdad?

—Yo puedo. Podría arrancarte los pantalones y, hacerte cosas maravillosas.

—Después, querida, después. Recuerda que soy el embajador de Estados Unidos en Francia.

—Y yo una de las principales autoridades en ciencias de la computación, ¡y digo que al infierno con esas dos cosas! —La doctora Janine Courtland deslizó la mano hacia la entrepierna de su marido.

La limusina descendió veloz por la avenida Gabriel en dirección a la entrada principal de la embajada; era el camino más corto para llegar a los ascensores que los trasladarían hasta sus habitaciones personales. El enorme vehículo se detuvo cuando otros dos infantes de marina se acercaron para ayudar al embajador y su esposa.

De pronto, al parecer saliendo de la nada, tres automóviles sin elementos de identificación ni chapas patente se abalanzaron sobre el vehículo diplomático, y rodearon a la limusina mientras Courtland y su esposa descendían a la calle. Se abrieron las portezuelas y varias figuras con máscaras negras saltaron de los vehículos, las armas automáticas preparadas para atacar con tiro rápido, distribuyendo balas en todas direcciones. Casi simultáneamente llegaron más disparos de dos automóviles que sin duda habían estado siguiendo al vehículo de la embajada. La gente que caminaba por la avenida Gabriel corrió en busca de protección. Cuatro terroristas enmascarados cayeron, un infante de marina se desplomó, aferrándose el estómago destrozado; el embajador Courtland se arrojó al pavimento, y se llevó una mano a la pierna derecha y la otra al hombro. Y Janine Clunitz, una Sonnenkind, estaba muerta, el cráneo destrozado, brotándole la sangre del pecho. Una serie de asesinos enmascarados —era imposible saber cuántos— huyó a la carrera, y pocos metros más lejos se quitaron las máscaras y se unieron a los paseantes vespertinos de París.

—¡Merde, merde, merde! —rugió Claude Moreau, apareciendo detrás de uno de los vehículos del Deuxième que habían estado protegiendo a los norteamericanos—. ¡Lo hicimos todo, y no hicimos nada! Entren en la embajada todos los cuerpos, y no digan una palabra a nadie. ¡Es mi vergüenza, y no tengo salvación! Atiendan al embajador. Está vivo. ¡Deprisa!

Entre los norteamericanos que salieron de la embajada para ayudar estaba Stanley Witkowski. Corrió hacia Moreau, lo aferró por los hombros mientras las sirenas policiales se elevaban cada vez más sonoras, y gritó:

—¡Escúcheme, francés! ¡Usted hará y dirá exactamente lo que yo le ordene, o le declararé la guerra a usted y a la CIA! ¿Eso está claro?

—Stanley —dijo el jefe del Deuxième, completamente desalentador he fracasado miserablemente. Haga lo que le parezca.

—¡No, usted no fracasó, estúpido, porque no podía haber controlado esto! ¡Estos malditos asesinos estaban dispuestos a morir, y cuatro perdieron la vida! Nadie puede controlar a los fanáticos como ellos. Usted no puede, nosotros no podemos, nadie puede cerrarles el paso, porque les importa un rábano su propia vida. No podemos bloquear sus compromisos fanáticos, pero podemos pensar mejor que ellos, y usted sobre todo debería saberlo.

—¿Qué dice, coronel?

—Venga conmigo, y le pasaré una antorcha encendida por el trasero si se niega a hacer lo que yo le mando.

—¿Puedo preguntarle a qué se refiere?

—Por supuesto, puede. Usted mentirá descaradamente a su gobierno, al periodismo, o a cualquier hijo de perra que acepte escucharlo.

—¿Usted quiere que yo me hunda más profundamente?

—No, estoy mostrándole el único modo de salir del aprieto.