Claude Moreau impartió una orden irreversible a las ocho y media de la mañana. Latham y de Vries estaban nuevamente bajo la protección del Deuxième. La agencia norteamericana podía formular sugerencias acerca de la seguridad de los dos, pero las decisiones definitivas correspondían exclusivamente al Deuxième. Por supuesto, a menos que los dos decidieran permanecer confinados en su propia embajada, lo cual de acuerdo con el derecho internacional era territorio norteamericano, y por consiguiente estaba fuera de la jurisdicción del Deuxième. Cuando Drew formuló a gritos sus objeciones, la respuesta de Moreau fue breve.
—No puedo permitir que los ciudadanos de París arriesguen la vida al quedar atrapados en el fuego cruzado de los que intentan matarlo —dijo el francés, sentado frente a Drew y a Karin en la suite del Hotel Normandie.
—¡Eso es absurdo! —aulló Latham, y depositó sobre la mesa su café matutino con tanta fuerza que la mitad se derramó sobre la alfombra. Nadie piensa comenzar una guerra en las calles. ¡Es lo último que pensarían hacer!
—Quizá sí, y quizá no. En tal caso, ¿por qué los dos no se trasladan a la embajada, de modo que desaparezca el problema? Yo no formularía ninguna objeción, y los ciudadanos de París estarían a salvo.
—¡Usted sabe que necesito moverme de un lugar para el otro! —Drew se puso de pie, irritado, y la bata del hotel, que era demasiado estrecha, comenzó a molestarlo.
—Entonces, proceda con mi gente, o manténgase fuera de las calles. Eso es definitivo, mon ami… Oh, y otra cosa. Los lugares a los cuales vaya, y lo que haga, deberá contar con mi aprobación.
—¡Usted no solo habla demasiado, sino que es imposible!
—Hablando de lo imposible —continuó el jefe del Deuxième—, el embajador Courtland llega en el Concorde a las cinco de la tarde. Su esposa lo recibirá en el aeropuerto. No sé qué entrenamiento necesita un hombre para afrontar la situación que se le presentará al llegar a nuestro país.
—Si Courtland no puede resolver el problema, debería autoexcluirse —dijo Drew, llenando de nuevo de café su taza, y regresando al diván.
Moreau enarcó el entrecejo ante el tono áspero de Latham.
—Quizá usted tenga razón, mon ami. De un modo o de otro tendremos nuestra respuesta antes de que finalice el día, ¿n’est–ce pas?… Ahora bien, con respecto al resto del día, quiero que se familiaricen con los procedimientos de protección del Deuxième Bureau. Son bastante distintos de los que aplica mi amigo Witkowski, pero por otra parte el coronel no dispone de tantos recursos como nosotros.
—A propósito —lo interrumpió Drew—, ¿ha conversado todo esto con Witkowski? ¿El acepta que usted imparta las órdenes?
—No solo lo aceptó, sino que se siente muy aliviado. Creo que deberían saber que él simpatiza profundamente con los dos… quizá una pizca más con la hermosa Karin… y sabe muy bien que sus recursos son mucho más amplios que los suyos. Asimismo, él y Wesley Sorenson están muy atareados preparando la reunión del embajador con su esposa, una situación sumamente delicada que exige una supervisión constante. ¿Qué más puedo decirles?
—Ya lo dijo —afirmó Latham sin entusiasmo—. ¿Qué desea que hagamos?
—En primer lugar, que se reúnan y familiaricen con nuestros acompañantes. Todos hablan muy bien inglés, y a decir verdad el jefe es el hombre que le salvó la vida en la avenida Gabriel…
—¿Francois, el chófer?
—Precisamente. Los otros lo acompañarán noche y día. Habrá siempre dos hombres en el corredor del hotel, cuando ustedes estén allí. Además, quizá a usted le interese conocer las distintas vigilancias organizadas en Le Parc de Joie y sobre la persona de Madame Courtland. Todo está preparado.
—Me vestiré —dijo Drew, y de nuevo se puso de pie y llevó consigo su café mientras caminaba hacia la puerta del dormitorio.
—No olvides afeitarte, querido. La barba oscura se destaca bastante en contraste con los cabellos.
—Ésa es otra cosa —masculló Latham—. Quiero lavarme el cabello cuanto antes —agregó claramente, y dicho esto entró en la habitación y cerró enseguida la puerta.
—Bien —dijo Moreau, que ahora continuó hablando en francés. Madame, supongo que ha llegado el momento de que conversemos.
—Sí, sabía que esto era inminente. Hace unos instantes sus ojos parecían dos fusiles que me apuntaban.
—¿Desea que hablemos alemán?
—No es necesario. Él no puede oír nada de lo que digamos aquí, y de todos modos, si se habla con cierta rapidez no puede entender el francés. ¿Por dónde empezamos?
—Por lo evidente —replicó con acento objetivo el jefe del Deuxième Bureau—. ¿Cuándo piensa decírselo? ¿O no es ésa su idea?
—Comprendo —dijo Karin, con voz pausada—. Y si se me permite hablar por los dos, podría preguntarle lo mismo a usted, ¿no es así?
—Usted se refiere a mi propio secreto, ¿verdad? ¿La razón por la cual afronto tantos riesgos para destruir al alemán fanático dondequiera puedo hallarlo?
—En efecto.
—Muy bien. Usted no estará en condiciones de difundir la información, y de perjudicar a mi familia. Por consiguiente, ¿qué me impide hablar? Yo tenía una hermana, llamada Marie, un poco más joven que yo, y como nuestro padre había fallecido ella consideraba que yo venía a ocupar el lugar de nuestro progenitor; y ciertamente yo la adoraba. Era una muchacha tan vivaz, tan colmada de la inocencia de una juventud en flor, y como para perfeccionar esa corona de flores primaverales, era bailarina… tal vez no una figura de primera línea, pero ciertamente un miembro cabal del cuerpo de ballet. Sin embargo, durante los peores momentos de la Guerra Fría, sólo con el propósito de vengarse de mí, la Stasi alemana oriental destruyó a esa niña maravillosa. La secuestraron, y muy pronto la convirtieron en drogadicta, y la obligaron a ejercer la prostitución para alimentar el hábito inducido artificialmente. Se desmayó y falleció en la Unter den Linden a la edad de veintiséis años, mientras mendigaba alimento o dineral, pues ya no estaba en condiciones de vender su cuerpo… Ése es mi secreto, Karin. No es muy hermoso, ¿verdad?
—Es horrible —dijo de Vries—. ¿Y usted nada pudo hacer para remediar eso, para ayudarla?
—No sabía nada. Muestra madre había fallecido, y yo estuve en condiciones de absoluta clandestinidad en el sector del Mediterráneo durante trece meses. Cuando regresé a París, encontré con mi correspondencia acumulada cuatro fotografías, cortesía de la Polizei de Berlín Oriental, a través de la Stasi. Mostraban lo que había quedado en la muerte de mi hermanita.
—Siento deseos de llorar, y habló en serio, Claude. No es una nueva frase.
—Estoy seguro de que así es, querida, pues usted puede relatar una historia igualmente dolorosa, ¿no es verdad?
—¿Cómo lo supo?
—Lo explicaré después. Ante todo, le preguntó de nuevo. ¿Cuándo hablará con nuestro amigo norteamericano? ¿O no piensa hacerlo?
—En este momento no puedo…
—Entonces, usted se limita a usarlo —la interrumpió Moreau.
—Sí, así es —exclamó de Vries—. Así comenzó, pero no es la forma hacia la cual derivó después. Piense lo que quiera de mí, pero lo cierto es que lo amo… he llegado a amarlo. Para mí es un golpe mayor que para otra persona cualquiera. Tiene tantas cualidades semejantes a las de Freddie, el hombre con quien me casé… a decir verdad, muchísimas, y eso me asusta. Es cálido y tenaz, y tiene mal carácter; es un hombre bueno que intenta encontrar su eje, o su brújula, o como usted quiera llamarlo. Se lo ve tan perdido como nos sucede a todos nosotros, pero está decidido a encontrar respuestas. Freddie era así al principio. Antes de cambiar y convertirse en un animal obsesivo.
—Ambos escuchamos a Drew hace varios minutos, cuando hablaba de Courtland. Me desconcertó su frialdad. ¿Éste es el síndrome de Freddie?
—No, en absoluto. Drew está convirtiéndose en el hermano a quien personifica. Tiene que ser Harry.
—Entonces, ¿en qué punto del camino se convierte en Freddie? ¿En un animal?
—No puede, no puede. Es demasiado decente para llegar a eso.
—Entonces, dígale la verdad.
—¿Cuál es la verdad?
—Empiece por la sinceridad, Karin.
—¿Y qué es ahora la sinceridad?
—Su esposo vive. Frederik de Vries vive, pero nadie sabe donde está o quien es.
La escolta del Deuxième Bureau consistía en el chófer temerario, Francois, y dos guardias cuyos nombres fueron pronunciados con tal rapidez que Latham los apodo Monsieur Frick y Monsieur Frack.
—¿Sus hijas le hablan, Francois? —preguntó Drew desde el asiento posterior, donde él y Monsieur Frack estaban a los costados de Karin.
—Ni una palabra —replicó el chófer—. Mi esposa se mostró bastante dura con ellas, y les explicó que debían respetar a su padre.
—¿Eso sirvió de algo?
—De nada. Se dirigieron a su habitación, y cerraron la puerta, y colgaron del lado externo un cartel que decía: «Privado».
—¿Esto es algo que me concierne en especial? —preguntó de Vries.
—Sólo si se tiene en cuenta la evidente conclusión de que los niños del sexo femenino pueden ser notoriamente crueles con sus santos padres —contestó Latham.
—Creo que dejaré pasar eso.
Veinte minutos después llegaron al Deuxième Bureau, un edificio de piedra escasamente atractivo, con un estacionamiento subterráneo donde podía entrarse solo después de soportar el examen de los guardias armados. Frick y Frack ascendieron con Drew y Karin en un ascensor de paredes de acero, cuyo funcionamiento exigía una serie extraordinariamente larga de códigos. Llegaron al quinto piso, y fueron acompañados hasta la oficina de Moreau, en realidad menos una oficina que una amplia sala de estar, con las persianas de tablas medio cerradas. Las comodidades existentes se veían desplazadas por una serie de computadoras y otras piezas de equipos de elevada tecnología.
—¿Usted sabe como funciona todo esto? —preguntó Drew, describiendo con la mano un movimiento que abarcó toda la habitación.
—Lo que yo no sé, lo conoce mi secretaria designada hace poco, y lo que ella no sabe, lo sabe mi colaborador Jacques. Y si nos metemos en problemas, simplemente llamo a mi nueva amiga, Madame de Vries.
—Mon Dieu —exclamó Karin—, ¡esto es el sueño de un tecnólogo! Vea eso, esta máquina está en contacto instantáneo con media docena de satélites de retransmisión y allí veo un sistema de telecomunicaciones con todos los sectores remotos del mundo que tienen equipo de recepción, lo que sin duda ustedes poseen, porque de lo contrario no tendrían aquí esta máquina.
—Tengo algunas dificultades con ésta —dijo Moreau—. Quizá usted pueda ayudarnos.
—Las frecuencias cambian constantemente, incluso en el lapso de minisegundos —dijo de Vries—. Los norteamericanos trabajan en eso.
—En efecto, pero un especialista en computadoras llamado Rudolph Metz les provocó algunas dificultades cuando huyó de Estados Unidos y se internó en Alemania. Introdujo un virus perjudicial en todo el sistema; todavía están tratando de repararlos.
—Quien perfeccione esta máquina, tendrá los secretos del globo —dijo Karin.
—Entonces, esperemos que la Fraternidad necesite el equipo que Metz dejó detrás —agregó el jefe del Deuxième Bureau—. Sin embargo, éstas no son más que inútiles conjeturas. Tenemos que mostrarles otras cosas, o más exactamente, es necesario que ustedes escuchen la información relacionada con diferentes aspectos. Como les prometí antes, y con la ayuda de Witkowski en la embajada, hemos invadido el teléfono privado del embajador, un aparato que pasa de un canal a otro y funciona solo con uno de ellos, supuestamente libre de intromisiones. Le Parc de Joie era mucho más simple; sencillamente bloqueábamos las líneas con el pretexto de un incendio en la compañía telefónica. La noticia se difundió mucho, y, provocó millares de quejas, pero se aceptó el pretexto… En realidad, provocamos un incendio, con más humo que llamas, pero la cosa funcionó.
—¿Llegamos a saber algo? —preguntó Latham.
—Escuchen ustedes mismos —replicó Moreau, acercándose a una consola puesta contra la pared de la izquierda—. Esta grabación corresponde al teléfono del embajador en su oficina privada, un aparato constantemente inspeccionado. Está en los pisos altos. Hemos corregido el material, de modo que sólo se oye la información pertinente. ¿A quién le interesa escuchar cortesías inocuas?
—¿Está seguro de que son inocuas?
—Mi estimado Drew, usted puede escuchar la grabación básica cuando se le antoje; está identificada con marcas digitales.
—Disculpe, continúe.
—Madame Courtland acaba de llegar a La Silla y la Bota, en los Campos Elíseos.
La grabación ya comenzaba.
—Debo hablar con André, en Le Parc de Joie. ¡Es urgente, una verdadera emergencia!
—¿Y quién habla?
—Una persona que conoce el código de André, y fue llevada ayer al parque de diversiones en su propio vehículo.
—Estoy informado de esto. Manténgase en la línea, volveré en pocos instantes. —Silencio—. Debe ir al Louvre esta tarde a las trece horas. La galería de exposición de obras del Antiguo Egipto, en el segundo piso. Ustedes se reconocerán mutuamente, y él le dirá que lo siga. Si por cualquier casualidad usted se ve interrumpido, él se llama Louis, conde de Estrasburgo. Usted es una antigua conocida, ¿entendido?
—Así es.
—Adiós.
—La grabación siguiente corresponde a lo conversado entre el gerente de la tienda y André, en Le Parc de Joie —dijo Moreau—. En realidad, él es realmente el conde de Estrasburgo.
—¿Un auténtico conde? —preguntó Latham.
—Como hay tantos, digamos que es mas real que la mayoría. Es una cobertura bastante ingeniosa y mas o menos auténtica. Es el barón sobreviviente de una antigua y distinguida familia de Alsacia–Lorena, que pasó tiempos duros después de la guerra; la familia finalmente se desintegró.
—¿De la condición de conde pasó a la de propietario de una feria de diversiones? —preguntó Drew—. Un descenso considerable. ¿Cuál fue el factor que desintegró a la familia?
—En Alemania, la región de Alsacia recibe el nombre de Elsass–Lothringen. Uno de sus lados peleó por Alemania, el otro por Francia.
—De modo que Louis, el conde de Estrasburgo, apoyó a los nazis —dijo Latham, asintiendo.
—No, de ningún modo —discrepó Moreau, los ojos avivados por la sorpresa—. Eso es lo que determina que la cobertura sea ingeniosa. Él era solo un niño, pero su «mitad» luchó valerosamente por Francia. Por desgracia, el contingente alemán desvió la fortuna hacia los bancos suizos y norteafricanos, y dejó al grupo más noble completamente en la indigencia.
—Sin embargo, ¿él trabaja para los neos? —lo interrumpió Karin. En efecto, es nazi.
—Sin duda.
—No entiendo —dijo Drew—. ¿Por qué adaptó esa actitud?
—Lo envolvieron —contestó de Vries, mirando a Moreau—. Fue corrompido por el sector de la familia que tenía el dinero.
—¿Y lo indujeron a administrar un parque de diversiones de quinta categoría, ciertamente muy sucio?
—Con la promesa de muchísimo más —agregó el jefe del Deuxième—. Es un hombre en Le Parc de Joie, y otro muy distinto en los salones de París.
—Yo diría que tendrían que burlarse de él —dijo Latham, y jamás permitirle que se acercase a dichos salones.
—¿Porque administra una feria de diversiones?
—Bien, sí.
—Se equivoca, mon ami. Los franceses admiramos el sentido práctico, y sobre todo el humilde sentido práctico de los ricos destronados, que encuentran el modo de reorganizar sus recursos. Ustedes hacen lo mismo en Estados Unidos, y se muestran todavía más estridentes a la hora de exaltar el valor de la gente que sabe reaccionar. Un empresario multimillonario pierde sus compañías, o sus hoteles, o sus distintas empresas; lo pierde todo. Después recupera su fortuna, y ustedes lo convierten en héroe. Drew, no somos tan diferentes. El gran señor se convierte en el miserable oprimido, y después en un acceso de energía recupera su trono. Lo aplaudimos, al margen de la moraleja implícita en el asunto. Y con respecto a lo que el conde espera obtener de los nazis, ¿quién puede saberlo realmente?
—Escuchemos la grabación.
Por supuesto, puede oírla, pero simplemente confirma la orden que recibió Estrasburgo de llevar a Madame Courtland al Louvre a la una de la tarde.
—En Washington D. C., eran poco más de las cinco de la madrugada, pero Wesley Sorenson no lograba dormir. Con movimientos lentos y silenciosos abandonó la cama gemela contigua a la de su esposa, y caminó con pasos discretos atravesando el dormitorio para llegar a su cuarto de vestir.
—¿Qué estás haciendo, Wes? —dijo su esposa con voz somnolienta. Fuiste al cuarto de baño hace apenas media hora.
—¿Me oíste?
—Solo a lo largo de casi toda la noche. ¿Qué sucede? ¿Tienes un problema médico del cual nada me dijiste?
—No es médico.
—Entonces debo preguntar, ¿no lo crees?
—Kati, algo está mal; es algo que no atino a ver.
—Eso es un tanto increíble.
—¿Por qué? Se trata de la historia de mi vida, y de la búsqueda de los fragmentos perdidos.
—Querido, ¿piensas buscarlos en la oscuridad?
—Ya está amaneciendo en París, y de ningún modo reina la oscuridad. Vuelve a dormir.
—Es lo que haré. De ese modo gozaremos de más tranquilidad.
Sorenson hundió la cara en el agua fría… el retorno a las prácticas de la primera línea de fuego; se puso la bata, y descendió a la cocina. Presionó el botón de la cafetera automática, programada por el ama de llaves después de la cena de la noche anterior, esperó hasta que se llenó casi por completo una taza, sirvió la infusión y volvió a su estudio, que se encontraba después de la sala de estar. No se sentó frente al escritorio de dos metros y medio de ancho, bebió el café, y abrió uno de los cajones inferiores, buscando un atado de sus cigarrillos «absolutamente prohibidos», otras antiguas prácticas que ahora retornaban. Inhaló agradecido el humo tranquilizador, descolgó el teléfono depositado sobre la recargada consola, verificó que no había intercepciones, y marcó la línea privada de Moreau en París.
—Es Wes, Claude —dijo Sorenson después de escuchar el breve y seco «¿Oui?» por el teléfono.
—Wesley, es mi mañana norteamericana. Su irritable Drew Latham acaba de salir con la hermosa aunque enigmática Karin de Vries.
—¿Dónde está el enigma?
—Todavía no estoy seguro, pero cuando lo sepa se lo comunicaré. Sin embargo, estamos realizando progresos. Su increíble descubrimiento, Janine Clunitz, está guiándonos. Nuestra Sonnenkind está comportándose de un modo previsible en su esfera imprevisible. —Moreau describió los episodios de la mañana en París en lo que se relacionaba con la esposa del embajador—. Se reunirá con Estrasburgo en el Louvre temprano esta tarde. Por supuesto, los tendremos cubiertos.
—Los Estrasburgo de Alsacia son una historia de veras interesante, si la recuerdo bien.
—Así es, y el conde lleva el asunto varios pasos más lejos.
—¿Elsass–Lothringen? —preguntó el director de Operaciones Consulares.
—No, ésos son los pasos suplementarios; pero los abordaremos más tarde, amigo mío. El calendario del embajador perdura, ¿no es así?
—Su calendario perdura, sí, y podremos considerarnos afortunados si no pierde los estribos y estrangula a esa perra.
—Le aseguro que aquí estamos preparados para recibirlo… Ahora bien, ¿qué sucede con usted, mon ami? ¿Qué está sucediendo de su lado del estanque?
—Sólo el embrollo más ingrato que usted pueda imaginar. ¿Conoce a esos dos asesinos nazis… como se llaman?
—Supongo que usted se refiere a los dos hombres que Witkowski envió a la Base Andrews de la Fuerza Aérea.
—Los mismos. Escupieron una basura de tal carácter que podría significar la caída del gobierno si se la conociese públicamente.
—¿Qué está diciendo?
—Dicen que poseen pruebas directas y específicas que relacionan al vicepresidente y al Presidente de la Cámara de Representantes con el movimiento neonazi alemán.
—¡Esto es completamente absurdo! ¿De dónde salen esas supuestas pruebas?
—La inferencia fue que podían descolgar un teléfono, llamar a Berlín, y la documentación sería presentada inmediatamente, cabe presumir que a través del fax.
—Es un bluff, Wesley, seguramente usted sabe a qué atenerse.
—Ciertamente, pero un bluff que podría incluir documentos falsos.
El vicepresidente está furioso. Reclama una audiencia del Senado, y ha llegado al extremo de agrupar a un núcleo de senadores y representantes enfurecidos, pertenecientes a los dos partidos, cuya misión es refutar esas afirmaciones.
—Ése podría ser un gesto imprudente —dijo Moreau—, considerando la atmósfera que prevalece allí, y las cacerías de brujas.
—Eso es lo que debo aclararle. Lo único que puedo pensar es el efecto que puede tener incluso la «evidencia oficial» más endeble sobre nuestros medios caracterizados por el frenesí y el descontrol. La correspondencia oficial, y en especial la que tiene que ver con el espionaje, y la que se relaciona con el espionaje alemán, puede ser copiada en pocos segundos. Santo Dios, ¿se imagina difundiendo ese material de modo que llegue a las pantallas de los televisores de todo el país?
—Se condena a los acusados antes de haberlos escuchado —convino el jefe del Deuxième Bureau—. Espere un minuto, Wesley… —Moreau se interrumpió él mismo—. Para que sobrevengan esos episodios, los dos asesinos necesitarían la cooperación de la jerarquía neonazi, ¿no lo cree?
—Sí, ¿y qué?
—¡Imposible! ¡La unidad Parisiense de los hombres de la Blitzkrieg cayó en desgracia! Se los considera traidores, y no recibirán ayuda de la jerarquía, porque son demasiado peligrosos para el movimiento nazi. Se lo ha separado y abandonado… ¿Cuáles son allí las personas que están enteradas de la existencia de esos dos prisioneros?
—Bien, aquí andamos muy escasos de personal, de modo que utilicé a los infantes de marina y a un par de hombres de Knox Talbot para recibir a los detenidos en Andrews. Y aprovecho una casa segura de la CIA en Virginia para mantenerlos en la clandestinidad.
—¿Una casa segura de la CIA? ¿La CIA infiltrada?
—No pude elegir, Claude. Por nuestra parte no somos propietarios de ninguna casa de ese tipo.
—Comprendo eso. De todos modos, esos dos hombres representan un grave inconveniente para los neos.
—Usted lo dijo antes. ¿Y?
—Trabaje sobre esos prisioneros, Wesley, pero no difunda información acerca de lo que usted hace.
—¿Por qué?
—No estoy seguro. Digamos que son los instintos que ambos hemos adquirido en Estambul.
—Procederé en el acto —dijo Sorenson, desconectando la línea que lo comunicaba con París, y pulsando el número correspondiente a los transportes de Operaciones Consulares—. Necesito un vehículo en mi residencia dentro de media hora.
Treinta y seis minutos después, afeitado y vestido, el director de Operaciones Consulares ordenó a su conductor que lo condujese a la casa de seguridad de Virginia. Inmediatamente después de recibir la orden, el conductor descolgó el teléfono de ultrafrecuencia a prueba de intercepciones, para indicar el destino al agente de la CIA.
—No se moleste con eso —dijo Sorenson desde el asiento posterior. Es demasiado temprano para pedir un comité de recepción.
—Pero señor, es el procedimiento normal.
—Sea bueno, joven, el sol apenas ha salido.
—Sí, señor. —El conductor devolvió el teléfono a su horquilla, y su expresión manifestó la opinión de que el viejo era un tipo bastante bueno por tratarse de uno de los jefes. Media hora después llegaron al sinuoso camino rural que salía del bosque y conducía al portón de hormigón, flanqueado por una empalizada electrizada. El portón permaneció cerrado mientras una voz brotó de un altoparlante incorporado a la columna de cemento, bajo una ventana provista de un grueso vidrio a prueba de balas.
—Por favor, identifíquese e indique el motivo de su visita.
—Wesley Sorenson, director de Operaciones Consulares —contestó el jefe de la sección mencionada, mientras bajaba la ventanilla del automóvil—, y el motivo que me trae es un secreto total.
—Lo reconozco, señor —dijo la figura confusa que estaba detrás del vidrio oscuro—, pero usted no se encuentra incluido en la lista de esta mañana.
—Si revisa la lista de Visitas Permanentes, encontrará mi nombre.
—Un momento, señor… chófer, abra el maletero del vehículo. —Hubo un chasquido interior, seguido por el resplandor de un foco que iluminó la parte posterior de la limusina—. Lo siento, señor director —continuó diciendo la voz que venía por el altoparlante—. Debería haber preguntado a mis superiores, pero los oficiales permanentes suelen llegar más tarde.
—No es necesario disculparse —dijo Sorenson—. Probablemente yo hubiera debido llamar al director general, pero también para él es un poco temprano.
—Sí, señor… chófer, puede descender del vehículo y cerrar ahora el maletero. —El chófer obedeció, regresó a su asiento detrás del volante, y la pesada puerta de acero se abrió. Unos cuatrocientos metros más lejos, entraron en el sendero circular que llevaba a la escalinata de acceso a la antigua residencia. La limusina se detuvo frente a la gran puerta principal, y con las primeras luces del alba apareció un mayor del ejército, un hombre corpulento de mediana edad; las charreteras de su uniforme indicaban que pertenecía al batallón de Ranger. Descendió deprisa los peldaños, y abrió la portezuela para Sorenson.
—Mayor James Duncan, oficial de guardia, señor director —anunció con voz agradable—. Buenos días, señor.
—Buenos días, mayor —dijo el jefe de Operaciones Consulares, saliendo del asiento posterior—. Lamento no haber llamado antes para informar que llegaría tan temprano.
—Estamos acostumbrados a esto, señor Sorenson.
—La gente del primer portón al parecer no lo está.
—No sé cuál es la causa. Pues tuvieron una sorpresa todavía más grande esta madrugada a las tres.
—¿Sí? —La antena del veterano funcionario de inteligencia recogió una señal negativa—. ¿Un visitante que no estaba anunciado? —preguntó mientras ascendía los peldaños que conducían a la puerta abierta.
—En realidad, no. Su nombre fue agregado a la lista de Visitas Permanentes alrededor de la medianoche. Esta lista es bastante larga, y a él no le agradó la demora; el personal superior de la Agencia puede ser muy quisquilloso. Demonios, imagino que yo también reaccionaría de ese modo si trabajase el día entero y me obligaran a venir aquí interrumpiendo el descanso nocturno. Quiero decir que esto no es exactamente el Servicio en Vietnam, cuando de un momento a otro podía estallar el tiroteo.
—No, pero siempre hay situaciones urgentes, ¿verdad? —dijo Sorenson, que no deseaba profundizar el tema en ese momento.
—No suelen suceder muchas cosas a esta hora, señor —dijo el mayor Duncan, que condujo al director de Operaciones Consulares hasta el mostrador del personal de seguridad, detrás del cual estaba sentada una oficial de expresión fatigada—. ¿En qué podemos servirlo, señor? Si usted proporciona la información a la teniente Russell, ella suministrará una escolta.
—Deseo ver a los dos prisioneros alojados en la Sección E de aislamiento. —La teniente y el mayor se miraron, como si las palabras de Sorenson los hubiesen sobresaltado—. ¿Dije algo impropio?
—No, director Sorenson —replicó la teniente Russell, y sus ojos oscuros se clavaron en las teclas de una computadora, mientras mecanografiaba—. Una mera coincidencia, señor.
—¿Qué quiere decir?
—Ésos son los hombres que el subdirector Connally quiso ver a las tres de la mañana —respondió el mayor James Duncan.
—¿Dijo cuál era la razón de su pedido?
—Utilizó más o menos las mismas palabras que usted usó a la entrada, señor. La conferencia era tan secreta que nuestro propio guardia tuvo que permanecer fuera de la Sección E después de abrir la celda.
La señal ahora se había completado.
—Mayor, lléveme allí inmediatamente. ¡Solamente yo tenía derecho a interrogar a esos hombres!
—Discúlpeme, señor —interrumpió la teniente—. El Subdirector tenía autorización plena. Así lo indicaba una orden interna de la Agencia firmada por el director Talbot.
—¡Comuníqueme telefónicamente con Talbot! Si usted no tiene su número privado, yo lo conseguiré.
—¿Hola? —dijo la voz gutural y somnolienta de Knox Talbot en la línea.
—Knox, habla Wesley…
—¿Quién demonios bombardeó a quién? ¿Sabe qué hora es?
—¿Usted conoce un subdirector Connally?
—No, no lo conozco, porque no existe.
—¿Qué me dice de una orden interior de la Agencia, firmada por usted, que lo autorizaba a reunirse con los neos?
—No hubo tal orden, de modo que no pude haberla firmado. ¿Donde está usted?
—¿Donde maldición cree que estoy?
—¿Aquí en Virginia?
—Solamente deseo que mi próximo llamada sea menos inquietante, porque si no es así, usted tendrá que iniciar una grave tarea de limpieza.
—¿Las Computadoras AA?
—Intente algo menos perfeccionado, algo muy humano. —Sorenson cortó bruscamente la comunicación—. ¡En marcha, mayor!
Los dos hombres del grupo de la Blitzkrieg estaban en las camas, yaciendo de costado. Cuando se abrieron bruscamente las puertas de los calabozos, ninguno de ellos se movió. El director de Operaciones Consulares avanzó primero hacia uno y después hacia el otro, y apartó las mantas. Los dos hombres estaban muertos, los ojos muy abiertos en el momento de morir, la sangre todavía brotando por la boca cerrada, la nuca en cada caso destrozada por un tiro, ensuciando la pared.
El sonido del jazz del piso de abajo se elevaba flotando hasta el comedor privado; allí se unía al ruido vibrante de la calle Bourbón, en el Distrito Francés de Nueva Orleans.
Alrededor de la amplia mesa estaban sentados seis hombres y tres mujeres, salvo una todos vestidos con relativa formalidad: trajes y corbatas de gusto conservador, y un atuendo severo en el caso de las mujeres. Asimismo, excepto una, eran blancas, pulcras, y parecía como si hubiesen sido arrancadas mucho tiempo atrás de los anuarios de las universidades aristocráticas de un pasado lejano, cuando las cuotas significaban algo. La edad oscilaba entre los cuarenta y el comienzo de la setentena, y todas y cada una poseía una aureola de fatigada superioridad, como si vivieran constantemente en presencia de inferiores irritantes.
En ese grupo estaban los alcaldes de dos importantes ciudades de la Costa Éste, tres miembros del Congreso, un destacado senador, el presidente de una empresa muy ramificada que se dedicaba a la fabricación de computadoras, y una mujer vestida a la última moda, que era el vocero principal de los Cristianos en favor del Gobierno Moral. Todos estaban sentados con el cuerpo muy recto en sus sillas, las miradas escépticas en el hombre que estaba en la cabecera de la mesa, una figura grande y corpulenta, de piel morena, ataviado con una chaqueta blanca, desabotonada hasta la mitad del pecho, y con grandes anteojos ahumados que impedían ver sus ojos. Su nombre original era Mario Marchetti; el apodo que le daban en los prontuarios del FBI, era el «Señor de Pontchartrain». Ahora habló.
—Entendámonos bien —comenzó, con voz profunda y suave, las palabras medidas—. Tenemos lo que los historiadores podrían denominar un concordato, un acuerdo entre entidades que no siempre coinciden en todas las cosas, pero tienen una agenda común que les permite coexistir. ¿Me siguen?
Hubo murmullos afirmativos y algunos asintieron levemente, hasta que el senador interrumpió el discurso.
—Señor Marchetti, ése es un modo muy extraño de decirlo. ¿No sería más sencillo afirmar que ambos necesitamos algo, y que cada uno puede ayudar al otro?
—Señor, su historial en el Senado rara vez incluye esas expresiones tan francas. Pero sí, usted tiene razón. Cada entidad puede ayudar a la otra.
—Como nunca lo había visto antes —dijo la mujer lujosamente vestida, perteneciente a la derecha cristiana—, ¿cuál es exactamente la ayuda que usted puede prestarnos? Incluso en el momento mismo de hablar, la pregunta me parece un tanto degradante.
—Bájese de su miedoso caballo —dijo el señor de Pontchartrain.
—¿Qué? —La reacción alrededor de la mesa fue más bien de asombrado silencio que de cólera o impresión.
—Ustedes me oyeron —continuó Marchetti—. Ustedes vinieron a mí, yo no fui a buscarlos, señora. ¿Quiere tener la bondad de explicarle las cosas a esta mujer, usted, el hombre de la Fábrica de Computadoras?
Todas las miradas se concentraron brevemente en el director ejecutivo de una de las principales compañías norteamericanas productoras de computadoras.
—Fue una decisión investigada cuidadosamente —replicó el hombre delgado de atuendo Conservador—. Era imperativo que frenásemos los progresos realizados por uno de mis ejecutivos, un hombre de espíritu inquisitivo, un sujeto de piel negra a quien contratamos evidentemente con fines de publicidad. Comenzó a cuestionar nuestros embarques a Munich —destinados al Hausruck— e incluso llegó al extremo de investigar al destinatario; lo cual, naturalmente, fue bastante complicado. No podíamos despedirlo, de modo que volé muchos kilómetros, y me reuní con el señor Marchetti.
—Y él realizó su propia investigación —lo interrumpió el señor de Pontchartrain y en sus labios se dibujó una sonrisa cordial. Quiero decir, ¿por qué tendríamos que echar a perder a un negro muy inteligente, agregando un montón de letras después de su apellido? Eso no tenía sentido. De modo que antes de que el caballero se refugiara en los brazos de Jesús, conseguí que mis colaboradores practicasen una pequeña investigación… lo cual los llevó a entrar violando su domicilio… Santo cielo, señor propietario de la Fábrica de Computadoras, él sabía mucho de usted, o estaba cerca de eso. Sus notas, las que guardaba bajo llave en su escritorio, lo explicaban todo. Usted estaba despachando equipos muy perfeccionados, prácticamente al costo, a personas de las cuales nadie había oído hablar; y recibían el material otros desconocidos. Señor, eso era muy descuidado, cuando no directamente antiprofesional. El caballero del cual hablamos se disponía a llamar la atención de las autoridades de Washington… Sin embargo, nos ocupamos de su problema y le encontramos una especie de socio… «una especie de» fue la frase operativa.
—No veo la relación —insistió la mujer cristiana vestida con elegancia, Como si estuviese hablando con la pared.
—Señora, si usted fracasa una vez, la culpa es suya. Si fracasa dos, es mía. No vuelva a fallar.
—¡De veras!
—Por favor, no nos insulte a ambos —continuó diciendo serenamente Marchetti—. Nuestros amigos de Alemania no sabían adónde iban los embarques, lo cual fue un tanto a favor de usted misma, pero descubrieron quiénes recibían los artículos.
—Creo que se ha dicho bastante —interrumpió el alcalde de una importante ciudad del noreste—. Usted no tiene idea del modo en que el delito y las minorías se interrelaciónan constantemente. Es necesario adoptar medidas drásticas.
—¡Basta! —Por primera vez el señor Marchetti alzó la voz. ¡Intente la educación, la verdadera educación! Yo soy un «tano», un sucio «latino grasiento», y no hace mucho tiempo ni siquiera podíamos solicitar empleos, excepto para poner ladrillos y cultivar jardines. Después, llegaron los inteligentes, los Gianninis y los Fermis, la herencia de los Da Vincis, los Galileos, sí, incluso los Maquiavelos. Pero ustedes no nos aceptaban… No me hable de las minorías, señor Alcalde de las Soluciones Rápidas, por ejemplo las que significan arrasar los guetos. Conozco la historia, usted no.
—¿Adónde nos lleva todo esto? —preguntó otro alcalde frustrado de una gran ciudad de Pensilvania.
—Le diré adónde inmediatamente —dijo Marchetti—. Usted no me gusta y yo no le gusto. Usted me considera una basura, y yo creo que ustedes son un conjunto de estúpidos, pero podemos cooperar.
—Teniendo en cuenta su censurable estallido —dijo otra mujer, muy pulcra y con los cabellos largos recogidos en un rodete—, no creo que eso sea posible.
—Permítame explicarle, querida señora. —El señor de Pontchartrain se inclinó hacia adelante, sobre la mesa, y la chaqueta entreabierta reveló el pecho velludo, la voz profunda otra vez tranquila y suave—. Usted quiere un país con su correspondiente gobierno… eso me parece muy bien, y realmente no me inquieta. Lo que yo quiero son las ganancias que se obtienen controlando el país y el gobierno. Quid pro quo. Yo la dejo tranquila, usted me deja tranquilo. Yo ejecuto el trabajo sucio —lo que hice antes y estoy dispuesto a hacer en el futuro— y usted concede grandes contratos oficiales a las personas que yo señalo. Así de sencillo es todo. ¿Hay algún problema?
—No que yo sepa —dijo el senador—. Estoy seguro de que tales precedentes existen. Uno se adapta al bien general.
—Naturalmente —coincidió el mafioso—. Considere los casos de Mussolini y Hitler. El Duce y el Führer estaban muy distanciados, pero canalizaron las ganancias globales de la guerra. Por desgracia, los dos eran paranoicos, y estaban dominados por el sueño de la invencibilidad. No es nuestro caso, pues la guerra no es parte de nuestra agenda. Buscamos otra cosa.
—¿Cómo describiría esa otra cosa, señor Marchetti? —preguntó el más joven de los hombres que estaban sentados frente a la mesa, un rubio de cabellos muy cortos que llevaba puesta la chaqueta de una destacada universidad de Massachussets—. Me he diplomado en ciencias políticas, completando mi doctorado… aunque me temo que un poco tarde.
—Es muy sencillo, señor Alfabeto, y no es lo que usted aprendió en la escuela —contestó Marchetti—. La política es influencia, y la política exitosa es el poder, y el poder político es esencialmente el dinero, qué va adónde y en beneficio de quién. Al supuesto pueblo, que paga las cuentas, le importa un rábano adonde va el dinero, porque la gente prefiere ver un encuentro deportivo por televisión, o leer un tabloide relacionado con un supermercado. Si ustedes quieren saber la verdad, somos una nación de idiotas… Por eso gente estúpida como ustedes en definitiva puede imponerse.
—Su lenguaje es muy ofensivo —intervino el joven candidato a doctor—. ¿Puedo recordarle que aquí hay damas presentes?
—Qué extraño, no las veo. Asimismo, permítanme recordarles que ésta no es una escuela complementaria, y que yo no soy un asesor en temas relacionados con la etiqueta… Lo que soy es un proveedor de recursos definitivos. Si ustedes necesitan algo acabado… y las circunstancias son tales que ustedes sienten que no pueden usar sus propios y amplios recursos… vengan a mí. Me encargaré de hacer lo que sea necesario. Afronto el riesgo, y no podrán rastrear nada para descubrir que ustedes son culpables… como habría sucedido en el caso del señor de la Fábrica de Computadoras y su ejecutivo negro excesivamente curioso. ¿Capisce?
—Sin embargo, como usted acaba de señalarlo —dijo la tercera mujer, una dama anciana y delgada de ojos oscuros y luminosos, ampliados por los anteojos de gruesos cristales, tenemos nuestros propios y amplios recursos. ¿Por qué tendríamos que usar los suyos?
—¡Va bene! —exclamó Marchetti, abriendo las manos en un gesto amplio—. No los usen, y les deseo buena suerte. Sencillamente quiero que sepan que estoy aquí para servirlos si se advierte que es necesario. Por eso invité a nuestro gigante de las computadoras, y a su amigo en el Congreso, con el propósito de que los traiga aquí, para aclarar nuestro acuerdo. Por supuesto, viajaron a bordo de mis jets privados.
—¿Su amigo…? —preguntó el alcalde de Pensilvania.
—Yo —replicó en actitud ligeramente incómoda pero sin pedir disculpas, un miembro de la Subcomisión de Inteligencia de la Cámara de Representantes—. Se trata de órdenes enviadas por la célula de Berlín. Es posible que en la CIA haya un hombre totalmente descontrolado, a quien es necesario someter a vigilancia total y supervisar, si se requiere tal cosa. Usar a uno de nuestros hombres implica un riesgo excesivo. El señor Marchetti ha afrontado la tarea.
—Por lo tanto, parece que tenemos un matrimonio en el estilo de La Rochefoucauld… es decir, una especie de matrimonio —dijo la mujer de setenta y tantos años, con los ojos grandes y luminosos. Puede ser un episodio secundario, pero será un matrimonio de conveniencia.
—Querida señora, es lo que estuve intentando decir en mi propio estilo, por cierto ineficaz.
—Sí, bien, usted lo dijo de un modo excelente, y como siempre los actos dicen volúmenes, más que las palabras… Usted tiene su acuerdo, señor Marchetti, y yo creo que mis colaboradores coincidirán conmigo cuando diga que prefiero salir de aquí cuanto antes.
—Las limusinas esperan abajo, y también los aviones Lear en el aeropuerto privado.
—Los miembros del Congreso y yo usaremos la entrada de servicio y viajaremos en automóviles separados —dijo el senador.
—Puesto que llego, señor —dijo el hombre de Pontchartrain, poniéndose de pie junto al resto—, agradezco desde lo más profundo de mi corazón siciliano. La conferencia ha sido un éxito, y el concordato ha cristalizado.
Uno por uno, con diferentes niveles de incomodidad, los nazis norteamericanos abandonaron el recargado comedor de Nueva Orleans. Marchetti hundió la mano bajo la mesa, y accionó una llave oculta. Detuvo el funcionamiento de las móviles cámaras de video disimuladas en las paredes revestidas de terciopelo. Su nombre, su voz y su imagen serían eliminados de las grabaciones, y se incorporaría el nombre de otra persona, quizá un enemigo.
—Estúpidos —dijo por lo bajo Marchetti—. Nuestra familia será la más rica de Estados Unidos, o sus miembros serán héroes de la República.